lunes, 30 de enero de 2012

LOS QUE ESCRIBEN SOBRE EL MURO DEL AIRE




Lo he leído en varias ocasiones y lo escucho frecuentemente en voces de escritores. Cuando “Rayuela” apareció medio mundo dijo que era una novela que estaba en el aire. El otro día prendí la televisión en el canal 11, en el programa de entrevistas de Cristina Pacheco; su invitado, un escritor de renombre, dijo que cuando leyó “Rayuela” pensó que él podía haberla escrito. El propio Julio Cortázar confesó que recibía cartas donde lectores decían que él les había “ganado” la idea. Un tipo dijo: “Me robaste la novela”. ¡Bah, qué declaraciones tan estúpidas, qué lectores tan ignorantes, qué aspirantes a escritores tan soberbios! Entiendo que esas declaraciones son como declaraciones de amor y de admiración ante lo que Julio creó, pero no dejan de ser como hojas secas en medio del césped fresco.
En una de éstas resulta que también alguien declarará que pudo haber escrito La Biblia, porque “estaba en el aire”.
¡Esto del aire es un elemento obvio! ¡Todo está en el aire! Desde el polvo que viene del excremento al polvo eterno que da la vida.
Sólo Cortázar pudo escribir “Rayuela”, como sólo Gabriel García Márquez “Cien años de soledad”. Borges comentó por ahí que los cuentos de Cortázar no admiten síntesis porque lo importante no está en la anécdota sino en la palabra. Por esto sólo Cortázar pudo escribir “Rayuela” con la genialidad que esta novela desborda. Por esto, también, Cristina Peri Rossi, amiguísima de Julio, dice que, de los escritores del boom latinoamericano, Cortázar fue a quien los lectores más amaron.
¡Todo está en el aire!, pero falta pericia y humildad para pepenar esos ríos que, como pájaros, pasan frente a nosotros. En Chiapas aún está latente un “boom”. Los lectores chiapanecos no descubren a sus autores, tal vez porque los autores no encuentran a sus lectores. Los tirajes de novelas y libros de cuentos escritos por chiapanecos son mínimos. ¿En qué corazón cabe la cifra de un tiraje de 500 libros para una población superior a los cinco millones? Cuando un libro tiene un tiraje de mil ejemplares, el tiraje se considera generoso. No obstante, las bodegas están repletas de libros rezagados. Quiere esto decir que ni siquiera esos mínimos tirajes se agotan; quiere esto decir que los chiapanecos no leen a los autores de estas tierras.
¡Todo está en el aire! Sin embargo, quienes deben dedicarse a la difusión del libro no completan el círculo. Los departamentos editoriales de organismos públicos hacen la labor de corrección y publican libros (bien cuidados y, en ocasiones, de calidad), pero olvidan el último eslabón: el de la distribución. El otro día Jorge Aguilar Gómez me preguntó dónde podía conseguir la novela: “Sangre en la niebla”, de Heberto Morales Constantino. ¿Dónde? En Comitán ¡no!
Tal vez pronto, los autores chiapanecos deban ofrecer libros digitales y los lectores comprar los lectores electrónicos para su lectura. El maestro Crispín Günther, quien ya tiene su tableta, me cuenta que este chunche es ¡una maravilla! La consigna de estos tiempos es: “Compra, descarga y lee”. Así de fácil, como quitarle una pluma a un loro tartamudo.
¡Todo está en el aire! Pero es preciso el talento para ver por dónde están los caminos que conducen a la “Rayuela” del siglo XXI.

viernes, 27 de enero de 2012

PORQUE UN DÍA TODO MUNDO NACE




Todo comienza así: “Yo nací en…”. No es la hora ni el día del nacimiento el inicio de la biografía de un hombre sino el instante en que se dice: “yo nací en…”. De esta manera los hombres nacen mucho después de que nacen. Por esto los nacimientos verdaderos varían de un hombre a otro tanto como se tarden en estar conscientes de la frase y pronunciarla por primera vez.
¿Cuándo un hombre pronuncia por vez primera la frase? Puede ser en un salón de clases como respuesta a la pregunta de un maestro o puede ser en medio de una cita romántica con vela encendida sobre la mesa o puede ser en una entrevista de trabajo o puede ser al inicio de un discurso político.
Como el lector ya apreció, la respuesta depende de la circunstancia. No es lo mismo decir: “yo nací en…” ante un auditorio de diez mil personas que levanta pancartas y grita: “Sí se puede, sí se puede”, que hacerlo ante una hoja blanca de papel.
Pues bien yo nací en un pueblo donde todo mundo mira el nombre de Rosario Castellanos escrito en las paredes.
Yo nací en una ciudad donde las personas están dispuestas a decir su nombre por debajo del sobrenombre.
Soy de un pueblo donde una de sus poetas dice que no es del lugar sino que el lugar es suyo.
Nací en tiempo de cosecha, en medio de árboles llenos de flores blancas. Nací en un lugar que no tiene mar ni tiene estaciones donde llegue el tren. Nací en un pueblo que habla constantemente de ángeles sin haber visto alguno alguna vez.
Yo nací en medio de piedras y de polvo, por esto la historia de Sísifo me acompaña. Cada vez que me siento al parque o camino por las calles con rumbo a La Pila y miro a los pájaros o a las nubes pienso que me ha sido dado el don del vuelo, pero apenas intento levantar las alas una piedra cae desde el cielo.
Yo nací en temporada de lluvias, de lodazales y de tormentas; en tiempo que es necesario un impermeable o un limpiaparabrisas para ver el horizonte.
Nací envuelto en hojas de hierbasanta (momón, le dicen en el pueblo); al lado de un pasillo, frente a una puerta cerrada y con los ojos abiertos como si algo me asustara o me sedujera.
Yo nací en medio de las barbas de Dios, por esto a veces me siento liendre; nací sin guitarras eléctricas, sin barajas de póquer, sin casco de motociclista, sin piercing en la lengua; nací con una mano izquierda que no anda de chismes con la derecha.
Fue en un pueblo como auto con quemacoco. En un pueblo con vuelo de papalote, donde el viento cuenta cómo los ladrillos sueñan con hipopótamos y lagos.
Porque todo comienza cuando el hombre dice: “Yo nací en…”, digo que yo nací en la escalera de la Torre Eiffel, en la línea que divide los pechos de la Virgen María, en la arena que conserva la huella de Jesús, en el rescoldo del café, en la brasa del fogón, en el polvo de los libreros y en los granos de azúcar que se suicidan desde el borde de la cuchara.
Yo nací en medio de los barrotes de las jaulas y donde el viento es el aliento de mi padre y de mi madre. Yo nací en el corazón del árbol, en un pueblo donde el aire juega a inventar palabras y a brincar la cuerda. Y vos lector: ¿dónde naciste?

miércoles, 25 de enero de 2012

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO EL AGUA TIENE HIPO




Querida Mariana: en Comitán, desde hace muchos años, existe el Consulado de Guatemala. No existía la representación de otro país Centroamericano, hasta hace días en que la República de El Salvador abrió una Agencia Consular.
En las Embajadas de todo el mundo existen los Agregados Culturales. Estos Agregados se encargan de fortalecer las relaciones entre los países visitantes y los anfitriones. Grandes escritores mexicanos han realizado la función de Embajadores o de Agregados Culturales, y, unos más y otros menos, han prendido la lámpara de México en la sala de países extranjeros. Además de atender a los paisanos, las Embajadas tienen el cometido de representar el país de origen y de dar a conocer sus principales rasgos culturales.
En el pueblo, querida mía, del 26 al 28 de enero del presente año, se celebrará el Foro Intercultural Mesoamericano. Dicho Festival está organizado por varias instituciones y cuenta con diversos patrocinadores, desde la Presidencia Municipal de Comitán hasta la organización civil Puente Cultural del Sur Sureste.
Dentro de las instituciones convocantes sobresalen el Consulado de Guatemala y la Agencia Consular de El Salvador. Debo decirte, niña mía, que este acto de relevancia se debe, en mucho, a la participación entusiasta de don Herbert Guzmán, quien es el Cónsul de El Salvador. A Don Hebert se le ha visto por todos lados, desde el momento en que asumió el cargo. Su presencia no pasa desapercibida porque es un hombre fornido y alto, casi casi como una de esas palmeras que retozan en la playa de La Libertad. El día que conocí a Don Hebert llevaba una bufanda enredada al cuello, con forma de esas “pupusas” salvadoreñas, rellenas de queso, que son tan ricas y que son primas hermanas de nuestros chinculguajes, nuestros tzejebes y de nuestras “gorditas” rellenas de papa con carne molida. La presencia de don Hebert vino de pronto a enriquecer el aire de este pueblo. Empecinado en cumplir con su misión diplomática se ha dado a la tarea de motivar un encuentro cultural en donde las raíces de estos pueblos se encuentren y descubran sus puntos de unión.
El programa reúne una serie de actividades que será un primer acercamiento definitivo para el conocimiento de nuestros pueblos. Te invito, Mariana de mi corazón, a la inauguración del Festival, donde habrá una muestra gastronómica de México, Guatemala y El Salvador. Como sé que te gusta el cine te digo que el jueves y viernes se proyectarán películas de Guatemala y El Salvador. ¿Vos has visto alguna vez una película Salvadoreña o Chapina? Yo, con pena, admito que la filmografía de esos países ha estado ausente de mi conocimiento y eso que, lo sabés, me encanta el cine. Pero sucede que el cine gringo nos avasalla. Por esto, ¡por esto!, este foro resulta de primordial importancia.
El programa es tan rico que no puedo pasarte copia acá de todos los actos que se celebrarán, pero sí digo que habrá exposiciones de pintura, muestras fotográficas, danza, teatro, encuentros literarios (por ahí andará Samuel Maldonado y María Elena Jiménez, al lado de Roberto Rico, ganador del Premio de Poesía Enoch Cancino Casahonda, con su obra “Parlamas”) musicales (con la soprano Lupita Guillén) y conferencias (no te perdás la que se titula: “Migración y Literatura” que disertará mi amigo Carlos Gutiérrez Alfonzo).
Don Hebert llegó y llegó prendiendo mecha. Además de su encomienda de Cónsul está desempeñando el oficio de Agregado Cultural de su país y esto le hace bien a la región porque, por un instante, dejamos de ver hacia el Norte y miramos el patio generoso de nuestros vecinos, que es nuestro patio común.

