sábado, 29 de junio de 2013



CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO CADA QUIEN DEBE MEDIR SUS PASOS

Querida Mariana: el chiste es malo, pero te paso copia. Un niño, pequeño en edad y en estatura, le dice a su papá que verá todas las películas de Pedro Infante. ¿Por qué?, dice el papá, con esa boba ingenuidad que anuncia el final del chiste. El niño dice: “porque tú me dijiste que creciste viendo las películas de Pedro Infante”. Entonces, si el chiste está contado en televisión, aparecen las risas grabadas. El chiste es bobo, pero demuestra dos cosas: los diversos significados de una frase y el eterno deseo de los niños por crecer.
¡Pobre mundo! Bueno, no el mundo, sino quienes lo habitan. Los niños anhelan crecer sin saber que nunca dejan de hacerlo. Más les valdría no hacerlo. Sólo Óscar (personaje principal de la novela “El tambor de hojalata”, de Günther Grass), al contrario de lo que desea medio mundo, aspira no crecer. Cuando cumple tres años decide quedarse en esa edad y con ese tamaño. ¿Un hombre con edad permanente de tres años? ¡Qué maravilla! Igual que la maravilla de novela que escribió el viejo alemán con bigotes de morsa.
¡Pobre mundo!, pobre porque, para evitar la monotonía, a veces, se entretiene contando chistes bobos.
Siempre deseamos que otra vida llegue. La tía Eusebia se murió pensando que días mejores llegarían. “¿Cuándo vas a limpiar tu cuarto?”, le preguntaba su mamá. Ella, la tía Eusebia, decía que cuando comprara la aspiradora. “¿Y cuándo vas a comprar la aspiradora?”. El día que yo consiga trabajo. “¿Y cuándo vas a conseguir trabajo?”. El día que me compres un vestido nuevo. Entonces, en este instante de la conversación, la mamá decía: “Te compraré el vestido el día que arregles tu cuarto”. Así se pasó la vida. Se murió sin tener el vestido nuevo, sin trabajar y sin la aspiradora para limpiar su cuarto.
El otro día vi una fotografía donde estamos Javier y yo. Estamos sentados en la banqueta de la calle de su casa (bueno, de la casa de sus papás, una casa con patio central y dos corredores). La foto corresponde a un Viernes Santo. Esa temporada de vacaciones, él y yo no fuimos con la palomilla, al rancho de Jorge, como todos los años. Tal vez él no fue porque no quiso dejar de ver a la novia. Javier estaba enamoradísimo de una palomita que le gustaba retozar en otros árboles, por esto mi amigo no la dejaba solita (a final de cuentas, el ave hizo su nido en otro árbol). Mientras Jorge, Miguel, Memo y Quique se bañaban en la poza, salían a cazar palomas y tomaban cervezas congeladas en una hielera debajo del árbol, nosotros nos dedicamos (por las mañanas) a caminar nuestro pueblo (él, en la tarde, iba a la casa de la novia, y yo iba a leer un libro al parque central. Teníamos diecisiete años y fue la primera vez que leí “El tambor de hojalata”).
Los niños aspiran crecer, se ven grandes, trabajando en oficinas de quinto piso, conduciendo autos veloces; los padres aspiran a ver crecer a sus hijos. Al final, la vida, en un instante determinado, los hace ver para atrás y ver que ¡crecieron irremediablemente! Entonces piensan que debieron anhelar lo contrario: ¡no crecer! Los niños debieron quedarse niños por siempre para que sus papás tuviesen la dicha de tenerlos por siempre. Porque quienes crecen se alejan. ¿Mirás los amores que han crecido? ¡Se alejan! Los hijos, de igual manera, ¡se van de casa! ¡Ah, qué bonito es llegar a casas donde hay juguetes regados en el patio! Por ahí anda uno tropezándose con el triciclo, con el carrito, con la pelota. Es feo llegar a casa y no hallar más que la soledad tirada a mitad del patio, como si fuese un bolo.
Pero, bueno, ¿qué querés que hagamos? ¡Así es la vida! Nunca estamos conformes con la edad que vivimos. Ya cuando estamos viejos anhelamos el imposible de regresar a la juventud. ¡Qué tontitos somos los seres humanos! Por esto el viejo gurú de los Beatles, el buen John Lennon, decía que la vida es eso que pasa cuando andamos ocupados en otra cosa.
Cuando viajo (muy de vez en vez) me pregunto a cada rato qué hace la gente en mi pueblo. El viernes viajé de rapidín a la ciudad de Tuxtla Gutiérrez y mientras iba de Comitán a San Cristóbal miré, por la ventanilla del camión, a la mujer que cuidaba las ovejas; al hombre que vendía medidas de duraznos en cubetas rojas y amarillas, de plástico; a la mujer que dormitaba en una combi que iba para Comitán; al niño que, en el lodo, jugaba con un carrito de madera; vi la línea de humo que salía de una choza donde, intuí, estaba una mujer echando tortilla al comal; vi dos niños que, con mochila en la espalda, caminaban por un sendero de tierra roja. Cuando llegamos a San Cristóbal miré, en el bulevar, al hombre que, en un patio de tierra, componía una llanta; al hombre que despachaba gasolina; a los dos hombres que, en la esquina, reían y fumaban; a la mujer que cargaba dos bolsas llenas del mandado; a la mujer que colocó un anafre al lado del patio de maniobras de la combi, tal vez para asar la carne de res. Los miré a todos y pensé, ¡pucha!, qué hacía mientras tanto la gente en mi pueblo. Luego que lo pensé, pensé que era un tonto. ¿Qué más iba a hacer la gente en mi pueblo sino crecer? Ellos, todos los que vi, y los que no vi, no tenían más oficio que el de crecer. Ellos no tuvieron conciencia de eso que es obvio. Lo mismo me sucede a mí, cuando estoy metido en el barullo del día no me doy cuenta que crezco. Es necesaria esa pausa que otorga ir en un camión de San Cristóbal a Tuxtla, para ver que los hombres que viajan en autos, a toda velocidad, por la carretera de cuota, a la hora que escuchan música, a la hora que cuentan chistes bobos, a la hora que se detienen para ver el paisaje o para (disimuladamente) orinar detrás de un arbolito, también están creciendo.
¿Para qué los niños piden crecer? No lo sé, ellos no lo saben. No saben que, aunque no lo pidieran, ¡crecerían! La vida no es más que eso, pasar (de la noche a la mañana) de niño a joven, de joven a adulto, de adulto a viejo. Mi querido compadre Pepe, cuando ya tenía más de sesenta años, me decía a cada rato: “¡la vida es un instante!”. A medida que el hombre crece toma conciencia de esta instantaneidad. Somos un ratito, somos un suspiro. Por esto, los sabios recomiendan dejar de ver hacia atrás o hacia el futuro y concentrarse ¡en la vida! La vida no está en lo que fue ni en la posibilidad del porvenir. La vida es esto que está ocurriendo mientras vos leés esta cartita. Por esto, los sabios recomiendan elegir el momento. ¿Vale la pena desperdiciar este instante que tenés en esta lectura? ¡No! No desperdiciés tu vida, entonces. Botá la carta y ponete a hacer algo que justifique tu instante. ¿Sí vale la pena? Entonces embarra cada palabra que te escribo, bebela, restregátela en tu corazón y respirá satisfecha. Porque la vida no es siempre esta nube de agua pura, a veces es una nube llena de lodo y de mierda. Pero, los sabios recomiendan, incluso, que en momentos jodidos los hombres debemos vivir como si todo fuese un simple cordel para colgar la ropa recién lavada. Y digo esto del cordel para colgar ropa porque siempre que veo un colgadero miro que hace viento y creo que esa ropa se mueve con una total libertad, como si estuviese contenta. Sé que es una bobera, pero así lo miro, así lo pienso. Nunca (no sé por qué) he visto un colgadero inerte. Siempre miro que el lazo se mueve tantito (así sea el día menos lleno de viento). Los que saben también recomiendan que nunca estemos en la inmovilidad. Tal vez por esto hay mucha gente que viaja. A mí no me gusta viajar. Pero cuando tengo que hacerlo lo hago como si no fuese una carga sino como la oportunidad de ver qué hace el mundo fuera de casa.
Óscar, el del tambor de hojalata (hoja de lata, diría mi abuelo Enrique), es uno de los pocos seres que pidió lo contrario: ¡no crecer! Y lo logró. Se quedó instalado, para siempre, en los tres años. Tres años que se fueron acumulando conforme crecía. Porque siguió creciendo; es decir, el tiempo no se detuvo. El tiempo sí es viajero. El tiempo no se detiene en algún lugar. A veces como que se cansa, como que se atonta, pero un segundo después, vuelve a echarle julepe y sigue con su carrera interminable. Tal vez los hombres debiéramos hacer una pausa, sentarnos en una banca del parque de San Sebastián, comer una paleta de chimbo, mirar a las muchachas bonitas, y ver cómo es el movimiento del tiempo. Es como el aire. No hay un instante en que se asosiegue.

Posdata: fui a Tuxtla a un acto de entrega simbólica de libros. Antes de entrar al auditorio para tomar asiento, le mandé un mensajito a Mario Nandayapa para preguntarle acerca del libro “Los pasos de Laco”, que es una semblanza del escritor Laco Zepeda. Sí, sí, hermanito, me contestó, está a la venta en la librería del Sabines. Caminé hacia la librería y me topé con una silla en la entrada. Sobre la silla estaba un letrero: estamos en inventario. ¡Chin! Pero, por fortuna, un amigo funcionario de la institución, retiró la silla y le pidió a fulanita que atendiera al sutanito de Comitán. Esa fue la varita mágica que desapareció la restricción de venta. Compré “Los pasos de Laco” y aproveché a comprar otros dos librincillos. Dejé mi tambache a resguardo en la entrada de la biblioteca y llevé el libro de Mario al auditorio. Me senté y leí. Como el acto se retrasó leí completo el librincillo. Como fue un acto de entrega de libros no me sentí mal al leer, era como parte de la escenografía, como el palero que ponen para que todo sea más creíble. ¡Me gustó el librincillo de Mario! Me gustó porque, como dice el Rector de la UNICACH, en la presentación, el entrevistador se diluye y deja que el entrevistado (Laco, Laquito, Lacón) hable y hable. Y como Laco tiene la gracia de hablar con gracia, pues el librincillo fluye como río sabroso, como río en tiempo de estío. Porque (¡ah, bruto!), cómo llovió esa tarde en Tuxtla. Por fortuna yo me trepé al camión a las tres de la tarde y dejé el cielo tuxtleco que presagiaba lo que horas más tarde iba a descolgarse: un aguacero rotundo.
La vida pasa, sucede, mi niña bonita. Los viejos tenemos más conciencia del paso del tiempo. Es lugar común escuchar a un viejo decir que los años pasan más rápido. Sí, el niño cree que todo está muy lejos, pero los viejos saben que el tiempo es una flecha que no se detiene. No importa los muros que coloquemos. El tiempo, así como el aire, se cuela de todos modos. Crecemos (es una pena que no crezcamos con la misma facilidad en espíritu). Crecemos y nos marchitamos. No hay manera de retardar el crecimiento o de detenerlo. Sólo la literatura permite este prodigio. Sólo Óscar puede decidir quedar de tres. ¡Niño maravilloso!
La vida pasa y a cada rato la desperdiciamos. El otro día me topé con un amigo que me dijo: “¡Pinche Alejandro, estás desperdiciando tu vida!”, cuando se enteró que me acuesto a las ocho y media de la noche y me duermo a esa hora. Cuando me lo dijo abrió los brazos, como si con eso me quisiera decir que, en efecto, me estaba perdiendo ¡todo eso! Pero, ¿qué era todo eso? Pues era el campo limitado que nos rodeaba, el parque, la luz, los muchachos, los carros, la bulla. Así como abrió los brazos ahí pudo abrirlos en un antro o en una playa o en un cuarto de motel con una niña bien bonita. Pudo abrirlos en cualquier parte del mundo, arriba de una montaña, a mitad de una laguna o a mitad del espacio. De todos modos, la vida pasa y algo se desperdicia. Yo, vos lo sabés, decidí dedicar mi vida a la lectura y a la escritura, es mi modo de vida, es mi forma de aprovechar este instante que me permite Dios. No desperdicio ni un segundo. Cada que puedo, cada que el tráfago diario me lo permite ¡leo o escribo! Soy feliz haciéndolo. Cada quien vive su vida como quiere. El chiste, parece, está en saber cómo quiere uno vivir. Se trata de no dejarse llevar por la corriente.

