sábado, 28 de septiembre de 2013

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO LA VIDA ESTÁ ENREDADA EN UN TOLOLOCH





Querida Mariana: ¿vos conocés el tololoch? Dijera don Apolinar: “¡con qué trabajo conozco el contrabajo y vos querés que yo conozca el tololoch!”. Don Roque Espinosa Flores, gran músico comiteco, tocaba el tololoch, mejor conocido en otras partes del mundo con el nombre de contrabajo. Acá en Comitán hay un chiste sobado que dice que el trabajo no es tocarlo, sino cargarlo. Claro, ahora existen unos contrabajos electrónicos que son bien delgaditos, como si se hubiesen puesto a dieta o fueran anoréxicos. En los tiempos de don Roque el tololoch (o tololoche) era un instrumento pesadísimo. Recuerdo, como si fuese un bosque de niebla, a don Roque cargando el instrumento en alguna subida de Comitán. Don Roque no sólo tocaba el bajo, también le entraba a la marimba, al acordeón, al violín y a la batería.
Nada sé de música, lo sabés. A lo más que da mi vida es a mover los pies a la hora que escucho marimba; lo más que da mi vida es a silbar alguna tonada de los tiempos de mi papá (los mismos tiempos de don Roque). A veces me descubro silbando “voy por la vereda tropical…”, que es una canción que le gustaba a mi papá. Bueno, eso de silbar es un decir, porque como estoy todo “sholco” de mi boca sale aire de más. El La se confunde con el Mi o con el Tú (¡ya, ya, te digo, a veces hago chistes malísimos!).
Y ahora recuerdo a mi papá y a don Roque, porque el otro día me topé, en la calle, en la esquina de Jesusito, con una hija de don Roque, doña Socorrito. Me detuvo y me dijo: “te tengo una foto donde está mi papá y tu papá”. A la hora y media ya estaba en su casa. Toqué. “Adelante, pasá”, me dijo, con ese trato afectuoso de los comitecos. Crucé el patio y entré a la sala. Ella sacó la foto que estaba debajo del cristal de la mesita de centro. Una foto rescatada, porque fue foto como esas que entregaban en los circos, que no eran más grandes que una pulgada cuadrada. Había un chunche de plástico de colores (rojo, azul, verde o amarillo), que se tomaba con los dedos pulgar e índice, se pegaba al ojo y se veía la foto a través del visor pequeñísimo. El chunche había que ponerlo en una fuente de luz (la luz del día o la luz de un foco) para poder mirar la fotito. La hija de don Roque me contó que fue una odisea rescatar la foto. Con la tecnología actual, algún experto logró “agrandarla” e imprimirla en papel. Ella la colocó a mitad de la sala, debajo del cristal de la mesa de centro; yo, ahora, la coloco en el cristal de mi corazón. Según ella me contó quienes están en la foto son don Ramiro, mi papá, don Ricardo y don Roque, músico maravilloso. Los cuatro tienen cervecitas en las manos. ¡Andan en la convivencia! Y ahora comparto esta foto contigo, porque esta imagen ya no es posible encontrarla en estos tiempos. Y no me refiero al hecho de que quienes están ahí ahora están muertos. ¡No! Me refiero al tipo de encuentro. Ahora, como será siempre, los amigos se reúnen y se resbalan sus cervecitas. ¡Maravilloso! ¡Qué bueno que la vida tenga esas pausas amables! Pero, ahora, los amigos se reúnen de manera diferente. Ahora, los amigos llegan a una casa para ver, juntos, en la televisión, el partido de los Pumas de la UNAM contra las Chivas del Guadalajara. Se reúnen para ver, juntos, en la televisión, la pelea del Canelo contra el que le partirá su mandarina en gajos; los amigos echan su cervecita y ponen el karaoke y cada uno se cree Alejandro Fernández o Diego Verdaguer. En aquellos tiempos (tiempos de la fotografía) los amigos se reunían y platicaban y escuchaban discos de setenta y ocho revoluciones. No tenían necesidad de agarrar micrófonos para imaginarse en un escenario de Broadway. Cuando escuchaban un disco con la voz de Jorge Negrete, les bastaba comenzar a cantar desde donde estaban sentados y formaban un coro monumental. A veces se paraban, se abrazaban y meciéndose como barcos (ya por la cantidad de cervecitas), iban de un lado para otro, cantando la canción.
No sé si la tarde de la foto decidieron, después de las cervecitas, tomar la “caminera”. Si fue así abrieron la botella de ron Bonampak o ron Potosí y se sirvieron generosamente en vasos de cristal. Hoy, vos lo sabés, las “camineras” son con güisqui y con vasos de unisel. El otro día asistí a una reunión en un salón de fiestas y uno de los invitados exigió, ¡de veras!, que le sirvieran güisqui, porque no soportaba el ron. ¡Dios mío! Antes el güisqui era sólo para las gargantas finas y educadas. Y digo lo del salón de fiestas, porque ahora las reuniones son en esos espacios anónimos. Antes, las fiestas eran en los patios de las casas, se ponía manteado, se adornaban los pilares y las paredes con festones y el patio y los corredores olían a juncia fresca. Las mesas eran largas, largas, como larga era la promesa de la duración del festejo. ¡Se perdía la llave! Ahora, las mesas son redondas. En pocas fiestas de salón se coloca la juncia. Esto es comprensible. Los pisos de hoy son pisos porcelanite. Los pisos de antes eran con mosaicos de El Terrazo. Los pisos de porcelanite son de mucho caché, pero brillosos y resbaladizos. No sé porqué dejamos de usar el mosaico local y adoptamos la costumbre de la internacionalización. ¡Nos volvimos internacionales! Y ahí andamos resbalándonos y quebrándonos uno que otro huesito, a toda hora. Antes, los ladrillos eran “regados” y el aroma del barro húmedo nos acariciaba el corazón. Hoy, todos los salones de fiesta huelen a cloro, a maestro limpio, aunque los maestros no sean tan limpios, porque cada que se manifiestan y toman las plazas en demanda de una revisión de la Reforma Educativa dejan olores a albañal.
No sé, mi niña bonita, de qué año es la fotografía que me obsequiaron. ¿Es de los años sesenta? Tal vez. Cada uno de los cuatro amigos tiene una cervecita en su mano (bueno, parece que don Roque ya se la aventó, porque en medio de las patas de la silla aparece un envase vacío). Cada uno con su vestimenta que refleja su personalidad y carácter. Porque, mi niña, también la ropa cuenta a la hora de hacer el recuento. Don Roque viste de traje (sin corbata). Los músicos siempre visten de manera especial porque a la hora de la fiesta todos los ojos están puestos en ellos. Don Ramiro viste como dandy (siempre lo fue). Don Ricardo es el único que tiene un bigote, bien recortado. Ese bigote era parte esencial de su personalidad. El sentado también es importante, don Ramiro lo hace con pierna cruzada, ostenta una gran dignidad a pesar de que está sentado sobre un sencillo banco; don Ricardo está sentado sobre una silla de madera, igual que don Roque. Don Ricardo está sentado de manera recta, apenas con el brazo extendido sobre el respaldo de la silla de don Roque, quien, un poco más desenfadado, está con las piernas echadas un tantito hacia adelante, como si alguien estuviese a punto de contratarlo para una serenata. Porque don Roque vivió la época de oro de las serenatas de Comitán. Él cargó el tololoch de un lado para otro, desde San Sebastián hasta La Pila y más allá. En medio del bosque oscuro de mi memoria lo recuerdo al lado del baterista; lo recuerdo con su brazo izquierdo abrazando el instrumento como si fuese su amada más amada; lo recuerdo con su mano derecha, pulguita traviesa, brincando de una a otra cuerda. La mano derecha es como una ardilla que brinca de una a otra rama, mientras que la izquierda resbala como en tobogán, sube como en elevador. Ah, qué prodigio de manos. Don Roque, como experto, no ve el “traste”, mira el patio donde la gente baila, donde, en las mesas, los amigos hacen chin chin con las copas. A veces miro que él cierra los ojos, maravillado por el sonido, como abandonándose a ese barco de cristal que sale de sus manos, que se aleja del puerto y llega, inédito, a los oídos de la gente. ¿Cuál es el prodigio de la música? En las fiestas de esos tiempos ¡no daban puritos! El ambiente se iba dando conforme el ánimo crecía. Llegaba un momento en que los pies obligaban a la gente a pararse para continuar el ritmo de la música. El patio, con olor a bosque, se llenaba de parejas que bailaban, que levantaban los brazos, que movían las manos en alto, que se pasaban el “chilchil”, que hacían “cola”, que hacían rondas, que se tomaban de las manos y hacían una gran rueda. “¡Hagan una rueda!”, decía un marimbista y los bailarines hacían una rueda. “Para abajo”, decía el marimbista y los bailarines se agachaban (nunca faltaba el viejito que se agarraba la cintura y flexionaba tantito las piernas).
La fotografía que me obsequió la hija de don Roque es de esos tiempos, tiempos en que la esposa de don Roque, doña María Guadalupe, tenía una tienda de abarrotes, frente a donde ahora está la radioemisora Exa fm. Ahí, casi todos los domingos, a la hora de salir de misa, pasábamos a comprar una lata de abulón. A mi papá y a mí nos encantaba el abulón. Recuerdo que en la tienda de don Roque y de su esposa vendían también cuadernos, con grapa. Mi papá compraba ahí mis cuadernos en el inicio del ciclo escolar. Yo hacía mil corajes, porque mis amigos ya usaban cuadernos de espiral. Mi papá insistía en decir que los cuadernos con espiral eran un desperdicio porque los niños arrancaban las hojas de manera inmisericorde. En cambio, los cuadernos que tenía grapa no permitían que las hojas se arrancaran. ¿No? Mi papá nunca entendió que si yo echaba a perder una plana arrancaba la hoja y no sólo se perdía la echada a perder sino también la acompañante. Siempre he pensado que los seres humanos más exitosos son aquéllos que, desde niños, no acostumbran romper las hojas de los cuadernos. Las manchas en las hojas son como las manchas en el espíritu, deben permanecer para que no olvidemos que somos frágiles. Si arranco mis manchas, como si fuesen hojas de cuaderno, corro el riesgo de olvidar mi condición humana, corro el riesgo de asumirme perfecto, impoluto. Y esto sí sería una joda suprema. Después de todo, mi papá tenía razón, pero yo no lo entendía. Los jóvenes somos medio pendejos y no sabemos aquilatar la grandeza de los padres.