lunes, 23 de enero de 2012

LA BAJADA




Durante la mayor parte del año, el pueblo es como una alegre muchacha quinceañera: sus calles y plazas se llenan de vecinos que saborean helados, leen el periódico o esperan la llegada del tren. Pero, existe una noche (nunca se sabe con precisión el momento en que esto sucede) en la que todo se trastoca. Hasta el cielo lo presagia, porque una tarde las nubes toman un color como de rata de cloaca. La gente que está tranquila en las hamacas o en las bancas de los parques mira oscurecer el cielo y sabe que los montañeses bajarán al pueblo; entonces todos corren a sus casas, abren los refrigeradores, alacenas y baúles y, atropellándose, llenan bolsas de yute con carne, leche, pan, objetos de oro y billetes.
La relación de los pobladores con los montañeses es de completa indiferencia durante todo el año, éstos permanecen recluidos en su territorio, cuidando sus rebaños de ovejas y limpiando sus sembradíos de sorgo, pero una tarde el Patriarca sube a la Cima de Los Pumas y eleva las manos, entonces todos los montañeses tiran sus coas o las agujas con que tejen las chamarras y, en fila india, levantando polvo, suben a la cima. El Patriarca coloca un hato de hierba seca frente al monolito y prende el fuego sagrado. Las mujeres sirven vino en un cuenco de madera y lo pasan a todos sus hombres, poco a poco el vino comienza a hacerlos trastabillar y como pueden los hombres se quitan las camisas, los pantalones y los calzoncillos hasta quedar sólo con calcetines y zapatos. Las mujeres, sentadas en el suelo, forman un círculo alrededor de los hombres desnudos y, con las manos colocadas en sus pechos y las miradas clavadas en el suelo, esperan a que los hombres, ya completamente borrachos, se acerquen tambaleantes, las tomen de la cintura y las lleven al bosque donde las desnudan, les abren las piernas y las poseen. Esa tarde les está permitidos todos los excesos, la única restricción es que un hombre no debe elegir a su pareja regular (la vez que un hombre celoso eligió a su propia mujer para que no fuera tocada por otro, lo expulsaron de la comunidad y su mujer fue condenada a fornicar con todos los hombres).
Mientras los montañeses sacian sus instintos, en el pueblo medio mundo corre por los pasillos de sus casas, saca las bolsas a la calle, las deja en el frente y las mujeres apresuran a sus hijos a que se metan debajo de las camas y no salgan. Los hombres toman sus rifles y sus machetes y se refugian detrás de las puertas, en tanto las mujeres, adentro de las recámaras, al lado de sus hijos, pasan una y otra vez las cuentas del rosario mientras rezan el Padre Nuestro y el Ave María.
Los montañeses, como si fuesen una jauría, bajan de sus cuevas y entran al pueblo. En medio de gritos toman las bolsas y revisan que tengan carne, leche, pan, objetos de oro y billetes. Si algún bárbaro encuentra una bolsa sin oro, entonces convoca a sus compañeros y lo menos que la bola hace es violar a los moradores de la casa y luego prenderles fuego. Por esto, para que continúe la relación indiferente que han mantenido hasta la fecha, todos los vecinos son generosos y se deshacen de los anillos y cadenas que compran ex profeso para esa noche. Una vez que los montañeses comprueban que ninguna casa quedó sin su aportación, llenan sus carretas y regresan a la montaña; y los vecinos del pueblo prenden los focos de sus casas y salen poco a poco a las calles y todo vuelve a tomar su cara de sonriente muchacha quinceañera; prenden fogatas en las plazas y los niños salen a jugar y a correr; y las mujeres sirven vino a sus hombres y éstos cuentan historias de duendes y hadas y reciben con marimba y bailables la llegada del tren.

viernes, 20 de enero de 2012

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO LA PALABRA ES UNA CUERDA PARA BRINCAR




Querida Mariana: Carlitos Rojas, el columnista político de este periódico, escribió en el twitter: “lo que hoy se conoce como drenaje antes se le decía albañal”. Las palabras cambian porque la vida ¡cambia! Lo que Carlitos escribió nos permite reflexionar en dos sentidos: el primero es la pertinencia con que hablaban los comitecos de antaño porque la palabra albañal -de acuerdo con el diccionario- refiere al “canal que da salida a las aguas inmundas”; drenaje -de acuerdo con el mismo diccionario- se aplica a: “la acción de desagüe”; y el segundo es constatar cómo el lenguaje está en constante transformación. Algunas palabras caen en desuso y otras se incorporan a nuestro léxico diario. ¿Cuándo Carlitos imaginó que iba a “tuitear”? A lo más que aspiraba era a tutear a las personas de confianza. ¿Cuándo Carlitos imaginó que iba a “retuitear”? (¡pucha! Saber qué pensaría el maestro Bernardo Villatoro -maestro que empleaba el lenguaje de manera pulcra- al oír la palabra: “retuitear”. A mí si alguien me dice que va a “retuitearme” un mensaje le contesto, con toda decencia, que mejor se lo “retuitee” a la más vieja de su casa, y es que a los mayores nos cuesta trabajo adaptarnos a estos tiempos de avasallante transformación en el uso del lenguaje). El papá de Mario dice que antes, en Comitán, la palabra recular la usaban frecuentemente en las canchas de fútbol. El medio le decía al defensa que reculara pronto. Ahora ese término, que todo mundo sabe significa retroceder, ya no se emplea y hasta puede resultar motivo de burla o para alburear. ¿Qué pensarías si te digo que reculés? ¡No, no me digás!
El mensaje de Carlitos ¡da para más! Da para decir, por ejemplo, que en Comitán deberíamos hacer un esfuerzo por rescatar modismos y regionalismos que nos otorgan identidad. Hemos abusado en desdeñar nuestro léxico y, por esto, ahora los jóvenes poseen un bagaje disminuido. Medio mundo ha hecho notar la pobreza de nuestro lenguaje con el uso abusivo de la palabra güey.
Los estudiosos indican que por economía del lenguaje los seres humanos tenemos propensión a tomar una palabra determinada y, como si fuera chicle, estirarla para designar varias acciones u objetos. Esto propicia una grieta en nuestro léxico. Hubo un tiempo en que la palabra cosa la usamos para casi todo: “pasame esa cosa” o “¿qué cosa decís?”. Luego nos llegó (quién sabe de dónde) la palabra chido que sustituyó a la palabra padre o a la palabra madre que empleábamos sin distingo. “¡Está bien padre!” o “¡Está poca madre!” fueron expresiones comunes y corrientes (resultando, al final, más corrientes que comunes). Hoy, ¡qué cosa, Dios mío!, estamos en riesgo de perder el nombre y el apellido porque todo mundo es güey.
No es simple esto que te escribo, es tan grave que estamos a punto de perder nombre y con ello identidad. ¿Con qué vamos a quedar? Vos sabés que en este pueblo de Dios comenzamos descortezando nuestro árbol al ponernos apodos. ¡Ah, burro, cómo disfrutábamos los apodos! ¿Te acordás de aquella anécdota de los setentas que te conté, acerca de un compa que llegó de la ciudad de México para entrevistarse con un comiteco? El viajero trepó a un taxi y le dijo al taxista que lo llevara a la casa de don fulano de tal; “Ay, caso sé dónde vive”, dijo el comiteco. El fuereño, como no traía la dirección exacta, le dio algunas referencias: vive por tal rumbo, cerca de tal lugar. ¡Nada, nada!, el taxista no daba. “¿No sabe’sté cómo le dicen?”, preguntó el taxista y el viajero le dijo el apodo. El taxista se volvió a ver a su pasajero y dijo: “Ah, la puta, soy pue’ yo”. Sí, Marianita, es una exageración, pero pinta de cuerpo entero cómo, entre broma y veras, fuimos perdiendo parte de nuestro carácter y retomando otro, muy diferente. El apodo ensombrece una parte importante de nuestra personalidad: ¡el nombre propio! Ahora resulta que estamos más jodidos, porque antes, cuando menos, teníamos apodos propios, únicos (algunos, incluso, eran simpáticos e ingeniosos); en cambio, en estos tiempos todos entramos al redil donde pasta una yunta de bueyes. Basta pararse en cualquier patio escolar para escuchar a un alumno diciendo: “Pues sí, güey, te digo, el güey del maestro me reprobó porque no le entregué la tarea y yo no tuve la culpa, güey. El güey de Alfredo olvidó la libreta en su casa, porque el güey de su papá dejó cerrado el estudio, güey”. ¡No, no, Marianita, no te riás! Así hablan ahora ustedes (bueno, sé que vos no hablás así, gracias a Dios. Por esto sos mi consentida, aunque quién sabe cómo te comportás cuando estás con tus amigos, güey).
Nos hemos ido quedando sin palabras porque no leemos, porque ya no escuchamos a nuestros mayores. Los abuelos todavía, gracias a Dios, conservan muchas piedritas bellas en sus alforjas. Los niños que, en los sesentas, se sentaban al lado del fogón de la casa y escuchaban las leyendas y las historias de fantasmas y aparecidos pepenaban un bonche de palabras. Como en ese tiempo el lenguaje era cosa seria los mayores lo trataban con respeto y jugaban amorosamente con él (cosa contraria a lo que ahora hacen los políticos que al lenguaje lo han convertido en un juego que revisten con cara seria y pedante). A veces pienso, querida mía, que los jóvenes corren el peligro de volverse mudos. Los mensajes que ahora envían por celular cada vez se hacen más crípticos por condensados. Es tal la economía del lenguaje que se han convertido en avaros antes de poseer la riqueza.
Hace falta jugar con las palabras. Antes que vos fueras mi consentida tuve un afecto que era mi encuache. Con ella jugábamos, todos los días, el juego de: “rama, rema, rima, roma, ruma”. Ella decía: “A ver, decime una rima de jodón” y yo decía: ronrón, camarón, decisión, camisón…ella cambiaba el juego con una ligera torcedura. Por ejemplo, si yo decía: bastón, ella decía: “pero no para tu corazón sino para tu calabaza”, entonces yo comenzaba con otras rimas: plaza, hogaza, torcaza… y ella: “torcaza que vuela sin alas por tu cabeza de ciempiés”, y yo: al revés, entremés… y así hasta que la tarde se cansaba y los boleros del parque guardaban sus paños y cepillos en sus cajas de madera y jalaban para el barrio de La Pila, con rumbo a su casa; así hasta que los niños se cansaban de correr y los viejos se despedían y tomaban su bastón; y ella decía: “bastón pero no para tu corazón sino para el corredor de tu calabaza, hogaza, taza y cada quien a su casa”, y nos parábamos y caminábamos por estas benditas calles de Dios. La luna ronroneaba como gato sobre los techos de teja.
A veces, ella y yo, en lugar de rima, jugábamos roma y entonces eran palíndromos lo que nos tocaba porque roma es amor mientras Anita lava la tina. Cuando nos tocaba el juego de ruma jugábamos a que éramos periodistas como el famoso don Ruma, de Tuxtla, y escribíamos sobre papel higiénico (era parte del juego) notas insólitas que jamás serían publicadas en los periódicos de Comitán. ¿Un ejemplo? Ella escribía y luego me pasaba el papel; yo leía, en voz alta, como si leyera un edicto: “El día de ayer, en el barrio de San Sebastián, el último ejemplar vivo de los iguanodontes fue destazado para convertirlo en tamales. Fue una desgracia para el mundo, no que el iguanodonte haya sido sacrificado sino que no existiera un representante del Record Guinness que diera fe del tamal más grande del mundo que sirvió de alimento para todos los vecinos del barrio, más los de Jesusito y de San Agustín”. Cosas así, con las que nos divertíamos mucho.
Julio Cortázar, escritor argentino, siempre juguetón con las palabras, dijo un día que a la literatura, como a la vida, le hacía falta chiflar. Existen pocos chifladores en la literatura, y, parece, cada vez hay menos chifladores en la vida real. Gil Olvera, ciudadano comprometido, pepenó el clásico chiflido comiteco que, hace años, era común escuchar en los zaguanes de las casas cuando llegaban los amigos y avisaban su llegada. El sonido de ese chiflido tiene cuatro instantes, como golpeteos tenues de pájaro carpintero sobre el tronco del viento. ¿Cómo traducís a signos escritos un sonido? Así: “Fi-fu fi-u” (decile a tu papá que lo chifle, vas a ver qué bonito sonido tiene). Gil, con esto, nos ha recordado la importancia de mirar nuestras ventanas, nuestros balcones, nuestros zaguanes y nuestros modos de saludar. ¡También en el chiflido somos auténticos! No debemos olvidarlo, jamás.
Carlitos Rojas diría que muchas palabras sin caducidad las hemos enviado al albañal. Por esas avenidas extrañas que nos impone la vida, las hemos condenado al olvido, que es una sombra que también baña su camisa en el drenaje. ¿Cómo rescatar y abrillantar esas palabras que daban forma a nuestras ramas? ¿Cómo se pueden pepenar las hojas secas si al tomarlas con las manos se quiebran y se vuelven polvo?
Pd. A veces, querida mía, me quedo sin palabras y acudo al silencio: ¡río donde Dios moja sus alas! Esta semana fue de lamentables ausencias en el pueblo. Así que hoy no te digo más; hoy envío mi abrazo sincero a la familia Hoyos González, por la ausencia física del querido Luis (amigo mío, la noticia de tu partida fue como un hoyo negro en el universo del afecto); asimismo coloco un ramo de claveles rojos en el altar de la familia Pedrero Yáñez, por la lamentable ausencia de doña Martita, señora hermosa de este pueblo, en lo físico y en lo moral; y, para acabar, ¡Dios mío!, una oración en memoria de doña Consuelito Rojas de García y un cachito de luz para don Augusto Caralampio, sus hijos y nietos. Sé que el abrazo, el ramo, la oración y el hilo de luz lo comparten los tres, porque la Trinidad es el número mágico que acomoda el universo, verso, reverso, inmerso…

