miércoles, 30 de enero de 2013


POR CUANTO PENSAMOS QUE NO EXISTE

A veces divido el mundo en dos. Ayer lo dividí en: mujeres que son como tatuaje en un brazo y mujeres que son como una caricia sobre el cuello.
La mujer caricia sobre el cuello renace cada vez que su amado da cuerda al agua de su río. Basta que su hombre la mire como si ella fuese un cuadro de Kandinsky o la puerta del cuarto prohibido, para que la mariposa de su corazón aletee a cien por hora. De ese cuarto que nunca se abre en casa porque, dice la tía que siempre teje, es una bodega y está húmeda. Pero ella, la mujer caricia sobre el cuello, sabe que esa humedad es la misma que siente en su entrepierna cuando su amado, como si fuese un niño, la ve como vio por primera vez el cielo lleno de estrellas. ¡Ah, qué trigo de cafetera! Todo el cielo es como un campo sembrado de luciérnagas, como avenida de ciudad, como si Dios -qué idea tan boba- tuviese necesidad de decir ¡acá estoy!
Echa de menos las hamacas y el rumor del agua que se tiende sobre la arena; odia los relojes que, tercos, le recuerdan que debe regresar a casa. Qué fácil sería subirse a un barco, llegar a una isla y no tener que regresar a casa a la hora determinada; qué fácil sería privilegiar la flama de su amado y apagar todos los demás quinqués donde los padres insisten en marcar un camino.
Ella es mujer que disfruta recorrer la piel del amado, con la misma sensación con que la tela acaricia la almohada o la luz toca la sombra o el cabello se deja besar por el viento. Sería tan fácil subir a un tren y dejar todo atrás, dejar el polvo del andén, el hartazgo del sol en la tarde, la cama del hospital, la hoja que se despega de la rama y el ojo que se cierra en madrugada.
Sueña que un río inunda su cuarto y moja todo, moja sus libros, la televisión, su ropa, sus manos, sus piernas, la flor más amada de su cuerpo. Sueña que todo está húmedo, húmedo el puente, húmedo el mástil y húmeda la letra de la postal enviada desde un país lejano. Húmeda la ventana que saluda a la húmeda mañana, húmedo el labio que da el beso de bienvenida, el de despedida; húmeda la mano que la envuelve de la cintura, húmedo el movimiento que la despoja del brasier y deja sus pechos al aire, húmeda la luna que pinta de plata sus pezones y húmeda la palabra que nombra el nombre del amado.
Ella juega con el espejo a la hora que, coqueta, se peina, a la hora en que se lava los dientes con el cepillo de él, a la hora que el vaho del agua caliente elimina el reflejo.
Ella camina por senderos delimitados con muros de enredadera. Camina por avenidas donde los árboles sueltan sus hojas como suelta el moribundo el último aliento. Camina por donde camina el sueño a la hora en que la calle está vacía. Camina por las terrazas donde las flores se abren a la mañana con la misma generosidad con que se abre la ventana de la casa de la abuela. Camina por donde la luz se extravía en callejones de calles empedradas. Camina con el mismo aliento con que la voz se expande en el micrófono o en el eco.
Le gusta saberse admirada. Le gusta andar a la hora que los hombres hacen fila ante la taquilla del estadio de fútbol. Lo hace para sentir que todas las miradas se posan en sus pechos o en sus nalgas. Siente esa mirada como si fuesen nubes tatuando el cielo, como si volaran aves alrededor de sus areolas. Le gusta sentir cómo sus pezones se abren como flores y hacen guiños a esos ojos que, como lobos, como perros, anhelan el cielo.
Es una mujer generosa, es como un barandal para invidente, como reina para tablero de ajedrez, como cortina para ventana sin cristales, como ladrillo recocido para muro de aire, como banca para el desierto de la calle.
A veces divido el mundo en dos. Mañana lo dividiré en: mujeres que son como la mano que recoge la basura y mujeres que son como anillo extraviado en un lavabo.

lunes, 28 de enero de 2013


CÓMO ME HICE LECTOR (II de II).

Lo bueno de la primaria es que tarda lo mismo que un periodo presidencial: un sexenio. ¿Imaginan que tardara más? ¿Imaginan, por ejemplo, doce años de Felipe Calderón? Así que mi gusto por la lectura sobrevivió gracias a las revistas de monitos. Si no hubiese tenido tal pasión, seguro que mis maestros de primaria habrían cancelado mi gusto por la lectura y la habría terminando odiando. Tuve maestros que eran pésimos lectores.
Cuando terminé la primaria entré a secundaria. Dios mío, pensé, no es más que una extensión del hartazgo multiplicado a la ene potencia: química, algebra, física, ética… Por fortuna, una ventana me esperaba: “El Cid Campeador” y puntos intermedios. Las clases de literatura del Padre Carlos eran como revistas de monitos; y luego, ya en la preparatoria, Óscar Bonifaz terminó de apuntalar la vocación. ¡Ah, qué prodigio de historias!
La poeta y narradora Cristina Peri Rossi ha dicho que la vida de los hombres es limitada. No tenemos más que una y ésta es jodidita. Pensemos en nuestra vida: tomar la combi o el carro propio, soportar calores, sudores, olores. Entrar a salones donde tenemos que cuidar a niños que no son ni nuestros parientes. Ah, el cabrón muchachito que jode a todos; el papá que se cree la mamá de los pollitos y nos da lecciones de cómo debemos dar nuestras lecciones. Los domingos de juego en el campo de fútbol; los caminos de terracería, llenos de polvo; las cantinas con las cervezas tibias; los mingitorios llenos de meados con espuma. Sí, Cristina, nuestras vidas son rutinarias y jodiditas. La televisión con los programas de Chabelo; la radio con canciones de El Tri o con ese vómito que se llama Ricardo Arjona. De vez en vez le damos una torcedura a la vida y queremos hacerla agradable y vamos de vacaciones a Las Nubes o a El Chiflón o a la ciudad de México o a París o a Tokio. Pero, un mes después volvemos. ¿Y qué decir de nuestras relaciones interpersonales? Las novias o esposas posesivas que se molestan con la simple mirada que echamos a un par de nalgas o de pechos que pasan frente a nosotros. No podemos vivir más que una vida, una vida limitada, cercada, casi ajena.
Siempre he dicho que mi vocación lectora se inició con Tawa, con el Diamante Negro, con Memín Pinguín, con la Familia Burrón. Hoy, que comparto este testimonio con ustedes, doy gracias a Dios por haberme topado con ellos. El brinco de la historieta a los libros fue muy sencillo. Bastó pasar de la imagen y de la palabra a la palabra que me hizo imaginar.
¿De qué me ha servido para fines prácticos haber leído tantos libros? ¡No creo que para mucho! Tal vez para nada. La literatura no sirve para hacer dinero, por ejemplo, pero sí puedo decir que mi vida no ha sido tan limitada. La lectura me ha permitido vivir más vidas, muchas. A la hora que se me antoja viajo a París (sin conocerla físicamente) o estoy en la cima de una montaña en el Tibet o descubro un tesoro al fondo del mar (yo, yo que no sé nadar y que tengo pavor sólo de pensar que debo meterme a una tina).
Lo que me gustaba de la escuela era el salón de dos puertas. Tal vez, ahora que lo pienso, Dios me dio ese salón para que entendiera que, en la vida, siempre existe otra puerta, una que nos otorga la posibilidad de vivir más, más vidas. Mi salón tiene dos puertas: una da a la vida real, la jodidita; la otra me permite entrar a la vida de ficción, la maravillosa vida. Y todo, como dijera El Ratón Macías, mítico boxeador mexicano, todo se lo debo a mi mánager y a las revistas de monitos.

sábado, 26 de enero de 2013


CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO LOS CLÁSICOS ESTÁN MÁS ALLÁ DE LA MODA