miércoles, 26 de junio de 2013



TIEMPO SIN CARRETERA

A veces divido el mundo en dos. Ayer lo dividí en: mujeres que son como manifestación en calles y mujeres que son como taxis sin pasaje.
La mujer taxi sin pasaje es como Central Park en invierno. Sus asientos son como árboles delgados y secos; su guantera es como marquesina de cine con focos fundidos.
Hay nubes que no le permiten los abrazos, ventanas que se asemejan a hotdogs sin salchichas. El tránsito se le hace como una línea de cal o como una multitud que bosteza en los fuegos de artificio. Mientras los cielos se abren en una ola de luces, ella busca alfileres en el café, embobada ante los deslumbres que juegan en el agua.
¿Cómo dar el banderazo ante la presencia de la soledad? ¿Cómo imprimir velocidad si la banqueta es un mero referente del sosiego? Cuando camina por las calles de Comitán recuerda a su abuela, la vieja que, todas las mañanas, le daban “cran”. Por esto, la mujer taxi sin pasaje aspira a que su amado ofrezca hacerle lo mismo. Porque ello es un agregado a la vida, en estos tiempos en que todo es como torre de iglesia o ventana de golpe de pecho.
¿Cómo hablar por la radio para decir la ubicación? ¿Cómo coquetear con un mototaxi o con un barco de papel a mitad del río? ¿Cómo prender las luces intermitentes a la hora que los de atrás tocan el claxon?
Las distancias se convierten en tijeras para podar, en baterías para desmantelar retrovisores.
Porque lo único que le queda por hacer es ver a través del espejo retrovisor, por si alguna piedra corre tras ella. Hay avalanchas, se sabe, que no hallan tranquilidad en la montaña y se desplazan al centro de las ciudades sólo para probar las nieves de fresa o para jugar garabato con las líneas del suelo.
Si se topa con un charco, ella prende el botón donde la sonrisa es un mero pretexto para que las palmeras se hamaqueen como si estuvieran “borrachas de sol”.
Hubo un tiempo en que el mambo de Pérez Prado dictó su ensarta de asfalto: “¡taxi, libre!”, gritaba la gente, mientras, al pasito de ¡uno, dos, tres, cuatro, maaaaambo!, el mundo asfixiaba el chapopote y el cordón de las llantas.
Tal vez la ausencia de pasaje se deba a que no es taxi común y corriente. Su carrocería está hecha de nubes de montaña y sus interiores forrados con mapas en vinil de la república mexicana. Intimida saber que uno entra por un cirrus y se sienta sobre el estado de Oaxaca, donde una nalga queda en el estado de Puebla y la otra en el estado de Chiapas, mientras la raya, la línea de la carretera, se deshace en Juchitán de Zaragoza y en La Ventosa.
A veces divido el mundo en dos. Mañana lo dividiré en mujeres que son como una parrilla para cocer estantes y mujeres que son como aventuras exclusivas para esculturas de bronce.

lunes, 24 de junio de 2013



MADRUGADAS SIN COBIJAS

A veces divido el mundo en dos. Ayer lo dividí en: hombres que son como una taza de café frío y hombres que son como cabeza sin cabello.
El hombre taza de café frío es el peor espécimen porque además de frígido es amargo. Él, para disimular un poco dice que está hecho con café de Colombia o con café de Chiapas (el mejor del mundo), pero lo cierto es que su naturaleza es light. ¿A qué mujer le gusta un hombre café descafeinado? Es como beber limonada deslimonada o como acostarse sobre una almohada desalmidonada.
Pero su problema no sólo es el café, el verdadero problema está en la taza que lo contiene. Ya los científicos norteamericanos han determinado que el hombre taza de café frío tiene partículas de plomo y ya se sabe lo que hace el plomo: hace pesados los pies y los demás miembros. ¡Sí, todos! Vayan entonces a querer levantar el cilindrín que sirve para juguetear en la cama. ¡Imposible! ¿Han escuchado algunas versiones que dicen que tomar mucho café causa impotencia? El problema, insisto, no está en el café (porque de lo contrario todos los que ahora leen el periódico tomando su café ya estarían haciendo una manifestación tipo Brasil enfrente de mi casa). No, el café no es dañino, lo que sí causa severos problemas es tomarlo frío. El té helado ¡pasa!, la cerveza helada ¡pasa!, la pasa helada, también pasa, pero lo que no pasa es el café frío. Una taza de café frío es como tomar agua de lodo de Alaska (aunque los osos polares aseguran que en el Polo Norte el lodo no es café, sino blanco, blanco como el hielo, como la mitad de los cuadros de tablero de ajedrez, como las hojas de notas del anciano, como las bragas que le gustan ponerse a las niñas cuando usan pantalones blancos).
El café siempre debe tomarse calientito, como pizza recién salida del horno, como ojo de niña de quince años a mitad de noche en un antro. Así que el hombre taza de café frío, por el plomo de la taza, se convierte en un hombre incompleto. ¡Qué pena! Por esto sólo tiene una sola oreja. Sus mujeres a cada rato le recriminan por dejarlas insatisfechas (y escribí “sus mujeres” porque, a pesar de que es como rondana sin tuerca, enamora y seduce a la que se le pone enfrente).
El hombre taza de café frío trae la desventaja en su sangre, porque su abuela tenía la costumbre de encerrarse en la heladera, todas las noches, a leer fotonovelas. Y como si esto no fuese suficiente, el abuelo (¡qué pena!) tenía la manía de subir, a media noche, a la azotea, al cuarto de la sirvienta. Como era un depravado, a medida que subía por los escalones iba desabotonando el pijama. Cuando llegaba a la azotea el pijama quedaba tirado a mitad del patio y las nalgas y su pedacito quedaban expuestos a las corrientes de aire heladas de la madrugada. Esto le provocó una enfermedad que el doctor Emanuel del Témpano bautizó como Mal de Nopo. Cuando el abuelo preguntó, el doctor del Témpano explicó que se llamaba así, porque, a partir de ahí no podría comer, no podría beber y no podría (sí, lector avieso, el verbo soez que también termina en er).
Por esto, se recomienda mucho a las muchachas bonitas que revisen bien la cabeza de su amado. Si a la hora de acariciarlo y darle besitos por la nuca advierten que sólo tiene una oreja ¡huyan!, huyan porque, seguro, es un hombre taza de café frío. Si ya no pueden vivir sin él ¡confórmense con beber agua amarga todas las noches!
A veces divido el mundo en dos. Mañana lo dividiré en: mujeres que son como una librería que vende bicicletas y mujeres que se venden como bicilibros o como libroscletas.

sábado, 22 de junio de 2013



CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO EL TREN ES MÁS LENTO QUE EL SONIDO

Querida Mariana: el ejemplo era muy sencillo. Cuando llovía, mi papá me llevaba al corredor del patio, me enseñaba el rayo que cruzaba el cielo y luego, con el dedo junto a su oído, me alertaba y decía que escuchara. Segundos después el cielo se cimbraba con el trueno. Luego, él me explicaba que la velocidad de la luz era mucho más rápida que la del sonido. Yo recordaba siempre la fábula donde corren la tortuga y la liebre y pensaba que la luz era la liebre y el sonido la tortuga. Pero, luego, pensaba que la tortuga (¡lista!) había vencido a la liebre güevona. ¿Podría esto suceder con el rayo y el trueno? ¿Podría el trueno superar al rayo? Me respondía que no. ¡Imposible! Las leyes físicas son inmutables. El amor de mi papá hacia mí fue como ley física: inmutable. Y esto fue una bendición, porque los hombres cambian a cada rato. Vos lo sabés, los hombres cambian de parecer con la velocidad de la luz. He visto muchas parejas que se juran amor eterno, todo para que a la vuelta de la esquina cambien. El amor parece seguir ese apotegma de que “nada es permanente, todo es mutable”. Hoy me querés, ¿mañana? No, no, nada digás. ¡Así es la vida!
La velocidad de la luz y la velocidad del sonido son esencias que están muy por encima de mis capacidades de entendimiento. ¿Recordás el Concorde, ese avión maravilloso que un día lo sacaron de los cielos, no sé bien a bien porqué? Entiendo que esta maravilla hecha por el hombre volaba a mayor velocidad del sonido. ¡Pucha, qué emoción! Vos sabés que siempre soñé con viajar a París; bueno, cuando soñaba soñaba con hacer el viaje en el Concorde. Cuando al Concorde lo mandaron “a volar”, hice lo mismo con mi sueño. ¿París? Mejor caminaría por las calles de este maravilloso pueblo que, si bien no tiene algún Louvre o un río Sena o unos Campos Elíseos, posee el prodigio de la humildad. Sólo a gente de estas tierras se le pudo ocurrir hacer bellas construcciones con algo tan delicado y sencillo como el tejamanil. ¡Dios mío, qué prodigio! La misma emoción me produce ver un trozo de tejamanil que imaginar un avión volando más rápido que el sonido (¡por favor, que algún físico me explique si algo que vuela más rápido que el sonido extravía su propio sonido!). El otro día fui a Las Margaritas y, en una esquina, descubrí una casa con “plafón” de tejamanil. Nunca había visto un “cielo” semejante. Ahora que tan acostumbrados estamos a las losas de cemento, añoro los entrepisos con vigas de madera, los tabancos donde jugué de niño en casa de mis amigos. Esa casa de Las Margaritas debe preservarse. Es maravilloso ver cómo ese desván está hecho con láminas delgadísimas de madera. Soy un hombre poco práctico, no puedo imaginar cómo los carpinteros o los hombres de los aserraderos logran esa casi transparencia. Me asombra el ingenio de los hombres de estas regiones, pero luego dudo, dudo que el tejamanil sea un invento de por acá. El carácter de estas tierras es rotundo, no se nos da lo liviano. Basta ver algunos muebles para saber que acá, mientras más gruesa la tabla, más seguro el mueble. No existe el minimalismo en nuestras líneas y, sin embargo, por ahí se coló ese encanto llamado tejamanil. A veces pienso que algún oriental llegó a estas tierras y nos enseñó a realizar esas transparencias que tanta semejanza tiene con los materiales que en Japón emplean. No hay, de veras mi niña, no hay elemento constructivo más delicado que el tejamanil. Es una pena que ahora ya no se emplee. Abandonamos lo grácil y pepenamos los métodos constructivos obesos.
Abandoné el sueño Parisino y ahora estoy dedicado a embarrar mi emoción con cada ladrillo comiteco. ¡Hay tanto qué desentrañar en el propio pueblo! No alcanza la vida para descubrir cada flor que existe en los patios de las casas. El pueblo ha crecido mucho. El otro día subí al Mirador (donde antes estaba la estatua de tío Belis); desde ahí se contempla cómo el destino ha ido tendiendo una red inmensa de calles y callejones.
¿Cuál es la velocidad que me es cercana? La velocidad con que camino (casi casi como de carreta en camino de terracería). Si amo este pueblo es por su posibilidad de caminar con armonía. En las grandes ciudades el ritmo es otro. En las grandes ciudades todo mundo mete tercera en las banquetas, la gente pasa a golpearte. Tienen prisa por llegar a la escuela, al mercado, a la cita de trabajo. ¡Uf! Acá (bendición Divina) aún es posible caminar sin apremio.
Muchos dicen que el tiempo ya no alcanza. Es cierto. No tenemos la liga de antaño, que estiraba mucho sin romperse. Antes, el tiempo daba para todo y para más. Ahora ya no. Sin embargo, comparado con las grandes ciudades, el tiempo comiteco aún resbala con la misma tranquilidad con que los niños juegan en el parque. Esto lo advierto en muchas fotografías que exponen los artistas comitecos. El buen fotógrafo logra transmitir la calma de este maravilloso pueblo. En muchas fotografías del paisaje urbano comiteco vemos que la gente camina sin prisa, el viento que se enreda en los árboles lo hace casi casi con elegancia. En muchas fotografías aparecen esos pajaritos que llamamos chinitas, toman agua y recogen alpiste como si lo hicieran en movimiento de ballet. La gente que viene de otras latitudes, acostumbrada al vértigo, disfruta el encanto de la placidez. A veces se desesperan porque no saben qué hacer, el día se les extiende como si fuese una ensarta interminable de chorizos. ¡Ah, qué bobos!, dice la tía Pilita. No, no, tía, le explico, no son bobos, no están acostumbrados a vivir estos aires. Pienso que debe ser difícil estar acostumbrado a vivir en el infierno y de pronto, por bendiciones del destino, llegar al Paraíso. Porque esto es nuestro pueblo: el Paraíso. A veces pienso que acá la física, por quién sabe qué designio divino, cae en un bache y la velocidad de la luz como que se ataruga. A veces pienso que la luz camina de modo diferente. Cuando a veces, vos y yo, vamos al parque de San Sebastián y leemos, miro que la luz de la tarde tarda en agotarse. Como que la luz, igual que nosotros, también anda fascinada con ese ritmo de gota que no se decide a desprenderse del pretil, después de la lluvia.
A veces insistimos en adoptar otras formas de ser. ¿Por qué no aceptamos que el espíritu comiteco tiene desván de tejamanil? Lo busco, de manera incesante, en recorridos por calles del pueblo y en fotografías añejas. Es un disfrute sentarse en el corredor de una casa comiteca y ver un álbum de fotografías.
Las fotos son como los vinos, las mejores son las que tienen más años de añejamiento. Como las fotos están hechas de luz caminan más rápido que las palabras. Mi mamá tiene un álbum de madera, con un dibujo pirograbado (se necesita cargador especial para llevarlo de la recámara a la sala). Es un álbum bellísimo, de quién sabe qué año. Basta abrirlo para hallar huellas de su paso por su tierra natal: Huixtla. En esas fotos encuentro a mi mamá de niña, de adolescente y de su vida antes de casarse con mi papá. La veo, como abanderada, a mitad de una calle de Huixtla. Ella, delgadísima (casi como rayo de luz), bellísima, es la abanderada que preside un desfile cívico. Era tan bella (lo sigue siendo) que el Presidente en turno llegaba a casa de mi abuela Esperanza, se sentaba en una silla de madera, en el corredor y, limpiándose la frente con un paliacate, aceptaba el agua de limón (helada), y le pedía a mi abuela que diera permiso a su hija para que abanderara el desfile. Así veo la fotografía donde está mi mamá, lindísima. Porta un quepí, blanco, con cintas doradas. Viste un uniforme de gala, la falda corta, coqueta. Mi madre es delgada, así que sus muslos son discretos. Pareciera que su belleza no corresponde al ideal de esos años donde las artistas más deseadas con como Elizabeth Taylor o Marilyn Monroe. Pero sí posee el encanto de la mirada de Ingrid Bergman. Aunque ahora que lo pienso bien, creo que mi mamá tiene un encanto único, muy superior al de las artistas de esos tiempos. Mi mamá, tal vez, se adelantó a los tiempos. Era una modelo de estos tiempos, donde las líneas finas imperan en las pasarelas. Ahí están las fotos. En ese álbum me encuentro, porque esas son las raíces más certeras de mi vida.