PARA TARDES GRISES


Él es ciego, pero Miguel no se sorprende cuando le dice: “Quiero comprar un lector de libros electrónicos para leer muchos libros”. Cualquier otro aclararía que estos dispositivos no tienen sistema braille, pero Miguel sabe que Él no bromea, pasará la mano por encima de la pantalla y, como si fuese un vidente, leerá cada línea del libro electrónico. No es que los lea propiamente. Cuando Miguel lo conoció en la Biblioteca Pública, Él leía una novela de José Emilio Pacheco, pasaba sus dedos por cada línea (como si cada línea impresa estuviera grabada en braille) y en voz alta decía lo que sus dedos leían. Miguel se sorprendió, pero una vez que se sentó a su lado entendió que Él “inventaba” los textos. Era como esos niños que no saben leer e inventan sus historias. Si lo que decía era muy cercano a lo que el texto contenía era fruto del azar, de la coincidencia. Esa tarde se hicieron amigos. Salieron de la biblioteca y se metieron al café de la esquina; se sentaron en una mesa junto a la vidriera y Él propuso que jugaran a adivinar los oficios de las personas que pasaban por la calle. Él, como si las imágenes de la calle, también estuvieran en braille, extendió las manos, palpó el aire, y dijo: “la mujer de rojo trabaja de secretaria en una empresa de flores”. Miguel buscó y vio que en ese instante una mujer de cabellera rubia y vestido rojo salía de una puerta en cuya cabecera estaba un letrero que decía: “Importadora de tulipanes”. Miguel pensó que Él conocía el vecindario a plenitud y siguió jugando: el niño que ahora acompañaba a su mamá, el de gorra azul y traje blanco, sería marinero de grande. , dijo Él, y morirá en una noche de tormenta a mitad del Océano Índico. Y entonces Miguel supo que el juego podía extenderse no sólo a adivinar qué oficio tenían los hombres y mujeres sino también qué futuro les deparaba.
A partir de entonces Miguel llegaba al departamento de Él para jugar el juego de los oficios y del futuro. Una tarde Él le había dado la llave de su departamento para que sacara un duplicado. Por esto, ahora, cada tarde, a las cinco, Miguel esquivaba la pelota que jugaban los niños en la banqueta, empujaba la puerta de calle, subía por la escalera de madera apolillada, en medio de las paredes húmedas y llenas de grafitis, acariciaba con la mano el gato que siempre estaba echado en el primer descanso, metía la llave, un poco a ciegas (esta imagen siempre le producía cierto escozor en el espíritu) porque el foco del rellano se apagaba y encendía de manera intermitente, y entraba al departamento más oscuro y sucio que el propio edificio. Él lo saludaba y le pedía que corriera la cortina. Miguel comentaba algo del tiempo o de algún suceso del vecindario, corría la cortina y husmeaba qué sucedía en el parque a esa hora. Él acercaba la silla a la ventana y se sentaba, Miguel, reclinado sobre el marco de madera de la ventana, señalaba: “Aquella mujer trabaja en un burdel”. , decía Él, la delata los condones y el juego de llaves que lleva adentro de su bolso de piel, de color azul. Entonces, a Miguel le tocaba predecir el futuro de esa mujer con mirada de sendero de parque en otoño. La mujer moriría una madrugada en el Callejón del Desierto. , confirmaba Él, así morirá.
Ahora Miguel no se sorprende tanto ante la capacidad maravillosa de Él, sino se sorprende ante la capacidad que ha logrado adquirir para ver el futuro de las personas. Por esto, entre ambos existe el pacto de no jugar a mirarse. Cuando Miguel, por olvido o error, mira hacia donde está Él, cierra los ojos para no deducir su profesión ni vaticinar su futuro.

miércoles, 18 de enero de 2012

COINCIDENCIAS




Juan Alfonso escribió una novela que comienza con la siguiente leyenda: “Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia”. Los personajes de la novela son tres: Parecido, que es un hombre de treinta y cuatro años, aficionado al juego de cartas y que siempre usa un perfume con olor a vainilla del Trópico; Realidad, que es una muchacha, con vestido vaporoso de organdí, y cabello color de tapiz barato; y Coincidencia, señora de cincuenta y dos años, con labios pintados de rojo, piernas cortas y trasero de globo aerostático.
Una tarde, Realidad sale de su casa, camina por la calle que conduce al centro. Se detiene ante la vidriera de una tienda de telas, ve su reflejo, se arregla el vestido y se piensa bella, tanto que casi cree que la imagen que mira no es real. En ese instante advierte que la imagen del cristal coincide con su propia imagen que casi tiene el mismo parecido y, sin advertir la fuerza de las palabras, dice, como si pronunciara un conjuro: “Este parecido es una mera coincidencia”. Entonces, por esos relámpagos que tiene el universo, Coincidencia entra al cuerpo de Realidad y logra el deseo de toda su vida: ¡volver a ser joven! Pero no sólo Coincidencia lo hace, sino, como ya advirtió el lector, también Parecido es convocado y entra al cuerpo de Realidad, que se convierte en una especie de Santísima Trinidad.
Realidad, como si fuese un árbol en temporada de navidad, se sintió llena de luces. Quienes resintieron el cambio y comenzaron a rechazarla fueron los demás habitantes del pueblo. Una mañana que Realidad entró a la nevería y pidió un helado, la dependiente de mandil naranja se sorprendió cuando ella le pidió “un helado doble que tuviera parecido con la realidad”. La muchacha del mandil sonrió ante lo que consideró una frase ingenua, abrió la heladera y con la cuchara sirvió dos bolas de vainilla que, cosa rara, salieron casi perfectas, por lo que, al meter la cuchara al agua, dijo: “¡Qué coincidencia, igualitas!”. De inmediato Parecido se enojó al verse desplazado y tiró el barquillo que ya Realidad había aceptado.
Poco a poco las tres personalidades fueron teniendo roces, cada vez más intensos. Esto hizo que Realidad fuera expulsada del Club Campestre y de la Universidad donde estaba inscrita en un Diplomado de Fotografía Digital. Sus amigas también la relegaron.
Llegó el momento en que Juan Alfonso pensó que, ante tal confusión, igual que Realidad, él sería rechazado por sus compañeros del Club de Escritores Chiapanecos y fue a la casa de Realidad y la invitó a tomar un helado. Ella aceptó, sin cierto recelo por parte de Parecido y un entusiasmo inmoderado de Coincidencia. Cuando pasaron por la vidriera de la tienda de telas, Juan Alfonso jaló a Realidad del brazo, obligó a ver su reflejo y le dijo: “Esa no eres tú. Ese reflejo es una mera ilusión, una imagen ficticia única”. Realidad (que ya se sentía Ficción) sonrió, pues se supo única. Entonces, por esos laberintos que tiene el universo adoptó su nueva personalidad. Juan Alfonso y Ficción siguieron caminando, en tanto Parecido y Coincidencia quedaron buscando un reflejo en el cristal de la tienda, pero sólo advirtieron un maniquí que un empleado vestía con un vestido de organdí.

viernes, 13 de enero de 2012

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO EL TIEMPO ES UN RESIDENTE PERMANENTE