Querida Mariana: en Comitán empleamos la palabra clásico en dos sentidos, cuando menos. Uno es el que usa medio mundo y que refiere a personas y obras que por su óptima calidad, casi a niveles de excelencia, entran en la categoría de Clásicos. Ejemplos hay muchos: “la música de Mozart es clásica”, “el escritor Gabriel García Márquez ya es un clásico” y demás vainas referidas al arte. El otro uso tiene un significado de “lo mismo”, “lo de siempre”. Te pongo un ejemplo: mi tía Juana dice: “Romeo volvió a reprobar Matemáticas”, y su hija comenta: “¡Ah, clásico!”, como si la “caballada” fuese cosa de todos los días. Simpático, ¿no? ¿Por qué empleamos ese sentido? No lo sé y no le encuentro camino.
La Coca Cola es una bebida dañina. Pero la publicidad la ha convertido en la bebida más popular del mundo. ¡Dios mío, ninguna esquina se salva de tener un anuncio! Sin duda que la empresa gasta millones de dólares en crear campañas publicitarias llamativas para lavarnos el cerebro y hacernos creer que no hay refresco más sabroso. Por esto, de vez en vez, vemos campañas ingeniosas. Llama mi atención un anuncio que creó respecto a la idea de clásico. ¿Has visto el anuncio que dice: “Si tu carro es muy viejo ¡di que es un clásico!”? ¿Verdad que es bueno?
Vos sabés que cuando radiqué en Puebla vendí cajitas pintadas, en el Bazar de Los Sapos. Un amigo me dijo que para que una pieza sea considerada una antigüedad deben pasar más de cien años.
Las antigüedades, vos lo sabés, son muy apreciadas. En Puebla vi cómo los turistas pagaban buenos dólares por “chunches viejos”. Lo “viejo” tiene su encanto. Quisiera pensar que vos sos mi afecto porque me encontrás cierto encanto. No puedo explicar nuestra amistad de otra manera, ¿por qué una niña bonita se lleva bien con un viejo de cincuenta y cinco (andando en cincuenta y seis)?
Como ya comprobaste ¡ando enredado en la nostalgia! ¿Por qué? Tal vez porque la otra tarde vi una serie de fotografías en blanco y negro. Todo lo que está en sepia o en blanco y negro me remite al pasado. “¡Clásico!”, diría la hija de tía Juana. El otro día, Amín Guillén Flores dio una charla en el Archivo Municipal. David Esponda, Director del Archivo, muy ufano dijo que era la primera vez que se daba una conferencia en ese espacio. La invitación fue a las seis de la tarde. Yo estaba en el Centro Comiteco de Creación Literaria, donde Luz del Alba Belasko impartía el taller: Cómo escribir una novela en una semana. Ante la invitación de Amín me disculpé con Luz del Alba y salí hecho la mocha para estar a tiempo en el Archivo. Cuando llegué estaba por iniciar la charla; apenas había cinco o seis personas. Al final se puso bueno el guateque y se llenó la sala. La charla fue muy interesante.
Tal vez a ustedes, los jóvenes, el color blanco y negro no los conmueve como sí nos conmueve a los viejos. Ustedes ya son de la imagen a color. Vos sabés que el cine me gusta. Aprecio mucho ver una película de los años cincuenta o de los sesenta (en blanco y negro, por supuesto). El otro día fui al cine con mi Paty. Ella hizo fila y compró una bolsa de palomitas acarameladas y un refresco. Al entrar a la sala nos dieron un par de lentes para ver la película en 3D (Dios mío, no lo vas a creer, pero hasta que estuve sentado entendí que 3D significaba tercera dimensión). La primera imagen me maravilló, pero minutos después comencé a rechazar ese deslumbre tecnológico. Mi mirada no pudo acostumbrarse, comencé a tener un ligero dolor de cabeza, me sentí mareado y comencé a alucinar como si viajase en el espacio y debiera esquivar miles de meteoritos. Cuando salimos de la sala, me paré frente a un cartel que anunciaba la película “Santos contra la Tetona Mendoza” y juré no volver a ver una película en tercera dimensión. Sí, mi niña bonita, tenés razón, ¡ya estoy viejo!, pero no soy antiguo ni soy un clásico. Hay cosas que ya no puedo hacer: ya no entré a patinar a la pista de hielo ni puedo aprender un nuevo idioma. Ya me quedé con el poco de español que hablo. Mi amigo Fabio Morábito, uno de los escritores más chipocludos de la lengua española, fue a Alemania durante un año y cuando regresó me dijo que hay cosas que a nuestra edad no pueden hacerse, una de ellas es aprender idiomas. Como que la cabeza va quedándose sin ramas y sin nidos. Fabio nació en Egipto, creció en Italia y llegó a México donde aprendió el español. Lo hizo a edad temprana. Ahora está convertido en un Clásico de la literatura hispana. ¡Uf, sin ser su lengua materna, domina la lengua española como pocos!, pero ya no escribirá en Alemán.
Amín mostró una serie de fotografías del Cedro, de La Pila y del Parque Central. ¡Ah, qué fotos más bellas, más decidoras! Estas fotografías debería verlas medio Comitán. No sólo las cuarenta personas que esa noche las vieron. Los asistentes sintieron cómo se les retorcía el clavicémbalo del corazón cuando vieron un mapa de Comitán, dibujado en el año mil novecientos cuatro. Cuando Amín dijo que hemos perdido mucho con las transformaciones arquitectónicas, todos suspiramos como si hiciésemos un conjuro para regresarle a Comitán sus casas con tejas y patios circundados con pilastras de madera; como si pudiésemos regresar los pisos de ladrillo y los corredores llenos de colas de quetzal. La traza urbana se ha modificado y con esto modificamos nuestra manera de ser. Pero, a pesar de todo, no es una exageración decir que Comitán es un Clásico, porque entra en la categoría de los pueblos que son como obras de arte. Marirrós Bonifaz dijo el otro día que el Centro Histórico de Comitán es nuestro tesoro. No hay ciudad del mundo que contenga tal derroche de luz. Los asentamientos más recientes ya no poseen esa riqueza; lo moderno está contagiado de otros modos de ser. Quien se da una vueltecita por las nuevas colonias de Comitán bien puede confundirlas con algunas colonias de la ciudad de México o de Monterrey. La globalización ha hecho que ahora todo sea parejo, sin personalidad propia. Pero nuestro Centro aún sigue latiendo en color sepia. ¡Por fortuna! No podemos dejar que se llene con plásticos de estos tiempos. No podemos permitir que nos arrebaten nuestro corazón de cedro envuelto en papel de china.
Niña chimbo, si hubieses visto alguna fotografía de las que Amín presentó estoy seguro que el violoncelo de tu corazón habría tocado una diana conchinchín. Cuando veo fotos antiguas de Comitán algo en mi mente se tuerce. A veces me cuesta trabajo recordar la casa, las calles y las tiendas que viví de niño en su color original. Todo lo veo como si el color del arco iris no hubiese existido y todo estuviera pintado de blanco y negro. Lo veo en sepia. Y esto tal vez es así porque un día mi amado papá me regaló una cámara y yo tomé muchas fotos, pero todas fueron en blanco y negro. Cuando tuve en mis manos las fotografías todo asomó sin color, pero con una luz indecible. No había necesidad de ver a la rosa con su color original, bastaba con verla con sus tonalidades grises, que iban del negro al blanco, para saber que esa rosa y ese patio y esos corredores eran ¡la vida!
No me cuesta trabajo hacer la conversión de color a blanco y negro. A veces, no lo vas a creer, bajo tantito la cortina de mis ojos (como si fuese un japonés con mirada de rendija) y logro hacer la catafixia del color al blanco y negro. No me preguntés cómo sucede esto. Esto me ayuda a regresar en el tiempo. Y me resulta tan estimulante como si estuviese frente a una taza de té o me parara frente a la laguna Chukumaltic y dejara que el viento se posara en mi hombro como un chupamirto. Es raro este fenómeno. A veces escucho a gente decir que todo lo ve gris y lo dice con un tono de tristeza. ¿Qué dirían si supieran que yo todo lo veo gris y soy feliz? Me encanta ver fotografías antiguas del Comitán antiguo; me encanta ver fotografías familiares en color sepia. Me fascina el misterio siempre presente al saber que esos niños con pantalones cortos y esas niñas con medias de popotillo crecieron y también tuvieron sus hijos y se hicieron viejos y murieron un día sin saber que años después otro hombre, muchos años después, los mira y les dice “mucho gusto. ¿Me pueden contar su historia?”. Y ellos, mudos, eternos, sin abrir la boca comienzan a contar sus historias, que no se diferencian mucho de las historias de estos tiempos de Internet y de Ipods.
Siempre que la palabra “clásico” se atraviesa en mi camino recuerdo una tira cómica de Quino, donde Mafalda lleva una varita en la mano y la repasa en los barrotes de una reja. Hay un momento que dice algo como: “son los clásicos”. Sí, ¡los juegos clásicos de los niños de ayer! A veces cuando la luz se va en casa retornamos a un tiempo clásico: prendemos un quinqué y oímos la radio de pilas. En pleno siglo XXI, siglo de imágenes desbordantes, retornamos a un tiempo que está a la vuelta de la esquina. El otro día se fue la luz y sacamos un juego de cartones de lotería, con sus respectivos granos de maíz, y jugamos el clásico juego donde conviven, sin ningún empacho, el valiente, la dama, el sol, el nopal y la chalupa (y no es la chalupa que venden en El Foquito, no, no, es la chalupa, también llamada trajinera, que hace trajín en Xochimilco).
Los clásicos enriquecen nuestra vida. Ante el rebumbio de estos tiempos nos olvidamos que, a la vuelta de la esquina, tenemos los Clásicos. Los clásicos juegos del trompo y del balero; los clásicos libros de El Quijote y de El Principito; las películas clásicas dirigidas por Fellini y Kurosawa; los discos clásicos de Los Beatles y de los Rolling Stones. A media cuadra de la casa tenemos a Picasso y a Modiglianni; y, debajo del colchón, están las fotos en blanco y negro donde Brigitte Bardot demuestra porqué nuestros sueños estaban enredados en sus labios y en sus pechitos con aroma a limón.

Posdata: el otro día, Óscar Bonifaz me enseñó una serie de fotografías, en blanco y negro. “¿Cuánto creés que me costaron?”, preguntó. “No sé -dije, y aventuré- ¿diez pesos?”. Sí, dijo él, diez pesos cada una. Colocó las fotografías en su escritorio de la Dirección del Teatro de la Ciudad y yo vi a Pedro Infante, a Cantinflas y a María Félix (¡Dios mío, qué mujer tan guapa!). A veces nos olvidamos, niña lima de pechito, pero los Clásicos están cerca de nosotros. Nos dicen que nos acerquemos, un tantito. Nuestra vida se llena de imágenes en sepia y blanco y negro. Esto no es malo. En medio de tanto color globalizado, es bueno, de vez en vez, acercarnos al río donde el agua lleva imágenes de otros siglos.
En Comitán empleamos la palabra “clásico” en forma irónica. “El Pancho volvió a tomar trago”. “¡Clásico, no tiene remedio!”.
Por favor, si alguna amiga tuya te dice que cómo es posible que seás amiga de un viejo como yo, retomá el slogan de la Coca y decile: “No es un viejo, ¡es un clásico!”.

viernes, 25 de enero de 2013


CÓMO ME HICE LECTOR (I de II).

Estudié el tercer grado de primaria en un salón con dos puertas. Esto no es lo usual. Era como si tuviésemos una salida de emergencia. Y a diferencia de los antros que ahora se incendian y donde mueren jóvenes asfixiados, mi salón de clases siempre tenía abiertas las dos puertas. Puedo decir ahora, con orgullo, que mi maestro Beto era un funcionario de puertas abiertas. ¿Por qué mi salón tenía dos puertas? Porque, antes, las escuelas funcionaban en casas que se habilitaban como escuelas. Esa casa comiteca estaba a tres cuadras del parque central. Yo vivía a una cuadra del parque. Todo estaba al alcance de mi mano. Ahora, las escuelas tienen edificios construidos especialmente para tal cometido. Por esto, las aulas sólo tienen una sola puerta. Yo, qué privilegio, estudié en un salón con puerta de entrada y salida. Una nos servía para entrar a las ocho de la mañana, la otra servía para salir al recreo o para ir a “regar las florecitas”.
Ahora es costumbre decir que la escuela es como el segundo hogar. ¡Mentira! Para nosotros fue una extensión del hogar porque nuestra escuela tenía toda la horma de nuestra casa: un patio, un sitio, muchos cuartos y sanitarios en el sitio. Claro, en ese tiempo, no usábamos la palabra sanitario, la palabra era baño y los baños no tenían ningún empacho en ser los cuartos más desagradables. Existían algunos todavía que eran simples cajones de madera.
A mí, en el aula, me tocaba sentarme en la segunda fila de adelante. A diferencia de los autobuses de pasajeros que permiten una visión privilegiada a los pasajeros de la primera fila, en nuestro salón los privilegiados eran los de la última fila. Éstos estaban cerca de la puerta trasera y, cuando levantaban la mano para ir a orinar o hacer del dos, salían disparados. Nosotros, los de las filas delanteras teníamos que cruzar todo el salón y éramos sujetos de burla: “¿Llevás papel?”. “¿Por qué no llevás el mío?”. “¡Ay, la niña, va a ir a cortar florecitas!”.
Odiaba la hora de los problemas de matemáticas o la hora en que debíamos estudiar Geografía o Historia de México; en cambio era feliz a la hora que dibujábamos. ¡Sí, odiaba la Historia de México y la Geografía de México! Ahora sé por qué lo odiaba, porque el maestro Beto nos hacía aprender de memoria las fichas biográficas de Miguel Hidalgo y de Vicente Guerrero y los nombres de todos los ríos del país. ¡Dios mío, qué absurdo! Había un mapa de México lleno de líneas azules, que mostraban todos los ríos. Ese enjambre de líneas era como la pierna llena de várices de mi tía Elena. ¡Qué asco!
A mí me gustaba leer. Leía revistas de monitos, historietas. Todas las tardes iba a la “Proveedora Cultural”, con don Ramiro Ruiz y compraba “Tawa, el hombre gacela” y “El pirata negro”. Tawa era un poco el Tarzán Mexicano, llevaba una cinta en la frente (como ahora la usan los tenistas para que no les llegue el sudor a los ojos) y sólo vestía un taparrabos de cuero. Igual que Tarzán, Tawa queda huérfano en una selva y, en lugar de que una mona lo proteja, una gacela lo cuida. ¡Ah, qué maravilla! El Diamante Negro también era una revista maravillosa, donde su protagonista, con bigote bien recortadito (a la usanza de los sesenta), era un jugador de fútbol soccer. Siempre jugaba con un antifaz, para no revelar su identidad.
Mis verdaderos héroes estaban en la selva o en los estadios de fútbol y no en la entrada de la alhóndiga de Granaditas o en los campos sucios y llenos de polvo donde todo era violencia absurda entre hombres.
Qué pena, debo decir que las tardes en el patio de mi casa eran más placenteras que el patio de mi escuela. Y esto era así porque los maestros no nos dejaban leer. Sí, esto que parece un contrasentido era real. Ah, pobre de aquel que fuera cachado leyendo una revista de historietas en el salón. En la dirección de la escuela había un estante lleno de revistas requisadas. Dios mío –ahora lo pienso- nuestros maestros funcionaban, a veces, como ahora funcionan los soldados en los retenes. Los soldados de estos tiempos requisan bolsitas con mariguana o con polvito blanco, porque son sustancias prohibidas, que hacen daño al cuerpo y a la mente. Mis maestros nos requisaban las revistas, porque, según ellos, eran lecturas prohibidas. En la escuela teníamos que leer las pinches aventuras de Miguel Hidalgo y no las de El Diamante Negro o de Tawa (y ahora, ya viejo, vengo a enterarme que también la historia de don Miguel Hidalgo era bien interesante, porque le llamaban “El zorro”, porque, cura y toda la cosa, echaba su traguito y tuvo sus nenas, con quienes procreó cuatro hijos. Pero, bueno, la historia oficial no lo consignaba, así que los niños de aquel entonces teníamos que aventarnos unos textos soporíferos).

miércoles, 23 de enero de 2013


Se trata de crear, dijo el Coordinador
del Taller de Cuento Brevísimo. Dios, el
alumno más aplicado, levantó la mano y dijo
que había escrito un cuento breve y leyó: “Short bang”.
Todo el universo aplaudió.

