viernes, 31 de enero de 2014

CONVERSACIONES





Antonio Alfonzo me invitó a ser presentador de su primera publicación. Paso copia del textillo que leí.
Un dicho dice que un hombre debe sembrar un árbol, tener un hijo y escribir un libro. Nunca nadie explicó en qué orden ni una razón de peso para sustentar tal teoría. ¿De veras es necesario tener un hijo para justificar el paso por la Tierra? ¿Qué sucedió con aquel hombre que equivocó los términos y sembró un hijo y escribió un árbol?
Pero, si hacemos caso a la recomendación, debemos decir que sembrar un árbol no es complicado (lo complicado es cuidarlo y esto muy pocos lo hacen). De igual manera no es gran ciencia tener un hijo, lo complicado es guiarlo y muy pocos lo hacen. Tengo una sobrina que ni sembró el árbol ni escribió el libro, pero sí nos salió bien lista para lo otro pues ya tiene un pichito y anda embarazada del segundo, a sus escasos diecinueve años.
Hoy, acudimos a la presentación de un libro. Antonio Alfonzo privilegió el libro por encima del árbol y por encima del hijo. ¿Por qué esta decisión? Tal vez él mismo nos responde con dos versos de su libro: “Dicen que estoy un tanto loco / porque me creo poeta”. Antonio no se cree sembrador de árboles ni sembrador de hijos, se cree ¡sembrador de palabras!
Quien siembra un árbol no recibe aplausos o rechiflas. ¿Quién sembró el árbol de chío que nos da sombra infinita en el parque central de nuestro pueblo? ¿Quién es el papá de Mincho Chaquetas? En realidad a nadie le preocupa. Por el contrario, quien escribe un libro se expone al aplauso o a la crítica. Porque es cierto, quien escribe un libro lo hace porque se cree narrador o poeta. Claro, el chiste de esta ocupación no está en creérselo sino en que el lector lo piense. Es el estigma que debe cargar todo aquel que se cree escritor o poeta, así como es la piedra que debe cargar todo cantante y todo actor o actriz. El artista y el escritor no nace ni se hace, nace en el instante que el lector lo hace. Por esto, poetas y escritores en el mundo son muy pocos, porque los elegidos deben su forma y su estructura gracias a la aprobación de los lectores. Un poeta será un poeta plástico si pocos lectores lo sustentan. Un poeta será un verdadero poeta, un gran poeta, si millones de lectores aprueban sus versos.
Hoy, Antonio comienza un camino y el tiempo, a través de sus lectores, dirá si es un poeta. Al contrario de los artistas que pueden disimular su mediocridad mediante efectos especiales (ahí está Paulina Rubio como prueba irrefutable de lo que digo), los escritores y poetas no tienen recursos plásticos a la mano. Se dice que un escritor o un poeta se desnuda ante su público, porque en efecto así es: la palabra no admite artilugios, brilla o no brilla. Da luz o no la provoca. Los lectores son los más benignos jueces cuando la palabra del poeta tiene algo que decir, pero, de igual manera, son los jueces más implacables cuando les quieren dar liebre por águila.
Antonio decidió escribir un libro. Ésta es apenas la primera línea. El árbol y el hijo no tienen aun sustancia en su código y es bueno que así sea, porque la literatura es una amante que demanda mucho tiempo, casi casi la vida completa. Antonio apuesta su vida por la vida. Hoy acá está ¡desnudo!, sin afeites, sin algo más que ¡su palabra! Ojalá tenga éxito. Es un camino que recorrerá él solo. Nadie más puede ayudarlo a regar su planta, nadie más puede mover la cuna. Ojalá mucha luz, ojalá.