Posdata: vos no conociste a mi papá, niña bonita. Ya no lo conociste. Él murió en 1990 (Dios mío, cuánto tiempo). Pero él era como está en la fotografía, siempre echado un poco para adelante y en mangas de camisa. Muy temprano se rasuraba, todavía vestido con una bata de toalla que tenía, en franjas verdes y blancas. Luego se vestía, siempre de camisa de manga larga y con chaleco. El segundo paso era desabotonarse la manga y enrollarla, en un ritual permanente. ¿Qué se decía con ese movimiento? No haré un razonamiento complejo. Mi papá siempre vio la vida de manera sencilla, siempre fue un hombre muy sencillo. Así que el movimiento de arremangarse las mangas de la camisa no significaban más que “vamos, hay que chambear”. Gracias a ese ejemplo, yo, todas las mañanas, procuro arremangarme las mangas de mi corazón para que la vida me encuentre pleno, dispuesto a la chamba.
En cuanto doña Socorrito me dijo que tenía una foto donde estaba su papá y mi papá, corrí a su casa. Cuando me lo dijo fue como si ella pusiera un gajo de sol en mi mano. Cuando vi la foto y vi a mi papá ¡sentí su mirada! Porque, niña bonita, mi papá ve directamente a la cámara, ¡me ve a mí! Don Ramiro lo ve a él y don Ricardo mira a don Roque. Pero don Roque y mi papá ven a la cámara. Perdón, de veras perdón, pero ellos dos me están viendo. Saben que un día, la hija de don Roque me topará en la esquina de Jesusito y me dirá que tiene una foto donde su papá y mi papá me están viendo. ¿Qué me quieren decir? Pues esto, que siguen ahí, don Roque tocando su tololoch y mi papá tocándome el corazón. Están echando cervecitas, están en la chorcha, en la intimidad de la plática. Y yo, eterno curioso, los miro desde este tiempo y doy gracias a Dios por la bendición de la mirada. Ellos ya están muertos, ya no están, ya no son. ¿De veras? ¿Por qué, entonces, hoy están más presentes que nunca? Casi los oigo platicar, casi casi escucho su sonrisa y el gorgoriteo de sus cogotes a la hora que toman un sorbo de la cerveza. ¡Ah!, dicen, satisfechos después de saborear la cerveza, después de saborear la vida. ¡Ah!, digo yo también.

viernes, 27 de septiembre de 2013

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE EL LIBRO ES PIEDRA DE UNA MONTAÑA





Son pocos elementos: una pared, un ventanal, un letrero, mesas, sillas, un carrito y un rimero de libros. ¿Y ella? Sí, perdón, ¡ella!, la niña bonita, quien tiene las manos en su barbilla y concentra su mirada, tal vez, en algún texto o en algún caminito de la mesa.
Todos los elementos son cotidianos en la biblioteca. ¿Qué es lo inusual de la fotografía? Lo único relevante es el rimero de libros al lado de la niña bonita. ¿Por qué esa montaña de libros a su lado? ¿Los está consultando a todos? ¡No, no creo! Ningún investigador haría tal cosa. Monsiváis se refugiaba detrás de túmulos de periódicos, revistas y libros, pero no los ordenaba como los libros están formados acá. Tal vez, digo que sólo tal vez, la niña bonita juega con los libros, así como los niños juegan con las corcholatas o con dados.
Hay niños que arman casitas con palos y sábanas; hay niños que hacen montañas con arena. Tal vez esta niña hermosa hizo una casita con libros. ¡Hay tantos libros en las bibliotecas que se antoja hacer montañitas! Los lectores aman tanto los libros que sueñan con armar barcos, con hojas de libros; sueñan con hacer aviones, con hojas de libros; sueñan con encontrar la caricia de los amados en medio de las hojas de libros. Porque, así como los libros contienen palabras que resucitan al contacto con el aire, así, las historias que cuentan, resucitan las ansias y los deseos de los lectores.
No sé qué piensan ustedes, pero yo veo que la niña bonita hace todo con gran cuidado. La posición de sus manos indica que su juego sigue una serie de formas geométricas bien definidas. Ante el túmulo de libros que es como un rascacielos neoyorkino, las manos deben adoptar una forma triangular, como si ella debiera adosar la pirámide de Keops al paisaje. Así, ella logra aliar dos culturas, dos entornos. Ella crea, crea espacios y crea atmósferas. Por esto, su cabello es una cascada, una liana, un bordado casi exacto. Porque ante la mezcla de desierto y de megalópolis es necesario agregar un ambiente de selva. Si el lector aguza el oído escuchará murmullos de guacamayas en medio del lento caminar de los camellos.
Ella, la niña bonita, está concentrada. No le importa lo que sucede a su alrededor. Ella pinta su raya y deja que los demás, quienes están en la sala que alberga la Colección General, bailen en otras pistas. Ella, sin asomo de duda, formula su Colección Particular. Ella, sin titubeo, crea su propio juego. Un juego donde los libros sirven para leerlos, para hacer construcciones endebles, pero infinitas. Ella arma, con libros, un mundo con alas de colibrí. Porque (así se ve) su espacio es como de agua clara, como de cielo sin humo, como de letra afectuosa, casi amorosa. Las nubes de afuera llueven tragedias en otros valles. Su ciudad está hecha con ladrillos de palabras y no existe ni un solo carro que contamine su aire, su emoción de sonata de Bach.
Si el lector ve con atención observará que la luz de afuera se difumina al pasar a través de los cristales, camina de puntillas, un poco como para no despertar el sueño que acá comienza a elevarse. Todo es como una nube sin guijarros, pared sin espinas.

miércoles, 25 de septiembre de 2013

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE TODO ES COMO UN RENACIMIENTO





Hay una comunidad que se llama Bajucú. Bajucú fue una hacienda. Cuentan que la propietaria, doña Chayotona, era una mujer bragada y déspota. Cuentan que explotaba a los indios. Llegaba a las chozas y les quitaba tortillas a las mujeres indígenas. Un día, esa hacienda, de cientos de hectáreas se convirtió en ejido y la casa grande pasó a formar parte de la comunidad. Lo que fue espacio de ignominia hoy está convertido en un espacio lleno de luz, ya que es un bachillerato donde acuden muchachos de la comunidad. En esta fotografía se aprecia un tramo del corredor principal. Las columnas son de madera, madera con grietas; el piso es de ladrillos, ladrillos con arrugas. Estos dos elementos son testigos de los hechos acá narrados. Si algún vidente pasara las manos sobre el piso y sobre las bases de las columnas podría contarnos cómo era la vida en ese tiempo. ¿Doña Chayotona se sentaba en la poltrona y, desde ahí, miraba cómo los indios trabajaban para ella? ¿Cuál fue el goce de esa mujer al acumular tanta riqueza?
La columna del primer plano está abierta. Está ya inclinada, casi a punto de derrumbe. El tiempo la ha abierto como si su cáscara fuese de nuez. Está abierta en la base, abierta en su cilindro. ¿Qué sucederá cuando el pilar se abra en dos? ¿Qué mostrará en su interior? ¿Será que sólo brotará la tierra que, como agua, comienza a chorrear en su base y que parece llenar el interior del bote que hace las veces de maceta?
Si el lector ve con atención observará que todo es exuberante. Exuberante el verde que circunda el patio, exuberante el blanco y negro de los pilares, exuberante el rojo deslavado de los ladrillos. Siempre fue así, exuberante la talega llena de monedas de oro que acumuló la vieja, exuberante la miseria de los hombres del maíz, exuberante el cielo siempre azul de Bajucú.
¿Qué acción provoca la fractura del pilar? ¿Es el comején del tiempo? ¿Es la afrenta que ya se abre a la luz para exorcizar la penumbra de antes? Ahora, los muchachos tojolabales ríen y corren en los patios; aprenden la ciencia y el arte en las aulas. Los salones, que antes fueron espacio exclusivo de la Doña, hoy son ventanas para un sueño de libertad. ¿De veras ahora los hombres originales son dueños de estos espacios? No lo sé. Cuando menos ahora los muchachos ya no tienen que pagar el derecho de pernada; ahora ya no son sujetos de las tiendas de raya. Ahora, ellos, en el viejo horno de la hacienda, preparan pan y salen a venderlo en la comunidad, y el fruto de la venta es para ellos.
La grieta de la columna es como un llave donde, en lugar de agua, brota la tierra, negra, oscura, como la noche del siglo anterior. ¡Dios mío! ¿Qué pasará a la hora que el manantial se agote y sólo el aire comience a salir de esa llave? ¿Qué cubeta sirve para contener el aire que mana libre? ¿Qué cielo es tan azul para el verde del patio? ¿Y si doña Chayotona “enterró” las monedas de oro en cada uno de los pilares y ahora, por esto, las columnas se abren en intento de parir luz? ¡Ay, el Arenillero, qué iluso, qué tonto, qué azul tan deslavado!

lunes, 23 de septiembre de 2013

TARDE DE PALOMITAS





Imaginá que te llamás cartel de cine. Imaginá que sos un simple pedazo de papel que sirve para promocionar una película. Sí, lo siento, en tu cuerpo aparecen las fotos y los nombres de los más grandes actores del mundo, pero vos no sos más que un cartón con nombre general. Es una pena, pero en el mundo te tocó ser un simple cartel. Y vos sabés que carteles se tiran por miles y miles. Debe ser difícil aceptar que no sos original, sino una simple copia.
En tu piel está tatuado el nombre de Brad Pitt, de Julio Alemán, de Meche Carreño, de Brian de Palma, de Woody Allen, de Madonna, de Isela Vega y de cientos de artistas y directores famosos, mas sin embargo vos sos un anónimo intrascendente. Sólo vivís en el recuerdo de algún coleccionista o en las bodegas húmedas de la Cineteca. La gente pasa a tu lado, te ve, de forma apresurada, y sigue caminando. Puedo decir que el momento álgido de tu vida está circunscrito al periodo previo al estreno y durante la temporada de exhibición. Si sos cartel de una película de dibujos animados tu vida comienza uno o dos meses antes de las vacaciones de verano. Estás pegado en muchas paredes, ahí seguís mientras se forman las interminables filas de niños en tardes de estreno. Tal vez ese es el único instante en que podés sentirte orgulloso de vivir. Los niños miran tus dibujos, mientras llevan sus combos en charolas de plástico y popotean la pepsi y meten la mano en el vaso de palomitas.
A veces te toca ser “el malo” de la película, porque he visto carteles que promocionan películas de terror y provocan el llanto en niños inocentes. Porque hay niños, lo sabés, que no son aficionados a la sangre y a las bobas historias de los zombis.
Pero, bueno, si de imaginación hablamos y ya que te tocó ser un simple cartel, ¿por qué no imaginás que sos cartel de una de las diez mejores películas del mundo? ¿A poco no te gustaría ser cartel de una película de Tarkovsky o anunciar, a través de una imagen bellísima, la película “Lo que el viento se llevó”? Sí, tal vez tu posibilidad de trascender en la vida está en el destino de ser cartel de “El Ciudadano Kane” o de alguna película de Kurosawa o de Mizoguchi. Aunque, acá entre vos y yo, a mí me gustaría que fueras cartel de una película erótica; me gustaría tenerte pegado sobre la cabecera de mi cama para apreciar la foto eterna de Marilyn Monroe.
Pero, a veces, vos sabés, el destino es cabrón y te arrebata la posibilidad de elegir y te maldice con una línea de cal ya trazada. Y entonces no te queda más que ser un simple cartel que anuncie una película del Chavo del Ocho (cuya calidad siempre sacó cero).
Ah, qué pena debés sentir al reconocer que tu abuelo fue cartel de la famosa película de Vittorio de Sica: “Ladrón de bicicletas”. Qué coraje debés sentir al saber que tu tía Arcadia fue cartel de la película “El jardín de tía Isabel”, donde actuó el niño bonito, llamado Javier Esponda, uno de los pocos comitecos que incursionó en el cine mexicano.

sábado, 21 de septiembre de 2013

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO EL TIEMPO ES UNA BOLSA LLENA DE PROMESAS