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO EL CUENTO ESTÁ ENCARAMADO EN UN ÁRBOL

Querida Mariana: Abelardo Hernández Millán es escritor de cuentos breves. La otra noche, él anduvo por Comitán. Contó que un día antes estuvo contento. En San Cristóbal, lugar donde reside, invitó a sus compas a un guateque. Y éstos llevaron marimba y juncia. Reside en San Cristóbal, pero anduvo mucho tiempo por Toluca. Me obsequió dos libros publicados en el estado de México. Uno de los libros se llama “Átomos literarios” y es un recuento de cuentos breves. ¿Mirás qué bonita palabra la palabra “recuento”? Como si dijéramos “volver a contar”.
La tarde que Abelardo anduvo por Comitán expuso una teoría muy interesante. Habló del famoso cuento de Monterroso: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”.
Vos sabés que este “cuento” despierta comentarios encontrados. Unos creen que es una genialidad y otros dicen que es una “jalada”. Abelardo sostiene una teoría interesante. Dice que el micro relato es, en realidad, el final de un cuento más largo. Y entonces Abelardo, como si fuese el niño que completa el cuento, dijo que Tito Monterroso escribió (o pensó) el inicio: Un hombre se acostó y durmió. Soñó, soñó que era perseguido por un dinosaurio y, cuando despertó, “el dinosaurio todavía estaba allí”.
Te conté que una vez conocí a Tito Monterroso. Fue en Yucatán (creo). Él estaba en compañía de Bárbara Jacobs, su mujer (quien ahora es pareja de Vicente Rojo, gran artista plástico). Esa vez llamó mi atención que muchos compas escritores leyeron cuentitos breves, en honor a Tito (un poco como si hicieras una escultura frente a Miguel Ángel). Hubo escritores que dijeron: “este cuento es en homenaje a Usted, Maestro. Lo escribí ahora que venía en el camión con rumbo a Mérida”.
Don Tito, enconchadito, con cara de ardilla (Ana dixit), tomado de la mano de Bárbara (como si fuese el hijo menor de ella), sonreía, cada vez que un escritor, como niño en festival de fin de curso, leía un cuentito, en su honor. Al final, el maestro de ceremonias leyó una extensa ficha biográfica de Monterroso (tal vez para compensar la escasez de palabras con tanto cuento breve) y presentó a don Tito. Él colocó sus manitas en el borde de la mesa y se impulsó, pero no se paró, quedó a medias. Uf, pensé, hasta en el agradecimiento es breve. Volvió a sentarse y dijo que no nos fuéramos con la finta, ese cuentito del dinosaurio le había llevado horas y horas, días y días, meses y meses para escribirlo. Noches enteras se preguntó si al final escribía “estaba allí” o “estaba ahí”. Porque, esto lo debíamos saber los escritores, la palabra debe ser precisa. Y el cuento corto es una gema que no permite fallo. Vi cómo los compas escritores comenzaron a meter sus cabezas en conchas y terminaron siendo armadillos o tortugas, sólo con los ojitos mirando hacia arriba.
¡Qué cabrón, don Tito!, pensé. No creo que le haya llevado tanto tiempo escribir su cuento. Seguro que fue una de esas en que tomás una servilleta del restaurante y escribís, mientras afuera llueve. Seguro que su cuento lo escribió como escribieron sus cuentos los compas que leyeron. Fue algo al vapor, lo que yo llamo “una chaqueta mental”, un rapidín. Pero esto no podía decirlo, porque el mito exige colocar mil cubos de cristal a mitad del universo.
Mi maestro Pepe siempre descree de esta narrativa, dice que los cuentos breves son chistes. Una vez leídos ¡ya! ¡Nunca más los volvés a leer! No sé, algunos son extraordinarios y abren más avenidas. El de Monterroso ha abierto muchas ventanas. Se ha hecho más famoso de lo que le correspondía. Tal vez Abelardo tiene razón y es el final de un cuento más largo y Monterroso lo cortó sólo para hacerse el interesante, y ¡vaya que lo logró!
Abelardo estuvo contento en Comitán, en el Café Na’Canán. Lo vi contento. Contó que en San Cristóbal había estado al lado de sus amigos Javier Molina, Pancho Álvarez y Luz del Alba Belasko. Imagino que echó su traguito y movió los pies al ritmo de la marimba y del aroma de la juncia. Acá no le pusimos marimba, ni juncia, pero él se dio tiempo para tomar dos copas de vino. Vino a compartir un taller acerca de la teoría y práctica del cuento brevísimo. Fue bueno verlo.

lunes, 21 de enero de 2013


DINASTÍA MING

Romeo, el anfitrión de la cena, cerró la puerta y dijo: “Acá se rompió la taza y cada quien a su casa”. Pero, cerró la puerta con llave por dentro. Todos quedamos en la sala, viéndonos. Lucía se me acercó y dijo, en voz baja: “Este cabrón casi nos está secuestrando”. María, nerviosa, quien fue la única que no aceptó el vino y tomó café, movió la cuchara varias veces, como si endulzara el vacío. Todos teníamos aún la taza en la mano. Romeo, minutos antes había hecho un brindis por la amistad y nos había impelido a terminar el vino que, cosa rara, había servido en tazas para té.
“Bueno -Marcos intentó romper el bloque de hielo-, creo que Romeo tiene razón, ya es tarde, todos tenemos que trabajar mañana: acá se rompió la taza y cada quien a su casa”. “Sí -dijo María, al momento de dejar la taza sobre la mesa de centro- es hora de irnos”. Todos buscamos dónde dejar la taza e hicimos fila para despedirnos de Romeo. El compacto de Michael Bublé ya había terminado. Le dimos la mano, ellas se despidieron de beso. Cada uno tuvo palabras de elogio, como: ¡excelente noche!, ¡el vino, exquisito!...
Fuimos por nuestros suéteres y abrigos y, de nuevo, hicimos fila, ahora ante la puerta. Pero Romeo, en lugar de abrir, entró a la cocina. Todos nos quedamos viendo. Lucía forzó el pomo de la puerta. Marcos se acercó a la ventana y constató que tenía una protección metálica. Romeo salió de la cocina y llamó nuestra atención con unas palmadas. “Acá se rompió la taza y cada quien a su casa”, repitió y sacó un carrito de servicio. “Vean”, dijo. Nos acercamos y vimos unos fragmentos de cerámica. “Sí -dijo- algún simpático rompió la taza”. Levantó uno de los fragmentos y, con voz de duelo, dijo: “el pinche simpático no sabe que estas tazas son de colección”. Dejó el fragmento sobre la mesa y preguntó quién había sido. Todos, como si fuésemos niños llevados a la Dirección, guardamos silencio. Él, entonces, levantó el mantel y sacó un cuchillo. “¿Quién fue? Sólo quiero saber quién fue”. Marcos se apoyó en el respaldo del sillón y le pidió a Romeo que se calmara: “mañana te reponemos la pieza, ¿verdad que sí, muchachos?”. Todos asintieron. Lucía me agarró de la mano. Estaba sudando. “Sólo quiero saber quién fue”, dijo Romeo y, sin soltarlo, puso el cuchillo sobre el carrito. “Me está dando miedo este cabrón”, me dijo Lucía, en voz baja. “¿Te doy miedo?”, preguntó Romeo, quien escuchó el murmullo. “¿Por qué tienes miedo?”, preguntó y se nos acercó. “¿Acaso fuiste tú la simpática que quebró la taza?”, conforme lo fue diciendo remarcó más cada palabra y subió el volumen, a grado tal que la palabra taza casi la gritó. Lucía comenzó a temblar. No supe si por temor o por coraje. “¡Fue el gato!”, dije de pronto. ¿Cuál gato?, dijo Romeo. No tengo gato. Sí, dije, el gato entró por la ventana abierta, dio un salto a la mesa y tiró la taza. Si te das cuenta, la taza no está mojada. Aún no habías servido el vino, dije. Aproveché el instante de turbación. Ven, ven, me acerqué y lo jalé de una mano. Ven. Mientras lo llevaba a la cocina, Marcos tomó el cuchillo y lo guardó en la bolsa de su chamarra. Ambas mujeres fueron a la puerta. Ven, ven, dije, una vez adentro de la cocina, y, desde la ventana, señalé hacia el patio. ¿Viste la sombra que pasó? ¿Cuál sombra? Todo está oscuro. ¡Allá va! ¿La viste? No, no sé. Lo jalé de la manga y lo llevé a la sala. Mira, huele. Y puse frente a su nariz un fragmento de la taza rota. ¿Ves? No huele a vino. Está seca. Pero, no te preocupes. Mañana te compramos una y la reponemos. No, no, se disculpó. No es necesario. Yo sólo quería saber quién había sido. ¡El gato!, ya te lo dije. Sí, sí, perdón, dijo. Metió su mano en la bolsa de su pantalón y sacó la llave. Perdón, insistió. Abrió y nos dijo si queríamos un taxi. No, le dije, caminaremos. Marcos abrazó a ambas mujeres. Perdón, dijo Romeo, desde el quicio de la puerta. Bajamos las gradas. Una vez en la calle, Marcos me preguntó qué hacía con el cuchillo. Guárdalo, le dije. Puede servirte en tu cocina. ¿Y si Romeo lo encuentra? No, capaz que me acusa de ladrón. Levantó la tapa del basurero de la esquina y lo tiró. ¿Fue el gato? ¿Qué gato?, me preguntó Marcos. Yo me subí el cuello de la chamarra y le dije que sí, que había sido un gato callejero que entró por la ventana. ¡Qué raro!, dijo, nunca oí el ruido de la taza al quebrarse. Yo tampoco, dijo María. El sonido del tocadiscos estaba muy fuerte, dije. No, dijo Lucía y se paró: fui yo, se me resbaló de las manos. Claro, dijo María, tuvo que haber sido uno de nosotros. Ni modos que el gato lo metiera en el bote de basura. ¿Cómo sabes que los pedazos estaban en el basurero?, preguntó Marcos. Porque yo los metí ahí, dijo María. ¿Tú?, preguntó Lucía. Sí. ¿Por qué, entonces, nada dijiste a la hora que Romeo preguntó quién fue? Romeo me da miedo cuando se pone así. ¿Cómo sabes cómo se pone?, preguntó Marcos, ya celoso. Ah, todo mundo lo sabe, dijo ella. Bueno, bueno, ya es mucho de esta historia. Ya, no fue más que una taza rota. Y como se quebró la taza, ahora sí, todo mundo a su casa, dijo y levantó el brazo para parar el taxi con la torreta encendida. ¿Los llevamos?, preguntó María a Lucía. Ésta me vio y agradeció. Marcos y ella subieron. María sacó la mano y dijo adiós. Nosotros caminamos. Le hice la parada a otro taxi. Subimos. Le di la dirección al taxista. ¿Fuiste tú o María?, pregunté. Ya dije que se me resbaló a la hora que Romeo me quiso besar. ¡Cómo! ¿Romeo te quiso besar? Espera, espera, entonces Romeo se dio cuenta de la taza. Claro. ¿Entonces? ¿Entonces qué? ¿Por qué? Ah, ya sabes. María dice que siempre se pone así y es cierto, se vuelve insoportable. ¿Tú cómo sabes cómo se pone? Ya, ya, Alejandro, dijo. Abrió su bolso, preguntó cuánto era y pagó. Me ofreció un cigarro. ¿Me puedo quedar en tu casa?, pregunté. Ella sonrió, me agarró de la mano y dijo: No, no. Hoy no. Hoy cada quien para su casa. El coche se detuvo y ella bajó. Desde la ventana me llamó, yo me acerqué, me besó. Mañana, mañana, si quieres, pasamos la noche juntos, dijo. La vi subir la escalera, abrir la puerta y desaparecer detrás de ella. Me recliné sobre el asiento, cerré los ojos y pensé si Lucía se había dejado besar por Romeo y cuál era el juego que estaban jugando con el cuchillo. ¿Por qué María quiso culparse y provocarle celos a Marcos? Vi mi reloj, ya eran más de las once de la noche. Me sentí estúpido. ¿El gato? Romeo sabía que nunca hubo un gato.