Querida Mariana: ¿para qué necesitamos licencia? La necesitamos para conducir un auto, por ejemplo; aunque, acá en Comitán, hay muchos jóvenes de catorce o quince años que manejan, sin tener derecho a licencia, contraviniendo con ello al reglamento.
Durante nuestra vida andamos por un lado y otro sacando licencias: licencias para construir, licencias para manejar… Por fortuna, para manejar nuestra vida no se necesita licencia alguna. Por esto ¡todo mundo hace lo que quiere con su vida! A veces, esta vida licenciosa hace que nos topemos con muros y ¡choquemos! Quienes manejan rápido tienen más secuelas en los choques de la vida.
Don Concho, en cuanto llegó a Comitán, buscó un local en renta y ofreció sus servicios: “Se hace todo tipo de trámites de licencias”. La primera vez que le pregunté cuál era el tipo de trámites que realizaba, me dijo: “¿Has oído cuando alguien pide licencia sin goce de sueldo? Bueno, pues yo tramito licencias con goce de vida”.
No siempre hubo necesidad de sacar licencias. Antes, en Comitán la gente construía y no sacaba licencias de construcción; asimismo, cuando llegaron los primeros autos nadie le pidió licencia a los choferes. Fueron tiempos en que todo fue más simple: la vida era menos licenciada y más licenciosa.
Ahora, como ejemplo de actuar licencioso, medio mundo puede hablar frente a un micrófono en una estación de radio, sin necesidad de tener licencia de locutor. Basta prender el aparato y sintonizar cualquier estación de la república para toparse con voces de contenido realmente patético. En Comitán hay varios ejemplos. Si querés, en la tarde jugamos el juego de: ¿Quién es el locutor que tiene más piedras en el cogote y en el cerebro? Comenzamos con Exa, seguimos con la XEUI y podemos terminar con radio IMER. Tengo mis candidatos (yo mismo puedo estar incluido en la relación, porque no canto mal las rancheras en el programa que conduzco: “Crónicas de Adobe”, los martes, de tres a cuatro de la tarde, en radio IMER).
En algún momento se extravió el respeto por la palabra. Fijate que esto no sólo sucede en la radio, sucede en todos los ámbitos (también en el periodístico. Acá en este periódico también podés encontrar varios ejemplos que mueven a risa o a disgusto).
El domingo pasado fui a San Sebastián y me topé con un altar al aire libre donde el cura ofició la misa (¿quién les otorgó la licencia para oficiar fuera del templo? No lo sé). Cirito, el sacristán de siempre, colocó el vino y el pan, bajo la bóveda del cielo luminoso. En el kiosco estaba un grupo coral religioso acompañado por varios guitarristas, ensayaba la canción que se titula “Comiteca”. No sé si la has oído, es muy bonita. Dice más o menos así: “Comiteca de ojos lindos y de labios de coral y tararara tarará…”; hay una línea donde menciona el árbol de tenocté. Sólo para ver si poseían el conocimiento de lo que cantaban pregunté a una muchacha bonita cantora qué era el tenocté, lo hice como si yo fuese un turista. ¿Sabés qué me dijo? “Parece que es un pájaro”. Te digo, nos hemos vuelto irrespetuosos ante la palabra. Me dio tristeza constatar que ella cantaba como lorito, así como cantamos las estrofas del Himno Nacional Mexicano, sin saber qué significa “…el acero aprestad y el bridón”. ¡Dios mío, qué es bridón! A mí me sucede, de vez en vez, escribo palabras cuyo significado desconozco. Menos mal que luego una señora corrigió: “No, no -dijo- el tenocté es ese árbol que da florecitas blancas y que florea en primavera”. Bueno, querida mía, ¡floreaba!, porque ahora, en pleno invierno anda floreando el tenocté que está sembrado en el parque de La Pila.
Hoy todo mundo tiene licenciaturas, maestrías y doctorados; todo mundo está licenciado para impartir clases y, sin embargo, los mirás y mirás que los maestros son medio mudos, porque parece que redactaran con las patas. Los textos que escriben están plagados de errores ortográficos, pasás por el salón y mirás el pizarrón lleno de errores. ¡Dios mío, por eso los alumnos están como están! De nada les sirve el título de licenciados. Antes no era así. Los catedráticos de español de la Escuela Preparatoria, sin tener los grandes títulos, tenían un conocimiento preciso acerca del uso del lenguaje. Fui alumno del Maestro Reynaldo Avendaño y puedo dar fe de su conocimiento y de su generosidad a la hora de compartir.
Y digo que antes el sistema era más estricto porque los mismos alumnos se expresaban con más dignidad. Ahora, ¡Dios mío!, basta abrir el facebook para leer mensajes como: “T kiero”. Parece que los chavos usan la “k” como sucedáneo de la “q” y yo no entiendo porqué es así. ¿Acaso cuando escriben “caca” ponen “qq”?
Antes, los locutores presentaban un examen en la ciudad de México para obtener la licencia. Los pioneros de la radio comercial en Comitán cuentan el esfuerzo que realizaron al prepararse para presentar un examen rigurosísimo (por ahí están los maestros de la locución: Jorge Gordillo, Romeo Torres Ventura, Hermilo Vives, Juan Manuel González, Roberto Gordillo, Luis Felipe Gómez Mandujano y algunos más, que poseen ese documento que los certifica como maestros de la locución. Ya quiero ver que este muchacho caebien de apellido Regalado, de Exa, nos presente su licencia de locutor, por ejemplo). Ese examen garantizaba el mínimo de cultura general. La mayoría de quienes en los años sesentas laboraron en las estaciones de radio de todo el país tuvo conciencia de la responsabilidad que implicaba dirigirse, a través de un micrófono, a miles de oyentes. Los locutores de la ciudad de México tenían voces educadas que se convirtieron en modelos a seguir. El bachiller Álvaro Gálvez y Fuentes fue ejemplo del buen decir y del buen hacer. Realizó muchos programas de excelencia que elevaron el nivel cultural del pueblo. ¿Y ahora, en dónde están los continuadores de ese camino de luz? ¡No me digan que el modelo de locución es el tal Yordy Rosado! ¡Dios mío, qué bajo hemos caído!
El negocio de don Concho no tardó más de tres meses. Una mañana lo encontré en el local guardando sus objetos personales adentro de cajas de cartón. ¿Se va?, le pregunté. “Sí -dijo- parece que en Comitán mis servicios no son necesarios”. ¡Era un negocio innovador! Esto no se permite en este pueblo. Acá estamos acostumbrados a los negocios tradicionales y cuando alguien pone un negocio exitoso, al día siguiente cuatro más abren el mismo negocio en la misma calle. Hubo un tiempo en que las farmacias estuvieron de moda; luego fueron las zapaterías; ahora están de moda las tiendas de ropa. ¡Por el amor de Dios, para donde miremos hallamos dos o tres tiendas de ropa!
La tarde en que don Concho trepó al camión con destino a San Cristóbal de Las Casas fui a despedirlo. Le dije que nunca había entendido bien a bien qué era lo que ofrecía en su negocio. Le sugerí que en San Cristóbal fuese más explícito, que repartiera trípticos y se anunciara en la radio, para que tuviera éxito. Él, con una maleta personal, me vio y dijo: “En El Vaticano venden cédulas con indulgencias. Yo consigo licencias para soñar, por ejemplo. En El Vaticano obtienes más indulgencias mientras más dinero das. Yo tengo una tarifa única, tu capacidad de soñar, por ejemplo, depende de ti, lo que yo hago es tramitar la licencia para que puedas volar sin restricción”.
Te juro que en ese momento no entendí lo que don Concho me explicaba, casi casi coincidía con el sentir general de los comitecos: ¡don Concho está loco! Él subió al camión y desde la ventanilla movió la mano, no me veía, miraba las calles y las casas de Comitán. Supe que no se despedía de mí sino del pueblo.
Ahora, treinta y tantos años después comienzo a entender lo que don Concho nos ofrecía y veo que su trabajo era muy importante. De igual manera que los chavos no saben manejar autos, porque creen que manejar es subirse a los autos y acelerar; la mayoría de seres humanos no sabe soñar, porque también son muy acelerados. El trámite de la licencia implica presentar un examen y acreditar dicha prueba garantiza un mínimo de conocimiento. La gente no sabe soñar porque no hay escuelas que enseñen la práctica del vuelo. No sé, de veras no sé, querida mía, si don Concho se quedó a trabajar en San Cristóbal. Puede ser que sí. Parece que los coletos sueñan más que los comitecos; y como saben soñar tienen más proyectos enriquecedores de su sociedad.
Pd. Ahora, en Chiapas, podemos tramitar una licencia vitalicia para conducir. El trámite cuesta más de cuatro mil pesos, pero vale la pena. Sacar una licencia para conducir, en Comitán, es un calvario. Habría que proponerlo para el Concurso del Trámite Más Engorroso del Mundo. Vas a la oficina de Tránsito y hacés fila por más de dos o tres horas, luego tenés que caminar más de diez cuadras para hacer el pago en Hacienda (donde hacés fila otras dos horas) y luego debés regresar a la oficina de Tránsito. ¡Todo para que te entreguen una simple licencia de conducir! Te digo, Marianita de mi corazón, acá en el pueblo no sabemos soñar, mucho menos planificar.
Ahora me cuentan que un día llegaron a pedirle a don Concho tramitara, ante el Ayuntamiento, una Licencia para Venta de Vinos y Licores y él, después de diez días, les entregó un documento que decía: “Licencia que autoriza la conversión del agua en vino”. Por esto, niña mía, en Comitán dijeron que a don Concho le faltaban dos tornillos.

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO EL TROMPO DA MÁS VUELTAS QUE EL YOYO

Querida Mariana: a algunos les gusta jugar yo-yo, a otros les gusta el trompo. Acá en Comitán existió hace años un prostíbulo disfrazado de cantina de mala muerte llamado “El Trompo”. Era un nombre prodigioso. En ese espacio ¡todo daba vueltas! Quise preguntar a una muchacha de ahí cuáles eran los juegos que jugaba de niña. Nunca lo hice porque ella estaba tan apresurada en su oficio de grande que su vida era como una ruleta o como una rueda de la fortuna que nunca paraba. Hace falta el table dance comiteco que se llame “El yo-yo”. ¿Imaginás qué juegos se jugarían ahí? Siempre he lamentado que los nombres de los locales destinados al jolgorio del cuerpo no sean acordes a su personalidad. Siempre hemos copiado nombres que no van con nuestra idiosincrasia. Lo que fue el burdel de “Tía Lola”, un día se transculturizó y se llamó Crazy Horse, aunque sus mujeres, zambas y sapas, distaban mil años luz de las parisinas.
A mí, lo sabés, me gusta el juego de las canicas. Claro, me gusta jugarlo solo o con vos. No me gustan esos juegos que parecen romerías o entradas de flores. De niño, en la primaria “Fray Matías de Córdova”, nunca jugué trompo o yo-yo; pero sí participaba en la temporada de canicas (que nunca se sabía cómo un día comenzaba). Mi mamá me había hecho una bolsa con tela terciopelo y ahí guardaba mis canicas lecheras y morrocas (incluidas las tiradoras).
Si mirás bien, todo juego, así como tiene sus reglas y sus rituales, tiene su carácter. Esta personalidad es la que seduce a unos y provoca rechazo en otros. Lo mismo sucede con los libros y con sus autores. Siempre he deseado hacer un juego de entrevistas con escritores chiapanecos para que respondan cuáles fueron los juegos que definieron su infancia. Con tales respuestas tendríamos una visión de por qué eligieron los caminos literarios que hoy caminan. ¿Qué jugó Ricardo Cuéllar Valencia allá en Colombia? ¿Qué Laco Zepeda o Gustavo Ruiz Pascacio?
Los miembros distinguidos del bullying de mis tiempos, aquéllos que nos coscorroneaban y nos exigían un peso diariamente para no golpearnos, jugaban trompo y no lo hacían con los trompos normales que vendían en las zacatecas o en la tienda de doña Angelita, ¡no, no!, lo jugaban con ¡clavos de asiento! Su mayor goce era quebrar a la mitad el trompo del otro jugador. Eran expertos en partir a la mitad el espíritu de los demás niños.
Esos niños maldosos y los niños inocentes crecieron y ahora, segurísimo, siguen jugando los juegos que van con su personalidad.
A mí me gustaba el juego de las canicas de la timbirimba, donde un compa hacía una montañita con cuatro canicas. Era maravilloso ver cómo juntaba las tres canicas que formaban un triángulo y encima colocaba una canica que coronaba el edificio. Yo, atrás de la raya, a unos dos metros de distancia, tiraba en intento de derribar la construcción. Si le atinaba me llevaba las cuatro canicas; cada vez que fallaba, el dueño del negocio se quedaba con mi canica. Este juego, parece, sigo jugándolo: tiro y el otro se queda con mis canicas. No obstante, yo me divierto con el juego. Nunca llamó mi atención quedarme con las canicas de los otros. Jugaba sólo por la diversión. Lo sigo haciendo: vivo por diversión.
Vos, ¿qué jugaste de niña? He visto pocas niñas jugando trompo. Parece que algunas comienzan a jugarlo ya de grandes, seducidas por las vueltas que da la vida, confundidas en la confusión. Por esto doy gracias a Dios cuando vos y yo jugamos canicas. ¿Qué tarde de éstas jugamos timbirimba?