Querida Mariana: tus tiempos son tiempos de “tuitear”, los míos fueron tiempos de “vosear”. Vos de ¡tú! y yo de ¡vos!
Perdoná estas boberas, pero aún me sigue dando vueltas en la cabeza lo que me dijo Alicia. La otra tarde fui a su casa, me invitó a tomar una taza de té, en el corredor lleno de helechos y piso de ladrillo. La casa de Alicia es bella, está por el barrio de San Agustín. Ella cuenta que ese barrio se llamaba “Santana” (así me sonó, como si el santa ana de la santa o del que cedió territorio mexicano a los gringos se uniera en un solo vocablo). No sé si “San Agustín” tuvo otro nombre. Pensé en preguntarle a Amín Guillén o al arquitecto Pepe Trujillo, quien es nuestro cronista municipal, pero no he tenido tiempo. En medio del “viboreo” de la tarde con Alicia ella me dijo que te envidiaba. Me puse chento porque pensé que a ella le gustaría ser la consentida que sos vos. ¿Envidiás a Marianita? ¿Por qué?, pregunté. Y ella diluyó mi emoción. Me dijo que le dabas envidia porque vos recibías cartas. “¡Ah! -dijo ella- ahora ya nadie escribe cartas y por lo mismo nadie recibe cartas”.
El otro día, Jaime me preguntó si la oficina de correos aún existe. Sí, le dije, todo existe. Y comencé a hacer un recuento de la existencia de los chunches de correos: aún hay sobres aéreos y terrestres, sellos postales, papel especial para cartas y plumas fuentes. ¡Uf, el mundo postal está salvado! Claro, ahora, con estos chunches electrónicos, como teléfonos celulares, Ipad’s y computadoras personales, el correo ha perdido vigencia. ¿Qué niña bonita envía una carta a Europa si puede entrar al Internet y conectarse de manera casi instantánea con su amado? El otro día Samuel Albores Amezcua (talentoso comiteco que radica en Buenos Aires, Argentina) me dijo que tiene comunicación con sus papás, casi a diario, a través de skype. ¿Quién es el audaz que se pone a esperar una respuesta a través del correo? ¡Uf! En mis tiempos había gente que enviaba cartas a México vía terrestre. ¡Por el amor de Dios! Si hacerlo por vía aérea era todo un lío de cuerdas, hacerlo por vía terrestre era casi casi la muerte. Cuando había un encargo realmente urgente, las personas usaban el telégrafo. “Mamá está un poco malita. Hicieras el esfuerzo de venir a verla mañana. Traé traje negro”. El telégrafo usaba la clave morse y el mensaje era enviado casi de manera inmediata, pero, en el lugar del destino, el encargado debía escribir el mensaje y era preciso que otro empleado se trepara en una bicicleta y llevara el telegrama al domicilio. Si el ciclista era mordido por un chucho o era atropellado ¡el mensaje nunca llegaba! Si los revolucionarios (es un ejemplo pedante, pero ejemplo al fin) cortaban los alambres por donde viajaba el mensaje éste nunca llegaba. Hay mil historias de cartas que llegaron años después. En esas cartas, a veces, iba una declaración de amor. La tía Esperanza se enteró que un pretendiente la amaba ¡cuarenta años después!, cuando ya el camino no permitía el regreso. ¡Qué esperanza! ¡Dios mío, cuántas torceduras de destino provocó el correo postal!
Alicia te envidia, pero no porque vos y yo seamos “encuache”, te envidia porque vos ¡recibís cartas! Y si lo pienso tantito, tiene razón. Conozco a una niña que estudia en el Cbtis 108, Olga Guadalupe, que nunca ha recibido una carta en su vida. ¿De veras?, le pregunté cuando me lo aseguró. Sí, dijo, de veras. Y así como Olga debe haber mil doscientas treinta y dos comitecas bonitas más que no saben lo que es recibir una carta. Ahora bien, ¿cuál es el encanto de recibir una carta? A pesar del tiempo eterno que duraba recibir una carta, su encanto radicaba en la cercanía. ¿Qué significa esto de cercanía? ¡Te cuento!, perdón por ponerme de ejemplo. Cada vez que te escribo, abro la gaveta del escritorio, saco una o dos hojas de papel opalina, color hueso y una pluma fuente. Estos chunches me sirven para decirte todo lo que deseo. Cada vez que te escribo lo hago como si estuvieses a mi lado y te hablara en susurro, con una voz de ala de colibrí para que sólo vos me oigás. Existe el riesgo de que la carta caiga en manos ajenas y el propietario de estas manos se entere de las cosas íntimas que te digo, pero no me preocupa demasiado. Sé que otra de las características inherentes de las cartas es el morbo. Cuando estudié en la UNAM, en la ciudad de México, esperaba con ansias las cartas de mis papás y de mis amigos (sólo ocasionalmente recibí cartas de niñas bonitas de las que yo estaba locamente enamorado, con la misma intensidad con que ellas estaban enamoradas de otros). Esa espera no he vuelto a experimentarla. Cuando una carta llegaba era día de emoción. A veces, compartíamos con los amigos que vivíamos en el mismo departamento las noticias de Comitán; a veces, qué aventados, quienes tenían novias nos compartían las palabras que sus niñas les escribían. Estas cartas eran las mejores porque, siempre, vos lo sabés, los enamorados destilan miel, pero también, de vez en vez, destilan sudor sensual. La novia de un amigo nuestro pudo haber sido una de las más grandes escritoras de la lengua española, porque tenía una gran capacidad para narrar los deseos que la imagen de su amado le provocaba. No sé si podás entender la emoción de mi amigo al recibir una carta enviada desde nuestro pueblo que estaba a mil y pico de kilómetros de distancia. Nuestro amigo se encerraba en el cuarto y se quedaba ahí, solo, horas y horas leyendo y releyendo la carta. Ya en la noche, cuando nos acostábamos los tres amigos que compartíamos cuarto, él prendía una lámpara de noche y nos decía que leería pasajes de lo que su novia le había enviado. Nosotros colocábamos las manos en la nuca y nos disponíamos a escuchar la lectura. No sé qué imaginaba Jorge, el otro escucha, pero yo imaginaba que esas palabras eran dirigidas para mí por mi novia “virtual”. Ella, después del saludo común y de dar noticias de cómo estaban sus papás, hermanos y amigos en común, dejaba el pasillo de lo cotidiano y entraba, por así decirlo, a la recámara de lo íntimo. El novio tragaba saliva conforme iba leyendo y nosotros, cada uno en su cama, oía con atención, con las manos sudadas, la descripción de ella. Cada palabra que ella decía era como una mano acariciando la nuestra; a veces su mano dejaba la nuestra y subía por el brazo y llegaba al pecho. Nunca lo dije, pero siempre pensé que esa muchacha era una gran narradora porque nos hacía vivir con una intensidad contenida. Con una capacidad innata hacía que el novio y ella se encontraran, por ejemplo, en la sala de la casa, mientras sus papás cenaban. Entonces, en un prodigio de imaginación y de atrevimiento, ella se paraba y le pedía a él que le acariciara los pechitos (porque eso sí todos podíamos asegurar que ella no tenía los pechos grandes). ¡Dios mío, cómo se atrevían a hacer eso cuando en el cuarto de al lado estaban los papás cenando en silencio, pendientes de lo que ellos platicaban! De acuerdo con la descripción ella le contaba al novio un cuento que la maestra de español había dejado de tarea. ¡Qué niña tan pícara y perversa! ¡Deliciosa! Mientras hablaba como cotorra australiana, se desabrochaba el brasier y tomaba una mano de él, la metía debajo de su blusa y, cerrando los ojos, la guiaba. Con su mano guiaba la mano de él, para que acariciara su pecho, primero uno y luego otro. Los papás (así lo contaba) continuaban, en silencio, tomando su café con pan y ella, casi gritando, para que los papás estuvieran tranquilos, contaba: “y Alicia le dijo a la ovejita, me gusta cuando pastas por mi patio. Y la ovejita, con su lengua húmeda, besaba las flores del patio y ella, Alicia, tomaba con su mano la vara, dura, dura, de la flor más bella y, la acariciaba hasta que algo como rocío humedecía su mano”. ¡Dios mío, y esto mientras los papás, confiados, satisfechos, remojaban el pan en la taza de café! Nosotros, Jorge y yo, sentíamos mucho calor, pero no nos quitábamos las colchas, tal vez porque el prodigio de la carta hacía que se endureciera “la vara de la flor más bella”. Cuando nuestro amigo miraba que nos calentábamos de más, como que le entraba cierto aire de pudor y suspendía la lectura. “Ya, ya”, decía y apagaba la luz. Siempre pensamos que la continuación de la carta era más encendida, más íntima. Por esto, un día, tratamos de abrir la gaveta donde nuestro amigo guardaba celosamente cada carta de ella, pero no lo logramos. Así que fuimos por un cerrajero y lo llevamos al departamento. Estábamos dispuestos a todo, con tal de saciar nuestro morbo, pero justo cuando llegamos al edificio vimos que nuestro amigo (el novio) estaba en la puerta del elevador. Había regresado demasiado temprano de la Universidad. No nos quedó más que seguirnos de frente en el estacionamiento y decirle al cerrajero que habíamos perdido la llave del carro. ¡Bonita pendejada!
Este misterio y esta seducción lo permitían las cartas. Ahora todo es inbox, todo es msn, todo es tuit.
Las cartas tenían mil ventajas y mil desventajas, pero de las primeras la más hermosa era su posibilidad de tender puentes en la distancia. Eran hilos de luz que nos acercaban a nuestros amados territorios, los que desde siempre habían sido nuestros. Vivíamos, temporalmente, en una tierra distante y ajena. Las palabras de nuestros afectos comitecos eran como una pomada a mitad del corazón, eran como una nube para iluminar nuestros cielos un poco grises, un poco llenos de smog.
Mi amigo nunca traicionó la confianza de su novia, sólo extendió la mano que ella, generosa, amorosa, le tendía desde la soledad de su cuarto. Porque una carta puede escribirse en cualquier lugar, pero hay lugares idóneos. Las cartas de amor, mi amor, deben escribirse en la soledad del cuarto y a la hora que el sol se oculta. Los amantes, lo sabés, necesitan la complicidad de la penumbra. Por esto, la novia de nuestro amigo siempre le describía escenas nocturnas. Nunca contó un encuentro casual a la hora del desayuno (¡qué asco!) Sus encuentros siempre fueron de noche y en lugares especiales. Yo recuerdo, como si ahora mismo lo estuviera escuchando, la carta donde ella contaba el encuentro que tuvieron en la recámara, una noche en que los papás habían ido al cine. Describió, como si fuese Cortázar, en un capítulo de Rayuela, cómo colocaban una serie de hilos y campanas que tocarían a la hora que sus papás abrieran la puerta y cómo el novio debía escapar por el patio. Como si fuese una escena real la vivimos y junto con nuestro amigo subimos la escalera, colocada en el patio, y saltamos a la calle.