Posdata: ya un día conté cómo me seduce la idea de la velocidad de la luz. Cuando abro un libro de ciencia y encuentro que el planeta fulano está a miles de años luz y el científico me explica que eso significa que cuando veo la luz de ese planeta significa que estoy viendo una imagen que se generó hace miles de años luz pienso que por ahí puede estar la clave para poder visualizar el pasado. Este tema es complejo, pero parece una posibilidad de futuro. El día que el hombre pueda viajar a velocidades superiores a la de la luz romperá esa barrera del presente y entrará a la puerta de la eternidad. Todo el tiempo será uno. Subiré (ojalá me acompañaras) a una nave, la banda transportadora me llevará hasta mi asiento, que, como gato, se acomodará a mi cuerpo, a fin de que yo esté cómodo; viajaré a una velocidad mayor a la luz. Conforme me aleje de la tierra, en esa misma “medida”, abandonaré el presente de la tierra. Así, cuando esté a una determinada distancia (ya programada), tocaré la pantalla que (en vivo) me dará una imagen de la tierra. Lo que veré estará a años luz, así pues lograré mirar (en vivo) lo que “está sucediendo” en Huixtla, en 1946, por ejemplo. Miraré esa calle llena de polvo y la gente a ambos lados de la calle esperando el desfile. Miraré, a mitad de la calle, a mi mamá, jovencísima, portando la bandera mexicana. Será apenas un punto, pero ese punto será un punto medular en el dibujo de mi ser.
Por esto, mientras llega el futuro, veo las fotografías que me acercan a ese instante. ¿Imaginás lo mismo con tu historia? Será como estar viendo películas en blanco y negro (pero a color) de todo lo vivido. Si alguien desea conocer (en vivo y a todo color) la vida antes de la vida ¡podrá hacerlo! Tendrá que viajar millones de años luz, pero esto no será mucho tiempo, porque las naves de ese tiempo poseerán la posibilidad de viajar a una velocidad que ni vos ni yo podemos imaginar.
¿Complejo? Complejísimo. Tan complejo que ahora mismo, tal vez, estás pensando que, después de dieciocho años volví a tomar trago y estoy borracho. No, mi niña bonita, no me metí tacha alguna; no, no fumé mariguana. Es sólo que como ha llovido mucho y el cielo comiteco se ha llenado de fulgores hijos de la tormenta, recordé que mi papá, cuando llovía, me llevaba al corredor del patio, me enseñaba el rayo que cruzaba el cielo y luego, con el dedo junto a su oído, me alertaba y decía que escuchara. Segundos después el cielo se cimbraba con el trueno. Luego, él me explicaba que la velocidad de la luz era mucho más rápida que la del sonido. Esto es un poco como decir que la luz de tu mirada llega antes que el sonido que sale de tus labios. Por esto sé que ahora me querés, tus ojos me lo dicen, pero un día (¡uf!) todo cambiará. Los seres humanos somos muy dados a cambiar. Los únicos cariños inmutables son los de los padres. Mi padre me quiso como a la niña de sus ojos y su amor sigue incólume; lo mismo puedo decir del amor de mi madre hacia mí. Por esto me gusta ver fotografías donde ellos aparecen. En algunas fotos los encuentro niños, adolescentes. En otras aparezco yo, en medio de ellos. Las primeras fotografías corresponden a un tiempo antes del mío. No obstante reconozco un vínculo más allá de las distancias. Esa posibilidad futura de vuelo que supera la velocidad de la luz la encuentro ahora dentro de mi imaginación. Puedo, sin ningún problema, imaginar que estoy parado en una banqueta de aquella calle de Huixtla y miro a mi mamá, con la bandera, en el centro de la calle, presidiendo el contingente del desfile. Sí, mi niña, me preparo para el futuro, para cuando lograré volar en naves que superarán la velocidad de la luz, que superarán la transparencia del tejamanil.

viernes, 21 de junio de 2013



PARA CUANDO UNA MUJER SUBE A TENDER LA ROPA

A veces divido el mundo en dos. Ayer lo dividí en: mujeres que son como gotas de lluvia a medio día y mujeres que son como una sonata en madrugada.
La mujer gota de lluvia a medio día confunde la almohada con el árbol de durazno. Se entiende, la lluvia tiene a la madrugada o a la noche como terrenos naturales. Pero, a veces, le da por oír una orquesta o por jugar a que es un radio de bulbos.
Le gusta ir a los estudios de televisión sólo para espantar a los espectadores; sólo para sentir qué ocurre cuando una trompeta toca debajo del agua.
Cuando niña, este tipo de mujer acostumbra jugar a que se mete adentro de un refrigerador o a dar vueltas alrededor de las cajas de cereales. Por esto, el mundo cree que es una mujer frígida o juguetona, pero ¡no! Ella sólo lo hace para sentir el misterio de las olas a la hora del huracán o sentir el calor de una teja a la hora que el sol se deshace en los techos de Comitán.
Desayuna como toda la gente, pero si alguien mira con atención observará que ella acostumbra usar platos sucios; es decir, toma un plato de la comida anterior y coloca un poco de plátanos fritos encima del cochambre del cochito horneado. Si alguien pregunta por la causa de este extraño comportamiento puede que encuentre la respuesta en el sillón de la abuela o en los estambres que la madre usa para tejer suéteres. Todo, se sabe, tiene respuesta en los hábitos familiares. Ella puede tener, sin problema, un tío que coleccione pescados de dos o tres días de podredumbre o una tía que no deja de llamar por teléfono a las vecinas para enterarse de los chismes del día anterior.
Juega con las palabras, de vez en vez, por esto le gusta decir que ella ama a uno o a varios. O varios, dice y ríe, porque entonces completa que ella es una mujer de ovarios y ríe como si fuese una lámpara con un corto circuito.
Se encanta con los muebles de madera de cedro. No sólo tiene libreros, mesas de noche, trinchadores o bases de lámpara, también posee plumas de madera, cristales de madera y sueños, adivinaron, de madera. Los sueños de madera tienen la ventaja de que se llevan muy bien con quienes caminan por las banquetas de agua. Los sueños de madera poseen el don de que llevan integrados los pasamanos para no resbalar a la hora de bajar la escalera. Los sueños de madera tienen la cualidad de que nunca les da sueño.
Cuando prepara una ensalada lo hace a mitad de la sala, para que el aceite de oliva se sienta como en casa italiana, como si estuviese en medio de una duna de arena del Mar Adriático. Juega, la mujer gota de lluvia a medio día, juega, juega a que todos los pisos son como una pista de patinaje y ella necesita abrir los brazos para conservar el equilibrio.
A veces divido el mundo en dos. Mañana lo dividiré en: mujeres que son como un hueco en medio de la niebla y mujeres que son como un falso plafón a mitad del mar.

miércoles, 19 de junio de 2013



ESPÍRITU

En Comitán se emplea el término Espíritu como sinónimo de fantasma o de “aparición”. Parece que dicho uso no es exclusivo de estos territorios, basta recordar la novela “La casa de los espíritus”, de Isabel Allende, para saber que algunos entes sobrenaturales reciben tal nombre. A mí me sorprende que tal entidad sea consustancial a la luz de la vida y a la sombra de la eternidad. Es la reafirmación de que el espíritu es lo único que permanece (aunque acá también aparece la confusión con el concepto de alma. En Comitán hay muchas almas en pena, incluso algunas que se llaman “almas tutizeras”, que son las almas de aquéllos hombres arrechos que, en vida, jugaron con muchos tutizitos. Debo acá recordar a mis lectores que tutiz -en comiteco- es sinónimo de culito, así que ya podrán imaginar cómo es el comportamiento de las “almas tutizeras”, ni en la muerte dejan su arrechura. Tal vez por esto existe el dicho de que “genio y figura, hasta la sepultura” -y más allá).
Sólo los filósofos saben bien a bien el significado del concepto. La mayoría emplea el término como sucedáneo de fuerza. A veces escucho que alguien dice que fulano: “tiene un espíritu de fierro”. Dios mío -pienso- qué vocación para cambiar la vocación de los conceptos. Quienes dicen tal cosa materializan lo etéreo, un poco como si convirtieran la nube en piedra. ¡Qué absurdo!, pero, bueno, entiendo que los simples mortales no podemos entrever aquello que está más allá de nuestros ojos y procuramos aterrizarlo para explicárnoslo.
A mi sobrinita Frida le pedí que definiera el espíritu. “Es el angelito que tengo adentro”, dijo. Los filósofos se botarán de la risa, pero yo creo que no hay definición más exacta. Por esto, cuando alguien muere, el angelito se libera y pervive. Es entonces cuando (la ciencia no puede determinarlo) el espíritu entra en un lapso de confusión, como si buscara lo extraviado. Algunos espíritus (almas) hallan sosiego de inmediato y otros, tal vez los más confundidos, no encuentran la punta del hilo y es cuando comienzan a penar. Entonces se convierten en mito.
El tío Romeo bebía todos los días. ¿Por qué bebés tanto?, preguntaba su hija Arminda. En el trago está el espíritu, decía él y le metía galán. Los comunes y mortales no podemos acceder a los terrenos donde caminaba el tío. A veces, cuando escucho pláticas de fantasmas y de aparecidos, pienso en el tío. ¿Ya estará, como barrica de comiteco, en reposo? ¿O andará vagando, como alma en pena, en busca de algo? ¿Qué les hace falta a los espíritus que vagan por el mundo?
Una tarde entré a la casa de don Mingo y Alicia me dijo que ahí espantaban. Me llevó a un cuarto sin ventanas. Olía a cartón húmedo. Me tomó de la mano y me dijo que no habláramos. Hicimos silencio. Afuera se escuchaban los ruidos de todos los días, el de las gallinas, el de los autos, el grito del nevero (incluso oí el ruido de una avioneta que volaba el cielo comiteco). Traté de concentrarme en ese silencio que era como una burbuja. De pronto oí algo como un siseo, como una culebra reptando por un desierto de cristal. ¡Un viento recorrió mi espalda y movió las cortinas que cubrían una pared! ¡Es el espíritu de tío Mingo!, dijo Alicia. Sentí un calosfrío.
Los espíritus no se ven, ¡se sienten! Frida siente el angelito dentro de su cuerpo. Conforme crecemos, tal vez, el espíritu se agazapa como perro enjaulado; brinca, de vuelta, cuando el cuerpo muere y le abre la puerta. Los viejos dicen que el espíritu escapa con la última exhalación y es cuando toma uno de los dos caminos: el del la paz eterna o el del desasosiego que lo obliga a andar errante por los siglos de los siglos (digan ¡amén!, por favor, es la única manera de ayudar a las almas en pena).