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO EL TROMPO DA MÁS VUELTAS QUE EL YOYO

Querida Mariana: a algunos les gusta jugar yo-yo, a otros les gusta el trompo. Acá en Comitán existió hace años un prostíbulo disfrazado de cantina de mala muerte llamado “El Trompo”. Era un nombre prodigioso. En ese espacio ¡todo daba vueltas! Quise preguntar a una muchacha de ahí cuáles eran los juegos que jugaba de niña. Nunca lo hice porque ella estaba tan apresurada en su oficio de grande que su vida era como una ruleta o como una rueda de la fortuna que nunca paraba. Hace falta el table dance comiteco que se llame “El yo-yo”. ¿Imaginás qué juegos se jugarían ahí? Siempre he lamentado que los nombres de los locales destinados al jolgorio del cuerpo no sean acordes a su personalidad. Siempre hemos copiado nombres que no van con nuestra idiosincrasia. Lo que fue el burdel de “Tía Lola”, un día se transculturizó y se llamó Crazy Horse, aunque sus mujeres, zambas y sapas, distaban mil años luz de las parisinas.
A mí, lo sabés, me gusta el juego de las canicas. Claro, me gusta jugarlo solo o con vos. No me gustan esos juegos que parecen romerías o entradas de flores. De niño, en la primaria “Fray Matías de Córdova”, nunca jugué trompo o yo-yo; pero sí participaba en la temporada de canicas (que nunca se sabía cómo un día comenzaba). Mi mamá me había hecho una bolsa con tela terciopelo y ahí guardaba mis canicas lecheras y morrocas (incluidas las tiradoras).
Si mirás bien, todo juego, así como tiene sus reglas y sus rituales, tiene su carácter. Esta personalidad es la que seduce a unos y provoca rechazo en otros. Lo mismo sucede con los libros y con sus autores. Siempre he deseado hacer un juego de entrevistas con escritores chiapanecos para que respondan cuáles fueron los juegos que definieron su infancia. Con tales respuestas tendríamos una visión de por qué eligieron los caminos literarios que hoy caminan. ¿Qué jugó Ricardo Cuéllar Valencia allá en Colombia? ¿Qué Laco Zepeda o Gustavo Ruiz Pascacio?
Los miembros distinguidos del bullying de mis tiempos, aquéllos que nos coscorroneaban y nos exigían un peso diariamente para no golpearnos, jugaban trompo y no lo hacían con los trompos normales que vendían en las zacatecas o en la tienda de doña Angelita, ¡no, no!, lo jugaban con ¡clavos de asiento! Su mayor goce era quebrar a la mitad el trompo del otro jugador. Eran expertos en partir a la mitad el espíritu de los demás niños.
Esos niños maldosos y los niños inocentes crecieron y ahora, segurísimo, siguen jugando los juegos que van con su personalidad.
A mí me gustaba el juego de las canicas de la timbirimba, donde un compa hacía una montañita con cuatro canicas. Era maravilloso ver cómo juntaba las tres canicas que formaban un triángulo y encima colocaba una canica que coronaba el edificio. Yo, atrás de la raya, a unos dos metros de distancia, tiraba en intento de derribar la construcción. Si le atinaba me llevaba las cuatro canicas; cada vez que fallaba, el dueño del negocio se quedaba con mi canica. Este juego, parece, sigo jugándolo: tiro y el otro se queda con mis canicas. No obstante, yo me divierto con el juego. Nunca llamó mi atención quedarme con las canicas de los otros. Jugaba sólo por la diversión. Lo sigo haciendo: vivo por diversión.
Vos, ¿qué jugaste de niña? He visto pocas niñas jugando trompo. Parece que algunas comienzan a jugarlo ya de grandes, seducidas por las vueltas que da la vida, confundidas en la confusión. Por esto doy gracias a Dios cuando vos y yo jugamos canicas. ¿Qué tarde de éstas jugamos timbirimba?

miércoles, 11 de enero de 2012

UNA INSTANTÁNEA




El tío Arsenio nos ponía a todos los chiquitíos al frente del patio y nos tomaba “instantáneas”, así le decía a las fotografías. Llamaba mi atención tal palabra. El tío llevaba a revelar el rollo con don Hermilo Vives y cuando las fotos llegaban, desde la ciudad de México, nos invitaba a su casa para que viéramos las “instantáneas”, nos repartía dulces y nos servía marquesote con agua de temperante. Nosotros, asombrados, señalábamos con el dedo nuestras caras y reíamos. Días más tarde (lo sabíamos) las “instantáneas” aparecían en marcos sobre las paredes de la sala. Ahí podíamos ir a revisar nuestros recuerdos cuantas veces quisiéramos. En Comitán existía la tradición de adornar las paredes de la sala con fotografías familiares en el campo de fútbol, en paseos de campo, en desfiles, en bautizos y en cuanta ocasión célebre aparecía. Esas paredes eran como Museos para la nostalgia y para el testimonio. Todavía ahora existen casas donde conservan múltiples fotos en las paredes, al lado del título universitario y constancias de diplomados.
Los mayores acostumbraban decir que la fotografía era un arte que “congelaba para siempre el instante”. A nosotros nos sorprendía esa maravilla. Creo que ahora, cuando en verdad todo es instantáneo, es cuando la gente menos se sorprende ante esa maravilla. La proliferación de cámaras digitales ha hecho del acto de la fotografía algo común.
El otro día saludé a Ramiro en el parque de San Sebastián (vino de vacaciones decembrinas) y en medio de la plática nos acordamos del tío y, casi al mismo tiempo, dijimos: “Ah, si ahora viviera disfrutaría mucho tomar instantáneas”.
La otra tarde, un día antes del Día de Reyes, caminé por el parque central de Comitán y cuando vi lo que vi saqué la cámara y tomé la foto (instantánea, en homenaje al tío querido). La foto se explica por sí sola: está, en primer plano, un busto de fibra de vidrio de Mickey Mouse, y, al fondo, el busto de bronce de Rosario Castellanos.
El busto de Rosario es un rostro permanente en el parque; el de Mickey fue momentáneo. Este último estaba colocado en el extremo de un juego infantil que colocaron para disfrute de los niños y que fue levantado dos días después. Cuando veo las instantáneas del tío pienso en esos dos elementos existentes en toda fotografía: los permanentes y los momentáneos. En esas fotos aparecemos niños que hoy somos adultos y que ahora los veo como instantáneos; detrás de nosotros está el corredor con arcos de madera (que son los elementos permanentes, porque, ¡bendito Dios!, aún permanecen inmodificables en la casa del tío). Los pilares han envejecido, igual que nosotros, pero ¡no han cambiado!; por el contrario, nosotros, los niños de ese tiempo, ¡ya somos otros, muy diferentes! Nosotros, en ese tiempo, queríamos crecer, volvernos grandes. Hoy que somos grandes entendemos que la mayor perversión del tiempo no es el envejecimiento sino el crecimiento. Cambiamos porque crecemos, no porque envejezcamos.
Dos días después, el Mickey desapareció del parque y Rosario quedó sola, como ha estado, como estuvo siempre, como seguirá estando. Esta imagen de bronce no cambiará con el tiempo. Permanecerá por siempre, hasta que a algún presidente municipal se le ocurra hacer una travesura y la tire o la cambie de lugar. Todo en la vida son instantáneas pero sólo algunas de ellas merecen el privilegio de “congelarlas”.
En la vida hay instantes que son de fibra de vidrio. Los realmente importantes son aquéllos que están hechos en bronce.

lunes, 9 de enero de 2012

CORTÁZAR: DOS A UNO




El uno de enero de este año terminé de leer “Cien años de soledad”. Durante siete veces, a lo largo de mi vida, comencé a leer la tan afamada novela de García Márquez pero nunca la concluí. En cada intento jamás llegué más allá de la página doscientos.
Tenía dieciocho años cuando mi tío Armando me regaló el libro. Muchos lectores actuales preparan café o chocolate para acompañar la lectura; en ese tiempo yo tenía la costumbre de tomar una caguama. Salí a comprar la cerveza y me senté en una silla de mimbre que había en el corredor de la casa. Abrí el libro y ¡me maravillé! ¡Qué prodigio de literatura!, pensé, ¡qué capacidad de imaginación del Gabo! A cada tramo tomaba un trago de la cerveza y una sabrita como botana. Me gustaba la combinación: cerveza, papas y literatura.
En cada lectura, una tarde, sin aviso, el desánimo me cubría y el libro, que inicialmente había considerado deslumbrante, se convertía en un camino farragoso. ¿Era mi incapacidad lectora? La piedrita se convertía en una roca y terminaba por botarla para que no me atosigara.
¿Por qué nunca había logrado terminar Cien años si en el mismo lapso leí completita Rayuela, de Cortázar, el mismo número de veces?
Ya dije que bastó abrir Cien años para quedar deslumbrado. ¿Fue acaso tal deslumbre el que provocó cierto ceguera? ¿Por qué si Rayuela también me deslumbró -y me sigue deslumbrando- no me cegó?
A fines de 2011 decidí volver, por octava vez, a intentar la hazaña de llegar al término de la novela. Mi oficio me demanda leer. Cuando algún libro o libraco se cuela y me provoca sueño lo mando al fondo del basurero y lo sentencio a vivir en el ostracismo de por vida o de por muerte. Pero no podía hacer eso con Cien años. ¿Cómo condenar a Gabo a tal destino? ¡Santo Dios, si los millones de Garcíamarquianos se llegaran a enterar me mandarían a un basurero más miserable que el recién clausurado Bordo poniente!
Ahora que, por fin, terminé Cien años, sé por qué Rayuela la concluí a la primera y la he releído muchas veces, y por qué la de Gabo tardé más de treinta años en llegar al punto final. Cortázar, a diferencia del cine hollywoodense, no usa efectos especiales en su narrativa. Su novela (y cuentos) está llena de vida tomada de la propia vida, sus personajes son tan cárnicos como cualquier becerro de la finca “La Soledad”, con el ingrediente espiritual que le es propio al complejísimo ser humano. Por el contrario, Gabo es un prestidigitador que saca mil y un objetos de la chistera. Su magia es tan churrigueresca que llega el momento en que comienza a sacar personas fallecidas hace mucho tiempo y las coloca al lado de los vivos. Este retablo es la parte más sublime de la exageración y fue, siempre, el dique que me impedía fluir en las aguas de Cien años.
Que me perdonen los admiradores de don Gabo, pero ¡ya cumplí! No vuelvo a leer Cien años. Prefiero las novelas donde los vivos hablan con los vivos y recuerdan a sus muertos. No son de mi agrado esas novelas llenas de despojos donde los cadáveres redivivos se sientan bajo la sombra de los árboles y se ponen a contar su nostalgia de vida, en medio de la lluvia. Me gustan las novelas donde los viejos vivos llaman a los niños, reparten dulces, y cuentan sus recuerdos, como quien deshoja una margarita bajo la carpa del Sol.
Hoy no tomo café, ni chocolate, ni cerveza. Hoy, sólo como ritual de lectura, abro el libro y pido que la luz de sus palabras ilumine el camino de la vida, ¡de la vida! Hoy me gusta la combinación: pura e impura literatura.