Posdata: no es poca cosa lo que diré: hay niñas que nunca han recibido una carta. Pudiera parecer algo intrascendente, pero si hago cuentas de que también hay niñas que nunca recibieron una serenata con marimba; niñas que nunca supieron lo que era dar vueltas y vueltas en el parque para recibir las miradas de los pretendientes; niñas que jamás de los jamases supieron lo que era ser besada en el interior de un carro a la hora de la función de un autocinema, entonces pienso que el mundo se está desintegrando, porque ahora, en esta vorágine de la instantaneidad, todo se ha vuelto como más plástico. Sonrío cuando veo a una muchacha bonita con una rosa en la mano, cuando miro al muchacho bonito que hace intentos de tomar la mano de ella. La bendición de la vida está en lo sencillo, en lo mínimo y en la sugerencia. A través de las cartas de los afectos comitecos vivimos y sobrevivimos la distancia. Cuando la ciudad de México nos mostraba sus grietas más hondas siempre apareció la luz, a través de una carta. La novia de nuestro amigo nunca supo todo el bien que nos hizo (de manera especial a mí); nunca se enteró que el novio leía sus cartas de manera compartida. Que Dios la bendiga a ella y que Dios, de igual manera, sea generoso con nuestro amigo que fue generoso con nosotros. Ahora cualquiera diría que era un “open minded”. Sé porqué lo hizo, nos veía tan desvalidos, tan sin cobijo, que él nos compartía un cacho de esa sábana limpia que ella le enviaba. ¡Ah, qué ricas cartas escribía! ¡Qué cartas tan llenas de montañas! ¡Qué plenas de leños para hacer la fogata!
Niña viento, no vayás a enojarte, un día le escribiré una carta a Alicia sólo para que sienta qué se siente al recibir una carta, sólo para que tenga “su primera vez”.

viernes, 20 de septiembre de 2013

EN LA TOTAL OSCURIDAD





A veces divido el mundo en dos. Ayer lo dividí en: mujeres que son como un punto negro y mujeres que son como un negro en su punto.
La mujer punto negro vuela como ojo de gaviota. Se confunde con la sombra y con una ola que nunca llega.
Ella saca papeles de su bolso y hace barquitos de papel que suelta a mitad de un desierto. Cuando camina sus huellas son como fichas de dominó o como postales de cielo a media noche.
Sus manos están acostumbradas a acariciar mesas y puertas de restaurantes, ventanillas de tren, maletas en escaleras de hotel de tercera. Sus pies están acostumbrados a caminar los puentes de invierno, así como a correr sobre las duelas de las arrugas.
Cuando habla lo hace deletreando cada palabra, porque sabe que las letras están hechas de puntos. Todo en el universo está hecho con puntos. Punto y aparte para recorrer la muralla china; punto y seguido para seguir al amante; punto y raya para delimitar el espacio donde los caballos se deshacen en competencias; punto final para dejar las cosas sobre el límite del patio; dos puntos para dejar el deseo sobre las camas desatentas, en cuartos de hotel, en baños sucios, con los basureros llenos de papeles con mierda y con orines.
La mujer punto negro sabe que es como un agujero del universo. Toda luz la absorbe, nada la contiene. Ella sueña con ser cantante de pop y deshacerse en un solo de guitarra a la hora que la multitud aplaude y se vuelve una baqueta de batería.
No entiende el caos que propicia el vuelo de un gorrión, ni vislumbra el aliento que se derrama en el llanto de un niño en madrugada. Las luces del escenario son como vías de tren para un destino cierto. Fuma, a medianoche fuma. Lo hace porque el humo es tan solo un punto en el fuego del mundo.
Suma, porque, desde niña le enseñaron a sumar puntos para ganar cubetas de plástico o carritos de madera o muñecas sin yardas. Suma, porque la sumatoria de una ecuación es como un cadalso para la hora del desasosiego. Si alguien la invita a salir; si alguien le dice que le gusta; si alguien el micrófono de lado o a mitad de la entrepierna, ella se convierte en árbol para la fuente, en agua para la lluvia, en destello para el sol que no se duerme.
Reza. Aunque el lector no lo crea, ella, la mujer punto negro, es creyente. Cree en el Dios negro, en el que fue antes del que ahora es. Cree en el Dios que retozaba, tranquilo, antes de que el Dios presente dijera “hágase la luz”. Cree en el punto negro que es la síntesis perfecta del agujero negro, del universo. Porque un día, tal vez una noche, la sociedad de agujeros negros se pondrá de acuerdo y hará la revolución para que el universo no sea esta panacea fragmentada de soles, sino el perfecto encuache de un punto con los demás puntos; sólo una masa, un entero, un todo, donde el día sea eterno.
A veces divido el mundo en dos. Mañana lo dividiré en mujeres que son como platillos voladores y mujeres que vuelan sin platillos ni tenedorcillos.

miércoles, 18 de septiembre de 2013

PARA EL INSOMNIO DE LOS BOLOS





A veces divido el mundo en dos. Ayer lo dividí en: mujeres que son como bancas de templo y mujeres que son como barras de cantina.
La mujer barra de cantina lleva huellas de trapos sucios, de manos mojadas, de olores de ron y de lágrimas de desamor.
Canta, pero no lo hace encima de alguna rama, canta a la hora que el ventilador hace volar los papeles del escritorio, a la hora que la puerta se cierra, a la hora que una mujer se mira en el espejo y encuentra las imágenes de cuando fue niña.
Le gusta caminar por la playa, en la noche, al amparo de las fogatas. Le gusta el balcón donde un hombre toca la guitarra, donde el viento se detiene a escuchar los grillos del aire.
Ella es como un tejado que no admite losas de cemento, como una carretera sin baches, como un piano que deshace el piso bandoneón y la azotea flauta.
Sale al balcón y advierte que la tarde es apenas un hombre que pide aventón en la carretera. No importa el destino, sólo importa el sol para la mochila, la lluvia para el ánimo, la pintura para el pie que camina por las líneas que circundan al cielo.
No le importa el mar o el puente. Sólo le interesa el arco que es entrada para la alegría.
Aún cuando no tiene vocación de náufrago sostiene la piedra de los hombres que piden una cerveza fría o un Martini.
Está hecha de madera, de madera como si fuese un árbol, como si fuese una marimba, como si fuese la tapa de un ataúd.
Está hecha para que los hombres y mujeres se recarguen sobre ella, para que sea el atril de sus historias, para la luz que no llega.
La mujer barra de cantina se deshace al conjuro de un puño o de una patada, porque sus ventanas están hechas de sal y no de sol.
Le gustan los hombres que se golpean arriba de un ring; envidia a las mujeres que caminan por el viento de las plazas. Ella, ¡qué pena!, siempre debe estar adentro de cuatro paredes; siempre a la espera de que un mesero le limpie el pecho, las nalgas y la conciencia.
Imagina que la luz es como el humo de un cigarro y por esto alimenta la oscuridad. No sabe, no puede saberlo, que la vida es más que un reflector, más que un arco iris, más que una lámpara sobre la vía de tren.
A veces, en muy contadas ocasiones, sueña en un libro y cree que la palabra libertad puede ser el cayuco que la conduzca por ríos sin protección.
No le salen las cuentas, nunca le salen. Se ayuda con los dedos para contar los días de la semana y de los meses. Cree que enero puede ser un mes con dieciocho días y que diciembre puede, asimismo, ser de dos días, tres máximo.
A veces divido el mundo en dos. Mañana lo dividiré en: mujeres que son como un paño de luz y mujeres que son como la luz envuelta en paño.

sábado, 14 de septiembre de 2013

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO LA LLUVIA MOJA EL ÁNIMO





Querida Mariana: llueve, llueve mucho. Los niños se divierten, chapotean en los charcos, hacen barquitos de papel y los sueltan en los ríos de las calles; los jóvenes, muchachos bonitos, aprovechan y se resguardan de la lluvia en los quicios de las puertas, se abrazan, húmedos, empapados; los atrevidos caminan como si la lluvia fuese el sol o el aire; y los automovilistas mientan madres cada vez que caen en un charco.
Llueve, llueve como nunca, como siempre. Este es el mes que más llueve, dicen los expertos. Mientras una lluvia de confeti aparece como preámbulo de las fiestas patrias, la bandera mexicana también se empapa, se empapa de los aires y de los cielos.
La lluvia es la misma para todos, pero no todos la reciben igual. Esto es porque todo depende del “color del cristal con que se empaña”. La otra tarde, por cuestiones de trabajo, caminé entre la lluvia, debajo de un paraguas. Mis zapatos se mojaron. ¡Odio que los zapatos se mojen! ¡A mí no me gusta mojarme! Nunca he sido de aquéllos que salen al patio, abren los brazos y, como si bailaran la danza de Zorba, el Griego, dan vueltas y vueltas debajo de la lluvia. Yo soy como los viejitos, me gusta ver la lluvia desde un lugar techado. Me gusta, en tardes de lluvia, estar en la sala de mi casa. Veo la lluvia a través de la ventana. Escucho jazz, me preparo un té de limón y leo. Leo sin sentarme. Camino por la estancia mientras leo, mientras escucho la música, mientras la lluvia, desesperada, se descuelga del techo.
Si, por cualquier asunto ajeno a mi voluntad, estoy en la calle cuando llueve, busco un lugar para resguardarme. Un día estaba cerca del templo de Jesusito y ahí busqué protección. Éramos tantos que parecía tarde de rezo de rosario; éramos tantos que una señora, con chal y chanclas de plástico, dijo: “Diosito está contento”, y rió. Llevábamos media hora a resguardo cuando un hombre empapado llegó, se abrió paso entre los diez o doce que tapábamos la puerta y, como perro pastor alemán, se secó el cabello con ambas manos y “pringoteó” a todos. La señora del chal puso cara de veladora apagada y se limpió, mientras decía quién sabe qué tantas cosas en un tono de teniente de ejército. Entonces comencé a ver la cara de cada uno de mis acompañantes: las caritas de los jóvenes que se abrazaban, sin ningún morbo (porque estábamos en el templo), eran caritas apacibles. Ella pensaba en quién sabe quién. Su mirada parecía extraviada, porque su pensamiento no estaba en el templo, casi podía asegurar que no estaba en Comitán. Su pensamiento, lo aseguro, estaba en otros territorios, en otra piel. Y digo esto porque su cabeza la tenía reclinada sobre el hombro de él, pero una venda de nostalgia cubría sus ojos, y pensé, ¡Dios bendito!, en una cita de la película “Antes del amanecer”, que dice: “no hay mayor grieta en la vida que estar con alguien pensando en otro”.
La lluvia, mi niña bonita, no sólo alimenta a las plantas, también moja a la nostalgia, la hace reverdecer. Cuando llueve miro, a veces, a ancianos, sentados en el balcón de sus casas, mirando las calles. No hacen más que ver cómo se desgrana la lluvia. Los chorros caen inclementes y, a medida que la lluvia se intensifica, miro cómo, a los viejos, les nace una capa de moho en su ánimo. Los veo a través de los cristales y ya no sé si sus caras se empañan por la lluvia o por las lágrimas. La lluvia es la madre de la nostalgia. Cuando el sol está en plenitud, veo a la vida llena de luz, pero, cuando llueve…
Hay gente que ama la lluvia. Yo no. Pienso que la lluvia jode la posibilidad de ir a volar papalotes. No se trata sólo de la imposibilidad física de hacerlo, sino del ánimo para remontar el vuelo de algo. Las mismas aves buscan cobijo en las ramas y no se atreven a volar. Estoy casi a punto de asegurar que los ángeles tampoco vuelan; tal vez por esto cuando llueve se intensifican los accidentes: la gente resbala, los automovilistas chocan. El ángel de la guarda, la dulce compañía, que no desampara ni de noche ni de día, parece que hace una excepción a la hora que la tormenta se deshace en mil fragmentos.
A María sí le gusta la lluvia. Ella tiene veintiún años, es como una orquídea en plenitud, flor que se abre apenas para mostrar su pistilo. Ella dice que ama la lluvia. Le encanta salir de su trabajo, mojarse a la hora que camina; dice que adora subir los peldaños del parque que están frente a la fuente. Esa escalinata se convierte en una ligera cascada cada vez que llueve, como si el Iguazú o el Niágara fueran también niños jugando en Comitán. María dice que le fascina recibir el impacto del agua contra sus pies cuando sube las gradas. Es un poco -dice- como si las gotas de agua fueran miles y miles de tzizimes saliendo de sus grutas. A María le gusta llegar a su casa, abrir la puerta y desvestirse conforme avanza por el pasillo al baño; le gusta llegar, ya desnuda, ya plena, con una sonrisa, a la regadera y recibir la misma agua, pero tibia, caliente, caliente. Le gusta salir del baño, enredarse la toalla en la cabeza, ponerse una bata, ir a la cocina y preparar café; le gusta tomar una taza de café, subir las piernas al sofá, prender la televisión y buscar una película, mientras sabe que su amado corre, debajo de la lluvia, por en medio de los carros, por en medio de los chorros que caen de las gárgolas de latón, para llegar pronto y hallar a su amada, dispuesta, plena. A María le encanta estar en espera de su amado, con las piernas sobre el sofá, envuelta sólo en la bata, dispuesta a la vida, a dejarse mojar por el agua tibia de las manos de su amado, por el cuerpo empapado de él. Bueno, mi niña, la edad ayuda. Los viejos no podemos hacer ya lo que María hace. Yo no puedo estar desnudo. Siempre, aún cuando no llueva o no haga frío, llevo una chamarra o un suéter. Este comportamiento debe ser porque, de niño, mi mamá nunca dejó que saliera a mitad del patio y disfrutara la lluvia.
Pero las tardes de lluvia, igual que las tardes en que se va la luz, posibilitan encuentros. El tío Eugenio, quien por lo regular siempre está solo, como barco abandonado, en la esquina de la sala, se ve rodeado de los nietos, quienes, por la lluvia, no tienen permiso de salir de casa. A veces, alguien propone sacar un juego de mesa (basta un bonche de barajas españolas o cartones de lotería). El juego de mesa es como un conjuro para evitar la nata de la nostalgia.
Tal vez en Arriaga hay menos gente que huye del agua, allá la lluvia es tibia. En Comitán, mi niña de aire, el agua de lluvia es fría. Esto me da mucha pena. Ahora que el mundo entero celebra los cincuenta años de la novela “Rayuela”, de Julio Cortázar, recuerdo (es un decir) lo que el autor contaba en algún capítulo de dicha novelilla. Julio contaba que Horacio Oliveira y La Maga caminaban por el Pont-Neuf, bajaban y llegaban hasta donde vendían peces, ahí, en la segunda tienda, una mujer siempre recordaba que (hablando de los peces) “el agua fría los mata, es triste el agua fría…”. En Comitán llueve agua fría. La gente que tiene espíritu de pez se apaga con la lluvia, comienza a asfixiarse, a sentir el filo de la muerte.
A mí no me gusta caminar debajo de la lluvia. Odio que se humedezcan mis zapatos; odio que se humedezcan mis pies, mi ánimo, mi espíritu. Me gustan los días soleados, cuando existe la posibilidad de ir al campo y echar a volar todos mis papalotes.
El agua, lo sabés, ¡da vida!, pero también trae aparejada la muerte. El otro día, después de un aguacero marca diluvio universal, grado 6, salí a caminar por los barrios bajos de nuestro pueblo (lo de barrios bajos lo digo sólo en términos geográficos). Caminé eludiendo charcos. Cuando llegué a una esquina vi, junto a un poste, un perrito muerto. En medio de un charco de agua (casi una pequeña laguna) estaba el animalito, recargado sobre el poste. Parecía dormir. Estaba con los ojos cerrados, con la trompa abierta, con el pelambre húmedo repegado al cuerpecito que era como un tronco devuelto a la tierra lodosa, odiosa, babosa. ¡Ahí estaba la muerte enredada en la vida! El agua amarillenta, casi color chocolate, color caca, permanecía en suspenso, ahogada en su propia vida. Horas antes, el agua se había desbordado. Traviesa, el agua, se había dedicado a correr por las calles, trepar por las banquetas y por las fachadas de las casas. Horas antes, el agua era como una bendición de jauría, como si Dios regara granos para que nosotros, simples pájaros de almanaque, pudiésemos picotear la vida. Y horas después, la síntesis del agua, era el perrito de los ojos cerrados, el trapo olvidado que un día, también, fue vida. El perrito, igual que el agua, un día corrió por las calles y trepó a las banquetas.