lunes, 17 de junio de 2013



LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE NADIE FALTA

Nadie falta. Son once. Ella, la mujer que está al centro, sentada, sostiene el tronco de un árbol inmenso, tronco que es ella misma. Una de las hijas ayuda a sostener el cuadro donde está el esposo, el papá. Me cuentan que, hace cuatro años, él murió, pero si vemos con atención, vemos que no hay ausencia. Todo está como siempre. Las piedras que sostienen la fuente ¡así lo corroboran! Todo es cimiento, todo es una escultura que se levanta en el aire. Esta familia, también, gracias al cimiento de espíritu ¡es una escultura que se levanta en el aire! Aire es lo que los rodea, lo que los mantiene vivos, lo que, con dulzura, acaricia cada uno de sus cuerpos. El papá, el jefe de familia, tiene una chamarra roja. ¿Si alcanzan a ver la fotografía? ¿Si alcanzan a ver cómo el hombre tiene una gorra de color negro y está parado en una clásica toma de tres cuartos? El color de la chamarra es un rojo intenso. Se intensifica más en medio de tanto blanco. Si dije que son once es porque (maravilloso símil) forman un equipo de fútbol soccer.
Al fondo, en el centro de la fotografía, se advierte una palmera. Es una palmera que tiene años en el mismo lugar. El árbol que forma esta familia, también pareciera estar ahí desde siempre. Porque la palabra “siempre” es como decir luz, como decir sombra. El retrato está lleno de luz, apenas dos ligeras sombras la matizan: una es la del rostro de la esposa y otra la del rostro de una de las hijas (quien está hincada). Ocho hijos permanecen de pie, una está hincada y la esposa ¡sentada!
Todos esbozan una sonrisa. Apenas cuatro años, apenas cuatro sombras, apenas cuatro luces. Por esto, para provocar más luz en medio de la sombra ¡los vestidos blancos! Por esto, para convocar más eternidades la fotografía fue tomada a mitad del patio, ahí donde la nostalgia se confunde con los verdes de las palmeras, con los blancos de las flores, con los musgos de las piedras.
Una tarde, hace cuatro años, la ausencia del viejo ¡los convocó! En este instante, la presencia ¡los volvió a convocar! Acudieron fieles a la cita, porque saben que, igual que las piedras que sostienen la fuente de piedra, ellos son el agua para este río. Cada uno es una rama, cada uno es un brazo de mar.
No es casualidad la forma como la fotografía está sostenida. Imaginen, sólo por imaginar, que la fotografía hubiese estado a la derecha de la madre. Si así hubiese sido el padre estaría encaminado hacia el vacío, hacia el abismo. La madre sostiene, amorosa, la fotografía del padre ¡a su izquierda! Él, lo vemos todos, se encamina hacia el pecho de ella, que es como decir el espíritu del árbol, de todos.
El contacto es importante. Todos están en contacto con todos. Un poco como para advertir que todos para Él y Él para todos. Las manos que detienen el cuadro pasan la energía a los otros. Por esto, como si fuese equinoccio de primavera, todos visten una prenda blanca (que no se haga, quien tiene lentes viste una camisa celeste, porque el blanco lo lleva en su cabello). Apenas una falda gris, apenas un pantalón oscuro, apenas unos zapatos negros, apenas unas cintas de colores serios. A la hora que el fotógrafo dijo que la toma estaba hecha, estos muchachos, como si estuviesen en graduación universitaria, levantaron los brazos y se unieron al magma del universo. Todo en nombre del hombre, todo para honrar la memoria del tronco, de quien, hace cuatro años, continuó con el viaje. Son once. Un equipo. ¡A la cancha! ¡Comienza el segundo tiempo!

sábado, 15 de junio de 2013



CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO LA LIGA VA MÁS ALLÁ DE SU LARGO

Querida Mariana: el otro día saludé a Marco Polo. Él trabaja, desde hace más de veinticinco años, en Correos de México (creo que la institución ya no se llama así). Su nombre es maravilloso. Creo que es el nombre que me evoca más nostalgia, más historia. Si escucho el nombre de César pienso en un Emperador; si escucho mi nombre pienso en Alejandro El Grande; si escucho el nombre de David, pienso en la joda que le metió a Goliat; si pienso en tu nombre pienso en El Infinito; pero si escucho el nombre de Marco Polo pienso en todos los viajes que él realizó. Y, en nuestro pueblo, tenemos un Marco Polo que también viaja. Ya te conté el otro día que uno de los regalos que más recuerdo es una revista de “monitos” que contaba los viajes de Marco Polo hacia el Oriente.
“Fui gallero”, dijo Marco Polo y yo lo vi con cara de gallina clueca. Me explicó que fue gallero porque jugaba “gallitos”. Entonces mi cara se iluminó con el recuerdo. Ustedes los jóvenes no saben que el gallito fue un juego apasionante y maravilloso que jugaban los niños de otros tiempos. Los niños tomaban una corcholata y, con una piedra, la machacaban contra el suelo hasta dejarla planita. ¿Existen aún las corcholatas? Aún cuando ahora la mayoría de refrescos tienen envase y taparroscas plásticos, el otro día que fui a comer, con los amigos, al Restaurante del Ángel, miré que las coca colas que ahí venden son de cristal y tienen corcholatas. Pocos conocen ese restaurante con el nombre original, la mayoría le dice “La tablazón” o “Las tablitas”, porque su cerca está hecha de tablas de madera. Aunque parece que un día de estos perderá la vocación, porque ya vi que edifican y, en esos contagios modernizadores, pueden terminar modificando la barda. Ese día beberemos trago, en señal de duelo de identidad.
Y el Marco Polo comiteco no sólo fue “gallero”, también fue “liguero”. Contó que los terrenos cercanos a donde estaba la Plaza de Toros, en San Sebastián (y ahora existe una cancha techada de básquetbol y un parque), eran magueyales y estos les proveían “el parque” para el juego de la liga, porque lo más sabroso era usar maguey. Los niños cortaban el trozo de una penca y hacían pedacitos que doblaban en dos. Esos pedacitos los colocaban en la liga, ésta la estiraban, apuntaban y “guatz”, el maguey salía impulsado por la catapulta y daba en la humanidad del contrario. El juego más entrañable de los niños de esos tiempos era el “parque, liga, ligazo, patada o manazo”. Con una simple liga y pedazos de cáscara de maguey, organizaban encarnizadas batallas. Y digo encarnizadas, porque los “magueyazos” que pegaban en los brazos o en la cara provocaban un ardor de padre y señor mío. Marirrós (que completaba el trío de la plática) recordó que hubo dos versiones más del ligazo: una “light”, que era con cáscara de naranja; y otra, “hard”, que era con grapas. ¡Qué! ¿Con grapas? Sí, de esas que usan en la industria y en el campo quién sabe para qué. ¡Dios mío! Grapas galvanizadas. ¡Señor! Y entonces fue Marirrós quien contó que cuando estudiábamos en la prepa, un grupo de compañeros se puso a jugar el jueguito del ligazo con grapas (¡santo Dios!) y uno de nuestros amigos recibió un grapazo en el ojo y lo perdió. Entonces lo recordé. ¡Qué juegos tan perversos los juegos de nuestros tiempos!
Una vez que la corcholata quedaba bien planita, el niño debía afilar toda la periferia a fin de que quedara como hoja de afeitar. La corcholata sencilla e inocente se convertía así en un arma blanca. Como nunca jugué tal juego, no sé bien a bien cómo funcionaba, pero yo veía cómo, cuando los amigos tenían bien aplanada y afilada la corcholata, le abrían dos agujeritos con un clavo. Por esos agujeritos insertaban un hilo de cáñamo. ¡Eso era todo! Mis amigos, con los dedos medios, enrollaban el hilo y, como si el “gallito” fuese un bandoneón argentino, le daban “fuelle”, una y otra vez, con lo que el chunche giraba a una velocidad superior a la del sonido (el zumbido era como de diez chicharras pidiendo agua, con sordina). Un niño, con su “gallito”, se ponía enfrente de otro y acercaba el juguete zumbador y trataba de cortar el hilo del otro. Sí, Marianita de mi vida, era el eterno juego donde uno trata de vencer al contrario. El juego que jugamos todos los días: el del maestro que quiere vencer al alumno a la hora del examen y viceversa; el de la mujer que quiere imponer su razón al novio y viceversa; el del poderoso que quiere someter a su gobernado y viceversa. ¡Ah, el eterno juego estéril, pero que le sirve a la gente como entretención! Desde que Dios vio que no era bueno que el hombre estuviera solo y creó a la mujer comenzó el arguende infinito que trasladado al juego se llama “gallito”.
Marco Polo recordó que tuvo un amigo “ricardo” que tenía juguetes caros. Pero el amigo prefería jugar con los juguetes que Marco Polo construía. A Marco le bastaba un trozo de madera y un machete para construir el cohete que llegaba hasta la luna. El cohete de plástico, lleno de lucecitas, que tenía el amigo no pasaba del techo de la casa. Por esto digo que el nombre de Marco Polo estuvo bien puesto. Quién sabe por qué sus papás decidieron bautizarlo así. Tal vez vieron algo en él o quisieron formularle un destino. Todos los nombres tienen un significado. Por esto, tío Arsenio decía que “el que nace para maceta no pasa del corredor”, un poco como para significar que quien se llama Mariano no tiene más destino que el marcado por su nombre. Ahora que escribo esto se me ocurre investigar el significado de Adolfo. Entro al google y encuentro: “Adolfo: que es de noble estirpe y actúa como lobo”. ¿Por eso Adolfito Hitler fue así? ¡Andá a saber! Marco Polo, igual que su tocayo del siglo quién sabe, ha viajado, ha viajado mucho. Desde niño lo ha hecho. Cuando andaba metido en los magueyales de por San Sebastián ¡viajaba! Ahora que anda metido en los cuartos húmedos de Correos ¡viaja! El mítico Marco Polo habló de las singularidades que halló en sus viajes. No otra cosa es lo que hacen los viajeros sorprendidos ante lo novedoso de los territorios ignotos. El Marco Polo comiteco hace lo mismo. Si digo que tiene más de veintitantos años trabajando en ese lugar digo que conoció la transición del correo tradicional al Internet. Ustedes, los jóvenes, no pueden entender bien a bien lo que significó el correo a nuestra generación y las generaciones anteriores. ¡Era el único medio de comunicación! David Tovilla habla de la inmediatez como parte consustancial de estas generaciones. Claro, ahora todo es ¡inmediato! Si vos querés comunicarte con alguien que está en China lo podés hacer en segundos. Pero, en los años setenta, por ejemplo, era necesario recurrir al teléfono o al correo postal y nosotros (muchachos enamorados) escribíamos cartas a nuestras amadas. Cuando fui a estudiar a la ciudad de México le escribí “al ángel”, una niña bella que conocí en un baile del Club de Leones. Yo, muy formalito, le pregunté si podía escribirle y ella dijo que sí (en ese tiempo se preguntaba, por si la niña tenía novio o los papás eran muy estrictos). En cuanto llegué a la ciudad de México fui a la papelería, elegí un papel bonito y escribí una carta, de dos o tres hojas. Por la tarde fui a la oficina de correos (la Oficina Central, la que está frente al Palacio de Bellas Artes) y luego regresé al departamento a contar las horas y los días para recibir una respuesta. Las cartas tardaban una o dos semanas en llegar. Una tarde (como a las dos) regresé de la Universidad y hallé una carta sujeta con una tachuela sobre la puerta de mi cuarto (que compartía con Quique). Era carta del ángel (le pusimos así, porque cuando Miguel bailó con ella -antes que yo- regresó diciendo, embobado: “es un ángel, es un ángel, es un ángel”). Yo, emocionadísimo, abrí la carta, con todo cuidado, tratando de no rasgar el sobre. La respuesta a mi carta de tres hojas era un párrafo mínimo, en una hoja de libreta, común y corriente. Me decepcioné. Además (dijera Ethel Krauze) ella cometió el peor error que puede cometer un amante: deslizar errores garrafales de ortografía. Ya no respondí. Esa tarde fui al cine y luego a comer unos tacos al pastor. Pero, en el fondo estaba triste, porque sabía que jamás tendría una novia que, desde Comitán, me enviara cartas preguntando por mi salud, interesándose por mis estudios, contándome de lo que sucedía en el pueblo, despidiéndose con un “te quiero y te extraño mucho”. Nadie, la verdad, aparte de mis papás, me extrañó en el pueblo. Más de quince días esperé una respuesta y ésta resultó un fiasco. ¡Bah! Por eso amo estos tiempos de Ustedes. Si alguien estudia en Francia o en China, prende su computadora, entra al Facebook y, dos segundos después, está platicando con su “ángel”. La espera ya no es elemento de estos tiempos. Tal vez por esto ustedes son tan precipitados. Dos chavos acaban de conocerse y ya se están abrazando, ya están confiándose secretos, ya están besándose, ya están jugando travesuras en camas. En ustedes la paciencia es un valor a punto de extinción. “Los rapiditos” son el pan nuestro de cada día.