viernes, 6 de enero de 2012

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO TODO COMITECO ES PILEÑO





Querida Mariana: mis barrios han sido El Centro y Guadalupe. De niño viví a media cuadra del parque central y luego viví en el barrio de Guadalupe, a partir de los diez años, más o menos. Vos conocés la casa, sigo viviendo en Guadalupe. Sin embargo, La Pila ¡también es mi barrio!
Como creo en el símbolo de cada palabra, pienso que haber vivido en El Centro marcó mi sino. De igual forma, Guadalupe me ha señalado una vía para fluir. ¿Sabías que Guadalupe es una palabra que los árabes llevaron a España y significa “río”? El Centro tiene que ver con el concepto de Mandala Budista y con el punto energético más importante del Universo. Si alguien pidiera que sintetizara mi búsqueda diría que soy alguien que trata de fluir hacia el Centro.
La otra mañana bajé a La Pila. Como estaba de vacaciones tuve todo el tiempo para sentarme y ver cómo, en Comitán, la luz del mediodía juega resbaladillas en los techos de teja; tuve tiempo para platicar un poco con doña Lupita, la señora que vende “imagencitas” a la sombra del árbol mayor. Luego me senté al lado de los chorros (las canaletas son diez y esto también es un símbolo).
Vos sabés que cada barrio tiene sus peculiaridades y su carácter. El Centro está lejos de ser lo que es La Pila. Mi prima Rocío tuvo un novio que vivía en La Pila y la tía Rosalinda decía: “Isshh, qué fiero, el novio de la Rocío es pileño”. Lo decía así como suena, con desprecio. Los del Centro siempre han mirado desde arriba a los de La Pila y no por meras cuestiones topográficas, sino porque el barrio ha sido bravo y peculiar. Si alguien de fuera me forzara a hallar un símil diría que su fama viene de que hubo un tiempo en que fue como El Tepito, de Comitán. El barrio fue asiento de cantinas y de burdeles. Claro, la tía Rosalinda tuvo que tragar su propio vómito cuando el novio de Rocío se tituló y, de inmediato, alcanzó una Dirección en la que se llamaba Secretaría de Comercio, en la ciudad de México, y de la cual llegó a ser el mero mero Jorge De la Vega Domínguez, nuestro paisano (éste sí, vecino de El Centro). Cuando el novio de Rocío venía de vacaciones, la tía Rosahipócritalinda no sabía cómo halagar al sobrino político y con medio mundo hablaba primores de él. Por esto, cuando el noviazgo zozobró, la tía tuvo que tomarse cuatro litros de té de tila para calmar la inflamación de su coraje y vergüenza y volvió a tronar contra el licenciado: “¡Qué se podía esperar, si es pileño!”.
Sin embargo, todo comiteco reconoce que La Pila es nuestra ruta de fe. La presencia de San Caralampio en el barrio no es gratuita. Bien pudo construir su casa en San Sebastián, San Agustín o, incluso, en Santo Domingo, pero eligió su santuario en La Pila porque ahí brota el agua y el agua ¡es el Centro de la vida!
En La Pila, diez chorros manan de manera permanente como si fueran el pecho de madre iluminada. Si en el Macondo, de Gabriel García Márquez, llovió más de cuatro años sin pausa, en La Pila llueve desde siempre. Cerré los ojos al lado de los chorros, querida mía, y escuché ese sonido de aleteo donde las gotas caen tercas como si invocaran al diluvio universal. El sonido caía como caen las flores de tenocté cuando hace aire, caía con cascabeleo de lluvia, y todo fue así hasta que el goteo rutinario dio paso a otro sonido que latía debajo. El sonido de cascada mínima se deshizo y el sonido de un río subterráneo apareció. Más allá del chorro está la corriente que conduce el agua de La Pila ladera abajo. Entendí que la vocación del agua no sólo está en el milagro de la evaporación para tocar los dedos del cielo, sino también en formar parte de ese complejo nudo subterráneo que da vida a la tierra. Entendí que esa corriente invisible, pero audible, también me formó de niño. ¿De dónde brotaba el agua que llenaba los tanques en la casa de mis amados tíos Guillermo y Juanita Bermúdez? ¡De dónde más! ¡De esos chorros eternos que esa misma mañana llenaban mi espíritu con pétalos armoniosos!
Los hombres que en La Pila, en los años cincuentas del siglo pasado, abrieron sus cantinas y las mujeres que ahí abrieron sus prostíbulos sabían que en ese lugar estaba el Centro y que los hombres y mujeres de todos los tiempos tienen como misión vital hallar ese punto de armonía donde todo fluye de manera natural. Los bolos y calenturientos no bajaban a remendar vicios, sino que bajaban, como iluminados, a querer tocar la puerta que da al infinito. Por eso yo le creía a Milito quien, con la botella de ron en la mano, me decía: “Ah, niño, si caso es gracia ni chiste esto de beber trago. Tiene su esfuerzo”.
Todos los que entonces bajaron a bañarse en los tanques o bajaron a pedir la misericordia de Tata Lampo lo hicieron convencidos de que ahí está la hendija por donde se cuela el milagro de la vida. La Pila, mi niña bonita, es el atrio del templo del prodigio. Si un día querés oler a qué huele Comitán bajá a La Pila (claro, esta prueba de aroma no lo vayás a hacer cuando hay feria porque entonces vas a aspirar sólo el tufo de los orines).
Es una pena que su parque sea el más feo y triste de Comitán. Esto debe ser como una venganza de los dioses por la osadía cometida por los comitecos al haber derribado, en 1945, la hermosa pila que contenía el agua, alrededor de la cual se concentraban decenas de hombres que llenaban los barriles que luego ofrecían, con sus burros, en las casas del Centro del pueblo. ¡Ah, qué fiesta, qué chachalaqueo, qué revoloteo de trajes de manta se formaba en torno a la pila!
Ahora, en lugar de la pila, hay un kiosco que es como un despojo de esas escenografías en ruinas, donde Jorge Rivero o David Reynoso actuaron en maravillosas películas. Lo único que da testimonio de la gloria de este barrio es el árbol mayor: la ceiba. Si no fuese por este faro de vida, el parque sería como un dedo seco del vertedor de agua; y esto sería ¡la más grande contradicción del mundo!
Para sentirse bien en La Pila ¡hay que mirar para arriba o cerrar los ojos! Mirar hacia arriba para ver la fronda de la ceiba o el azul desparramado sobre los techos o el campanario del templo o el vitral donde nos mira el santo; o cerrar los ojos para oír cómo juega el agua. Pero si hay que abrirlos, entonces hay que sentarse en la barda que rodea a la ceiba y platicar con doña Lupita Martínez Herrera, quien, como cartas de lotería, desperdiga imágenes de santos y espejos para su venta. Mientras sigo presintiendo el latido de los chorros, doña Lupita me dice: “Vendo imagencitas. Hace dos días que no vengo, he estado cuidando al hombre. Lo operaron de la próstata. Le tengo que dar su comida”. Me lo dice mientras pregunta a dos señoras si tienen para cambiarle un billete de cincuenta. Advierto que las mujeres son sus conocidas. “Vendí un santito y di todo mi cambio”. Las mujeres le dicen que no tienen y agregan que van al mercado por si se le ofrece algo. Ella dice que sí, que quiere manzanas, pero que sólo tiene el billete de cincuenta y si lo da se queda sin algo para dar cambio. ¿Usted no tiene para cambiarme el billete?, me dice. No, no tengo. Bueno, está bien, dice doña Lupita, y mete su mano en el pecho y saca un billete doblado de cincuenta y lo da a las dos mujeres. Éstas le dicen que al rato le traen sus manzanas y su cambio. “¡Cómpreme’sté a San Pascual Bailón!”, me dice. Yo levanto uno de los espejos que no mide más de 15 x 20. Está quebrado. Reviso los demás espejos y veo que están estrellados o tienen las esquinas rotas. Los dejo. Pienso: ¿quién puede comprar esos espejos rotos? “Cómpremelo. San Pascualito es para los enfermos, para todo. En Tuxtla, por donde está el Niño de Atocha, ahí está San Pascual, en un cajón está su esqueletito”, me dice, mientras frota sus manos, una y otra vez, sobre el mandil de rayas. Yo sigo pensando en quién puede comprar esos espejos rotos. ¡Yo -digo- yo, claro que sí! ¡Estos espejos son mágicos! Alguien, quién sabe quién, ya los quebró, ya hizo el trabajo difícil. ¿Recordás el encantamiento que asegura siete años de mala suerte a quien quiebra un espejo? ¿Mirás qué prodigio? ¡Estos espejitos ya están quebrados, la maldición está sellada! Quien compra uno de estos espejos ¡jamás tendrá siete años de mala suerte! Todo mundo debería acudir a La Pila y comprar un espejito de doña Lupita y, de paso, si es católico, comprar una “imagencita” de La Virgen de Guadalupe o de San Pascual Bailón. Doña Lupita hace bonito al parque.
Pd. Mis papás eran amigos de don Humberto Villegas y de don Adolfo Cancino, vecinos del barrio e integrantes de la Junta de Festejos de La Pila, así que mi mamá me bordó un traje de huichol para que yo participara en el Concurso de Disfraces que organizaban con motivo de la feria. ¿Sabés qué? ¡Gané el primer lugar, por la percha y por el precioso trabajo de mi mamá! Sólo que a la hora de recibir el premio me enteré que era un triciclo. ¿Un triciclo? ¡Yo tenía un triciclo en mi casa! Lo que no tenía era la hermosa carreta de juguete destinada para el segundo lugar, ¡una carreta similar a la que usaron los primeros exploradores del oeste norteamericano! No sé cómo fue la negociación que realizaron mis papás, el caso es que, al final, el niño del segundo lugar pasó a ocupar el primero y, feliz, se llevó el triciclo. ¿Yo? Ya podés imaginar que, con la maravillosa carreta entre mis manos, me puse como tiuca frente a un plato de cereal de chocolate, imaginando que este cereal es su platillo favorito (ahora recuerdo esa carreta como uno de mis juguetes preferidos. Por esto, tal vez, nunca he sido apasionado de los primeros lugares. A veces la luz más duradera está en el que gana medalla de plata o de bronce).
¿Mirás entonces por qué digo que estoy hecho de La Pila? Muchos años después, el niño huichol entraría a un cuarto con una prostituta, en el burdel de Tía Maty, y no haría algo. Mi primera vez no fue en un prostíbulo sino en el cuarto de una muchacha bonita que me amó. Pero, bueno, mi niña bonita, esta historia, como dijera Nana Goya, ¡es otra historia! Estaba escrito que La Pila no sería el lugar de iniciación sexual, porque ahí estaba sembrado el hilo más tenue de mi infancia. Y los niños, mi niña bonita, tenemos prohibido hablar con desconocidas.