Posdata: llueve, llueve mucho. Ayer en la tarde no salí de casa. Miré que por el rumbo de Las Margaritas estaba oscuro. Los comitecos sabemos que cuando el cielo de Las Margaritas está lleno de nubes grises, Comitán recibirá el zapotazo de agua. No salí. Me preparé un té de limón y leí y escribí. Leí el libro “Hablando de mujeres y cabrones”, de Óscar Palacios. Óscar estuvo en el auditorio de la UDS el miércoles pasado. Ahí Malena Jiménez y Angélica Altuzar fungieron como presentadoras. Los muchachos universitarios estuvieron pendientes de los comentarios. El librincillo contiene una serie de microrrelatos que da cuenta de la violencia contra la mujer. La tarde de ayer leí y escribí, mientras las nubes negras Margaritenses llegaban a Comitán y se disolvían con la furia de una mujer que barre el tiradero dejado por sus hijos. Leí y escribí. Escribí dos o tres páginas de mi cuarta novelilla: “La primera vez que fui al cine”.
Mi maestro de cuento, Rafael Ramírez Heredia, el famoso “Rayo Macoy”, que ya anda jugando cubilete con Rulfo y demás escritores muertos, recomendaba que el título de un cuento o de una novela debiera escribirse al final de la escritura. Yo, terco, necio, hago lo contrario. Es, probablemente, una estupidez, pero así funcionan mi mente y mi corazón. Una tarde cualquiera digo que escribiré una novelilla y busco un título y a partir de ahí, como si fuese la primera línea del corpus del texto, comienzo el dulce y tierno trabajo de la escritura.
Hay gente que se molesta por la molesta lluvia, porque no puede salir de casa. A mí no me preocupa la lluvia (bueno, sí me preocupa cuando me pilla a mitad del parque o en el barrio de El Cedro). No me preocupa porque me gusta estar en casa. Ahí leo, dibujo, pinto o escribo. “¿Y no te aburrís?”, me preguntó Daniel un día. ¿Cómo voy a aburrirme si hago lo que me produce placer? Cuando uno tiene una pasión busca pretextos para estar con ella todo el día. Mi compa Armando no mira la hora de que llegue el miércoles para sentarse en el sillón de su sala, prender la tele y mirar el partido de fútbol. Vos no mirás la hora de que llegue el fin de semana para que nos miremos un ratito en nuestra banca del parque (esto lo agradezco. Agradezco que me regalés un poco de tu tiempo, tiempo que valoro y que deseo). Dicen los sabios que la pasión es el émbolo que impulsa la vida. Sin pasión la muerte aparece. Por esto, cuando, desde mi ventana veo cómo llueve afuera veo que el agua se deshace con pasión, como si en ello se le fuera la vida, como si en ello sembrara la cuerda de la esperanza.
Llueve, llueve mucho. Prendo la televisión y miro a la muchacha bonita que, con un collar que le llega al pecho, pronostica que durante la tarde habrá precipitación. Y pienso en la palabra: precipitación y miro que rima con pasión. Por eso el agua se precipita como se precipita y cada vez que se precipita por la montaña pita como tren, como si fuese ese tren que llaman La Bestia. La lluvia es un tren que, siempre, se descarrila, se sale del cauce madre. Por esto a mí no me gusta salir cuando llueve. Cuando hay un día soleado mejor voy a ver el agua de la fuente, ella no moja, sólo da vida. Ah, el agua. ¡Ah, la vida!

viernes, 13 de septiembre de 2013

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE UNA VARA SOSTIENE EL MUNDO





“Denme un punto de apoyo…”. Así decía un famoso físico. Él quería mover el mundo. ¡Pobre! Hay niños, como el de esta fotografía, que con un punto de apoyo mueve el universo.
La historia es sencilla. Los trabajadores de limpia del Ayuntamiento podaron los árboles del parque central. Se trata de que el parque esté muy digno para la celebración de las fiestas patrias. Me encanta ver cómo los árboles quedan con melenas nuevas, como “estrenando orejas”, aunque en este caso lo correcto sería decir que estrenan ramas o, más bien, decir que estrenan nostalgia de pájaros. Aunque pensándolo bien, a los pobres pájaros los joden, los joden porque a la hora que el empleado, trepado en una escalera o sobre el árbol mismo, con el machete tuza la fronda, el pájaro no tiene albergue. Debe ser jodido ser pájaro y llegar a tu casa y hallar al machetero deshaciendo el nido que con tanto esfuerzo hiciste. ¿Qué pasa con los críos que esperan al padre con la comida?
Digo que la historia es sencilla porque el niño vio la rama y la tomó. Con una determinación de niño dispuesto al juego tomó con su mano derecha la vara y con la izquierda, como si fuese una simple vaina, hizo la mano para abajo y eliminó todas las hojas. Fue un movimiento como de émbolo. ¡Dios mío! Yo pensé qué sucedería si la rama tuviese espinas, qué si la vara fuera de un rosal. Pero yo soy un inútil, el niño sabía perfectamente lo que estaba haciendo. Como se ve en la fotografía dejó sólo una hoja en el extremo, como si fuese una bandera, como si la vara fuese el mástil de un barco y la bandera también dijera que era una embarcación mexicana surcando los mares, en el mes de septiembre.
Me senté. ¿Qué hará el niño ahora con la vara?, pensé. Como el lector ya advirtió el niño está en un extremo del parque, cerca de la fuente. Cuando el niño desnudó la vara, colocó un extremo sobre la palma de su mano, el extremo más grueso e hizo equilibrio con ella. ¡Santo Dios! ¿Cuánto tiempo hacía que no miraba a un niño jugar con una vara haciendo equilibrio? Los lectores jóvenes tal vez no saben a qué juego me refiero. Igual que la historia, el juego también es muy sencillo. Se para la vara sobre la palma de la mano y, moviendo la mano, trata uno de que no pierda la verticalidad. Ahí va el niño, de un lado para otro, concentrado en la vara erecta, se mueve de un lado para otro mientras trata de evitar lo que la física impone: que la vara pierda la verticalidad y caiga al piso. Ah, cómo se divierte el niño. Todo el patio es para él. Si un peatón pasa por ahí se hace a un lado porque el niño está acomodando el universo. El viento hace la travesura, pero el niño no se deja, mueve la palma de la mano como si pidiera algo al cielo, como si llevara una charola y evitara que las copas rebosantes de champaña se caigan.
¡Qué juego tan simple! ¡Qué juego tan maravilloso! Con una simple vara de deshecho, con un retazo de árbol.
¡Se cae, se cae!, dijo Marianita, que estaba sentada a mi lado, en las gradas del parque. Sí, dije. El niño trató de evitar la caída de la vara con la mano izquierda, pero no lo logró. Tal vez al final pensó que la regla del juego es no meter la mano izquierda. La mano izquierda sólo sirve, en este caso, para quitar las hojas que estorban el incesante crecimiento del universo.
Y pensar que hubo maestros que usaban estas varas para golpear las manos o las nalgas de los alumnos traviesos. ¡Qué pendejos! Nunca supieron que con esas varas podían enseñar a sus niños a jugar a conservar el equilibrio.
Cuando la vara cayó al piso, el niño sonrió y se limpió la frente. Yo le dije a Marianita que eso sí había jugado de niño. Había usado un palo de escoba. Ella me miró y dijo: ¿ya viste, mi niño, sí jugaste? Y yo sonreí. Sí, pensé, después de todo, no soy tan inútil.

PRESENTACIÓN





El Maestro Ornán Gómez me invitó a estar en la mesa de honor donde se presentó el libro “Patrimonio cultural y natural de Chiapas”, de Marco Antonio Orozco Zuarth. Paso copia del textillo que leí.