miércoles, 29 de enero de 2014

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE ESTÁ UN VIGILANTE





Es apenas un cachito de pretil; es apenas un cachito de perro guardián. El cielo abarca la mayor parte de la fotografía. Sin embargo, esos cachitos hacen que la fotografía sea muy terrena. Uno sabe que ahí hay una residencia y que en esa residencia hay un perro, un perro que, con su cara, pareciera contradecir el dicho de que el perro es el mejor amigo del hombre. Este perro tiene cara de pocos amigos. También dicen que perro que ladra no muerde. Por eso este perro debe morder, porque es la reencarnación del silencio más rotundo. Es tan callado que cualquiera podría confundirlo con una gárgola.
Es apenas una mínima señal de vida. El cielo, rotundo, pareciera una sábana sin vida. Ni una nube se asoma. Un minuto antes de la fotografía el encuadre era cielo y pretil. Más de pronto, sin aviso previo, un par de manos se posaron como pequeños pájaros negros y luego asomó la trompa de este guardián, que nada “dijo”. Se concretó a mirar, con esa mirada de filo de cuchillo que acá muestra. Se asomó sobre el pretil y, sin titubear, miró al que tomaba la fotografía. Todo estaba concentrado ahí. Por supuesto que nadie puede atreverse a asegurar que el perro posaba o que el perro quería aparecer en portada de revista. Por supuesto que no. El perro hacía su trabajo, un trabajo que quién sabe quién le injertó. El perro (¿es de veras su natural?) se asoma al pretil para decir que ahí, en esa residencia, hay un guardián y si algún delincuente se atreve a entrar puede vérselas de frente con él. ¿En qué momento este perro tuvo conciencia de que éste y no otro era su oficio? Uno todavía puede verlo pequeño, cachorro, a mitad del patio, jugando con una pelota que le avienta el niño de la casa; uno puede verlo, todavía, moviendo la cola (¿tiene cola aún?) a la hora que su amo le acerca un plato con croquetas; uno puede oír el ritmo con que celebra el platillo especial: “me toca sobre, me toca sobre, me toca sobre”. Es difícil reconocerlo ahora, ahora que se alimenta con trozos de carne; ahora que su destino es estar en la azotea; ahora que su única gracia es mostrar un rosto poco amigable. ¿En qué momento el perro cambia su vocación? ¿En qué momento la violencia cambió la vocación pacifista de los hombres de buena voluntad? Porque, uno debe reconocer que no todos los hombres son hombres de buena voluntad. Hay hombres que nacen con el estigma de perros vigías; hombres que, desde cachorros, muestran su natural violento.
Cuando el fotógrafo tomó la fotografía iba acompañado por su sobrina Karina. Karina cuando vio al perro sobre el pretil sonrió y, con su manita, lo señaló. Un poco como si mostrara un avión, como si mostrara un ave sobre una rama, como si enseñara un perro volador, un perro ángel, un perro Lucifer. “¿No se moja?”, me preguntó Karina. Yo bajé la vista, la vi y sonreí. Le pregunté si quería una paleta de chimbo y ella, dando brinquitos sobre la banqueta, dijo que sí, sí, sí, quiero. Fuimos a la Papelería El Escritorio y ahí le compré una paleta de chimbo. Bien rica, bien sabrosa. Siempre que Karina me hace preguntas incómodas yo las evado. Me siento mal por este comportamiento, pero qué puedo decir yo, que soy tan frágil, ante una pregunta tan de taladro, tan de guillotina. ¿Se moja este vigía cuando llueve? ¡Yo qué voy a saber! ¡Dios mío! ¿Se moja Lucifer en el infierno?