NOCHE DE FESTEJO




Hernán Becerro y Alfonso Conejo llegan a la casa de Eugenia Gallina, en medio de la lluvia. Ella, al oír el timbre, se limpia las manos con el mandil, saca la rosca del horno y va a abrir. ¿Cuándo y cómo comenzaron con la tradición de comer la rosca?, ninguno de ellos podría decirlo. Parece que en un libro, propiedad de Artemio Tlacuache, Ramiro Cuervo, una noche de tormenta, había visto una ilustración a color donde, en una mesa adornada con un mantel bordado con hilos rojos y dorados, aparecía una rosca con un “niño” en el interior. De acuerdo con el pie de página, existía la tradición de comer la rosca en recuerdo de la visita que unos Reyes Magos, llegados del Oriente, habían realizado para venerar al niño Jesús.
Hernán se sienta en un butaque, forrado con piel de venado, y Alfonso va a la cocina, abre una gaveta del trinchador y toma el sacacorchos. Eugenia sacude los dos impermeables, los cuelga en la cuerda para que se sequen.
¿Cuándo y cómo comenzaron con la tradición de comer la rosca? No podrían asegurarlo. Ramiro, en ese tiempo, pretendía a Eugenia, y una noche comentó la ilustración. Hernán y Conejo pidieron más datos y, parece, fue en ese instante en que uno de los cuatro propuso que hicieran lo mismo. Eugenia dijo que podía preparar la rosca empleando una receta de la abuela; Alfonso prometió conseguir los huevos; Hernán, la harina; y Ramiro, para quedar bien con la pretendiente, dijo que él podía llevar al niño.
¿Pero el niño para qué sirve?, preguntó Eugenia, con un aire de ingenuidad. Ramiro explicó que a quien le tocaba “la suerte” del muñeco tenía que invitar una tamaliza el día de la Candelaria, ¡claro!, dijo, hay algunos que, para evitar el compromiso, tragan el niño. Todos rieron. Esa noche Eugenia sirvió ponche con piquete y caminó hacia el mueble donde estaba el aparato de música, puso “La chica de Ipanema”, con Roberto Carlos y Caetano Veloso. Ramiro la invitó a bailar, hizo a un lado la mesa, retiró las sillas y abrazó de la cintura a Eugenia. Fueron de un lado a otro de la estancia, mientras Hernán y Alfonso, tirados sobre sendas hamacas, reían y tomaban ron. En la ventana se reflejaban los rayos que caían escandalosos en medio de la noche lluviosa.
Ya no sabían cuántos años llevaban con la tradición, pero, desde la primera de su realización, lo celebraban con singular alegría y pasión. Ramiro, quien fue el primero que llevó el niño, había desaparecido. Una mañana, Eugenia se enteró que había cometido un fraude en la peletería donde laboraba y huyó con Rosaura Halcón, hacia quién sabe qué lugar, lejos del pueblo. Desde entonces, Hugo Venado fue el encargado de llevar el niño.
Ahora, los tres esperan a Hugo. Todo está ya dispuesto en la mesa, con el mantel blanco bordado con hilos verdes y amarillos, la botella de vino y un canasto lleno de manzanas y uvas. Eugenia ha caminado de la cocina al comedor varias veces y se ha acercado a la ventana con impaciencia. En una de las vueltas a la cocina ¡suena el timbre! Es él, piensa, se limpia las manos con el mandil de cuadros y corre a la puerta. Sí, ¡es Hugo! Él se quita el impermeable y deja al niño sobre la mesa. Mientras se seca el cabello con las manos, Hernán y Alfonso se levantan y van a ver al niño. Lo meten a la rosca, ríen, hacen bromas sobre quien será el suertudo de este año. Todos se relamen. El niño de esta noche, es rosadito, lleno de carnita, tiene apenas dos años. Afuera llueve más fuerte.

miércoles, 4 de enero de 2012

LA HAMACA DONDE REPOSA EL MARATONISTA




El tío Armando reunía a los sobrinos y nos contaba cuentos, al amparo del calorcito del fogón de la cocina. Todos los cuentos los comenzaba con: “Al correr del tiempo…”. Esa frase siempre me tintineó y provocó escozor en mi espíritu, sin saber bien a bien por qué. Ahora lo sé ¡era esa imagen de corredor de maratón! Conforme crecí, el tiempo se convirtió en un mejor maratonista y comenzó a apabullarme. Ahora, a la distancia, sé que, a medida que avanza, el tiempo corre con la rapidez de esos autos cohetes que, en el desierto, buscan romper el récord de velocidad. Veo a medio mundo alteradísimo porque “el tiempo se le va” y esto de la vida parece ser una absurda carrera para alcanzar el tiempo que nunca logramos apresar.
Tal vez, de manera inconsciente, el tío nos quería instruir para la “carrera de la vida”. Ya en la escuela secundaria, el padre Jorge se encargó de reforzar la idea de que esto era una desenfrenada e inexplicable carrera: “Si no aprovechan ahora el tiempo, cuando vengan a ver ya estarán viejos”, decía con una sonrisa de gato a punto de dar una tarascada al ratón en la trampa, y seguía llenando el pizarrón con ecuaciones de segundo grado, donde la X, la incógnita, se hacía más grande cada vez.
Pienso que, en lugar de apresurarnos a meternos en ese tobogán, los mayores debieron enseñarnos un camino para hallar la puerta al sosiego. Hoy entiendo que la vida no es treparse a la banda donde corre el tiempo, sino al contrario.
No sé en qué momento los mayores me treparon al barco. Sin saber nadar vi, con horror, cómo la barca navegaba sobre esos “rápidos” que son tan seductores para los jóvenes que les encanta el turismo de riesgo. Por suerte, mi padre, una bendita mañana, me lanzó una cuerda desde su orilla. Tomé la cuerda y, de forma prodigiosa, la barca recaló en su orilla, bajé y supe que la vida, si bien no era la inacción, era la pausa para comer un durazno o para subirse a una rama del árbol. La vida no es alcanzar al tiempo sino bordar los hilos del tiempo. ¡Que el tiempo pase como pasa el viento cuando alumbra la orquídea!
Hemos perdido el hilo de la vida porque lo hemos enredado en “la carrera contra el tiempo”. Ahora, me pregunto, ¿quién es el que se atreve a desafiar a este aliado tan escurridizo?
Y la frase del tío Armando me provocaba escozor porque era el opuesto de lo que él sembraba en nuestro corazón. Cuando él se sentaba nos metía en una burbuja en la que el tiempo también se bajaba de su tren y se dedicaba a soplar sobre la brasa del fogón para que el fuego nunca se apagara. Gozábamos ese instante en que él se sentaba en una silla pequeña, de madera, y llevaba su dedo índice a la boca, un poco como para decir que la sesión estaba a punto de comenzar. Nosotros, como si estuviésemos en una Sala de Concierto, nos acomodábamos en nuestros asientos, tosíamos por vez última para no interrumpir y esperábamos con ansia el momento en que el tío abría la boca y decía: “Al correr del tiempo…”. Esa frase abría una pausa de hamaca en nuestros corazones.
Es cierto, el tiempo corre veloz, no se detiene; por eso el secreto de la vida es ¡no correr a la par del él, porque nos ganará, sino descolgarse del tren donde los mayores nos colocaron! ¡Claro que el tiempo se va! Por lo mismo, nosotros, los simples mortales, debemos aprovechar la vida y no correr detrás del tiempo. ¡Nunca lo alcanzaremos!

lunes, 2 de enero de 2012

ENTRE EL MILAGRO Y LA FELICIDAD


Con un abrazo a todos mis lectores, deseándoles un venturoso 2012.



Todo mundo hace uso de las palabras sin distingo. El Rey de España dice caca con la misma tranquilidad con que lo hace el niño que vive en una vecindad de colonia miserable. Esto es así porque nadie ha acudido a la oficina de Derechos de Autor para abrogarse la propiedad intelectual de una palabra. Las palabras son del pueblo y son las herramientas de comunicación más demócratas.
Hay canciones que se denominan del dominio público, porque se desconocen los autores. Las palabras, ¡todas!, son del dominio público. ¿Quién inventó la palabra totoreco?
Me resulta difícil imaginar a alguien que exigiera la propiedad intelectual de la palabra arenilla o Chiapas, por ejemplo y que tuviésemos que pagar por el uso, de la misma forma en que se paga el uso de una canción.
El otro día un afecto me preguntó: “Alejandro ¿eres feliz? ¿Qué es la felicidad?”. ¡Ah, qué preguntas más difíciles! La palabra felicidad me gusta, casi casi me provoca felicidad cuando la escucho o la digo. Pienso que es una palabra muy bien elegida para definir lo que trata de definir. No sucede lo mismo con la palabra triste. Oír la palabra triste me provoca alegría. Cuando algún afecto me dice: Estoy triste, pienso en “¡tres tristes tigres!” y me divierto. La palabra nostalgia me provoca un sentimiento más gris, de lluvia en un callejón. De ahí que una persona triste la imagino como payaso con una careta; por el contrario, una persona nostálgica me causa una grieta.
Me gusta saludar a don Eugenio, porque cuando le preguntó cómo está, me responde: “¡Benedetti!” y luego agrega: “…puedes contar conmigo, no hasta dos…”. Usa un verso de Benedetti y nunca ha pagado algún derecho. Lo mismo sucede con todos los chiapanecos que, ante la menor provocación, dicen: “Que Dios bendiga a Dios”.
Ayer salí de casa y fui al parque. Mientras caminaba por la bajada de Guadalupe, con cuidado para no resbalar con las banquetas de lajas, pensé en las preguntas de mi afecto. Un camión de Coca Cola pasó a mi lado, echaba humo en demasía. Leí en la parte trasera: “Destapa la felicidad”. De inmediato tomé el celular y marqué a mi afecto, le dije que comprara una Coca, la destapara y que tomara el agua negra, porque ahí hallaría ¡la felicidad! Ella rió (cuando menos le provoqué un instante feliz).
A esta empresa refresquera habría que demandarla en los tribunales del mundo para exigirle que no se apodere de conceptos como felicidad, familia y alegría. Recuerdo que hace años había un anuncio que definía tal refresco como la chispa de la alegría.
La publicidad realiza un uso perverso de las palabras. De manera subliminal se apoderan de palabras que tienen una cercanía con nuestros sentimientos más íntimos. Ahora que comenzará la contienda electoral para ocupar la Presidencia de la República y de la Gubernatura del estado de Chiapas veremos usos indignos de palabras luminosas.
Habría que sancionar a todos los publicistas y políticos que malgasten palabras como luz, amor, cariño o bienestar. Los políticos deberían emplear sólo las palabras que estén a la altura de sus pantanos.
Después que hablé con mi afecto fui a una tienda departamental y en el estante de los licores hallé una botella de tequila que se llama “¡Milagro!”. Y esto se me hizo el colmo de la degradación de esas piedras transparentes que se llaman palabras.