El maestro dijo: ¡que levante la mano el que sepa la respuesta! El maestro estuvo a punto de sonreír a la hora que Memo, el tremendo de Memo, levantó la mano, pero el maestro luego se dio cuenta que Memo, el cabrón de Memo, sólo hizo la finta, levantó la mano hasta la altura de su cabeza y luego la pasó por su cabello, como si su mano fuese un peine y se peinara.
Nadie. Ningún alumno levantó la mano. Estoy seguro que en el estado de Chiapas pocos, muy pocos, levantarían la mano a la hora que un maestro hipotético dijera: ¿quién conoce bien la historia de Chiapas?
Durante el lapso de nueve años radiqué en la ciudad de Puebla. Como a los dos o tres años de radicar allá impartí un curso de literatura en una escuela particular. Una mañana de lunes me tocó presenciar el homenaje a la bandera. Ya ustedes adivinaron que seguí al pie de la letra el protocolo. Me puse en posición de firmes, saludé, canté el himno nacional mexicano y me sentí orgulloso de hablar el mismo lenguaje, casi casi, en ese instante fui parte de ese conglomerado, como si esa célula me aceptara. Pero, un segundo después el orgullo se fue al basurero, el maestro de ceremonias anunció: “ahora todos, con fervor patrio, entonaremos el himno de Puebla”. ¿What? Todo mundo, menos yo, cantó el himno de Puebla, con fervor patrio. Ese día entendí que algo me distanciaba de esa tierra donde vivía (temporalmente) y me acercaba, en entrega inmediata, a la tierra que había dejado, mi tierra: Chiapas. Y sucedió un fenómeno que aún hoy no puedo explicarme del todo, en lugar de ponerme a aprender el himno de Puebla, busqué mucha información acerca de mi estado natal. Entendí que mis raíces estaban acá y que debía reconocerlas. Sin ellas sería nada. Nunca sería de Puebla y podría, qué pena, olvidarme de quién había sido. Cada hombre es lo que es, gracias a los hilos que conforman el entramado de su personalidad. Entendí que Puebla, igual que Chiapas, era México y mientras el código fue nacional no tuve impedimento para reconocerme como mexicano, pero cuando empezó la singularidad de ese territorio maravilloso, debo reconocerlo, mi condición de chiapaneco se opuso.
Por esto, ahora, con satisfacción, recibo el libro de Marco Antonio Orozco Zuarth, destacado cronista de Tuxtla Gutiérrez y un empecinado promotor de la cultura. Este libro es una ventana que nos permite ver a través de ella y sentir que todo está al alcance de la mano. Nada de lo que está acá nos es ajeno, pero, sin duda, todo (a menos que uno sea un experto en el tema Chiapas) nos es novedoso. Acá está el aroma de la juncia y del pozol; acá está el vuelo del pavón y la huella de la danta; acá está el color de la piedra de Bonampak y la mano invisible que acaricia los cielos de esta región. Acá está la magia de los pueblos mágicos. Acá está la luz, plena. Nada de lo que está acá nos es ajeno, pero, todo, todo, nos resulta novedad. Y está presentado como lo definen los cánones de la educación básica. Es un texto para estudiantes de secundaria, pero, también, es un texto ameno para cualquier lector de Chiapas que ame a su patria chica.
No sé, la verdad, no sé, si en este momento entrase el maestro y dijera: que levante la mano quien conoce bien la historia de Chiapas. ¿Alguien la levantaría? ¿Orozco Zuarth? ¿De veras? No lo sé. Creo que siempre hay algo por descubrir, este es el prodigio de la vida. Siempre hay veredas por recorrer, abismos por eludir. ¿Y si nos atrevemos a caminar por este camino que nos ha diseñado nuestro cronista tuxtleco? ¿Y si nos volvemos humildes y reconocemos que aún nos falta brechas por andar? Cuando nos atrevemos a caminar por sendas ignotas debemos hacerlo con los ojos bien abiertos y con la ayuda de un cayado. Este libro tiene la garantía de Larousse y la garantía de Orozco Zuarth. ¿Qué más se puede pedir?

lunes, 9 de septiembre de 2013

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE SE COMPRUEBA LA EXISTENCIA DEL TREN EN COMITÁN





La tía Arminda siempre oyó el tren en Comitán. Los sobrinos nos burlábamos. Cuando hacíamos la tarea en la mesa del comedor y ella pasaba por el pasillo nosotros imitábamos el sonido del tren y ella volvía la mirada. “Niños”, nos decía, como si en ese “niños” fuera implícito el regaño, con su voz tierna de canario. En las tardes ella abría la ventana, se sentaba en la poltrona, sacaba el tejido y mientras sus manos movían con destreza las agujetas estaba pendiente del sonido del tren. ¿Un tren en Comitán? Está lurias, la tía, decíamos.
Ayer estuve en el interior del palacio municipal y, de pronto, oí el sonido del tren. Como si el tren viajara a la orilla del Río Grande; como si La Bestia no hubiese descarrillado, sino que hubiese torcido su camino y, con su traqueteo de anciano, caminara por los lugares que la tía siempre imaginó.
“¡Ahí va, ahí va!”, decía. Y nosotros decíamos sí, sí, ahí va, tía. Y dábamos vuelta en la sala, esquivando las sillas de mimbre y una consola donde ella, todas las tardes, escuchaba un disco de marimba con la canción “Ferrocarril de Los Andes”. Después de algunos minutos nos tirábamos en la alfombra y reíamos, burlándonos de la imaginación. “¿Lo oyeron? ¿Sí, lo oyeron?”, nos preguntaba y nosotros decíamos sí, sí, claro, tía. El ferrocarril, chucuchucuchucu, remedábamos, y nos agarrábamos las panzas que se inflaban una y otra vez de tanta risa.
Subí al segundo nivel del Palacio Municipal y miré el tren. “La locomotora” estaba vestido de azul, no tenía más de cuatro años y jalaba a los dos vagones que, felices, lo seguían a todos lados. Al principio pensé que el tren iba a descarrilar porque “la locomotora” no respetaba las líneas de la vía y, sin avisar, daba vuelta en u y hacía que los vagones se hicieran para un lado como si fuesen autos a punto de salir de la carretera por la fuerza centrípeta. Pero el tren, mientras los vi, jamás descarriló. Lo que sí hizo el tren fue cansarse. Llegó un momento en que “la locomotora”, en movimiento magistral, se desenganchó de los dos vagones y, con sus dos manitas, se apoyó en el barandal y miró, satisfecho, el patio central del palacio municipal. Vio los árboles y las banderas que circundan la parte alta del patio. Los vagones, por la inercia, quedaron tirados en el piso, riéndose, cansados, satisfechos. El chucuchucuchucu quedó sonando en mi interior. Hubiese querido estar al lado de mis primos para decirles: ¿ven? ¡Tenía razón la tía! Pero, mis primos no estaban y tampoco estaba la tía y ya, tampoco, estaba completo el tren. La mamá de la locomotora salió de la Sala de Cabildo, se acercó a su niño, algo le dijo y él, con cara de árbol seco, se sentó al lado de la columna pintada de verde y quedó como niño castigado, con las manos rodeando sus rodillas. Los otros niños se pararon y fueron a reclinarse contra la pared. La locomotora quedó varada, mientras los otros niños, en silencio, comenzaron a molestarse con las manos y a sonreír, de manera leve.
Hubiese querido estar con la tía y a la hora de decirle sí, sí oímos el sonido del tren, decir también a mis primos, aunque me tildasen de loco, que, en efecto, yo también oía el sonido del tren, del tren que pasaba por la orilla de Comitán.

sábado, 7 de septiembre de 2013

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE TODO ESTÁ EN SUSPENSO





Silvia Guillén compartió esta fotografía en facebook. Ella es la tercera niña, quien ve a la cámara. Si el lector observa con atención verá que todo está en suspenso. No siempre es así en las fotografías. Existen algunas fotografías que rebosan en acción. Acá todo mundo espera algo. Tal vez, ¿quién puede asegurar algo?, sucederá la visita de algún político. Las autoridades municipales convocaron a los maestros y niños de las escuelas para hacer vallas humanas y recibir a algún alto funcionario. ¿Era tiempo de campaña? En la pared del fondo hay un cartel con la fotografía de Manuel Velasco Suárez. Esto indica que la fotografía corresponde a los años setenta.
Mientras el personaje llega, el fotógrafo le dijo a Silvia que mirara a la cámara y ella obedeció. La niña que está en primer término hizo lo mismo, se asomó tantito por la “esquina” de la maestra y curioseó. Las otras dos niñas (una en posición de descanso, por su propia voluntad y la otra en posición de firmes por decisión de autoridad) ven hacia otros lados. La primera ve hacia donde, presumiblemente, aparecerá el invitado. La otra niña ve hacia su derecha. ¡Quién sabe qué ve!
¿El lugar? El espacio de las niñas ahora lo ocupa el Andador San José, casi contra esquina del Palacio Municipal. Por donde estaba “La mina de oro” (carnes al carbón) ahora están “Las macharnudas” (permanente homenaje a Tío Tavo). El letrero de la Coca Cola hace un “atento” recordatorio “disfrutar la chispa de la vida”, pero parece, en esta foto, que la “chispa” está apagada, porque es un instante suspendido. Si esto es la vida, puede pensar alguien, parece que la vida no es algo “chispeante”. Tal vez ésta es la posición que adquirimos cuando esperamos algo. En toda espera hay un vacío y una incertidumbre.
Si, tal como pensamos, este acto es un acto político, podemos entender el tedio. Por lo regular, los actos políticos se estiran, como si el tiempo no fuese oro, más bien como si pudiéramos dilapidarlo con el mismo desparpajo con que los políticos lo mal administran.
Medio mundo busca en dónde recargarse. Sólo las niñas estudiantes no pueden hacerlo. Ellas tienen el cometido de estar a mitad de la calle, bien paraditas, fastidiadas, en posición de descanso, pero paraditas, en espera del instante supremo. ¿Algún político piensa en los niños en medio del sol? No creo. El político camina a mitad de la calle, levanta las manos, recibe los aplausos, el confeti, la corona de flores, sonríe, camina de prisa, da la mano a algunos y, cuando considera oportuno el momento, se para, abraza a un niño y sonríe para la foto que será publicada el día siguiente en la prensa. El político está cerca de “La mina de oro”.
Los portales de ese tiempo estaban más elevados. Cuatro peldaños, de regular “estatura” son los que debía subir el peatón, desde la calle. Esa mañana, se intuye, la calle fue cerrada al paso de vehículos. La única ventaja de la visita de políticos es que la gente común y corriente puede, igual que el político, caminar a media calle sin riesgo de ser atropellado. Quienes lo han practicado saben que es un prodigio recorrer las calles a la mitad, con el gusto de saber que ese espacio público está diseñado y pensado para el disfrute del hombre y no como un santuario para ese objeto útil pero demoniaco que se llama automóvil.
¿Piensa el político en los “tiempos muertos”? El político pasará saludando, sonriendo, sin advertir que esas niñas escolares estuvieron ahí por más de una hora, en espera. A veces la espera es más fastidiosa. Cuentan que el gobernador Juan Sabines no tenía ningún empacho en prolongar su llegada más allá de cuatro horas. Mientras tanto, los niños sudan, se desesperan y, tal vez, alguno de ellos acuna en su corazón un malestar en contra de esos actos, malestar que, en la adolescencia se convertirá en rechazo hacia todo acto de gobierno.
Quienes están en el portal están en palco, en gayola, tienen la posibilidad de tener una mejor visión. Ellos (ellas, debería decir, porque sólo cuatro niños están enredados ahí donde el número de mujeres es superior) tendrán la mejor panorámica. A la hora que se asome el político podrán verlo desde una perspectiva superior. El problema es que estarán lejos de él, no podrán oler su perfume exquisito, no podrán tocarlo, no tendrán (¡jamás!) la oportunidad de saludarlo de mano o de que sus hijos sean cargados por el todopoderoso. Siempre ha sido así, los de gayola miran mejor pero no juegan en el mismo patio.
Para subir, desde la calle, al portal debimos subir cuatro peldaños; para bajar a la calle, debimos bajar cuatro peldaños. Siempre es así cuando hacemos un recuento en la memoria. Juro que no recordaba estas gradas que, igual que todos los de esta foto, debí subir y bajar en algunas ocasiones. Por ahí, por donde estaba “La mina de oro” estaba el restaurante de Tío Jul, donde compraba los panes compuestos y los tamales de azafrán (jamás volví a probar tamales de azafrán tan sabrosos). Mi casa de infancia estaba a media cuadra de ese portal.
Algún día, alguien deberá escribir acerca de la niña que está debajo del cartel donde aparece Velasco Suárez. Es una imagen rescatada de fotografías de Álvarez Bravo, de algún cuadro de Rivera. Es la imagen del México de siempre, el de la espera infinita. ¿En dónde andará ella ahora? Silvia sé por dónde anda, pero ¿la niña del rebozo?