Posdata: así como el Internet permite mantener comunicación con cualquier lugar del mundo, el correo de mis tiempos también permitió llegar al último lugar de la tierra (siempre y cuando en ese lugar hubiese oficina postal. Un poco lo que sucede hoy: si no hay energía eléctrica el Internet es una ventana cerrada). ¿A qué lugares del mundo enviaron cartas los comitecos? Marco Polo puede decirnos, porque él, sin duda, vio los timbres postales y descubrió los lugares de origen. Estoy casi seguro que él, cuando vio un timbre de Francia, imaginó París y viajó por sus calles y por su río. Estoy seguro que disfrutó una copa de vino y escuchó un acordeón. Supo que rue es calle y pont es puente. Hizo mezclas entre el Pont des Arts y el puente Hidalgo, y entre la rue Dauphine y la calle Rosario Castellanos. A final de cuentas, los viajeros no hacen más que asociaciones, entre lo conocido y lo novedoso. Te paso copia de un fragmento del libro de Marco Polo donde cuenta que en territorio del Gran Khan había una especie de piedra que arde como la madera: “…una clase de piedra negra, que sacan de la montaña, como los minerales, y queman como si fueran zoquetes de madera; es decir, que el fuego es más intenso y resistente que el de la madera…”. ¿Mirás? ¿Hiciste alguna asociación con algo cercano?
Me dio gusto platicar con Marco Polo y con Marirrós. Hubo un instante en que Marirrós vio hacia el techo del edificio y dijo que el árbol ya estaba muy grande. ¿Qué árbol?, pregunté. Ambos me llevaron a la calle, cruzamos hacia la otra banqueta y vi un árbol creciendo en medio de las tejas. Marirrós advirtió que era un peligro. El árbol crecerá y puede tumbar la cornisa y pegarle a un peatón. ¡Dios mío! No sé porqué asocié la imagen con la del compañero de prepa que perdió el ojo. Marirrós dijo que solicitáramos al Director de Servicios Públicos Municipales el corte del árbol. El Ingeniero Figueroa envió a su gente, de inmediato, a eliminar ese peligro latente. ¿Por qué ese árbol creció ahí, en el techo del edificio? Tal vez porque ahí es el territorio de Marco Polo. Tal vez, Dios mío, era un árbol de África o de Asia.
¿Cuáles eran los juegos que jugaban los niños que conoció Marco Polo en sus viajes? No lo sé. Lo que sé, porque lo contó, es cómo eran los juegos que jugaban los niños de San Sebastián en el tiempo en que el Marco Polo comiteco fue niño. Hoy, los niños ya no juegan “gallito”, ya no juegan “parque, liga, ligazo, patada o manazo”, ya no juegan “chinchinagua”. Hoy, estos tiempos de inmediatez obliga a los niños a jugar juegos donde la electrónica es el elemento vital. ¿Qué hemos perdido con la pérdida de esos juegos tradicionales? ¿Qué hemos ganado con la incorporación de los juegos electrónicos? No lo sé. Lo único que sé es que doy gracias a Dios por estas innovaciones tecnológicas. Cuando vos me envías un mensaje preguntando cómo estoy, me siento muy bien, porque sé que, por fin, tengo alguien que, aparte de mi Paty y de mi mamá, se preocupa por mí, y esto, de veras, es muy halagador. Vos no podés saber cuánto, porque vos sos muy joven y no podés saber qué siente un hombre de cincuenta y seis años. Casi casi me siento como Marco Polo porque mi cohete viaja a la luna mil veces, va y viene, como si fuese liga o como si fuese fuelle de “gallito”.

viernes, 14 de junio de 2013



VIENTO

“Se trata de reunir letras para nombrar el mundo”, dijo el hombre y salió de su casa. El hombre se llamaba Marco y muchos sabios contaban que fue el primer hombre que llegó al poblado (Marco se llamaba Marco porque de niño fue como un delfín y en todos los pasillos y cuartos de la casa andaba dale y dale con el grito de mar mar. Si pedía galletas decía mar mar, si pedía teta decía mar mar, si pedía mariscos decía mar mar, si pedía el mundo decía mar mar). Cuando salió a poner nombre a los objetos se topó con ese aire arrecho que levanta vestidos y techos de casa y dijo ¡le llamaré viento! Ah, dijeron sus amigos, sorprendidos de la capacidad de Marco para bautizar los objetos y las esencias del mundo. Mientras los demás se pasaban horas y horas pensando cómo bautizar a los objetos, Marco tenía la capacidad de verlos y nombrarlos de primera intención y todo mundo quedaba contento y lo aceptaba de buen gusto. Cosa contraria sucedía cuando Romualdo salía y nombraba las cosas. Una vez, Romualdo se subió al techo de una casa y vio la cima de la montaña que está frente al pueblo, se puso la mano como visera y dijo que la línea ondulada que delineaba la montaña la llamaría cuerda. ¡Pero qué pendejo!, dijeron los niños que jugaban en el parque. ¿Cómo se va a llamar cuerda eso que se ve allá lejos? Claro, dijo Marco, que pasaba por ahí. Cuerda es esto, dijo, y tomó el lazo que les servía como juguete a los niños. Sí, sí, dijeron todos los niños. Los viejos que, en sus mecedoras estaban en los portales alrededor del parque, también estuvieron de acuerdo. Y el juego que están jugando, agregó Marco, se llamará saltar la cuerda. Sí, sí, gritaron todos, contentos. Romualdo se retiró triste y enojado.
Desde el día que Marco así lo bautizó, el viento se llamó viento. ¿Por qué -preguntó Rosaura- le llamaste viento al viento? Habrá que decir que Rosaura tiene este nombre, porque su Aura es de color rosa. No deseo ser insistente, pero debo decir que el nombre de Rosaura también lo inventó Marco. De hecho, todo mundo lo reconoce, todos los objetos del pueblo han recibido el nombre de boca de Marco. La silla se llama silla porque un día Marco quedó viendo una de ellas y doña Epigmenia le preguntó “¿Te querés sentar, hijito, estás cansado?”, y Marco respondió: sí, ya. Ah, dijeron todos los que estaban en el patio, aplaudieron y se acercaron a abrazar a Marco por haber bautizado ese objeto que todo mundo usaba para sentarse pero que no tenía nombre.
Rosaura insistió en la pregunta. Marco dijo que no tenía explicación alguna. Romualdo se burló. Así que, dijo Romualdo, ¿no sabés la causa de los nombres? No, dijo Marco. Un día, hace ya muchos años, me pregunté por qué el río fluía por el arroyo, asimismo me pregunté por qué el sol salía todas las mañanas… ¿Y?, preguntó Rosaura. Nada, dijo Marco, nada. Así, ahora, me pregunto por qué Romualdo, a pesar de llamarse Romualdo, todo mundo lo llama pendejo, y no tengo explicación alguna; ya que, hace mucho tiempo, bauticé con este nombre a los pelitos que crecen en tu pubis, y abrazó a Rosausa de la cintura y los dos dijeron que esa amistad que llevaban debía tener un nombre especial y Marco dijo que ya tenía el nombre, pero que se lo diría en su cuarto, porque ahí, a mitad de la plaza, corría mucho viento y el viento le hace daño a las palabras sosegadas, las revuelve y las tira y las deja sobre el suelo; y las palabras y los nombres, se sabe, son del cielo.

miércoles, 12 de junio de 2013




A veces divido el mundo en dos. Ayer lo dividí en mujeres que son como balones desinflados y mujeres que son como el césped en madrugada
La mujer césped en madrugada no tiene sillas de madera en el campo, usa almohadas de cedro. Cuando una fogata aparece, ella se columpia en las ramas del fuego.
¿Cuántos círculos emplea para provocar una tormenta? ¿Cuántas nubes para inducir el rechazo del cielo? ¿Cuántos pasos para alcanzar la playa antes de la marea?
Cuando despierta, ella cree que los platos sobre la mesa subieron solos, que la ensalada ya viene cortada de origen. No cree en los percheros ni en los focos que sólo sirven para dar luz. Las tazas de café caliente no le inspiran dibujos sobre las fachadas; ni la cáscara de la manzana le provoca cuerdas para levantar las cortinas.
Cree que los árboles orinan cuando mira pétalos sobre el suelo. Usa una cinta en el cuello a la hora en que las modelos se preparan para la pasarela; pero deja que su desnudez se extienda como una bufanda en el cuello cuando los hombres se sientan a ver el fútbol.
No tiene tiempo para alfombras rojas ni para las sesiones de fotografías. Por el contrario, se da el lujo de desbaratar los letreros de neón a mitad del sueño.
Le gustan las postales donde aparece la Torre Eiffel o el Pont des arts; le gustan los automóviles que no son como salones para cargar la asfixia; le gusta la luz horizontal, el carruaje que es tirado por mil caballos azules (por esto, ama el Expresionismo).
No acostumbra rechazar las plantas que no son de luz, ni las orquídeas que sirven para armar crucigramas.
Cuando mira los cristales de los edificios cree que el cielo no es más que una ruleta donde los números están extraviados. Cuando pasa su mano en el rostro del amado cree que la caricia es un simple movimiento de fuegos artificiales. ¡Qué poco dura el fuego plástico en la altura, qué poco agua crece en la fuente que está a mitad del desierto!
A mitad de la noche deshace los hielos de la madrugada, los hace frapé, los exorciza y los convierte en gajos o en muros para barriadas.
El frontón es su deporte favorito, pero lo practica en cimientos de puentes o en alas de sombreros.
A veces despierta, abre los ojos y se siente huérfana a mitad de la pradera; pero, otras veces cree que la vida es eso: ¡hallar el cielo sin más árbol que el pájaro de un millón de soles!
Cuando va al cine se sienta en el asiento del centro y de la primera fila. Su vida está señalada por tal combinación: ¡al centro y en primera fila! Sabe que eso fue lo que Marilyn Monroe buscó toda su vida. Porque Marilyn también fue mujer césped en madrugada, pero, por andar abriendo las piernas a toda hora, se olvidó de abrir las ventanas para ver el cielo. ¡Pobre niñita de dedos de agua!
A veces divido el mundo en dos. Mañana lo dividiré en: mujeres que son como árboles en jardines japonés y mujeres que son como abedules a mitad de un bosque de coníferas.

lunes, 10 de junio de 2013



LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE UN HOMBRE SALE DE UNA CASETA

Porque el hombre acaba de salir de la caseta. Si el lector ve con atención mirará que la caseta tiene una apariencia sencilla, un poco como para despistar, porque, en realidad, es una cabina de transmutación. Esto es así, para que los mortales comunes y corrientes no sospechen. La estructura está construida sobre una banqueta (esto es práctica común en ciudades de países en vías de desarrollo; es decir, países jodidos. Se sabe que en ciudades de países desarrollados, las banquetas sirven para que los peatones caminen y jamás se permitiría un absurdo como éste).
La cabina mutante está construida con tablas de segunda, para que parezca un estanquillo de esos donde venden tacos. Los bancos de madera y la ventana plegable hacen que la estructura no llame la atención. Los mortales comunes y corrientes creen (de veras lo creen) que es un mero local expendedor de tacos, así que, cuando el hambre aprieta, ellos se sientan en esos bancos que están casi casi a media calle (¡Dios mío, qué absurdo!) y piden dos de maciza con una coca cola, bien fría. Pero, quienes tienen experiencia en fenómenos ufológicos, saben que esto es una simple apariencia. ¿Ya vieron el foco de alerta que se camufla en algo que aparenta ser un semáforo? ¿Ya vieron el aro catódico que se sostiene en los alambres, al lado del dispositivo electrónico que provee la energía nuclear? Lo que pareciera ser una simple ventana plegable donde la señora del estanquillo despacha los tacos es, en realidad, la ventana que se abre, como puente a la vista de un barco, cuando un alienígena se transmuta en terrícola. ¿Qué vienen a hacer esos seres del espacio? Ya los científicos nos han explicado que vienen a estudiar los comportamientos tan absurdos que tenemos los terrícolas.
El ser que acá camina sobre la banqueta acaba de salir de la caseta. El despistado preguntará dónde está la puerta. Ah, tontito, no sabe que estos seres tienen la posibilidad de traspasar los objetos. El ser accionó el mecanismo, la puerta (como si fuera cochera de casa gringa) se elevó y, en dos segundos, ocurrió la transmutación. Luego, el “hombre” (ya con la vestimenta de un sencillo albañil) cruzó las tablas de madera y salió a cumplir su misión. Si se ve con atención se observa que camina con cierto titubeo, como si fuese un potrillo recién nacido. ¡Es lógico! Los extraterrestres no acostumbran caminar, por esto, cuando llegan a la Tierra a hacer sus experimentos, tardan uno o dos minutos en habituarse a realizar esta práctica pedestre tan “pedestre”.
El caminante acaba de salir de la cabina de trasmutación. Quienes pasan a su lado ¡lo ignoran! Creen que es un compa que acaba de pararse del banquito, después de “echarse” unos tlacoyos de tinga o de nenepil. Por esto el mundo no avanza.