lunes, 27 de enero de 2014

LA NIÑA QUE GENERA LUZ





Un bosque al fondo. En el plano medio ¡una reja! En primer plano ¡una niña con un libro! Ella está en posición de flor de loto, porque ella ¡es una flor! ¿Para qué sirve la reja? Las rejas, por lo regular, sirven para delimitar espacios donde no importa que se vea el otro lado. Porque, cuando aparece una reja ¡siempre existe el otro lado! En esta fotografía, la niña bonita está de este lado. ¿De verdad lo está? ¿Y si ella lee un cuento donde aparece un bosque encantado? ¿Y si, por el poder de la lectura, el bosque del fondo lo creó ella con su lectura? Algunas personas podrán burlarse de esta idea, pero está comprobado que el poder de la lectura incide en el poder de la imaginación y este poder incide en la creación. ¿Cómo creen que se creó el Universo? Claro, fue la posibilidad de una entre un billón de billones. ¿Cuándo volverá a repetirse tal prodigio? Pasarán millones de años luz, pero, mientras tanto, existe la posibilidad de que esta niña bonita haya creado el bosque de atrás. Existe un alto grado de probabilidad porque si el lector ve con atención verá que ella brilla como si la luz estuviera en ella, como si ella fuese el centro que irradia la luz. Esa luz dorada, luz de trigo, es la misma luz que se aprecia detrás de la reja, la misma que se nota detrás del bosque. ¿Ven que la luz siempre está detrás de algo? ¡Detrás de la reja! ¡Detrás del bosque! Sólo en ella parece brotar. La luz brota de ella, porque lee, porque formula mundos nuevos. Todo lector es un generador de luz, un formulador de nuevos Universos. Sólo el lector puede, sin mucho apremio, sin mucho esfuerzo, crear Universos alternos.
¿Ella está sola? Algunos despistados pueden creer que sí. Mi abuela Esperanza lo negaría de entrada. Mi abuela diría que ella no está sola, que ella está con Dios. Mi abuela daría una chupada a su cigarro después de decir eso y seguiría regando las plantas, que igual que el territorio detrás de la reja, tenía un resplandor de oro. Y es que mi abuela, si bien no leía literatura, leía oraciones. En el oratorio tenía un morral lleno de cuadernillos con los novenarios a decenas de santos y de vírgenes. Tal vez por eso, ella, mi abuela, tenía el mismo resplandor que esta niña bonita, de esta niña que no está sola. Véanla bien y descubran que ¡no está sola!
Los inocentes saben que los lectores tienen una luz especial en su mirada. El tío Epigmenio era experto en reconocer a un lector avezado del que no lo era él. Le bastaba mirarlo un segundo, no más. ¿Cómo lo reconocía? ¡A través de la luz! Cuando yo era niño no entendía, ahora sí lo entiendo. No es una luz de foco ahorrador ni de lámpara de Led. ¡No! La luz que emana un lector es la misma luz de ópalo ardiente que tiene la niña bonita de esta fotografía.
Está en posición de loto porque es la posición de vuelo. Cuando uno lee algo no sabe el instante preciso en que puede comenzar a levitar. Si ella ya logró crear un bosque mágico detrás de la reja no tendría algún misterio el hecho de que comenzara a elevarse del suelo. Si uno la ve bien, observa que sus rodillas ya vencieron la fuerza de gravedad. En cualquier instante puede despegar las nalguitas del piso y volverse aire, volverse niebla para jugar en el bosque encantado, encantado de recibir su luz.

domingo, 26 de enero de 2014

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE EL CIELO ES UNA PUERTA





Hiram asegura que estas muchachas bonitas son coristas del grupo “Black Lines”. Yo digo que no, que no puede ser. Ellas no pueden ser un simple coro de líneas negras. Acepto que ellas visten de negro, pero ellas no son unas líneas negras. Estas niñas bonitas ¡son más!
Yo veo el Universo. Veo una nebulosa detrás de ellas y ellas, en primer plano (por algo será), son como agujeros negros, esas fuentes maravillosas que, en lugar de parir luz, la consumen. La consumen porque, algún día, en millones de años luz, ellas crearán otros universos. Ésta y no otra cosa es la encomienda de los agujeros negros, la encomienda de estas niñas maravillosas. Por esto, Hiram, los muchachos bonitos sintieron que algo de sus cuerpos y de sus espíritus se resquebrajó a la hora que estas niñas bellas aparecieron. Aparecieron como si fuesen Beatriz en busca de Dante; como si fuesen Julieta en busca de Romeo; como si fuesen una línea de luz en busca de Dios. Sí, Hiram, estas niñas no son líneas negras, al contrario, son líneas de agua limpia, líneas de brasa.
Los muchachos bonitos saben que ellas “roban” energía. Es su condición natural y su vocación. Esto es así porque son Soles negros. Se sabe que las orquídeas negras son rarezas. Esto lo sabe medio mundo, por esto cuando ellas aparecieron, con sus vestidos a mitad del muslo y las transparencias a mitad del pecho, los muchachos bonitos, como si fuesen donadores de sangre, extendieron los brazos y dejaron que ellas, ¡benditos pozos de luz!, extrajeran sus energías. Los muchachos se dejaron porque sabían que su donación era para la causa más noble del mundo: la acumulación de energía para crear nuevos universos.
¡No, Hiram, no! No pueden ser simples coristas. Son más. ¡Son soles negros! Quienes están detrás son, también, ángeles. Tocan para ellas, ángeles maravillosos. El muchacho de las percusiones toca los timbales como un ritual; el chavo de la guitarra toca las cuerdas con que el Universo afina el ritmo; y el chico de la batería se “avienta” un solo para preparar la ceremonia en que ellas, niñas mariposa, emprenden el vuelo y seducen las miradas de todo el auditorio.
¡Son más, Hiram, son más! Son como una aparición, como una revelación. ¿Mirás cómo la luz detrás de la niebla tiene un rostro como de soldado después de la guerra? Es una luz agotada. Esto es así, porque acepta su muerte con tal de gestar vida. Y la vida, Hiram, está en el cabello de estas niñas lindas. La vida está en sus rodillas, en sus dedos, en sus labios, en sus hombros y en sus caderas. Los agujeros negros absorben toda la energía circundante; los agujeros negros son los murciélagos de la creación. Salen de sus cuevas eternas y, en la noche infinita, conectan sus radares y buscan sus presas para chuparles la sangre. Los planetas y asteroides se dejan hacer. Saben que, como zánganos, morirán después del acto de amor, pero se dejan hacer. Se dejan hacer porque ese es el destino del hombre: dejarse consumir por ellas, por las muchachas que son como vías lácteas, donde la leche es negra, porque antes de que Dios hiciese el Universo todo estaba en calma y en oscuras. De la oscuridad, no de otra parte, proviene la luz. La oscuridad es la semilla que pare la luz.
Ellas no pueden ser simples líneas, son la senda por donde deben caminar aquéllos que se atreven a buscar las alas. Ellas no son coristas de las líneas negras. Ellas son, los que las tías de antes decían, ¡el coro celestial! Ellas son la puerta de lo que se llama cielo, porque el verdadero cielo está más allá, más allá de Todo, más allá del infinito.