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO UNA SILLA PUEDE HACER LA DIFERENCIA




Querida Mariana: el otro día vi tres sillas sobre una mesa. Estaban colocadas como si esperaran la llegada de la Santísima Trinidad, perdón por la irreverencia. La mesa era larga y las sillas muy formales; las sillas estaban acomodadas como si fueran el escenario para una representación teatral. No es común hallar este tipo de escenas. Por lo regular, las sillas están acomodadas al lado de las mesas; las patas de las sillas, por lo común, se sostienen sobre el piso. Están hechas para estar sobre el piso. Claro, en ocasiones, algún arriesgado mueve la mesa hasta el centro de la sala, coloca una silla encima de ella y, como si fuese un equilibrista o un desquiciado, se sube para cambiar un foco. ¡Dios mío, qué “aventados” somos los mexicanos! En países europeos nadie improvisa de esta manera. Para eso se hicieron las escaleras metálicas de seguridad. Pero en México “nos aventamos como El Borras” y ahí andamos cambiando focos trepados en sillas endebles, arriesgando nuestra integridad física. No pensamos que un ligero descuido puede provocar una rotura de huesos, que no tendrá solución con un poco de “kola-loka”.
Todo mundo está de acuerdo en que las sillas son indispensables. Son un gran invento. La mesa, que es tan necesaria, puede ser prescindible. La gente puede comer de pie, pero si hay una sillita por ahí la gente lo prefiere, aunque no exista la mesa. Esto lo compruebo cada vez que voy a un “día de campo”. A veces no hay mesa, pero la gente come bien, siempre y cuando esté sentada en esas sillas sencillas plegadizas de madera sin pintar. Las señoras (siempre generosas con sus maridos bolos) sirven barbacoa, salsa verde y un poco de arroz en un plato de unisel, lo coronan con un bonche de tortillas calientitas y lo ofrecen a quienes, cómodamente sentados, esperan debajo de la sombra de un árbol. Los maridos tienen la cerveza helada al lado del pie derecho, aceptan el plato con la mano izquierda, se inclinan tantito sobre su lado derecho, como si fuesen un buque en medio de tormenta, y levantan la botella. Dan un sorbo largo a la cerveza, la depositan de nuevo en el césped y, después, le entran con fe y corazón a la comida. Los días de campo son muy disfrutables, porque el viento se enreda en los pinos y trae un aroma de juncia fresca. A mí me gusta ir al campo, pero no soporto sentarme en el suelo. Debe ser porque soy muy torpe con el manejo de mi cuerpo. Veo con envidia a quienes adoptan la posición de flor de loto y están tranquilos. Yo no puedo permanecer sentado en el suelo más de tres minutos. Cambio de posición a cada rato y en ninguna de ellas “me acomodo”. Si alguien me ofrece una silla la acepto de mil amores.
A veces no pensamos en ello, pero de todas las horas del día muchas las pasamos sentados. Ahora mismo que te escribo, lo hago sentado (no me da pena decirlo, lo hago en una silla de plástico que en el respaldo tiene el logotipo de “Corona”. Como ya no bebo cerveza, tal vez lo hago para no extraviar el ambiente de la cantina. No sé la verdad cómo esta silla vino a dar a mi casa. Tal vez la traje en alguna borrachera pasada).
Dos o tres grandes escritores escriben parados. Recomiendan escribir así. Es cierto que las ideas fluyen con mayor amplitud cuando estás parado y caminás de un lado para otro. Ellos (los grandes escritores) mandaron a hacer un mueble especial, una especie de atril, para poder colocar el cuaderno o el Ipad y escribir de manera cómoda. Ellos no necesitan la silla para escribir. Estos escritores procuran no caer en la rutina de la silla. La silla es un objeto deseado, pero dañino para la salud. Los médicos recomiendan no pasar mucho tiempo en la silla. Sin embargo, los tiempos modernos parecieran atarnos a ella.
Por esto, ahora, los expertos en diseño han creado sillas ergonómicas. Una mala postura a la hora de sentarse crea molestias físicas que pueden convertirse en problemas serios de salud.
Llama mi atención la categoría de sillas. Hay gente tan snob que compra un sillón de peluquero y lo instala en el centro de la sala de su casa; y hay gente en el país que se deshace por alcanzar una silla particular que se llama: silla presidencial. Las sillas, entonces, tienen un encanto especial. Hay, incluso, algunas parejas a quienes les encanta hacer sus travesuras en sillas. Debe tener su gracia escondida. Yo no lo sé.
El otro día, el tío Cenobio buscaba en toda la casa su silla. Ay, Dios, pensé, debe ser su silla consentida. No, me dijo Eugenia, lo que está buscando es su silla de montar, ya se la birlaron.
¿Recordás cuando jugamos a hacer una relación detallada de los actos realizados en el día? ¿Recordás que comenzamos sentados y terminamos igual? Es un absurdo, pero en cuanto despertamos ¡nos sentamos! Y así nos pasamos gran parte del día. Después de bañarte te sentás frente a la mesa para desayunar (media hora); luego te sentás en el auto y conducís hasta tu universidad (veinte minutos, bueno, ahora que hay más baches, pueden ser veinticinco minutos); llegás a tu salón y te sentás, por espacio de cinco horas, con apenas cierto descanso a la hora que caminás por el pasillo para ir a sentarte, ¡otra vez!, a la taza del baño o a la silla de la cafetería. ¡Dios mío! ¿Mirás cuántas horas? Salís de la universidad y trepás al carro y luego llegás a tu casa y comés y luego te sentás en la poltrona del corredor y leés un rato y luego vas a tu cuarto y te sentás a hacer tareas y luego a cenar y luego, al final, entrás a tu cuarto (de nuevo) y hacés ese prodigioso ritual de quitarte la blusa, el pantalón, el brasiere (¡Dios mío!) y ponerte el pijama y, por último, antes de acostarte, te sentás en la cama. ¿Mirás cuántas horas? Y así durante toda la vida. Por esto, ahora entiendo por qué el tío Eugenio no permite que alguien se siente en su sillón favorito. El sillón del tío es respetado por todo mundo. Claro, ese sillón es como parte de él. Me sorprende que los hombres y mujeres no terminemos con callos en las nalgas. ¡Miles de horas de nuestras vidas las pasamos sentados!
Por esto, ya te conté el otro día cómo Alfonsito odiaba, no la silla, sino la palabra silla. Contaba que comenzó a odiarla cuando su prima Bertha decía “sí, ya”, a todo lo que le preguntaban. ¿Ya te lavaste? Sí, ya. ¿Fuiste al baño? Sí, ya. Comenzó a molestarla. Cargaba una silla y cuando alguien le preguntaba algo a la prima, él movía la cabeza como péndulo, la remedaba y mostraba la silla. Bertha y Alfonsito crecieron (dejó de ser Alfonsito y se convirtió en Alfonso). Él dejó de molestarla y ella siguió respondiendo sí, ya, a toda pregunta. No sólo respondió a preguntas en pasado sino, también, a preguntas en presente: ¿me querés? Sí, ya; y a preguntas en futuro: ¿me vas a querer siempre? Sí, ya. No bastó que Alfonso le explicara que eso era una incorrección lingüística. Ella siguió respondiendo sí, ya, a toda pregunta. ¿Lo hacés por joderme, verdad?, preguntó Alfonso un día. La prima lo abrazó, recargó su cabeza sobre el pecho y, por primera vez, dijo no. Explicó que, desde niña se le hizo una respuesta maravillosa. El “ya” cabía cuando ella decía sí. Y entonces le puso un ejemplo y dijo que el “no” no cabía. Lo dijo así: el no no cabe con el ya. No, ya, dijo, sí es una incorrección lingüística. El ya cabe con el no, siempre y cuando se altere el orden. Y le explicó, si yo te pregunto: ¿vas a continuar haciendo la tarea?, podés decir ya no; pero no podés decir no, ya. En cambio, dijo, el sí, ya, y el ya, sí, cabe en todo y yo lo he hecho durante toda mi vida. Pero, Alfonso insistió, no cabe en presente ni en futuro. Sí, sí, cabe, dijo ella, no se oye mal, es un mero juego. Entonces, Alfonso dejó de odiar la palabra y también jugó con ella. A cada rato le preguntaba a Bertha: ¿trajiste la silla?, y ella decía sí, ya. ¿Traés la silla? Sí, ya. ¿Traerás la silla? Sí, ya. Supo que cabía en todos los tiempos verbales. Y un día, que estaban solos en casa, mientras ella tocaba el piano, él se acercó y le preguntó: “¿me amarás un día?” Sí, ya, respondió. “¿Me amás, ya?”. Sí, ya. “¿Me amaste, ya?”. Sí, ya. Y él no supo porqué se sintió pleno, hizo que se corriera tantito sobre el banco, se sentó al lado de ella y tocaron a cuatro manos.
¿Has visto a algún concertista tocar el piano parado? Es raro. Hay instrumentos que exigen al ejecutante estar sentado para tocarlo. El que toca los timbales está parado, pero la muchacha bonita que toca el violoncelo ¡debe estar sentada! Además es hermoso ver no sólo la ejecución sino la preparación. La muchacha bonita, vestida con un vestido amplio, azul fuerte, y con un pequeño detalle color rojo en la tira que sostiene el vestido, se sienta y, en movimiento majestuoso, abre las piernas y coloca el instrumento en medio de ellas, lo aprisiona. Durante el tiempo de ejecución ella detiene el instrumento, porque sabe que puede tomar vida y volar. Lo único que deja que vuele es el sonido que maravilla a los oyentes. El disfrute de ver a una muchacha bonita ejecutando el violoncelo no sólo es auditivo sino también visual. Estoy seguro que si ella no estuviese sentada no habría tal emoción, tal disfrute.