sábado, 19 de enero de 2013


CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO LA NIEVE NO SÓLO ESTÁ EN LA CIMA DEL KILIMANJARO

Querida Mariana: no creo en eso que dice: “una imagen vale más que mil palabras”. El otro día tomé una fotografía en el parque central. Acá te la comparto. Te pido, por favor, que no avancés en la lectura de esta carta hasta ver con atención los elementos de la foto: un árbol, una banqueta, flores y el nevero (¡ah, y el sol de Comitán y el carrito verde!). Todos los elementos son importantes y son, qué duda cabe, elementos fundamentales de nuestro pueblo. La mezcla hace la unidad.
Esta fotografía la subí a mi muro del facebook y tuvo una estimulante respuesta. ¡Me encanta el face! Es como cuando aventás una piedra en el lago. Al instante se forma una serie de círculos concéntricos. Un minuto después no existe ni la piedra ni los círculos. Son como mandalas hindús. En el facebook todo es tan instantáneo que la piedra se va al fondo a los pocos segundos de haberla arrojado. Y digo piedra porque muchas de éstas se avientan en los muros a cada rato. Por esto me encanta, porque los muros de ese chunche son los modernos Muros de Lamentación. ¡Ah, cómo nos “la mentamos”!
¿Ya viste bien la foto que subí? ¿Ya viste con qué parsimonia camina el nevero? ¿La maravillosa escuadra que forma con sus brazos? Un pie está más adelante que otro, pero su cuerpo (chaparrón) tiene una verticalidad que no la alcanza el árbol. El hombre apareció de pronto (como si fuese un círculo concéntrico en el agua). Imaginé que había salido detrás de un árbol. Como si fuese un gnomo.
Ya te conté que la primera vez que me inscribí en el facebook diez minutos después me di de baja. Pero una amiga me dijo: “No te vayás, al rato viene la marimba”. ¡Me espantó el face! Dios mío, pensé, cuánta gente circula por acá, cuánta gente extraña mira el patio de tu casa y los cuartos y los baños. ¡Dios mío! En el face lo íntimo se convierte en plaza pública. Cuando vine a ver (diez minutos después de haberme suscrito) ya estaba viendo fotografías de desconocidos. ¿Por qué estoy hurgando vidas ajenas?, pensé. Me dio temor ese chunche maravilloso que se llama facebook.
No creo que el nevero tenga su muro en el facebook. No lo creo. Es más, estoy seguro que él no sabe que apareció su fotografía en mi muro. ¡No, no puede saberlo! Yo mismo, en ocasiones encuentro fotografías que “me etiquetan” donde aparezco. ¡Por el amor de Dios! El mundo se ha convertido en un comal donde todos somos tortillas que se pueden chamuscar.
El nevero no caminaría con esa dignidad si tuviese su muro en el facebook. El reloj que lleva, segurísimo, es metálico. Su porte tiene mucha similitud con la descripción que Carlos Gordillo Alfonzo realizó de Tío Agus. Recordá, niña bonita, que en Comitán tenemos la costumbre de llamar tíos y tías a las personas que ejercen diversos oficios: Tía Cholita es la señora que atiende la tiendita escolar; tía Petra, la señora que vendía tostadas con frijol; tío Chilo quien vendía los salvadillos con temperante y, bueno, tía Lola, la doña que regenteaba un burdel en los años sesenta. Todo mundo en Comitán recuerda un tío o una tía (sí, el Javier recuerda más a la tía Lola que a tío Agus).
“¡Nieve, nieve!”, era el grito que se escuchaba por las calles de Comitán (yo siempre oí “ñeve, ñeve” y esto es lo que registra mi memoria). Era un grito afectuoso. ¿Hasta dónde llegaba? Yo (no sé por qué) siempre imaginé que estos hombres venían del barrio de La Cruz Grande (el vendedor de la foto venía de por ese lugar, como bajando, como dejándose llevar por la inercia hasta el Centro). ¿Hasta dónde llegaban? ¿Cuál es la estrategia de estos hombres para saber en dónde son los puntos de mayor venta? Entiendo que aparecen frente a las escuelas, en los parques, en eventos deportivos y en las ferias de San Sebas o de Tata Lampo. En los lugares donde se concentran multitudes ahí están esos hombres. ¿Venden nieves en temporada de lluvias o de frío?
Te he pedido que no avancés en la lectura de esta carta hasta que tengás bien aprehendida la imagen de nuestro “vendenieves”. ¿Ya viste su sombrerito? ¡Seguro que no es un famoso sombrero “Tardán”! Es un modesto sombrero comprado allá por la bajada del Súper San Luis, ahí por donde está la sombrerería del señor Cancino (o tal vez, uno nunca sabe, lo compró hace años en la sombrerería de mi madrina Clarita Bermúdez, quien tenía su tienda al lado del mercado Primero de Mayo).
¿Ya miraste el prodigio del carrito? Todo diseñado como si fuese un BMW. Todo bien pintadito (claro, no faltará el que diga que lo mandó a pintar el Ayuntamiento, por lo del color verde, pero ¡no! Está pintado de ese color, porque el azul y verde parecen ser los colores favoritos de los “nieveros”). ¿Ya viste que tiene dos botes para la nieve? Tal vez en uno lleva nieve de vainilla y en el otro nieve de coco. Tal vez algunos niños le piden la mitad de vainilla y la mitad de coco. En el bote pequeño, el pintado de verde, lleva los barquillos.
¿Y qué pero le encontrás al letrero del frente? Con una estética sublime aparecen distribuidas las palabras y el dibujo (una bola blanca y una bola colorada). “Coloradote”, dijo Francisco Gordillo Alfonzo que era don Agus, en el face. Sí, coloradote, y Carlos completó la descripción de manera genial, casi casi como si fuese Murakami o García Márquez o Fernando del Paso: “flaco, correoso, con la piel tostada, con su sombrero, la camisa blanca arremangada, huaraches, ojos chiquitos y el bigotito perfectamente recortado”. ¡Pucha, qué maravilla! Carlos, además de buen anfitrión en “La Casita”, excelente fotógrafo, se revela como un muy buen escritor. Bueno, el talento le viene de familia.
Ahora, pregunto, vos y tu palomilla ¿tienen su don Agus? Enrique recuerda que, luego de andar por San Sebastián, don Agus se paraba en la esquina de “Las Ancheyta” y decía: un tostón y te doy tu nieve. Enrique recuerda que servía la nieve con una cuchara de peltre, azul, moteada de negro.
En el facebook, Jorge Guillén pidió apoyar a estos hombres que realizan un oficio modesto pero maravilloso. Ricardo Poery alertó que están en riesgo de desaparición. No sé por qué, pero, parece, que en este pueblo ¡jamás hubo una mujer vendedora de nieves!, así, de calle, de andar taloneando, en el buen sentido, las subidas y bajadas de este pueblo mágico.
Hoy, a las nieves les llaman helados. ¿Mirás la diferencia entre una y otra palabra? No sé a vos, pero a mí, la palabra helado me suena como a plástico congelado; en cambio, la palabra nieve me remonta a la naturaleza, al Kilimanjaro, al Popocatépetl, al Everest. Por esto, cuando el “nievero” aparece en las calles de Comitán, con su carrito verde, y grita: “Nieve, nieve, acá está su nieve”, es como si nos estuviera ofreciendo un poco del corazón lleno de escarcha del Pico de Orizaba. A la hora que levanta la tapa del bote aparece un vaho frío con aroma a esencia de vainilla. ¿Qué aroma aparece cuando la mujer abre el congelador de los helados Holanda? El otro día hice la prueba y mi corazón se heló al sentir un olor como de papel congelado. ¡Nunca lo había sentido!
Hay pueblos donde las nieves son tradicionales; existen lugares donde, año con año, realizan Ferias de la Nieve. Hay nieves de todos los sabores y todos los olores. Una vez probé nieve de tuna; otra vez, nieve de tequila; y una más ¡nieve de mole! Acá, nuestros neveros han sido menos imaginativos, a lo más que han llegado es a agregar pasitas a la nieve de vainilla. Pero, en compensación han sido generosos con nosotros, porque nunca se quedaron en su casa esperando a que llegáramos. Han seguido al pie de la letra el precepto bíblico y han traído la montaña a nosotros, pero no ha sido cualquier montaña, ha sido la más alta, la más encopetada, la más prodigiosa, la que tiene nieve en su cima y nos han ofrecido esta nieve en humildes barquillos.
¿A qué hora estos hombres se levantan para preparar la nieve? ¿Cómo, en medio del patio, logran hacer el prodigio sin enfriadores ni congeladores? ¿Cómo, en medio del calor del mediodía, logran mantener “fría” la nieve? Vos sabés que soy un hombre poco práctico. Imagino, sólo imagino, que los botes son como los termos que mi mamá compraba en La Mesilla. Esos termos mantenían caliente el café por mucho tiempo. Ahora, imagino, que esos botes mágicos siguen el mismo proceso que, tal vez, algún día explicó el maestro Güero, en clase de Física. Tal vez ese día mis amigos y yo no entramos a clase; tal vez nos fuimos de pinta; tal vez fuimos a comer nieves de don Agus, en la esquina de Las Ancheyta, contra esquina de donde ahora está Bancomer, del Centro.