domingo, 1 de enero de 2012

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO LA VIDA ES UN JUEGO DE CARAS




Querida Mariana: Alfredo llegó cuando éramos niños, él venía de la ciudad de México y traía juegos novedosos. Nos dijo que jugáramos a los indios contra los caras pálidas. Fuimos al sitio de la casa y todos los niños nos dividimos en dos bandos. A mí me tocó ser cara pálida. Nunca alguien me advirtió que también existían los caras para arriba y los caras para abajo. Éstos los fui conociendo conforme crecí. Las niñas jugaban a las muñecas o a la comidita.
Cuando Úrsula (la de Cien Años de Soledad) quedó ciega, levantaba la cara para oír el chachalaquerío de los pájaros o para oler cómo la humedad caminaba en los cuartos. Pero no sólo los ciegos levantan la cara, la levantan todos aquellos que no conocen un espacio o quienes saben que la esperanza tiene alas y quieren pepenarla en el vuelo. La otra tarde entré al templo de Santo Domingo, un grupo de turistas caminaba por las laterales de la nave. Los vi levantar la cara y asombrarse ante el techo o ante el rayo de luz que se colaba a través de los vitrales. Por lo regular, los comitecos no levantamos la vista para ver el techo. He visto cómo entramos a la Casa Museo Dr. Belisario Domínguez, por ejemplo, y no advertimos el asombro de los cielos pintados. Esto es normal, lo cotidiano nos coloca una cara de costumbre. Cuando los comitecos salimos del pueblo y llegamos a tierras desconocidas tiramos la careta gris, retomamos la cara de asombro y jugamos en el bando maravilloso de los caras para arriba. Ahí nos tenés, como a cualquier turista del mundo, levantando la cara para asombrarnos ante todo lo novedoso.
Alfredo siempre jugó en el bando de los indios. Con un trozo de carbón se pintaba unas rayas debajo de los ojos, y prendía una pluma de jolote en la cinta que amarraba en su frente. Jorge (un poco celoso del liderazgo del recién llegado) decía que desde siempre habíamos jugado al juego de indios contra vaqueros. Sí, decía, Miguel, ¿pero nunca habíamos sido caras pálidas?
Jorge jugaba, pero a disgusto. No entendía por qué Alfredo jugaba siempre de indio, ya que era güero, con ojos verdes, y, por lo tanto, tenía la cara más pálida que nosotros, los mestizos de toda la vida. Yo creo que Alfredo jugaba a ser indio porque le gustaba hablar como ellos: “Ahora ustedes, caras pálidas, tener que pagar caro osadía de entrar a territorio sagrado”, decía y nos cortaba la cabellera y luego nos amarraba al tronco de los árboles. Sus compas amontaban hojas secas y hacían como que prendían una fogata donde nos achicharrábamos igual que Juana de Arco se achicharró.
Advierto, mi niña bonita, que no todo cara para arriba tiene la dignidad en su rostro. Ahí tenés a esos ineptos que juegan fútbol representando a México y pierden con la “frente en alto”. Para ser un digno cara para arriba es necesario tener el espíritu limpio. Como esto último es difícil de hallar, la mayoría de los mortales son cara para abajo. Sé que vos los mirás a cada rato a la hora que caminás por las calles de este bendito pueblo. Aunque, también debo reconocer que no todos los cara para abajo son indignos. Los caras para abajo son esos que siempre andan con las manos metidas en las bolsas en actitud de andar buscando monedas o rondanas en el suelo.
Te invito a que vayamos al parque central, nos sentemos en nuestra banca (la segunda de acá para allá, donde tenemos a la derecha la fachada del templo de Santo Domingo); a que le compremos una bolsa de dulces a la muchacha bonita que camina con ayuda de muletas y que siempre nos ofrece dulces con su voz de tiuca atolondrada; a que cerrés los ojos tantito y me digás qué mirás cuando tenés la vista al frente y qué cuando alzás la cara (aún con los ojos cerrados, la visión cambia. Cuando vemos al cielo con los ojos cerrados aparecen puntos luminosos que no existen al frente. Mi tía Armenia decía que esos puntos son la premonición de las estrellas. Por esto, de niño nunca me asombró salir al patio en la noche y mirar el cielo lleno de lucecitas, era un poco como tener los ojos abiertos y mirar lo mismo que miraban los ciegos que acostumbran mirar el cielo). Te invito a que mirés a todos los que caminan frente a nosotros; a los que se acercan al puesto de periódicos; a los que se toman una fotografía al lado del busto de Rosario Castellanos; a los que se recargan en el kiosco; a las que suben tantito su blusa y dan de mamar a sus hijos; a los que bajan de dos en dos los peldaños de la escalera. Te invito a que mirés a cada uno de ellos y me digás cuántos ven al frente, cuántos hacia el suelo y cuántos miran el cielo.
Te invito a que, luego, bajemos a la fuente y miremos cómo los niños juegan a resbalar por las resbaladillas de lajas; te invito a que mirés cómo esos niños, en un instante, suben la cabeza y miran el cielo o los pájaros o las ramas de los árboles o los ángeles o la sonrisa de Dios. Es sólo un segundo, no más, luego vuelven a bajar la mirada porque (¡caso son mudos!) deben ver dónde colocarán sus pies a la hora que toquen el suelo. Esto, Maga mía, es lo que hacen y sienten todos los que son Caras para arriba: ¡con la mirada tocan el cielo y son tocados por el hilo del infinito!
Por lo regular, los mortales miramos hacia abajo o hacia el frente; sólo los elegidos ven hacia arriba. Saber que la magia del universo se concentra en las alturas ¡es algo instintivo! Cuando alguien tiene una pena muy grande, de forma inconsciente mira hacia el cielo. Nunca he visto a alguien que al pedir ayuda Divina se clave en el pozo de su miseria. Siempre hay una luz que nos guía y nos indica que la verdad del universo está en las alturas, aún cuando esas alturas sean como un espejo del pozo donde se concentran los agujeros negros de nuestro espíritu.
Por ratos miro el cielo. Entiendo que no siempre puedo hacer esto. Cuando cruzo la calle debo ver hacia la derecha y comprobar que no viene un carro; cuando bajo a La Pila debo ver con mucho cuidado dónde poner el paso para no resbalar en una laja; cuando camino por la calle que va al templo de Jesusito debo fijarme dónde piso para no embarrar mis zapatos con caca de perro; pero cuando estoy parado en el Parque de San Sebastián levanto la mirada y juego el juego donde yo estoy del lado de los Caras para arriba.
Hay oficios donde no se necesita estar del lado de los Caras para arriba para sentir el aleteo de la gloria. Los que trabajan en los faros o los que tocan en los campanarios por las mañanas tienen al alcance de su mano las frondas de los árboles, las nubes y las alas del vuelo. Los simples mortales debemos alzar la vista para advertir que tener los pies en la tierra no es la mejor fórmula para cimentar los sueños. Los sueños, Mariana bonita, siempre están en los techos del mundo, en el Everest del deseo.
Jorge se rebeló una tarde en que los caras pálidas atrapamos a Alfredo Toro Sentado. Así como lo hacía su tribu con nosotros, lo amarramos al tronco del aguacate, le echamos hojas secas a sus pies e hicimos como si prendiéramos un cerillo y lo arrojamos al montón para que se achicharrara. Jorge sacó una tijera que, saber desde cuándo, llevaba en la bolsa trasera de su pantalón y le tusó un mechón de cabello, ¡en serio! Cuando Alfredo miró el mechón en la mano de Jorge, quien sonreía como vampiro en medio de una carnicería, trató de liberarse del amarre, pero los Caras Pálidas, enardecidos y solidarios con Jorge que ya estaba harto de verse desplazado, tomamos lazos y amarramos más a Alfredo (sus compas indios bajaron la vista y fue cuando supe que habían pasado a formar parte de los Caras para abajo. Debo decir, niña bonita, que a partir de ese día reconozco cuando un hombre se pasa a este bando, por cobardía o por falta de dignidad). Jorge tiró el mechón a la fogata ficticia y, con las tijeras abiertas, se acercó de nuevo a Toro Sentado. Alfredo comenzó a llorar. Jorge dijo: “Te perdono la vida, pero te condeno a vivir encerrado en la Reservación India”, y con la tijera cortó la cuerda. Alfredo se pasó la mano por la cara y limpió sus lágrimas. “No te enojés -le dijo Miguel- es un juego”. Alfredo nunca volvió a jugar con nosotros. A partir de entonces, Jorge retomó el liderazgo que tenía antes de la llegada de Toro Sentado. Seguimos jugando a Tarzán, al circo y a los indios contra los vaqueros, pero, igual que Alfredo, los Caras Pálidas desaparecieron. Un día descubrimos que las niñas también podían ser parte del juego, abandonamos El Club de Toby y las invitamos a jugar con nosotros. Comenzamos a jugar escondidas, Mono Seco y a meternos debajo de una mesa enorme que estaba (quién sabe por qué) en el corredor de la casa de Jorge. Colocábamos unas sábanas de tal suerte que todo era como una tienda de campaña, de esas donde viven los gitanos. Ellas, nuestras amigas, se convirtieron en gitanas y, en ocasiones, nos leyeron el destino. Supimos que, de grandes, deberíamos jugar los mismos juegos y optar por uno de los dos bandos: el de los Caras para arriba o el de los Caras para abajo.
Pd. A veces, arena de mi playa, meto mis manos en las bolsas del pantalón y camino con la cabeza gacha, como buscando algún sueño extraviado; pero procuro, la mayor cantidad de veces, andar viendo al cielo. Mi papá me enseñó que debía formar parte del bando de los Caras para arriba. La dignidad está de este lado. El día que Alfredo salió como chucho con el rabo entre las piernas noté -qué raro- un sentimiento de dignidad, lo vi caminar, a pesar de todo, con la cabeza alzada; asimismo, Jorge tuvo el mismo sentimiento de dignidad -qué raro-, en medio de su soberbia miré su altiva cabeza. La humildad, parece, está emparentada con la soberbia, siempre y cuando aquélla sea auténtica y ésta sea fruto de la conciencia de formar parte importante del universo. Mariana mía, me gustás cuando mirás para arriba, cuando contás las estrellas del cielo; pero me gustás más cuando mirás al frente y mis ojos se enredan con la luz de tu mirada. Me gustás.