sábado, 25 de enero de 2014

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO, A VECES, EL BLANCO ES AZUL





Querida Mariana: la gente hace literatura en la calle. Karina me pregunta de dónde saco los personajes de mis cuentos y novelillas. “¿Los imaginás?”, insiste. No, le digo, ¡no! Los personajes de todos los cuentos y de todas las novelas del mundo están ¡en la calle!
Todo mundo sabe que cada ser humano es un testimonio de vida y su historia puede ser fascinante. El tipo más calladito ¡también tiene algo qué decir! Mi tía Alicia dice que los más calladitos son los tipos en los que hay que desconfiar, y que las “mosquitas muertas” son las peligrosas.
¿Mirás cómo las personas son los personajes? Mi tía Alicia ¡es un personaje! ¿De dónde sacó eso de “mosquitas muertas”?
El otro día, Jaime y yo fuimos a una comunidad rural. Para llegar es necesario caminar varios kilómetros, dos o tres, a través de una brecha en medio de pinos. Cuando llegamos lo primero que vimos fue un grupo de niños que jugaba pelota en un descampado frente a la Casa del Pueblo. Hacía un frío como de diez grados, porque la neblina cubría parcialmente las milpas. Llevábamos chamarras gruesas. Los niños estaban descalzos, con las caras manchadas, con los pantalones remendados. Sobre la montaña se advertían algunas chozas de donde salían hilos de humo. Tal vez las mamás de estos niños echaban las tortillas al comal y ponían a calentar una pequeña vasija de barro con frijoles. Jaime se limpió la frente. Sus mejillas estaban chapeadas, por el frío y por la caminata. Entonces dijo: “¿Qué comen estos niños?”, y sin esperar que yo participara en su monólogo, se respondió: “¡Aire!”.
¿Mirás cómo las personas comunes y corrientes son quienes hacen literatura? A pesar de lo dramático de la respuesta, pensar en que hay niños que comen aire ¡es pura poesía!
Un amigo, de cuyo nombre no puedo acordarme, me dijo el otro día, cuando mirábamos a una muchacha bonita bien bonita, reclinada en un pilar del portal de San Sebastián, que él se casó porque pensó que “se iban a acabar las mujeres”. ¿A poco no es una declaración genial? Mi amigo abundó y dijo que después de casado comprendió que, como decía Mike Laure, en una famosa canción: “se acaba la papa, se acaba el maíz / se acaban los mangos, se acaban los tomates / se acaban las ciruelas, se acaban melones / se acaba la sandía y se acaba el aguacate / y la cosecha de mujeres ¡nunca se acaba!”.
Los testimonios de vida están a la vuelta de la esquina. Un día, una mujer integrante de un grupo de Neuróticos Anónimos, estrujándose las manos dijo: “cuento todo esto, porque necesito ‘desvaciarme’”. ¡Dios mío, mirás que expresión! Entendí que para sobrevivir hay necesidad de botar las piedras que cargamos, hay necesidad de “desvaciarse”.
¿En qué adultos se convierten los niños que comen aire? ¿Son como globos que al primer pinchazo terminan como bagazo o son como esos impresionantes aeróstatos que surcan todos los cielos del mundo? Creo que, dentro de su miseria, son más afortunados los niños de esa comunidad alejada de la mano de Dios. Son más desafortunados los niños de la ciudad de México, quienes, en medio de impresionantes rascacielos y avenidas anchas, deben consumir aire contaminado. Los sueños de los niños de la ciudad de México deben estar llenos de hollín.