Posdata: “¡Ñeve, ñeve, lleve su ñeve!”, era el grito afectuoso. El hombre parado en la esquina, al lado de su carrito de madera. Ahora he visto algunos neveros parados en el Parque Central, frente al Teatro de la Ciudad. Los que crecimos en los años cincuenta y sesenta crecimos en medio de pregones afectuosos. Ahora los ruidos de los carros de perifoneo y las cadenas de los carros expendedores de gas cancelan esos gritos que nos convocaban a la vida. Nadie, jamás, se tapó los oídos cuando escuchaba el grito de “¡Ñeve, ñeve!”. Los niños dejaban los soldaditos en el patio, corrían hasta la cocina y le pedían una moneda a la mamá; ésta iba a la alacena, abría el monedero y les daba un tostón a cada uno. Los dos niños, ella, con sus trenzas, y él, con el pantalón remendado, abrían la puerta y corrían hasta donde el nevero los esperaba. Ahora he visto a los neveros frente al Teatro de la Ciudad. Debajo del sol esperan que alguien se acerque. ¿Escribí debajo del sol? Sí, expuesto al sol está “el hombre de las nieves”.
Volví al facebook porque alguien me dijo que era bueno compartir mis escritos. El otro día subí esta foto que te comparto y mucha gente recordó a estos hombres que, como dice Enrique, les bastó una cuchara de peltre para entregarnos un poco de luz de la cima más alta del mundo.
¿Una imagen vale más que mil palabras? ¿No podemos, a través de una palabra, evocar mil imágenes? ¿Hacemos la prueba? Ahora digo “Nieve”, ¿cuántas imágenes evocás? ¿Cien mil? Te quiero, más de cien mil imágenes, más de un millón doscientas dos mil palabras.

lunes, 14 de enero de 2013


CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO LA ACADEMIA TIENE UNA PATA COJA

Querida Mariana: mi abuela Esperanza decía: “Yo sólo le creo al sol”. Un poco para reafirmar el dicho de que “no se puede tapar el sol con un dedo”. La oscuridad es engañosa, basta una lámpara de mano para conjurarla. Y digo esto porque el otro día abrí el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española en búsqueda de la definición de la palabra “leer”. Con mi grupo de alumnos universitarios reflexionábamos acerca del tema “Comprensión de lectura”. Leer: “Pasar la vista por lo escrito o lo impreso…”. ¡No, no! ¡Que algún organismo de los Derechos Humanos acuse a la RAE de discriminatoria! ¿Qué hacen los invidentes cuando leen? Según la Real ¡no leen porque no pasan la “vista” por lo escrito! Con razón mi querido Julito Cortázar decía que el Diccionario era un “cementerio de palabras”. Por esto, muchos estudiosos establecen que las lenguas están vivas y no aceptan corsés.
El otro día, en la radio, un tipo decía los horóscopos y mencionó el término “aspectado”. ¿Aspectado? Jamás había oído tal palabra. Volví de nuevo a abrir el diccionario y vi que, en Puerto Rico, la usan como sinónimo de favorable. Sí, fue el día que cuando te vi en la cafetería te dije que tenías un “aspecto aspectado” y vos me viste con cara de armadillo desinfectado. ¡Pucha! Existe una tendencia en apropiarse de palabras que no son parte inherente a nuestra identidad. Lo hacemos en afán de hacernos los interesantes. Un día yo mismo me escuché usando la palabra “piscina” cuando toda mi vida he dicho alberca.
La RAE es una institución “seriecita”. No sabe que muchos hablantes juegan con las palabras. No te conocen, no saben que vos sos una gran juguetona. El otro día disfruté mucho cuando me dijiste que te gustaría llamarte Ana. Si alguien te preguntara quién sos, vos dirías: soy Analista. ¿Qué no te gustaría ser? Analfabeta. ¿Tu animal favorito? Anaconda. ¿Tu hombre favorito? Anacoreta. ¿Tu peor pesadilla? Anacrónico. ¿Tu color preferido? Sí, ese, ¡claro! Entre rojo y amarillo. Y cuando dijiste esto último yo pensé en todas las palabras que comienzan con “ama” y pensé en la gama de posibilidades.
Los seriecitos no juegan con las palabras. Los seriecitos siempre toman la palabra “al pie de la letra”. Nosotros, los juguetones tomamos a la letra del pie y la botamos. Los juguetones son aquéllos que dicen que formaron un dueto llamado “Vernáculo”: “Él es Verna y yo soy…”, y ya no dicen la última palabra. Dejan que uno la complete para que, como acto de magia, aparezca la sonrisa.
Como no vivimos en Puerto Rico, la palabra “aspectado” me suena rara. Es así porque el tipo bien podría emplear la nuestra, la más cercana: “favorable”.
Sé que el lenguaje es dinámico y, de pronto, algunos términos se ponen de moda y todo mundo las emplea aún cuando estén mal empleadas. ¿A quién se le ocurrió inventar el “verbo recepcionar”, que produce vómito? Ayer, una maestra me dijo: “¿Me puede usted recepcionar este oficio? ¡Dios mío! Sí, le dije, con todo gusto lo recibo, y le di más énfasis a la palabra “recibo”. Pero un instante después me arrepentí porque recibo es un papel que se entrega a cambio de algo. También por esto existe un contra recibo. ¡Pucha! Entonces, cualquier día de éstos a alguien se le ocurre inventar la palabra “contra recepcionar” para emplearla como fórmula de cortesía cuando alguien “recepcione” algo.
Niña mía, ¿qué día jugamos a la trigonometría y vemos qué hacer con tu coseno y con tu hipotenusa? Te quiero, te quiero mucho, como la cola del chucho.

sábado, 12 de enero de 2013


Con un reconocimiento a María Elena Jiménez,
por su desempeño en el Centro Cultural Rosario Castellanos.

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO UN CAMPANARIO SIN CAMPANAS SUENA TRISTE

Querida Mariana: nunca he visto un puente “tachilgüil”; es decir, un puente con una orilla de lazo y madera y la otra de hormigón y varilla. También los materiales tienen afinidades. Esto lo escribo para agradecer el puente que me has tendido. Sé que no es fácil para vos congeniar con un hombre de cincuenta y cinco años (ya “andando” en los cincuenta y seis). No es fácil para los jóvenes convivir con los viejos. Vos has sido la orilla moderna que permite que el lazo podrido de mi orilla esté a tu lado. A finales de los setenta estuvo de moda una canción de Chico Ché que decía: “los nenes con los nenes, las nenas con las nenas”, un poco como si ahora yo dijera: “los viejos con los viejos, los chavos con los chavos”. La brecha generacional es un abismo que dificulta la construcción de puentes.
Y esto es así porque hablamos lenguajes diferentes, a pesar de hablar la misma lengua. Los códigos lingüísticos que ahora usan ustedes son diferentes a los nuestros. ¿Cómo evitar estas diferencias aparentemente irreconciliables? Tal vez haciendo lo que vos has hecho durante ya varios años, casi tres: acercándote a mi mundo y permitiendo que yo atisbe en el tuyo. Sin imposiciones, sin andar de metiches. Con la alegría de compartir, sin establecer juicios, sin juzgar. El mundo que ahora ustedes viven es diferente al nuestro, ni mejor ni peor, solamente diferente.
En el más reciente número de “Playboy” aparece Marilyn Monroe en la portada. ¡La Marilyn eterna, la rubia que fue como una nota de blues en un sax desafinado! El mito que movió nuestras neuronas al máximo. ¡Ah, millones de hombres en el mundo soñaron con esos labios, con esos pechos, con esos muslos! ¿Cuántos jóvenes de este siglo la tienen como causa de sus insomnios? ¡Pocos, muy pocos! Los símbolos sexuales de tus amigos ahora son otros: ¿Scarlett Johansson? ¿Avril Lavigne? ¿Britney Spears? Las muchachas de mis tiempos adolescentes morían por Paul Newman o por Burt Reynolds o por algún actor mexicano, como el mamado de Jorge Rivero. Ahora ¿por quiénes se mueren ustedes, jovencitas de diecinueve años? ¿Por quién te morís vos? ¡No, no, no me lo digás, me entra como un telele de celos! Y es que, has de entender, hasta en cuestión de celos hay una gran distancia. Ustedes los jóvenes soportan más esa vaina de la celotipia. Son más libres, más independientes. Los viejos no entendemos esas lianas de “amigos con derechos”. Yo tuve una novia, ahora vos tenés pareja. ¡Dios mío! ¿A poco hay desiguales, disparejos? A una famosa prostituta de mis tiempos le decíamos “Llanta Baja”, porque tenía una pierna más corta que otra y cuando caminaba lo hacía como si una pierna fuera minutero y la otra segundero. Ella, la Llanta Baja, fue la única que no fue pareja. ¿Por qué ahora ustedes le dicen pareja a su novio o amante? Cuando lo oigo pienso que se contagiaron del lenguaje de los policías: “Sí, pareja, cambio y fuera”. ¡Oh, por Dios!
Para que mirés cómo eran mis tiempos, te cuento que José Martí escribió un poema que tituló: La niña de Guatemala, la que se murió de amor. En uno de sus versos, dice: “él volvió, volvió casado / ella se murió de amor”. ¡Santo Dios! Pues lo mismo sucede con los viejos que sufren por ver a su amada con otro tipo (que ahora se llama Sancho. ¿Qué pensaría don Quijote?) ¡Los viejos nos morimos de verdad! Los celos son como una cuerda que asfixia nuestro corazón. Ustedes los jóvenes lloran tantito una ausencia amorosa y cuatro o cinco días después ya andan en el antro buscando un nuevo amor, porque son más sabios, porque saben que el tiempo es su mejor aliado, ¡tienen muchos ríos por cruzar y por gozar! Pero, ¿nosotros? Los viejos ya cruzamos el río y, como sol, caminamos en búsqueda del horizonte.
Tal vez sea bueno que los jóvenes se acerquen más a lo antiguo y los “antiguos” nos acerquemos más a la posmodernidad. Me da gusto ver cómo algunos de mi edad o más viejos andan bien metidos en esas ondas de las redes sociales y “guglean” sin ningún temor.
Marlene, quien fue mi compañera en prepa, y tiene los mismos años que tengo yo, se metió al facebook para fisgonear en qué pasos andaba su hija. Su hija la recriminó porque se dio cuenta que era una intromisión, no era un compartir honesto. Marlene tuvo que recular. Entendió la lección. Ahora volvió al face, ya sin esa ansia de andarla haciendo de Sherlock Holmes. El otro día, muy contenta, me dijo que su hija le había solicitado ser su amiga en ese chunche. Los jóvenes son francos, no están maleados. El zapapico de los años causa estragos en la pared de los viejos. Nos hacemos viejos tacuatzones y perversos.
¿Cómo aliar tiempos diferentes? Entendiendo que nosotros crecimos con la cámara analógica y ustedes crecen con la cámara digital. Así está conformada nuestra mente: nosotros aún entramos al Cuarto Oscuro y le ponemos fijador a nuestras imágenes, mientras ustedes tienen la imagen de manera instantánea; nosotros cambiamos rollo cada treinta y seis exposiciones, ustedes captan cientos de imágenes en glorioso color. Nosotros, aún, tenemos la nostalgia del blanco y negro.
Nuestros papás tuvieron el desatino de alarmarse ante nuestra música moderna. Pegaron el grito en el cielo cuando supieron que escuchábamos a sus Satánicas Majestades: los Rolling Stones; se dieron de topes en las paredes cuando nos vieron bailar al ritmo de las canciones frenéticas de Los Beatles; hicieron berrinche cuando íbamos a jugar billar al “Nevelandia” o cuando tomábamos un café en el “Intermezzo”; y se jalaron de los cabellos (escasos) cuando salimos a la calle con pantalones acampanados, camisas floreadas y cabello largo. Vaticinaron que el fin del mundo estaba cerca. ¡Oh, Señor -clamaron-, en qué hemos fallado!
En nada fallaron. Al contrario. En el fondo fueron padres hermosos, gentiles, comprensivos y muy tolerantes. Lo que sucedió es que el tiempo avanzaba de tal forma que avasalló su capacidad de comprensión. Los años sesenta fueron tiempos de vertiginosos cambios sociales; éstos son tiempos vertiginosos de cambios tecnológicos. El tiempo es agua que no tolera diques.
Hoy ustedes escuchan a Coldplay, Enigma, Maroon 5 y Pesado. Tal vez, los viejos de ahora, no debemos hacernos los “pesados” y oír esos grupos, tratando de entenderlos. A final de cuentas, “Pesado” ahora recicla y canta: “Cielo azul, cielo nublado…”, mil años después (exagero) de que “Los broncos de Reynosa” lo hicieron éxito. Tal vez ésta sea la clave: reciclar. Hacer que los cartones húmedos vuelvan a transitar. Entender que nosotros también tuvimos nuestro Iglesias. Ustedes tienen y padecen a su Enrique y nosotros padecimos a nuestro Julio (el papá). Tal vez para ustedes pueda ser una “experiencia religiosa” oír que Julio “tiró (su) pañuelo al río, para mirarlo cómo se hundía”. Tal vez un día ustedes puedan entender que el mundo que viven, para bien o para mal, es consecuencia del mundo que, bien o mal, vivimos nosotros. No lo advertimos pero hay un sistema de vasos comunicantes que dice que esta posmodernidad es fruto del pasado.
Todo lo que vivimos en este siglo tuvo su fundamento en el tranvía que circuló el siglo XX. En literatura es norma decir que todo proviene de la tradición. Gabriel García Márquez no hubiese sido sin la presencia anterior de Graham Greene o de William Faulkner. El otro día fui a un museo donde exponen una historia gráfica de los inventos. Ahí, un radio de bulbos llamó mi atención. Mi papá tuvo una radiola que alegraba las mañanas en mi casa. Esos radios debían “calentarse” para funcionar. Los radios actuales prenden al instante. En el Internet podemos escuchar estaciones radiofónicas de todo el mundo. ¡Nunca habíamos tenido al mundo tan a la mano! Ustedes tienen poco que añorar. Pero, es mi convicción, el mundo de los jóvenes se enriquece cuando se acerca al mundo de los viejos. Los escritores son nada si no leen y estudian a los clásicos. Vos has sido generosa con mi historia, has dejado que yo te enseñe el álbum de mi tiempo. Mi tiempo abarca los finales de los años cincuenta hasta el día de hoy. Y yo, en compensación, he decidido, en forma humilde, acercarme al mundo que ahora vivís. Acepto estos tiempos que también son mis tiempos. Al hacerlo he ensanchado mi mundo y he logrado, bien o mal, acercarme un poco a vos. A veces me ganan los celos cuando te veo con tus amigos, pero, un instante después, entiendo que Chico Ché tenía razón: “los nenes con las nenas”. Así debe ser. Sonrío, entonces, y disfruto verlos bailar, tomar una cerveza y perderse en la oscuridad donde sé qué hacen, porque yo también un día busqué el amparo de la penumbra para descubrir el misterio de la sexualidad.
El mundo que ahora los adultos les vendemos ¡es perverso! Pero ustedes lo aceptan. Ya no veo el mismo afán crítico de los años sesenta cuando los alumnos universitarios exigían un mundo más justo en lo social. Ahora noto una inercia. Tal vez ustedes tienen razón. Nosotros no pudimos transformar al mundo y ahora, ya viejos, vemos qué el mundo que soñamos (más justo, más igualitario) no existe. ¡Fallamos! Tal vez ustedes, con esa ingenuidad con que reciben todo, sean más sabios y viven su presente en el conformismo que tiene el ave que no se preocupa por su vuelo.