Posdata: una vez, mi maestro de quinto de primaria ¡me castigó! Me mandó a la esquina del salón e hizo que yo me sentara viendo hacia la pared. Las lágrimas resbalaban sobre mi cara como si estuviesen trepadas en un tobogán. Sólo alcancé a escuchar el murmullo, las risas y las burlas de mis compañeros. Supe que todos me veían. Yo no podía voltear a verlos. Bueno, niños, ya, dijo el maestro. Supe que todos habían dejado de verme y miraban al pizarrón. El maestro continuó su clase. Escuchaba cómo el gis patinaba por el pizarrón mientras el maestro escribía los números de la operación matemática que explicaba. Yo estaba castigado, tenía mis manos sobre mis muslos y miraba la pared, apenas alcanzaba a mirar la parte inferior de un mapa de México. Lo miraba como si estuviese adentro de un carro en medio de la lluvia y el cristal estuviese empañado. No alcé la vista para que el maestro no se enojara más. Permanecí con la mirada fija en el horizonte. Por fortuna me tocó ver un cachito del estado de Oaxaca (pintado de verde), casi la totalidad del estado de Chiapas (pintado de morado) y Guatemala (pintado de naranja). La mayoría de mi visión la ocupaba el mar, el océano pacífico (estaba pintado, lógico, de color azul, pero tenía unas ondas en color blanco que simulaban las olas). Dejé de llorar. Mientras el maestro y mis compañeros resolvían el problema de matemáticas donde Juanito había ido a la tienda con un billete de diez pesos a comprar dos chayotes, cuatro manzanas, tres plátanos y una caja de cerillos, y el maestro preguntaba ¿cuánto le había sobrado si el chayote costaba cincuenta y ocho centavos, el plátano tararín, la manzana tararán y los cerillos tororón?, ¡yo miraba el mar! Esa mañana supe que estar sentado mucho tiempo frente a una pared puede ser un buen ejercicio de imaginación. Supe que ahí, en la pared, también podía estar el mar. Supe, entonces, que el tío Eugenio no estaba tan loco como decían en casa cuando lo miraban mover su sillón favorito y colocarlo frente a la pared. El tío se pasaba horas y horas mirando la pared, una pared vacía, sin ventanas, sin retratos, sin diplomas. Miraba la pura pared vacía. Tal vez, el tío un día se portó mal y un pinche maestro lo castigó y él, hombre maravilloso, se sobrepuso y soportó el castigo con entereza y, horas después, mientras el maestro esperaba que se rindiera y prometiera no volver a portarse mal, él ya estaba viajando a través del mar.
A veces, cuando me toca estar sentado, en espera de algo, cierro tantito los ojos y pienso que estoy frente a una pared y veo apenas un cachito del mapa de México, veo el filo de Oaxaca, la panza enorme de Chiapas, la horma de danta de Guatemala y el espléndido espejo azul del Océano Pacífico y me siento bien, muy bien.

viernes, 6 de septiembre de 2013

POR LAS QUE NOS APANTALLAN A MITAD DE LA TARDE





A veces divido el mundo en dos. Ayer lo dividí en mujeres que son como pantallas a mitad de una lluvia y mujeres que son apantallantes y no salen de casa en medio de la lluvia.
La mujer pantalla a mitad de la lluvia es como una pista de hielo a mediodía. Le gusta nadar en albercas que tienen temperatura controlada. Lo hace cuando hay multitudes de muchachos y éstos, ante su presencia, sacan sus pañuelos blancos y saludan como si un jugador de fútbol metiera un gol de chilena. En realidad todo es una puesta en escena. Los muchachos que saludan con los pañuelos blanquísimos son contratados por ella. Los muchachos están advertidos que deben saludar, como si estuviesen en un estadio, a la hora que ella sale del vestidor, se encamina hacia la alberca y pone sus brazos en flecha. La multitud de muchachos debe ovacionar en el instante que ella entra al agua. Uno de los muchachos está entrenado para colocar la música de fanfarrias que suena por los altavoces. Cuando ella ya entró al agua y, como delfín, nada en medio del agua, el dj debe colocar una música de violines y de violas. Todo esto es así porque ella, la mujer pantalla a mitad de la lluvia tiene el corazón hecho con circuitos. Odia que alguien le recuerde a su abuela hecha con bulbos y a su padre hecho con transistores. Ella, la mujer pantalla a mitad de la lluvia, se siente orgullosa de su ADN que le permite mojarse sin mayor riesgo. A su abuela, ¡Dios mío, su pobre abuela!, le dio un paro cardiaco el día que el hijo se olvidó de meterla a la casa y la dejó a mitad del patio en medio de la lluvia. Su padre, ¡ah, su pinche padre!, murió cuando cayó en la tina de una residencia de millonario (su fantasma se mataba de la risa porque también se llevó entre las antenas al propietario de la residencia). Antes, los ancestros de la mujer pantalla a mitad de la lluvia eran frágiles ante el temblor del agua, ante la furia de la tormenta. Ahora, ella sonríe y, como si fuese Fred Astaire, le gusta bailar a mitad de la calle, sobre todo cuando está enamorada, sobre todo cuando su amante la lleva a Puerto Arista y, al ritmo de la olas tristes y oscuras, le baja el cielo bordado de estrellas. Sí, el lector ya se dio cuenta que ella, la mujer pantalla a mitad de la lluvia, se “apantalla” con las frases cursis y se rinde ante un guijarro que es como un cometa, o ante un puente que es como el vacío en medio del aire.
No es mujer común y corriente (aunque algunos teóricos aseguran que sin corriente ella no sobreviviría). No lo es, porque siempre acude a los actos más apoteósicos: conciertos de U2 o del Ballet Bolshoi. Ella encanta a las multitudes y también al hombre que, solo, toma un vaso de güisqui en las rocas en la intimidad de su cuarto y ve una película a través de su cuerpo. Quienes la han poseído cuentan que no hay experiencia más tridimensional que ver la vida a través de su cuerpo a la hora que un huracán toca la playa izquierda del corazón. Es mujer de estos tiempos fascinantes. Los científicos reconocen que durante siglos el amante la buscó con denuedo, pero, ¡Dios mío!, cuando todo era con velas o con bulbos el ideal era una utopía. Ahora está al alcance de la mano y basta desearla para tenerla al alcance del chip y del led.
A veces divido el mundo en dos. Mañana lo dividiré en mujeres que son como fogatas a mitad de la noche y mujeres que son como el canto de un pájaro a mitad de una piedra.

miércoles, 4 de septiembre de 2013

PARA CUANDO HAY QUE CAMINAR DE MÁS





A veces divido el mundo en dos. Ayer lo dividí en mujeres que son como polvo en los ojos y mujeres que son como una raya de luz en el desierto.
La mujer polvo en los ojos siempre ve la vida como si caminara con los pies descalzos. Le gusta ir al campo e imaginar que el rocío sobre una hoja es el dedo que acaricia a la hoja. Porque la hoja también es acariciada por el labio del aire y por la nube del polvo. El polvo, no nos damos cuenta, pero es la lluvia que siempre acompaña al hombre. Esto lo saben los objetos que, a cada instante, están recibiendo la bendición del polvo. Por esto, la mujer polvo en los ojos siempre entrecierra éstos para ver cómo el polvo camina por el rayo de sol que se cuela en la habitación a las cinco de la tarde. El polvo nos acompaña desde siempre y hay polvo solar que ha caminado por la vía láctea.
La mujer polvo en los ojos siempre se recarga en la mesa de billar, en el dintel de la ventana, en la barda del puente, en la colina del viento. Lo hace así porque esa postura es la medida exacta para determinar los gramos de polvo que acumula cada objeto o cada persona. No nos damos cuenta, pero, a diario, cargamos el polvo de otros. Basta que una muchacha bonita limpie el escritorio para que ese polvo que ya se contagió de los problemas de la oficina vuele por todos los cielos y caiga, como maná, sobre los hombros de los otros. Cuando el polvo de una oficina cae sobre el hombre de un deportista el rendimiento de éste último se burocratiza; cuando el polvo de una mesa de cantina cae sobre el hombro de una estudiante de quinto semestre un aroma de alcohol y de chaquira la inunda. Esto es tan grave que puede ocurrir que la muchacha renuncie a su vocación y en lugar de estudiar se dedique a la putería. ¡Se han visto tantos casos de deserción que hace falta un estudio al respecto!
La mujer polvo en los ojos se sienta en la escalinata de la biblioteca y mira cómo los muchachos se divierten en el parque, chancean y hacen bromas, mientras los de adentro no hablan, concentrados en su lectura. La mujer polvo piensa entonces que polvo somos y en polvo nos convertiremos, se levanta y renuncia a entrar a la biblioteca. La vida es para vivirla en medio del aire, del viento que juega en los árboles de la plaza, en medio de niños que corren, de parejas que se besan, de viejos que, como último recurso de vida, reparten migas de pan a las aves. Puede ser cierto lo de la reencarnación. ¡Más vale prepararse para lo que está por venir, para el porvenir!
La mujer polvo en los ojos sube a su carro, descapotable, y viaja por carreteras que van por la orilla del mar. Le gusta sentir cómo la brisa cálida se enreda en cada agua de su piel; le gusta sentir el palmo de distancia que falta para llegar. Es grato sentir que el destino no es más que un tramo envuelto en papel transparente, envuelto en un brincolín.
A veces divido el mundo en dos. Mañana lo dividiré en mujeres que son como una palmera sembrada en lo alto del Everest y mujeres que son como un marco de cemento alrededor de una nube.

lunes, 2 de septiembre de 2013

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE HAY UNA RAYA INVISIBLE





“Atrás de la raya, que estoy trabajando”, es el grito de quienes se paran a mitad de una plaza. ¿Quién sabe adónde va esa raya que, al menor asomo de lluvia, desaparece? El trashumante, con esa raya, pinta su territorio, se adueña temporalmente de un espacio que es de todos y que es de nadie.
Un peatón cualquiera camina por una plaza a las cinco de la tarde y se topa con un hombre que se apropió de un cacho de espacio. Por ahí no puede pasarse por el momento. Más tarde, a la hora que el acto haya terminado podrá ser ocupado por los peatones de nuevo. ¿Qué tanto ofende este espacio tomado? Cuando el hombre que lo ocupa es un hombre que sólo trata de compartir talento a cambio de unas cuantas monedas voluntarias ¡sí es bienvenido!
En el parque de Comitán hay un espacio natural para que los comediantes se apropien del espacio. Existe un graderío frente a la fuente, en lo que bien puede tomarse como el atrio del Templo de Santo Domingo. El artista se coloca al lado de la fuente y el público se “adueña” de la gradería. Digo que se adueña porque también este público corta el flujo natural de los peatones que suben y bajan. ¿Quién se ofende? ¡Nadie! Al contrario, la gente dice “con permisito, con permisito” y puede, perfectamente continuar con su ascenso y descenso. En muchos casos el tránsito veloz se detiene y el peatón decide hacer una tregua, se sienta y disfruta el espectáculo, que, si desea, si es un cabrón, puede tener de manera gratuita, porque el artista, al final de su acto, lo único que hace es pasar un sombrero solicitando una moneda de a diez pesos o de esas nuevas de veinte dedicadas a los cien años del Ejército Nacional. ¿Qué tanto es una moneda de diez? A veces es mucho (así lo ve el artista) y a veces es nada (así lo ve el espectador generoso que así retribuye el talento del compa que se “deshace” en cada función).
El artista antes ya solicitó permiso para “apropiarse” de ese espacio por un rato. El Síndico ya valoró la petición y dice que sí, que está bien, que no daña, que, al contrario, la gente disfrutará el espectáculo por un instante mágico. El hombre va en tránsito. Dos días después estará en otra ciudad y hará lo mismo. ¡Ah, qué vida de este trashumante! Tiene en sus venas la carga genética de los primeros hombres que no hallaban sosiego y su vida estaba colgada en el arco iris de los nómadas. Estos hombres tienen una resistencia al sedentarismo. En algún instante de su vida renunciaron a estar detrás de escritorios, encerrados en cuatro paredes, con algunas posibilidades de vida a través de ventanas. Decidieron volar, abrieron las ventanas y fueron papalote, avioncitos de papel. Son frágiles, porque ante el primer aviso de lluvia el público corre y ellos quedan solos, solos como si estuvieran en un camino polvoriento, en medio de árboles de espino, sin flores. Pero, a la vez ¡son invencibles!, porque la lluvia del camino los ha hecho crecer.
Ellos llegan y pintan su raya. Y el público se sienta del otro lado de la raya. Los dos mundos están perfectamente delimitados: unos son actores y otros espectadores. El eterno juego de la vida. El hombre de esta fotografía nació en Argentina y el azar lo ha traído a Chiapas. ¿En dónde estará dentro de diez años? ¿Alguien sabe en dónde pintará su raya? ¿Cuántas anécdotas lleva en su baúl? Cuando él pinta su raya borra la otra, la raya del apego, la de la inercia, la de la rutina. Pinta su raya y con ello pinta una ligera línea de esperanza. ¿Cómo lo tratará la vida esa tarde? ¿Lloverá y no pepenará monedas? O, al contrario, ¿la tarde será espléndida y a la par de los aplausos pepenará muchas monedas? ¿Qué tanto es diez pesos? ¿En cuánto tasa la línea que pinta?