sábado, 8 de junio de 2013



MOLINO DE VIENTO

Un hombre camina. Este acto, repetido desde hace siglos, es el acto más común del mundo y de la historia. Las dos mujeres que están en el medio plano, tal vez realizan un acto menos usual. Sentarse, parece, no es la posición ideal del hombre (tampoco, ¡perversos!, la posición de tumbarse sobre la cama es la más antigua). La posición erguida es la que define el universo del hombre. Si los planetas tuviesen manos, bocas, órganos sexuales, brazos, muslos y pies, sin duda que no andarían gravitando de un lado para otro, sino que buscarían el sosiego y, en medio del espacio, al lado de los aros de Saturno, se pondrían de pie, y como caballos, cerrarían los ojos, dormirían y soñarían en las mujeres que, sentadas, al amparo de la lluvia de hojas, en verano, admiten que la vida no es más que el tiempo en el que camina un hombre a mitad de una plaza. Ahí, donde pequeñas líneas de piedras de río, piedras bolas, piedras lajas, delimitan los espacios por donde se puede jugar a no pisar la raya o a inventar que la rayuela (avioncito, dirían en Comitán) no sólo es juego de Julio Cortázar, sino también de un enorme cronopio que se llama Javiercito Molina, que muele el viento, en el trapiche de San Cristóbal.
Un hombre camina. Lleva una mano (la derecha, con la que señala, con la que escribe, con la que da vuelta a la hoja del aire) metida en la bolsa del pantalón, un pantalón guango, como si la vida le valiese ídem. Cruza la plaza, la cruza como si fuese una gaviota que decidió dejar el cielo y romper paradigmas en el suelo. Javiercito vuela, vuela con las manos sin desplegar. Porque la otra mano le sirve para detener el periódico, el libro y la chamarra. Los tres objetos le son tan naturales como sus alas: el periódico, porque con él habita el cuarto donde siempre una mujer vela su sueño; el libro, porque la poesía (¡mentira!) no está en el árbol, ni en la nube, ni en la palabra, sino en la huella del hombre que camina a mitad de una plaza. Y la chamarra, porque ya lo dijo el hombre que tiró la cuerda al río: nada justifica al chamán sino el frío de la montaña, del valle, de la esquina donde la mujer ofrece tamales en medio de una nube más caliente que el magma del inicio del mundo.
Un hombre camina. Ese hombre es Javiercito Molina, el poeta, el pájaro que no sueña en las ramas, el tren que no necesita vías, el pantalón guango para la bicicleta que, de pie (como los hombres caballo), dormita en un murete de la plaza. La posición de estar sentados no es la más idónea. El hombre se sienta porque se cansa. Al contrario, el hombre que camina, el que está parado, nos dice que puede ser más alto que una casa de tejas, más alto que una jirafa, más alto que la rondana que está engarzada en la punta de la torre más alta. Javiercito camina, lo hace con una mano adentro de la bolsa. Tal vez algo busca, tal vez algo esconde. Los románticos dirán que ahí lleva palabras como si la bolsa fuese un bulto de azúcar del ingenio de Pujiltic; los estáticos (nunca faltan) dirán que Javiercito camina con güeva. Con huevos, sí, así ha sido la vida de Javier Molina. Sus palabras, de igual manera, caminan por esos senderos de piedras bola que son como huevos, como esas míticas piedras que descansan en el mítico río de Gabriel García Márquez en su mítica Cien años de soledad. ¿Soledad es lo que Javiercito lleva en la bolsa? ¿Qué piensa a la hora que camina por mitad de la plaza? ¿A la hora en que dos mujeres, sentadas, no advierten su mirada de cenzontle, su caminar de garza alborotada, su lento andar de tortuga a mitad del universo? ¿Qué siente al caminar, al volar, al soñar, al amar?
Javiercito camina. No hace más que eso. No más que eso ha hecho durante toda su vida: caminar por en medio de la línea que deja la palabra


CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO HAY UN ESPÍRITU QUE SE LLAMA CONTRI

Querida Mariana: mi sobrina Pau baila danzas de Tahití. Siempre que la veo recuerdo al pintor Gauguin y sus pinturas. Cuando Pau era niña llegaba a casa, subía a una silla y declamaba cuatro versos de su invención: “Soy feliz en mi casita / en casita soy feliz /además de mi casita / yo contri soy muy feliz”, y hacía una reverencia. Todos aplaudíamos y ella reía. Nadie preguntaba el significado de esa palabra extraña. Se sabe que los niños inventan palabras, así que medio mundo daba por descontado que eso era un juego de la niña de cinco añitos. Yo siempre oí “con tri”, separado (ayer descubrí que así era en efecto), pero cuando mi prima me explicó que Pau tomó la palabra del inglés “country”, supuse, como medio mundo, que era pegado. Su “miss”, del Kínder Garden, había dicho a sus alumnos que “country” significa país y ella (niña maravillosa) preguntó qué significaba país y su “miss” dijo que era como el hogar. En la tarde, mientras tomaba un vaso de agua de chía, acostada en la hamaca que había en el corredor de la casa, ella escribió esos versos. Contri, deduje, significaba país, hogar. Por esto, cuando veía a mi sobrina, no sólo recordaba a Gauguin, sino también al Tri (la Selección de fútbol) y al grupo musical; y no sólo tenía recuerdos sino que pensaba en los espíritus “contri”; es decir, los espíritus que consideran a la patria como el hogar. Y esto de hogar tiene una gran significación. Quienes nacimos en los cincuenta, del Siglo pasado, crecimos oyendo poemas de Juan de Dios Peza. En las ceremonias de fin de cursos (las de la Matías de Córdova se efectuaban en el Cine Comitán) nunca faltaba la niña bonita, con vestido blanco y peinada con trenzas, que declamaba “Fusiles y muñecas”, poema que cuenta la historia de dos pequeños: mientras la niña arrulla muñecas, el niño juega con armas. El inicio del poema se volvió clásico: “Juan y Margot, dos ángeles hermanos / que embellecen mi hogar con sus cariños / se entretienen con juegos tan humanos / que parecen personas desde niños” (mi compa Enrique siempre vomitó estos versos. “¿Cómo -decía- un poeta se atreve a escribir “parecen personas desde niños”? ¿Qué, los niños no son personas?).
Los versos sencillos de mi sobrina (casi simples) me provocaban nostalgia, porque seguía oyendo la palabra como si estuviera separada en dos sílabas: con tri. A pesar de que -según la mamá- la había tomado del inglés, el concepto de patria estaba dicho de manera sencilla (casi simple), pero luminosa. Pensaba: si fuera niño y la maestra del jardín de niños me preguntara ¿qué es país?, yo diría: ¡con tri! Y no hablaba de echar matracazos en el Estadio Azteca para alentar a los Chicharos y a los de Nigris, ¡no! Tampoco se trataba de escuchar la voz de piedra enmohecida del Alex Lora. ¡No! Se trataba de estar con tri. Pau sabía lo que decía. Contri es la patria y la patria, según Jorge González Camarena, en la portada de los libros de texto gratuitos, era una hermosa mujer morena, de labios gruesos. Los niños estudiantes de los sesenta esperábamos con ansia, el día que el director de nuestra escuela nos repartía los libros para que, al día siguiente, los lleváramos forrados con papel lustre, amarillo. La patria, nos recuerda Jorge Ibargüengoitia, en su novela “Maten al león”, era, también, “una señorita, disfrazada de Patria, que lo corona de laurel”. Por ahí hay fotos en color sepia donde se ve cómo, en las fiestas patrias, una mujer bellísima, comiteca, representaba a la patria. La patria era una mujer, pero un día, Pau la convirtió en algo más sublime, algo como un concepto, como el universo que se guarda en el hogar. ¡Y qué bueno! Porque eso de que una mujer representara a la patria no era muy “higiénico”. Si alguien besaba a esa mujer ¡besaba a la patria! (bueno, eso estaba bien); si alguien enamoraba a la mujer ¡enamoraba a la patria! (bueno, eso tampoco estaba mal); pero si alguien, libidinoso, le agarraba las nalgas o las tetas a la mujer ¡ya no estaba tan bien, porque entonces la patria se miraba mal!
Los niños inventan palabras. Los viejos perdemos la capacidad. Sólo los escritores (quienes continúan abonando el espíritu de niño) siguen, hasta el infinito, inventando palabras. Vos me gustás porque, desde siempre, has sido una inventora de palabras. Tuve un afecto, hace tiempo, que era igual que vos, igual que Pau. A los pocos días de conocernos me dijo que ya tenía el nombre con el que me bautizaría. A mí me gustó la idea, pero le pregunté si era porque no le gustaba mi nombre. No -dijo-, no, te bautizaré con un nombre especial porque con ello diré que sos único. Pucha, ya imaginarás que yo me sentí como guajolote liberado en Día de Acción de Gracias. Cuando llegó el día del bautizo ella vistió con un traje de manta, con olor a manzanilla, se colocó una flor en el cabello e hizo un ritual maravilloso. Mi nombre lo obtuvo de seis conceptos (ella creía en la forma hexagonal, como la forma ideal del universo). Según ella, los seis conceptos elegidos serían como un mantra para mi vida. Ella deseaba que mi nombre fuera la síntesis de seis nubes transparentes para conformar mi cielo (sí, está de más decir que ella me admiraba y, por lo tanto, me quería. Recordá que el principio elemental del amor es la admiración hacia la otra persona). Ella tomó una letra de cada uno de los siguientes conceptos: libertad, belleza, honestidad, trabajo, inteligencia y amor. Ahora que lo escribí me acordé de Belisario Domínguez, quien llamó VATE a una de sus publicaciones porque tomó la inicial de Verdad, Alegría, Trabajo y Estoicismo (ya te conté que uno de mis alumnos de secundaria puso en un examen que VATE provenía de Verdad, Alegría, Trabajo y Erotismo. ¡Pucha, don Belis se hubiera infartado de saberlo!).
Y mi afecto no sólo inventó mi nombre sino que jugó conmigo, mil veces, a inventar palabras. Ella, como medio mundo, preguntaba cómo nacieron las palabras. ¿A quién -preguntaba- se le ocurrió nombrar cama a la cama, vino al vino y pan al pan? Pues sí, tenía razón. Si recomiendan llamar pan al pan y vino al vino deberíamos conocer porqué se llama pan el pan y vino el vino. Entonces mi afecto se rebelaba y decía que ella llamaría de otra manera a la cama y al vino y al pan. Entonces jugábamos. Al inicio (como todo principiante) jugamos sin “soltarnos”. Tomamos el diccionario e imitamos a don Belisario. Buscamos, por ejemplo, la definición de cama y leímos: “armazón de madera o de metal, destinada a que las personas se acuesten sobre ella”. Ella, sentada en el filo del colchón, eligió seis palabras y las escribió en una libretita: armazón, madera, metal, persona, acuesten, sobre, y, de manera prodigiosa, inventó una megapalabra: armamameperacueso. Yo reí, porque se me hizo un trabalenguas maravilloso. Pucha. Imaginé que mi mamá preguntaba: ¿a dónde vas, hijo?, y yo respondía: a acostarme en la armamameperacueso. Pucha, cuando terminara de decirlo ya estaría amaneciendo. Ahora fue ella quien rió, pero luego, se puso seria y me dijo que cama, a partir de ese instante, se llamaba “armamame” y sonreí. Dos segundos después comenzamos a jugar con esa palabra que era como un globo por su posibilidad de vuelo. Ella dijo: ¿te gusta jugar en la armamame?, y yo dije que sí. Jugamos mucho. Separamos la palabra en arma y en mame y reímos. Dijimos que en Comitán (no sé si en otras partes también, debe ser que sí) mucha gente, cuando va a dormir, dice que hará la meme, ¿mame? ¿Armar la mame? De ahí dijimos que el verbo dormir se llamaba mame. Y jugamos. Yo mame, significaba yo duermo; tú mames, significaba tú duermes; ella mame, ella duerme (mami mame = mami duerme). Éramos como niños. Ni me preguntés porqué ella dejó de ser mi afecto. No lo recuerdo. Un día, como todo en la vida, ella comenzó a distanciarse. La vi jugar con otros. Yo me ponía celoso y triste a la vez. La extrañaba, extrañaba sus juegos, pero, parece que ella había descubierto otros juegos más interesantes, juegos donde la armamame era el tablero para jugar “damos chinos”. Comenzó a juntarse con un hombre guapo y, vos sabés que cara bonita mata a palabrita. Un día insistí en hablar con ella. Casi con desgano me “permitió” hablar con ella por cinco minutos, me dijo que sería la última vez que lo haría. Ya no quería nada conmigo. ¿Qué no entendía?, dijo. ¡Ya no quiero nada contigo! Pucha, qué feo sonaban las palabras. Le dije que estaba bien, que entendía. Pero, por favor, solicitaba algo como la última voluntad que les es permitido a quienes morirán ahorcados o fusilados. Ella dijo que yo era un trágico. Sí, le dije, eso soy. Inventemos una última palabra, pedí. Ella hizo cara de fastidio, vio su reloj y dijo que ya habían pasado cuatro minutos. Hice silencio. Como perro miserable la vi y le dije que me regalara una última palabra. ¿Cómo se dice adiós?, pregunté. Ella volvió a ver su reloj y dijo: ¡cinco!, me puso la mano en el hombro, a manera de despedida, se levantó y caminó con rumbo al Teatro de la Ciudad. La vi subir a un carro blanco donde esperaba el hombre guapo, estacionado frente al negocio “La comiteca”. Él echó reversa, metió primera y dio vuelta con rumbo a Elektra, con rumbo a la subida de Guadalupe.