Posdata: ya no critico la forma en que ustedes, los jóvenes, escriben sus mensajes. Lo hice hace tiempo, pero me he dado cuenta que el lenguaje, como la misma sociedad, está en constante evolución y ustedes están formando sus códigos. ¿Esto es bueno? No lo sé. Sólo sé que es un contrasentido hablar en latín en estos tiempos en que ya pasó a mejor vida. Todavía en los años sesenta la iglesia católica insistía en ofrecer sus rituales en esa lengua. Era una manera de marcar distancias, de hacer más grandes los abismos. Cuando el Vaticano decidió tender un puente cambió el latín por el español y todo fue más cercano, más afectuoso. Yo he dejado un poco mi “lengua” muerta y vos te has acercado con tu lengua novedosa. Hemos tendido un puente. A mí me ha enriquecido tu presencia juvenil y sé, me lo decís a cada rato, mi presencia “viejil” ha servido para enriquecer tu universo maravilloso. Sigamos así, yo con mis lazos podridos y vos con tus luces de neón. Es bueno, lo sé, que los jóvenes se acerquen y platiquen con los viejos. Vos sos aire de pino para mis años de ceiba. Estamos haciendo un puente “tachilgüil”. Que Dios lo riegue todas las mañanas.

viernes, 11 de enero de 2013


LA QUE DA A LA CALLE

A veces divido el mundo en dos. Ayer lo dividí en: mujeres que son como las gotas que escapan de la ola y mujeres que son como la ventana última de la casa.
La mujer ventana última de la casa no tiene la paciencia del mantel doblado; más bien asume la perseverancia del agua en cascada o la reciedumbre del nido que descansa en un árbol de dos patas.
Su mascota favorita es el pájaro mudo. Lo observa, ve cómo, para suplir el canto, el ave es un trapecista consumado, un gimnasta de prestigio. El marco que la limita sólo le sirve para descifrar el misterio del aire. Cuando es hora del té, recicla el vuelo y mete su cristal en el agua tibia, lo mete como si fuese una niña desnuda sentada en el borde de una tina. Le gustan la nata y la mermelada que aparece en el proceso de ebullición del pan recién horneado.
Cuando inicia la madrugada ella recorre la calle y siembra migas. El deslumbre la apabulla, por eso insiste en la grieta y en la desesperación del engrane.
Su molino no advierte la intención húmeda del agua, ni la pertinencia del sol a la hora que cierra sus postigos. Su aljibe mide la distancia que existe entre el espejo y la mirada; su tensión alborota la pared que seduce a la higuera y al deseo del hombre que la observa desde la banqueta. Canta la canción donde la cuerda tiene embarrada la nostalgia de una noche de cantina y de antro.
Deja que la muñeca esconda la caricia de sus cinco años, permite que el extensible abandone la cuerda y la manecilla. Por esto el tiempo resume la antigüedad de sus patios interiores.
Le gustan los festejos. Añora las reuniones donde los niños jalan de las trenzas a sus primas, mientras el viento juega con los árboles y con los mazos de flores. Le gustan las tardes de globo, de papalotes y de colores de guacamayas; las tardes en que el helado es como el canto del cenzontle.
Su libro de cabecera es “Los cuentos de Canterbury”. Cuando las gallinas inician el éxodo en busca de la tierra perdida, ella abre las puertas de su corazón de piedra. Cuando las nubes rodean a los árboles en celo, ella abre el carruaje donde viajan los no descubiertos, los no advertidos. No hay un relato que tenga suficiente polvo para cubrir sus ojos. Al contrario, todas las narraciones tienen el ladrillo del sol y la gentileza de Chaucer, a mitad del empedrado.
¡Ah, qué difícil retornar a la aldea que tiene el aroma de la plebe! ¡Qué difícil alimentar la flor del campo, la canasta que sirve para cargar la ropa sucia!
Tiene un amante de cabecera. Es el hombre que hace un cuenco con sus manos y bebe el agua como ¡iluminado! Le provoca sarpullido el ingrato que bebe en vaso de unisel o en vaso de veladora. Ama al hombre que camina descalzo, el que barre la banqueta todas las mañanas, el que cabalga sin silla y come debajo de un árbol. El mejor árbol de su huerto es el que no tiene necesidad de hojas tristes ni ramas de eucalipto. Su corazón es como un patio de vecindario a la hora en que las mujeres ponen a secar la ropa. Le gusta jugar con sus amigas de infancia, con las que compartió el cristal del Convento que ahora la ciñe como si fuese una cinta inacabada.
A veces divido el mundo en dos. Mañana lo dividiré en: mujeres que son como un abrazo a mitad del río y mujeres que son como el niño que corre sobre el césped sin hacer caso de las hormigas.

miércoles, 9 de enero de 2013


SESIÓN DE TALLER

La niña se acercó a la mesa. Se limpió los mocos con la manga de su suéter y pidió una moneda. “Les digo unas palabras si me dan un peso”, dijo, de manera mecánica, como reconociendo el fastidio en cada uno de nuestros rostros. “No, no, no tenemos”, dijo Armando moviendo su mano izquierda, mientras con la derecha tomaba el vaso de jugo de naranja. María descolgó el bolso que tenía en el respaldo y buscó una moneda. “No, no, no tengo cambio, niña”, dijo y cerró el cierre del bolso. La niña insistió: “No tengo para comer, regálenme un pan”. El mesero salió de la cocina y vio a la niña. Dejó el plato que llevaba para la mesa de los dos ancianos y casi corrió para tomar a la niña del brazo y, en voz baja, decirle: “Ya te dije que voy a llamar a la policía si te vuelvo a ver acá, cabrona”. La niña, sin verlo, no se resistió al jaloneo del mesero que la echó de la sala principal del restaurante. “Pobre niña”, dijo María y partió con el tenedor un pedazo del pay de queso que había pedido como postre y se lo llevó a la boca de labios perfectos.
“¿Y bien?”, cuestionó el coordinador del taller de literatura después de leer el texto anterior. Rocío levantó la mano y dijo: “No sé, se me hace una historia inacabada y tonta. Lo único que llama mi atención es lo primero que dice la niña, lo de, ¿cómo fue?, eh, lo de las palabras por el peso”. El coordinador explicó que, en efecto, era una historia inacabada y el ejercicio era precisamente eso, darle fin. Los compañeros del taller rieron y voltearon a ver a Rocío, quien, alzó los brazos en actitud de “¿Y? Cuando menos yo algo digo”.
No reí cuando Rocío dijo lo que dijo en el taller literario, porque, cuando el mesero jaló a la niña, me limpié la boca con la servilleta de tela, ofrecí una disculpa, hice a un lado la silla y fui tras de ellos. El mesero soltó a la niña hasta que llegó a la banqueta y, en voz alta, repitió el discurso amenazador. La niña, en movimiento sincrónico, puso su mano izquierda a la mitad del brazo derecho y dobló éste en una escuadra perfecta. El mesero movió un pie, pero lo detuve. La niña deshizo la escuadra, se me acercó y vio al mesero en actitud vencedora. El mesero dio media vuelta y regresó al restaurante. “Regáleme para un pan”, dijo la niña. ¿A cambio de qué?, le pregunté. “Si quiere le digo unas palabras”. Está bien, dímelas, dije y saqué una moneda de diez pesos. La sonrisa de la niña se estiró sobre su carita, como se estiran los brazos del gato a la hora que abandonan el sillón. Extendió su mano, pero dije que primero las palabras. La niña se paró derechita, unió los tacones de sus zapatos y, como si estuviera en un festival escolar, dijo: “Cuántos hombres buscan con denuedo / el brocal de la felicidad/ sin saber que el gran tesoro / está en la cotidianidad. Amado Nervo”. La niña hizo una reverencia y estiró la mano.
“Y ahora es una historia acabada, pero pendeja”, dijo Rocío y se paró. El coordinador del taller le dijo que era su opinión. “Sí, es mi opinión, y ¡no regresar al taller!, es mi decisión”. Se puso la mochila al hombro, dio las buenas noches y salió.
En el salón se hizo un silencio que fue roto por la voz de Eugenio. “Bueno, sigamos ¿no?”. No, no, dijo Roselia, limpiándose la cara como si se acabara de lavar. Si ustedes me permiten diré que creo que Rocío llevó el plano del texto a su vida personal. Ella fue una niña maltratada y yo la conocí vendiendo dulces en el parque central. En las mañanas, cuando nos veíamos en el salón de clases, en la Matías de Córdoba, ella nos esquivaba a todos, como que le daba pena hacer lo que hacía y siempre tenía un resentimiento en contra de medio mundo. Una vez que me acerqué y quise comprar un dulce ella notó que lo hacía no por el dulce sino por darle una moneda y no aceptó, de forma grosera me aventó un dulce y echó a correr. Otro silencio se hizo en el salón. “¿Por eso, entonces, siempre nos da un dulce a todos antes de que empiece la sesión?”, preguntó Isabel. “Bueno, ¿seguimos? o aquí se rompió esta taza y cada quien a su casa”, dijo Eugenio. El coordinador apoyó sus manos sobre la mesa y dijo que por esa noche ya estaba bien y se paró. Dejó de tarea terminar el texto de la niña y recomendó puntualidad para la siguiente sesión. Cuando salieron se toparon con Rocío en la puerta. Ella dijo que no había tenido una buena mañana. ¿La disculpaban? ¿Podía llegar a la siguiente sesión? El cabrón de Esteban dijo que sí, que todos la perdonaban, pero que dijera unas palabras. Sí, siempre y cuando me den un peso, bola de cabrones, dijo ella y todos rieron. El coordinador se acercó y le dijo que había quedado de tarea concluir el texto. Ella asintió, dejó la mochila en el suelo y se puso el suéter. Hacía frío. Me subí el cuello de la chamarra y caminé al lado de Alicia. ¿Vamos a tomar un café?, dijo ella. Sí, respondí.

lunes, 7 de enero de 2013


CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO EL VIENTO SUDA

Querida Mariana: dice la canción: “corren los caballitos, los grandotes y los chiquitos…”. Siempre me pareció un contrasentido que hubiesen caballitos ¡grandotes!, pero luego entendí que era una licencia del autor. Pero ayer, ¡Dios mío!, me topé con un caballito ¡grandote! Ya dije que me gusta la temporada de fin de año porque permite saludar a amigos que viven lejos de nuestro pueblo. Ayer, en el parque central, saludé a Gonzalo, compañero de primaria, quien vino de vacaciones en compañía de su esposa y de su hijo menor. Me presentó a su esposa y cuando me presentó a su hijo yo alcé la vista, como si viera al cielo, porque su hijo menor es altísimo. Entonces fue cuando ocurrió el prodigio. Gonzalo dijo: “es Alfredo, mi hijo menor, el ‘caballlito’”. Ahí recordé que a Gonzalo le decíamos “El caballo”, porque cuando corría alzaba los pies como lo hacen los caballitos cuando patean sobre las tablas de la caballeriza. Ah, pensé, ya encontré la justificación de la letra de la canción de Cri Crí.
En mis tiempos de niño uno de los motivos más esperados de las ferias era la llegada de los juegos mecánicos. Sí, tal vez esos mismos juegos achacosos de “Atracciones Vaquerizo”, que aún siguen fastidiando las ferias chiapanecas de este siglo XXI. En ese tiempo, tal vez, no estaban tan jodidos y oxidados como ahora. Dentro de los juegos, uno que era muy gustado era el de la Rueda de los caballitos.
Jamás a nadie se le ocurrió decir que subiría a la Rueda de los caballotes. Ese trato afectivo era porque en el hipódromo estaban los caballos normales y en la “Eneida”, de Virgilio, el enorme caballo que alberga a los guerreros en su panza. Todos los niños subíamos a la rueda de los caballitos, aunque no faltaba el adulto, medio bolo, que se trepaba a una figura que, al ritmo del movimiento circular, subía y bajaba. El movimiento era como el de un temblor de dos grados Richter o como el de un barquito saltando la cuerda a mitad del mar. Por esto, nunca faltaron los niños que les decían a sus mamás que querían vomitar. Las mamás los bajaban del caballito, se detenían del tubo y, bien cargados, dejaban que sus críos vomitaran hacia el exterior. El movimiento de la rueda hacía que los espectadores recibieran en sus caras una ligera brisa hedionda con cascaritas de cebolla o de jitomate. ¡Ya ni te cuento cómo era el vómito de los bolos!
En esos años que te cuento la presencia de un poni era cosa insólita, lo mismo ocurría con los percherones. Fue necesario que la Carta Blanca, empresa cervecera, trajera dichos animales para que los comitecos nos asombráramos ante el tamaño de aquellos caballos. Don Chepe se paró al lado de uno de aquellos animales y su cabeza quedó justo en el límite del lomo. Don Chepe era un hombre de estatura normal, no sé, uno setenta, uno setenta y dos. Los caballos eran imponentes. Lo eran de tal suerte que mi tía Eugenia, chaparrita, cachetona, siempre envuelta en su chal azul, dijo que daba gracias a Dios por haberle permitido conocer a los hipopótamos de ciudad. Todos los primos nos reímos. Pero, ahora creo que el dicho de la tía fue ¡una maravilla! ¡Claro! ¿Qué no “hipo” es un prefijo que, entre otras acepciones, significa caballo? ¡Claro! De ahí hipódromo e hipocampo. La tía nunca supo la maravilla que creó, ni los sobrinos latosos lo que presenciamos. Sí, eso eran los percherones de esos tiempos, unos hipopótamos de tierra, que se desplazaban con elegancia, con una gran parsimonia, por las calles de nuestro pueblo.
Ahora sé que, en efecto, en ocasiones, la vida nos permite ver cómo “corren los caballitos, los grandotes y los chiquitos, porque allá en la caballeriza ¡la comida se sirvió!”.

sábado, 5 de enero de 2013


CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO TODO ES UN ACTO DE MAGIA

Querida Mariana: inició el 2013. Desear o pedir felicidad para todo el año ¡es un exceso y un acto de soberbia! La felicidad, lo sabés, son instantes. ¿Quién puede ser feliz todo un año? ¡Por el amor de Dios! Los humildes piden “el pan nuestro de cada día”, saben que es imposible guardar trescientos sesenta y cinco panes en una alacena, porque, si fuese posible, a los tres o cuatro días se pondrían duros y llenos de moho. Lo mismo ocurre con la felicidad. Ésta es como el pan recién salido del horno y debe comerse ahí mismo para que no se endurezca. La felicidad es como el sol cuando aparece sobre el horizonte: tibio, sensual y estimulante. Cuando el sol asoma por completo y alcanza su punto máximo ¡hiere a los ojos! La felicidad no es una bola, es, apenas, un guiño que da la vida.
El primer día del año fui testigo presencial de dos actos impensados: un pato fue acosado por una jauría y un programa de radio jamás se escuchó. Dejá que te cuente.
Sentí impotencia y temor cuando vi que el pato no podía volar bien y cuatro chuchos nadaban hacia él para convertirlo en su primer desayuno del año. ¡Pucha, qué perros tan refinados y perversos! ¡Querían adobarse un pato al orange! Por fortuna no lograron su objetivo, pero fue intenso pensar que podían hacerlo. Estuvieron tan cerca de lograrlo. Y yo, desde la ventanilla del auto, cerca de la orilla de la laguna, me sentí impotente para evitar la posibilidad de la tragedia. Me sentí estúpido porque hice lo que siempre he criticado. Saqué la cámara y tomé fotos para dejar constancia gráfica del hecho, mientras, a mitad de la laguna, el pobre pato nadaba y movía sus alas en intento de salvar su vida.
Resulta que, ese mismo día, horas más tarde, en el programa de radio “Crónicas de adobe”, nos hicimos patos y nunca alcanzamos el vuelo. Ninguna jauría nos acosó, pero el programa no se trasmitió. No me preguntés por qué. Daniela Rodríguez Campo, comiteca, estudiante de Diseño y Producción Publicitaria (DPP), de la UPAEP, quien fue nuestra invitada de honor, recibió un mensaje en su celular, a los veinte minutos de iniciado el programa, y me dijo: “Dice mi hermano que nada se oye”. Su hermano estaba en casa y trataba de escuchar lo que Dany, Paty y yo argüendeábamos en la radio. “Ah -le dije- decile que nos busque en FM”, y seguimos en el programa (vos sabés que radio IMER trasmite en AM y en FM). Más tarde, Paty también recibió un mensaje en su celular y dijo: “Mi papá dice que no nos oye”. El programa ya estaba por terminar. Cuando terminó, tomamos la foto del recuerdo (que acá te comparto), subimos al carro, prendimos la radio y nada oímos. La estación de radio estaba, como se dice, ¡fuera del aire! ¡Nos hicimos patos! Estuvimos una hora hable y hable y hable y hable y nadie nos escuchó. ¿Por qué estuvimos fuera del aire? ¡Nos hicimos pijijis! ¡Nunca me había sucedido algo similar!
El pato nadaba y una vez que los perros estaban cerca ¡movía sus alitas temerosas! Lo hacía apenas, como si fuese un avión sin atreverse a despegar de la pista. ¿Qué le ocurría al pato? Al lado de la laguna hay otra más pequeña. Ahora que escribo imagino cómo fue el principio de la historia: la jauría llegó a acosar a los patos que, por lo regular y en número de más de diez, siempre están tranquilos por ahí, porque los habitantes de la ranchería son muy respetuosos de ellos. Imagino que cuando los perros se acercaron, amenazantes, y cuatro de ellos se aventaron al agua, los patos volaron, volaron, a la otra laguna, pero el patito enclenque (nunca falta, ¡Dios mío!), quedó atrapado en el círculo de fuego. Algo le impedía volar, tal vez (ahora lo pienso) tenía una alita dañada, algo así como si fuese un avión con un motor averiado. Yo quería que volara de una vez y dejara a los chuchos con las ganas, pero no era así. Metros adelante volvía a acuatizar y los perros desviaban la ruta y se dirigían contra él. Nadie cejaba en su empeño. Yo, lo juro, pedía a todos los Dioses que el pato se escabullera de una vez. Veía las cabezas de los perros avanzar en el agua y al patito mover sus alitas como remos deshilachados. Los perros eran como icebergs, como si estuviesen cercenados del cuerpo, pero no. ¡No! El resto del cuerpo les servía para impulsarse por debajo del agua. Entendí porqué cuando alguien dice, a propósito de un manejo irregular, que fue “por debajo del agua”. El rostro puede mostrar una sonrisa, pero, debajo del agua, el hombre lleva una piedra. No podía cerrar los ojos, porque estaba (¡qué tonto!) tomando fotos. Me sentía un poco como espectador de toros, esperando el instante fatal. ¿Esperaba la muerte del pato? Hubo un instante en que imaginé que el pato volvía la cabeza y me pedía auxilio. En ese instante tuve el deseo de bajar del auto y aventar piedras a los perros, pero no lo hice. Pensé que estaban muy lejos y mis intentos iban a ser mínimos. La laguna debe tener un diámetro como de cien o ciento cincuenta patos en fila y la persecución se escenificaba a mitad de la laguna. Pero luego, mientras me limpié un sudor inexistente en la nuca, supe que no bajaba porque el miedo me ataba. Y fue así, porque dos compas de los perseguidores estaban en la orilla, corrían de un lado para otro, igual de pendientes que yo. Si estos perros me miraban al bajar del carro seguro que se venían contra mí. Era terrorífico, mi niña, presenciar lo que presencié. Uno de los perros de la orilla, blanco con negro, chaparrón, más bien desnutrido, parecía ser el líder. En cada movimiento y en cada ladrido, imponente, enviaba instrucciones a los perseguidores. Por fortuna, como ya te dije, el pato, después de no sé cuántos minutos, voló a ras de agua y cruzó la línea de tierra que divide, y une a la vez, a las dos lagunas. Yo descansé. Los acosadores siguieron dentro del agua y los dos de la orilla ladraron de más, fueron de un lado a otro de la orilla sin sosiego. Yo quise interpretar sus ladridos, convertirlos a idioma humano, pero no pude hacerlo.
Y ahora digo que nos hicimos “pato” en el programa porque tampoco es grato saber que estuviste hable y hable durante una hora, creyendo que medio mundo te escucha y luego, al terminar, te das cuenta que no fue así. Una vez hice una entrevista y después de media hora me di cuenta que la grabadora nada había grabado. Mi entrevistado sonrió y me dijo que no había problema, que podíamos intentarlo de nuevo, pero la segunda entrevista ya fue mecánica, sin la emoción de la primera.
Ahora, lo sé, jamás olvidaré la carita temerosa del pato perseguido. Ahora, cuando menos lo pienso, asoma la imagen del ave moviendo sus patas y sus alitas en intento de no caer en las garras de esa jauría. Los perros, a mitad de la laguna, jamás abrieron sus fauces. Se desplazaban en un infinito silencio, el mismo silencio que se hace a la hora en que comienza la noche. Apenas se oía el chapaleo de las alitas del pato. Lo que era intenso era el ladrido de los dos perros de la orilla. ¿Siempre es así? Parece que, la mayoría de veces, es el griterío de los otros, de los espectadores, lo que provoca el terror. El terror, lo entendí esa mañana, mi niña ala de viento, proviene no tanto del silencio sino del sonido. Una vez caminé por un camino a media noche, solo, en medio de una calzada llena de espinos. Iba temeroso, miraba para atrás y a los lados, en espera de algo inusual; de pronto sentí “la mano del muerto” cuando, a pocos metros, “algo” hizo un ruido como si quebraran un hueso. ¡Fue el sonido lo que potenció el temor latente! Sé, lo sé, que el patito jamás olvidará los ladridos de los perros que se paseaban de un lado a otro de la orilla. Por eso ahí estaba el líder. El líder jamás entra a la batalla, él mira, desde lo alto de la montaña, cómo se desarrollan las acciones y dicta órdenes para ganar el territorio o la presa.
Por fortuna, insisto, el patito se salvó. Fueron instantes de vértigo los que vivió. Si ya dije que la felicidad es apenas un instante, gracias a Dios, el temor ante la vida también es pasajero. Nada, ¡qué bueno!, es para siempre. La felicidad no es eterna, tampoco es infinito el pánico. Algo sucede en el Universo diario que compensa los instantes. Por eso se me hace un exceso desear un año lleno de felicidad. Sería tanto como esperar un año lleno de miserias. La vida tiene su compensación en un equilibrio casi perfecto.
Y esto es así ¡siempre! Días después, Julio me dijo que, en efecto, a la hora del programa de radio, la estación estaba fuera del aire, pero (en compensación) el programa se escuchó a través de Internet y por eso dejó que lo hiciéramos. Me reconforta saber que los radioescuchas atentos a la señal de Internet oyeron nuestros comentarios. Tal vez un escucha de Pekín oyó lo que Daniela dijo acerca de las nuevas estrategias para realizar una campaña publicitaria. Esa tarde ella dijo que a nuestro pueblo, Comitán, debemos venderlo a través de uno de sus rasgos fundamentales: la alegría. ¿Dije Pekín? ¿Nos escuchó un pato mandarín?