Posdata: ¿quién le puso Tahití a Tahití? ¿Quién fue el primer Gauguin de la tierra? ¿Quién el primer González, el primer Molinari?
Extrañé mucho a mi afecto. Me sentí solo. En el lapso de “duelo” escribí mi primera novelilla breve: “Dios también resuelve crucigramas”. El textillo, sin que esté por escrito, está dedicado a ella, a su capacidad de jugar con las palabras. Hace mucho tiempo que no sé de ella. Ahora vive en otra ciudad. La otra tarde la vi en el parque. Tal vez vino de vacaciones. Caminaba por donde está la escultura de Rosario Castellanos, de Luis Aguilar. No sé por qué, pero al verla algo en mi conciencia me demandó saber la hora. Metí la mano en la bolsa del pantalón, saqué mi celular y descubrí (sí, ya adivinaste) que eran las cinco, adiós.
Siempre le gustó el seis, el hexágono. Si cinco significa adiós, ¿qué podrá significar el seis?
Bendigo el instante en que Dios abrió la mano y soltó tu alpiste en mi jaula. Has sido una bendición para mi vida. A mis cincuenta y seis años de edad no he dejado un solo instante de jugar con las palabras. Ahora vos, como si fueras un maravilloso “Scrabble” llenás mi tiempo de árboles y nubes.
Los niños son juguetones e inventan palabras a toda hora. Ayer le hice una pregunta tonta a Pau, le pregunté por qué había usado la palabra contri en sus versos. Ah, dijo ella, porque no podía pronunciar bien “con ti”. ¿Qué? Sí, dijo, contri es con ti. Pero ¿y lo de country que me dijo tu mamá? Ay, no, eso es una bobera, dijo. Yo escribí los versitos pensando en mi papá: “Soy feliz en mi casita / en casita soy feliz / además de mi casita / yo contri soy feliz”. ¿Ves? Sí, dije, yo con ti, por decir yo contigo. ¡Claro!, dijo ella, y bailó tahitiano, frente a mí, en el patio de la casa. ¡Dios mío, contri, entonces, siempre fue separado: con tri! Yo tenía razón.
Así que no era patria. O bueno ¡sí! Porque el papá también es la patria. La patria no sólo puede ser una mujer. El papá también es el hogar. Por esto digo que cuando pienso en contri pienso en el Tri y pienso en los mercados y en los estadios de fútbol llenos de gente y pienso en los cohetes, la marimba, las romerías y el traguito. Pienso en la patria. Pau nunca lo supo (ni lo sabrá) pero inventó una palabra maravillosa. Casi casi como si fuese Sabines que (según él) inventó Tarumba. Contri es la mujer, el agua, el aire, la tarde en el parque, mi afecto desterrado, vos, el sol, el parque lleno de muchachos, la música. Contri, también, ya lo sé bien, es el cinco; es decir, la línea oscura que pinta el adiós (¡bah, qué trágico soy!). Algún día te diré el nombre con que ella me bautizó.

viernes, 7 de junio de 2013



LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE TRES NIÑOS SON ESPECTADORES

Es difícil que tres niños boleros sean espectadores. Por lo regular, estos niños siempre son protagonistas, de la miseria, de la baba y de la mierda. Pero acá, están a mitad de una plaza, expectantes, en primera fila, esperando que comience el espectáculo. De fondo hay una escalinata de laja, como si fuesen escalones de una pirámide prehispánica en pleno siglo XXI. Uno de los niños, el de la playera roja ve hacia atrás, como si esperara a alguien. La espera, también, es piedra favorita de estos niños. ¿Qué esperan? ¡Nada y todo! Ellos no saben qué esperan, pero hay algo en su corazón que les dice que deben esperar El sol llega a sus casas (¿de madera?), la luna llega y se va. ¿Para esto la espera?, preguntan. O tal vez no cuestionan. Parece que lo único importante es, al término de la jornada, ver cuántas monedas llevan a sus casas. A cinco pesos la “lustrada” ¿cuánto alcanzan a reunir? Siempre llama mi atención el término “lustre”. Ellos dan lustre a los zapatos (en la ciudad de México le dicen “bola”, allá dan bola a los zapatos. Acá no, acá, los boleros dan lustre. Incluso, antes, no se llamaban boleros sino lustradores). El término lustre es un término de gran prosapia. Los mismos clientes se adornan cuando dicen: “voy a que me den lustre”. Los compas de éstos se burlan y dicen que cuando menos, sus ilustrísimas tengan lustrados los zapatos.
No es cosa común esta escena. Ya lo dije, por lo regular, estos niños nunca juegan el papel de espectadores. ¿Ya vieron el pantalón del niño de en medio? “¡Está a la moda!”, gritará, con grititos de gata de casa, la niña nice. No, este pantalón no es de marca, ni los surcos están hechos a propósito. Tampoco es de marca la playera que tiene el niño del primer plano. El niño que bebe, con atención, el escenario. Este niño tiene todo el asombro en su rostro. ¿Cuál era el espectáculo? ¿La actuación de la Orquesta Sinfónica de Chiapas? ¿Una obra de teatro?
Los dos niños del primer plano llevan una mochila. El de en medio abraza el cajón de bolero (de lustrador). ¿Acuden a la escuela y en la mochila llevan cuadernos y libros? ¿Quién sabe?
¿Quedará algo en su corazón de lo que pepenen esa tarde? Tampoco nadie sabe. Es difícil cuantificar la luz cuando todo es como un túnel oscuro. Cargan las mochilas como si fuesen paracaídas, como si fuesen en un helicóptero y estuviesen atentos a la orden del general para aventarse al vacío. ¿Abrirá el paracaídas? ¿Tendrán la suficiente suerte de caer en “blandito”? Es difícil predecir, jugar con la idea del porvenir. Nadie sabe cuál es la línea que tatuará su rostro y su corazón. ¿Qué serán ellos de grandes? ¿En qué sillas estarán sentados? He visto muchos boleros que comenzaron de niños, de la misma edad de éstos. Los he visto, ya viejos, ejerciendo el mismo oficio de la “bola”. Debe ser un oficio bonito, pero uno no sabe si es el mejor oficio. ¿Qué porvenir puede advertir el hombre cuya mirada está concentrada en un par de zapatos? ¿Qué futuro tiene el hombre que para platicar con su cliente debe, siempre, elevar la mirada?
Estos niños, cuando menos, durante un instante, posaron su mirada de frente y no tuvieron que alzarla. Fue bueno advertir que, por un momento, sus ojos tuvieron la misma línea del horizonte donde el mar se vuelve cielo.

miércoles, 5 de junio de 2013



LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE HAY UNA LUZ COMO PALOMA

Es el patio de una casa en San Cristóbal. Ahora es un hotel. Es el patio de un hotel, a las seis de la mañana. El sol, apenas, es una línea que se dibuja en el techo de tejas. Sin duda que en el patio original esta fuente no existía. El patio debió poseer otros elementos. Sólo las almenas y las tejas vienen de los tiempos más gloriosos de esta casa. ¿Quién fue el dueño original de esta casa? ¿Qué niños jugaron en este patio en las tardes de diciembre?
En lo alto del techo se observa la salida de una chimenea. Imagino una tarde fría, una frazada y una hoguera; imagino una copa de coñac, un plato con quesos y aceitunas; imagino un libro y una mujer. Imagino, sólo imagino.
Asimismo imagino que este patio se llena de niños con bufandas. ¿A qué juegan? ¿A las escondidas? Hoy ya no es posible esconderse en las habitaciones, porque ahora están ocupadas por los turistas, quienes, a su vez, juegan a las escondidas con sus parejas. Tal vez sólo los fantasmas pueden jugar a sus anchas. Por esto digo que esta fuente no existió en el patio inicial, ni tampoco las lajas que ahora cubren el piso. Tampoco las sombrillas ni las mesas. Tal vez sólo los arcos y pilares de madera son del tiempo original. Bueno, con decir que ni el árbol que está en un esquinero está ahí desde el principio. Todo ha sido alterado, bueno ¡no todo! Permanece el cuadrángulo del patio que permite que se vea el cielo, éste sí ¡original! Por esto, el sol no se sorprende. Como todos los días, puntual, asoma su ojo por encima del techo y reconoce las tejas originales (algunas han sido cambiadas porque ya dejaban pasar el agua). Por esto se ve que las tejas no se inquietan ante esa línea dorada que asoma por su cabeza.
Alguien, con cara de asombro, podrá decir: “¿Ya viste? ¡La casa de fulano ahora es un hotel de tantas estrellas!”. “¡Ah!”, dirá el advenedizo. Lo cierto es que la casa extravió su categoría. Esta casa de cuatro patios no permitió que entrara “cualquiera”, fue espacio reservado para gente especial, sólo para los allegados. Su patio albergó todas las estrellas del cielo, y ahora es de unas cuantas estrellas y cualquiera que tenga más de dos mil pesos puede exigir una habitación.
El cuadrángulo del patio es el único que está intocado. Desde ahí, desde cualquiera de sus corredores, puede verse el cielo lleno de estrellas, puede verse el instante en que el dado del sol hace su primera tirada: ¡todos ponen!
El hombre modifica su entorno y lo hace más afectuoso. A sus casas las llena de chimeneas, de comedores, de salas, de patios y de corredores, donde sus allegados caminan, duermen, sueñan y juegan a las escondidas. Sólo el cuadrángulo del patio está intocado, sólo sus fantasmas son los residentes originales.
Algo se extravió. Ese extravío permitió que quien tomó la foto pudiese entrar a una casa que, durante un tiempo, fue exclusivo para gente exclusiva, gente que hoy está transformada en fantasma y que compartió (¡qué generosa!) una historia que otro día compartiré con ustedes.

lunes, 3 de junio de 2013



LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE SE VE CÓMO EL TECHO ESTÁ EN EL SUELO

Las definiciones no siempre son exactas. ¿Quién se atreve a definir el suelo cuando ve que un borracho, por ejemplo, lo usa como cama? Asimismo, la calle no tiene una definición precisa. La calle sirve para que transiten los autos, las carretas, las motos (acá se ven dos motos estacionadas. Por esto, la calle no sólo es vía de tránsito, sino también espacio para estacionarse).
El niño que camina en la banqueta, tampoco sabría dar una definición precisa de la calle o de la banqueta, por esto lleva una mano en la bolsa y la otra ¡libre! Ve hacia la otra banqueta, como si lo cotidiano fuese lo importante y no lo insólito. Porque imagen novedosa es la que otorga un tercio de tejas sobre el suelo. ¿Por qué estas tejas están colocadas en este espacio, cuando su territorio natural es el techo?
En Comitán es común hallar sillas plegables de madera en la calle. Los dueños de los locales comerciales las colocan para “apartar lugar”. En Comitán es común hallar suéteres tendidos en las bancas del templo o del teatro del pueblo para “apartar lugar”. Los comitecos creen que es posible, aunque sea de manera temporal, apropiarse de los espacios públicos. No entienden que, por definición, lo público significa para todos.
Estas tejas (imagino) las colocó un comerciante para “apartar lugar” (bueno, sí, tienen razón, ¡tres lugares!). ¿Un montón para su auto, otro para el auto de su esposa y uno más para el junior? Tal vez la explicación no sea tan simple y tan elemental, tal vez no es para tres autos sino para tres camiones que llevan mercancía. “Uh, no lo imaginás, es muy difícil encontrar lugar para bajar mercancía. Me la enviaron ayer de Laredo. Sí, de Laredo, Texas”. Tal vez, por esto, ¡las tejas!
¿Y si no es una cosa utilitaria? ¿Y si esto va más allá? ¿Puede ser algo como una manifestación de tejas? ¿Intento de que la gente, la que a diario pasa por ahí, reflexione acerca de la extinción de tejas en los techos de Comitán? Lo que por esencia es objeto de techos, por única vez está en el suelo, a mitad de la calle, para decir que estos tiempos globalizadores las están dejando fuera de la tradición. Tal vez por esto el niño mira hacia otro lado. Este niño es posmoderno y no tiene mucho que ver con tejas; sus tiempos son de losas de cemento.
¿Y si no es ni una ni otra historias? Marianita, en cuanto las vio, dijo: “Mira, mira, las casitas de las tortugas”. Entendí. Hubo una vez que un niño preguntó: “Papi, papi, ¿por qué las tortugas caminan tan lento?”, y el papá, que estaba más interesado en ver el partido de fútbol en la televisión, respondió sin pensar mucho: “Ah, porque cargan el techo de su casa”. Entonces, el niño, para ayudar a las tortugas, les quitó el caparazón a todas. Puede ser que estas tejas sean las casitas de aquellas tortugas. Y la pregunta entonces no tiene algo que ver con las tejas arrumbadas, sino con el destino de las tortuguitas. Por esto, entonces, el niño que camina en la banqueta no mira hacia donde están las tejas, sino hacia la otra banqueta, en intento de hallar a las tortuguitas pelonas. ¿Con qué se cubren las tortugas en tiempo de frío?
Por esto digo que las definiciones no siempre son exactas. A veces, las calles no sólo son para que transiten los autos o para que los hombres la crucen en intento de alcanzar la otra banqueta. A veces, las calles sirven para que naveguen barquitos de papel, en tiempo de lluvia; o para que los caparazones de tortugas tomen el color de las tejas de barro.

sábado, 1 de junio de 2013



CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO UN CUENTO ES MÁS QUE UN CUENTO

Querida Mariana: ya está cercano el festejo de Santo Domingo. Bien decía doña Domitila: “a toda iglesita le llega su fiestecita”. El otro día leí un artículo de José Luis González Córdova (qepd) donde recuerda que, en los años sesenta, en los festejos de la feria de agosto, don Matilde (tío Mati) alquilaba revistas de monitos. En ese tiempo la feria se celebraba en el parque central, y a los comics les llamábamos “cuentos”.
Hoy, la feria es otra. No existe un local como el que tío Mati atendía. ¿Qué niño podría sentirse atraído por un lugar que alquila comics cuando todo mundo alimenta su imaginación con videojuegos?
Nunca me han gustado las ferias. De niño, a lo más que me atreví fue a subir a la rueda de caballitos, siempre y cuando mi mamá estuviese conmigo. ¿Subir al ratón loco? ¡Ni ídem! ¿Ir a Six flags? ¡Jamás! Las Atracciones Vaquerizo nunca me atrajeron. No obstante, recuerdo el puesto de tío Mati. En los años sesenta todo mundo pasaba por la feria, porque todo mundo caminaba por el parque. Ahora no es así. Ir a la feria requiere viaje especial. En ese tiempo nos ponían la feria en nuestro camino, no podíamos ignorarla.
Recuerdo el puesto de alquiler de revistas, porque, en alguna ocasión me fui a sentar ahí y pagué el “veinte”, que era la tarifa para leer una revista. Lo hice a escondidas de mi mamá, porque ella siempre me prohibió tal práctica, decía que esas revistas estaban contaminadas con miles de microbios. Ella siempre me dio el peso para que comprara la revista nueva.
Ahora hablo de tío Mati con gran cercanía porque el texto de Pepe así me lo injertó. La verdad es que nunca he puesto atención en los nombres de la gente. Me apena cuando alguien me habla de fulano o sutano y me pregunta si lo conozco. No, no, mis recuerdos son muy endebles, casi casi como si fuesen construcciones hechas con tejamanil. Recuerdo que, frente a la secundaria del estado (donde ahora está la Casa de la Cultura), había una señora que vendía dulces tradicionales y le decían “Pijuy”, pero nunca supe cómo se llamaba. El nombre de Matilde nunca lo había escuchado como nombre de hombre. Los nombres de las personas se me escapan o se me “cuatrapean”. Tal vez heredé algo de la tía Eulogia, quien, me contaba mi papá, siempre confundía a las personas reales con los personajes de las telenovelas que escuchaba. Una tarde, la tía regaba las plantas del jardín cuando un teporocho tocó en la puerta. La tía dejó la regadera en el corredor y, por los barrotes de la puerta, vio a Roberto Augusto (el personaje de la radionovela de moda). Nadie la hizo cambiar de opinión. La tía metió al teporocho a la casa, le ofreció comida y luego arregló el cuarto de las visitas. El teporocho se dejó consentir y durante dos días “soltó su cuerpecito”. Se bañó, aceptó la vestimenta nueva y la comida que, con generosidad, tía Eulogia le sirvió en una mesa de madera, debajo del árbol de durazno. Pero cuando vio que el trago no iba a aparecer, porque la tía insistió que Roberto Augusto era alcohólico anónimo (el personaje llevaba doce años sin probar gota de alcohol), esperó a que la tía entrara a la cocina y se escabulló. Mi papá contaba que ese día fue trágico. El tío, al regresar del trabajo, halló un recado en su casa. Un vecino de tía Eulogia le urgía ir a ver su hermana porque ella se había puesto mal. El tío la halló debajo del árbol de durazno, con el vestido todo sucio y el pelo descuidado. Cuando el tío la abrazó, la tía lloró la ausencia infinita de Roberto Augusto. Dicen que si la tía hubiese hecho la escena en el foro de la XEW la hubiesen contratado para hacer papeles trágicos en radionovelas. Pero la tía no fingía, en esa ocasión ella tenía su corazón como nube sin agua. Jamás se recuperó. Desde ese día prometió no volver a escuchar radionovelas ni abrir cuando tocaran la puerta. Le guardó “luto” permanente a su amado Roberto Augusto.
No creo que mi confusión llegue al extremo de la tía, pero sí tengo dificultad para identificar a la persona con el nombre correspondiente. Me cuesta mucho trabajo retener los nombres de las personas que me presentan. Creo que ya te conté lo que me pasó recién graduado
de bachiller. Mi generación fue la primera de tres años; antes el bachillerato se hacía en dos años. Fue la primera generación con áreas diversificadas: ciencias biológicas y de salud, sociales, y físicos matemáticos. Yo estudié el área de físicos (éramos diez o doce alumnos, la mayoría estaba concentrada en la de sociales). Teníamos salones especiales para las materias especiales y nos concentrábamos en un solo salón para las clases comunes, como por ejemplo, la de Historia de México o Sicología que eran materias para todas las áreas. Tengo mala memoria, pero no soy memoria pichancha, algunos de mis compañeros del área fueron Rafa Pinto, Jorge Pérez, Javier Aguilar, Marirrós Bonifaz, Roberto González, Miguel Román y ¡ya!, no recuerdo los nombres de mis otros compañeros. Al concluir el bachillerato la banda se diseminó, algunos fueron a estudiar a Tuxtla, otros truncaron sus estudios y hasta ahí llegaron, y otros más fuimos a la ciudad de México (en ese tiempo la mayoría tenía la ilusión de estudiar en la UNAM). Miguel, Jorge, Enrique y yo nos inscribimos en la Universidad Autónoma Metropolitana, institución de creación reciente. En ese tiempo, México también era otro, era más afectuoso. Un día supimos que habría un encuentro de comitecos y fuimos. Ahí encontramos un titipuchal de cuates que saludamos, en medio de bromas. La reunión fue en un auditorio, porque habría renovación de la Mesa Directiva de la Sociedad de Alumnos Comitecos radicados en el Distrito Federal. De pronto quedé frente a Daniel Trujillo (sí, recordaba su nombre, lo recordaba por ser mi compañero en la secundaria del Colegio Mariano N. Ruiz). Él me saludó de forma muy amable y yo correspondí preguntándole en dónde había estudiado la prepa. “Ah, no jodás -dijo- si fuimos compañeros”. Dios mío, no recordaba haberlo tenido como compañero. ¡Tres años no me bastaron! La justificación era que él había estudiado en otra área. ¡Qué justificación tan torpe! ¿Mirás qué estupidez cometí? Bueno, así soy, torpe para reconocer caras, para recordar nombres. ¡Qué pena!
A veces camino por las calles de Comitán y me topo con algún ex alumno. Lo peor que este compa me puede hacer es preguntarme si me acuerdo de él y para demostrarlo me urge a que le diga cómo se llama. ¡Dios mío, si a veces yo mismo no sé ni cómo me llamo!
No obstante, hay instantes que sí recuerdo con claridad. Uno de los regalos de cumpleaños que más recuerdo fue el que me hizo la secretaria de mi papá. Yo jugaba carritos en uno de los corredores de la casa cuando ella llegó, me dijo ¡felicidades!, y me extendió un paquete envuelto en papel de china. Deshice el papel y encontré cuatro revistas, cuatro “cuentos”. ¡Ah, fui feliz! Una de esas revistas era la historia ilustrada de Marco Polo. Muchos años después, un maestro me explicó que Marco Polo nunca mencionó la Muralla China, pero, la primera vez que vi una ilustración de la Muralla, fue en esa revista. ¿Cuáles fueron los otros regalos que mis amiguitos me dieron en la fiesta? ¡No lo recuerdo! Pero sí recuerdo con emoción esas cuatro revistas de monitos.
Muchos de mis amigos están hechos de los viajes a ranchos que hicieron de niños o de sus viajes a otras ciudades e, incluso, a otros países. ¿Yo? Yo estoy hecho de las revistas de monitos que leí y de las películas que vi en el Cine Comitán y en el Cine Montebello. Toda mi infancia y adolescencia las pasé leyendo comics y viendo cine. Nunca sentí emoción por las actividades que subyugaban a los demás. Ahora sé que mis aficiones favoritas lo fueron porque eran actividades solitarias. Nunca necesité compañía para leer o para ir al cine. Por esto, son actividades que sigo amando. Ahora de viejo también desdeño las idas a ranchos, a viajes largos para conocer países; sigo siendo escaso para asistir a reuniones donde tendré la oportunidad de “conocer gente importante”, sigo siendo huraño y no acudo a manifestaciones ni tumultos. Me gusta la soledad. Me gusta estar conmigo mismo (aparte de vos, sólo admito la compañía de pocos afectos más). Por esto, sigo emocionándome ante la lectura de un comic. ¡Ah, prefiero las revistas ilustradas por encima de cualquier viaje en trasatlántico!

Posdata: conocí Acapulco antes de ir. El cine mexicano de los sesenta y de los setenta convirtió a Acapulco en su set predilecto. Ahí Jorge Rivero le echaba los perros a Isela Vega, en películas que hoy serían calificadas de soft porno; y la novia de América, la cursilona Angélica María, andaba de manita sudada con Enrique Guzmán, en películas que hoy serían calificadas como fresísimas. Conocí el mar antes de conocerlo. Y conozco la Selva porque la he visto en el cine o en las revistas de monitos. En esos tiempos del cine en blanco y negro los cinéfilos descubrimos que había vida en Marte, porque de ahí venían los marcianos (hubo un famoso chachachá que decía: “los marcianos llegaron ya y llegaron bailando ricachá ricachá”). Si ahora la NASA ha comprobado que no hay vida en Marte no es porque nunca se haya dado, sino porque Santo, el enmascarado de plata, luchó y venció a los marcianos en la película “Santo contra la invasión de los marcianos”.
El mundo de ahora, niña de mi vida, es otro. Ahora todo se ha vuelto más plano. Hubo un tiempo en que el mundo, ¡de verdad!, vivió temeroso de ser invadido por los marcianos (no sé qué tenían los marcianos contra nosotros los terrícolas, si nunca les habíamos hecho mala cara). H. G. Wells, a través de su libro “La guerra de los mundos”, nos contó el rebumbio que se hizo cuando los marcianos invadieron la tierra. Orson Wells hizo una famosa dramatización radiofónica de dicho guión y provocó el caos. La gente pensó que, en realidad, los marcianos estaban invadiendo la tierra. ¡Eran tiempos más emocionantes! Ahora, si a un niño le cuento una historia de invasión de marcianos no la cree, con cara de sabio, diría: “¡no es cierto, no es cierto, está científicamente comprobado que en Marte no hay vida!”. El conocimiento científico ha hecho que nuestro mundo sea menos divertido que antes.
Los niños comitecos de los sesenta llenamos nuestro mundo con revistas de monitos, con ellas formamos nuestro mundo, lo diseñamos con sólidos pilares de imaginación. ¡No estábamos tan mal! Hace poco leí que el número uno de la revista Superman vale más de un millón de dólares. No creo que tío Mati tuviera uno de estos números en su changarro, ni creo que tuviese otros ejemplares de colección, lo que sí puedo asegurar es que él, sin intención de hacerse millonario, dedicó su vida a algo muy sencillo: el alquiler. Mucha gente vive de este oficio, conozco gente que renta carpas gigantes, otro que renta sillas para fiestas, otro que renta trajes, otras que rentan sus cuerpos. En fin, mucha gente vive de las rentas, pero, creo, nadie ha hecho tanto bien al mundo como aquel hombre que rentaba revistas de monitos. Todas las demás rentas son sólo para un rato: para que alguien se siente, para que alguien vista de etiqueta, para que alguien tome una copa de sidra, para que alguien desahogue su calentura. Tío Mati no alquilaba simples revistas, sembraba imaginación. Pobló nuestra mente de imágenes que nos acompañarán toda la vida. Yo, cuando menos, conocí el mar a través de las revistas de monitos, y no sólo la superficie, sino también el fondo del mar. Y eso que nunca me he metido al mar, porque, para rimar, digo que no sé nadar. Pero, miento, sí se nadar, nado en los mares de la imaginación, gracias al cine y a las revistas de monitos. Este año habrá una fiesta maravillosa en honor a Santo Domingo, pero, en las instalaciones de la feria, ni por asomo habrá un puesto donde se alquilen comics. Los tiempos son otros. ¡Tal vez a estos tiempos les hace falta un tío Mati!