Posdata: hay instantes en nuestra vida que somos el patito de la laguna. Los perversos nos acosan. Sé que el temor del patito, el aleteo por la vida, también lo dan los que están en medio de curas pederastas; los que (en el aula) reciben el castigo estúpido de maestros golpeadores; las que, a mitad de la noche, sienten que el esposo borracho se mete a la cama y las obliga a abrir las piernas; los que, a mitad de otra ciudad, no reconocen ya la suya y saben que perdieron todo, porque, como dijera la canción, “ni son de aquí ni son de allá”.
Ahora hay campañas intensas en contra del bullying. ¡Qué bueno! El bullying, vos lo sabés, es esa pinche nube negra que ensucia los cielos limpios de los niños en las escuelas. Nunca falta el grosero, el abusivo, el perro que la agarra contra el patito escuálido del salón. Siempre hay patitos desvalidos, con alitas torcidas. Y siempre, ¡Dios mío!, hay chuchos llenos de mierda que acosan a los niños buenos. La maldad está en todos lados. ¿Fue un acto de maldad lo que presencié en la laguna? ¡No, no! Eso fue una simple muestra de un instinto animal, natural.
Fueron dos actos impensados. Así comenzó mi año. Cuando, por la tarde, te miré en el parque y recorrimos la muestra de la historieta mexicana y vimos cómo los niños disfrutaban la pista de hielo y luego subían al trenecito que la Presidencia Municipal proveyó, de manera gratuita, para todos los niños del municipio y de la región, supe que la bendición de Dios es perfecta. Dosifica los instantes de felicidad y los de temor. Contigo fui feliz. Pido a Dios que me mande más de estos instantes, pero sé que todo tiene su justa medida y debo aceptarlo. La vida ¡es así!

viernes, 4 de enero de 2013


Con un respetuoso abrazo a la familia Guillén Castellanos,
por la ausencia física de don Rubén.

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO LA LUZ SE RETUERCE EN EL FOGÓN DE LA SOMBRA

Querida Mariana: mi tía Luz vive metida en la confusión. “Que me lleve El Sombrerón”, dice cada vez que encuentra apagada la luz de su cuarto. Es una joda llamarse como se llama, piensa ella. Es un poco como si viviera sólo la mitad de su vida. Sus nietos le han explicado que medio mundo vive así: en las noches, a la hora que llega la oscuridad, todo mundo va a la cama y duerme. ¿No lo entiende? Pues ¡no lo entiende! Dice que si, en efecto, la luz de su nombre sirviera para iluminar su camino debería estar de manera permanente. Un poco como la poeta se pregunta, ella se pregunta: ¿adónde va mi nombre cuando se hace la oscuridad?
Dice que nunca ha encontrado a una mujer que se llame Oscuridad, por qué, entonces, hay muchas mujeres que se llaman Luz.
No entiende que mamá Chinita, su mamá, trató de iluminarla al ponerle tal nombre. Parece que se equivocó porque, en lugar de llenarla de luz, la llenó de incertidumbre y de sombras. Una tarde la hallé en su cuarto buscando su hoja de registro. Estaba decidida a cambiar de nombre. Sí, tía, le dije, es posible hacer este trámite. Te costará una paga, pero si vas con un notario y luego al Registro Civil, es posible que se realice tal cambio. Ahora, la pregunta de los “sesenta y cuatro mil” es: ¿cómo te llamarás?
Ah, joder, dijo, eso es sencillo. Cualquier nombre está bueno. Lo que quiero es dejar esta luz de foco de quince watts que siempre me ha acompañado.
¿Qué nombre le pondremos, matarile rile ron? Una vez que halló sus documentos y que Feliciano (pucha, ¡qué nombrecito!) le ayudó a redactar el oficio de solicitud de enmienda de nombre propio, la tía se sentó, sacó su rosario, nos vio y dijo: “Parece que no es tan sencillo”. Las nietas se reunieron y comenzaron a decirle nombres para que eligiera uno: “Rosario”, no, no, dijo Eugenio (quien, dicho de paso, no tiene más genio que el ser un hombre apocado y tartamudo), su su suena a Osario, a re re recipiente donde gua gua guardan hu hu huesos. Así, a cada nombre propuesto, los nietos o ella misma le fueron encontrando deficiencias, casi casi tan graves como el mismo iluminado nombre de Luz.
Cuando llegó su comadre Panchita y se enteró del rebumbio cayó en la cuenta que su nombre también estaba muy jodido. Sí, dijo, limpiándose el sudor con su chal, ahora me acordé que el incordio de José me molestaba de niña diciéndome: me duele la panchita, me jode la panchota. Y, sin aviso previo, como si fuese un temblor, comenzó a llorar. Dios mío, pensé yo, niña bonita, qué jodas nos arrima la vida con los nombres no deseados. Conozco gente que está conforme con su nombre, pero sólo eso: ¡conforme! La conformidad es la que nos acompaña segundo a segundo. En Comitán, lo sabés, el nombre de Caralampio es repudiado como si fuese fiebre aftosa, y lo es porque el diminutivo se presta a albur: Caralampito.
Tu nombre, mi niña de césped, es bonito. A mí se me llena la boca de algodones de París cada vez que lo menciono: ¡Mariana, Mariana! El masculino de tu nombre sí está jodido: Mariano. ¿Dónde se ha visto un culo con aroma de sal?
El poeta, poetísimo, Quincho Vázquez, siempre me decía: Acercandro. Él jugaba con las palabras. A la tía Luz no le gusta jugar con las palabras. Total, para no hacerte el cuento largo, la tía arrumbó los papeles y siguió llamándose como se llama. Una tarde, mientras tomábamos café con pan de Comitán, le pregunté si ya estaba conforme con su nombre y me dijo que le había encontrado una solución: caso soy pendeja, ahora ya llevo siempre una lámpara de mano y no dejo que la oscuridad asome. ¡Bien!, le dije. Aún cuando me quedé con la duda: ¿qué hace cuando cierra los ojos?

miércoles, 2 de enero de 2013


DE PRINCIPIO A MITAD

A veces divido el mundo en dos. Ayer lo dividí en: mujeres que son como el inicio de un amanecer y mujeres que son como el instante en que la botella está medio vacía.
La mujer inicio de un amanecer tiene la manía de comer mientras conduce el auto. No sabe que ya existen hamburguesas con las manos libres. Se delinea el labio superior con un lipstick hecho de materiales reciclables como baterías al cero por ciento y con altavoces rotos.
Se para a mitad de una carretera, prende el faro de su auto e imagina que es una guitarra eléctrica como ofrenda para los Dioses de la oscuridad y de los ríos sin agua. Se para sobre el cofre de un camión de ocho toneladas e imagina que es una pulsera que se mueve al ritmo de la mano que dibuja, que acaricia, que prepara el pan para la cena, que se la pasa por el cabello en intento de alisar ese rizo que insiste en volverse pájaro y tomar vuelo.
No tiene empacho en somatar el piso para despertar la tierra que hace años no se descuelga en un temblor de ocho o de nueve grados. No tiene ningún asomo de pudor al desenfundar el pie para iniciar el destierro que le vaticinó Moisés y el grupo de rock llamado “Los impronunciables”. Asimismo deshace con facilidad los complejos que están inmersos en cubos transparentes o en discos de setenta y ocho revoluciones.
Le gusta escuchar música mientras imagina que es una mujer que baila el tubo en un antro. Le gusta tomar una copa de vino tinto mientras un juez pide que se ilumine el escenario para dictar sentencia. Le gusta asistir al teatro e imaginar que Fred Astaire baila en un campo de concentración de fans.
En temporada de vacaciones va al campo y despliega el sleeping bag sobre el pasto húmedo y duerme encaramada sobre la rama de un árbol. Lo hace así porque siempre ha soñado en dejar de ser un gusano y ser como el ave que desnuda las frondas de los pinos y de los arces.
Se coloca cintas en la frente. Lo hace para detener su cabello, como si fuese tenista para evitar la carrera loca del sudor; como si fuese una casa que desea ser hogar para ancianos o para lisiados.
Deja que su mano toque lo que se le antoja y esto le ocasiona problemas. Porque, a veces, las manos son muy tentonas. Cuando la mano está embarazada es cuando más problemas tiene. Los antojos están a la orden del restaurante y de la mesa. En dos ocasiones la han llevado a la cárcel. Una vez fue cuando su mano izquierda tomó del fruto prohibido del árbol de la ciencia del bien y del mal, y la otra fue cuando la mano dejó que hurgara debajo de la sotana de un cura pedófilo.
Cuando se siente deprimida sube a su auto y deja que éste la conduzca a los círculos del infierno de Dante. Ah, qué bonito siente pasar por donde los lujuriosos se revuelcan como cerdos y ella no se detiene porque sabe que la mierda mancha para siempre la ropa que es inmaculada. Ah, qué bonito siente cuando mira cómo los golosos se atascan con la carne de esos cerdos que antes fueron lujuriosos, llenos de manteca, llenos de granos, de cisticercosis, de sombreros para hombres que van a billares y se agarran a golpes sobre las mesas de juego.
Le gusta ponerse lentes para protegerse del sol y de la mirada de los lúbricos. No soporta la mirada de aquéllos que siempre están viendo la luna en medio del sol, de los que tienen la conciencia llena de grafitis, de los que creen que la sala de hospital es la cama de un burdel.
A veces divido el mundo en dos. Mañana lo dividiré en: mujeres que son como la siguiente puerta, y mujeres que tienen al universo como su próximo destino.