Quien cuenta una historia pepena lo que tiene a su derredor. Los “cuentahistorias” son pescadores eternos de anécdotas. El otro día, Rafa me dijo que falta que reciclemos las palabras. ¿Cómo?, pregunté. “Sí”, dijo él. “Todo mundo anda reciclando envases de plástico y papel periódico, ¿por qué no reciclan todo el tiradero de palabras?” Como me interesó el juego le pregunté qué debíamos hacer. “Agarrás una palabra, la llenas con abono, le sembrás una de esas plantas que dan pensamientos y la colocás en la puerta de entrada de tu casa”, sonrió y me dejó con la palabra en la boca. Cuando lo vi caminar por el pasillo de la Casa de la Cultura y doblar hacia el Archivo, pensé que tenía razón. ¡Debemos reciclar las palabras! ¡Es un botadero inútil, es un gastadero exorbitante! Gastamos las palabras como si fuésemos millonarios, como si fuésemos hijos del Carlos Slim de la Lengua Española.
Javier dice que lee las Arenillas, pero estas cartas que te envío ¡no las lee! “¿Por qué?”, le pregunté, “¿te molesta mi amistad con Marianita?”. “No”, dijo él, “no las leo porque son muy largas”. Bueno, lo entiendo. Vos disfrutás las cartas, porque me querés. Él también me quiere, pero de manera diferente, él cree que dilapido las palabras en tiempos en que todo debe ser concentrado. La extensión de mis cartas le resta tiempo a su tiempo donde platica con sus compas en el café. Vos esperás con ansias estas letras, así como yo espero con ansias que llegue el sábado para ir al parque a sentarnos en nuestra banca de siempre, para leer poemas o fragmentos de cuentos. Me gustan los poemas de Wislawa Szymborska, me gustan esos versos que dicen: “Nadie se siente bien a las cuatro de la madrugada. / Si las hormigas se sienten bien a las cuatro de la madrugada, habrá que felicitarlas. / Y que lleguen las cinco, si es que tenemos que seguir viviendo”. Me gustan estos versos, porque yo soy hormiga que se siente bien a las cuatro de la mañana. Ahora que escribo ¡son las cuatro de la mañana y me siento pleno! Me siento bien porque te escribo y al escribirte te pienso y al pensarte ¡me siento bien! Los poetas tienen la virtud de no malgastar las palabras. Al contrario, son como esas mujeres comitecas que “alargan” el dinero para que les alcance el gasto, más ahora que todo está tan caro.
Me gustó lo que dijo Rafa, porque visualiza a la palabra como una maceta en donde crecen “los pensamientos”. Si mirás un pensamiento con atención verás que, por lo regular, sobresalen tres pétalos con una sombra alrededor del centro. Esta conjunción de colores forma “caritas”. De niños, Rosy y yo jugábamos a hallar parecidos en las flores llamadas Pensamientos. A veces una carita se parecía al tío Eugenio o al Padre Jorge. Tal vez estas flores se llaman así porque propician que la mente del hombre vuele.
Rod Stewart, el cantante maravilloso, dice que “toda fotografía cuenta una historia”. Por eso, todo hombre ¡es una historia!, porque las fotografías representan el mundo del hombre y del hombre en medio del mundo.
Como no soy un verdadero poeta, como la Szymborska o como el Fabio Morábito o como el Efraín Bartolomé, debo emplear muchas palabras para, a mi modo, decirte que te quiero. Esto le fastidia a Javier. Él quisiera que yo fuera como Borges y que, con pocas palabras, expresara mucho, pero, ¡qué pena!, tampoco soy Borges. Soy Molinari y no me queda más que hacer toda una ensarta de palabras, como chorizos, para decir que te quiero mucho. ¿Cuánto? Como una línea de luz, como un verso de la Szymborska, como el vuelo de una hormiga sobre la mancha de un verso.
Tal vez a los verdaderos poetas Dios les “sopla” las palabras, les pasa “copia” como si fuesen alumnos desobligados y necesitasen llevar acordeones divinos para escribir una línea. Porque, los poetas verdaderos saben que sus mejores versos no son de ellos, no son fruto de su intelecto. El magma de la palabra está instalado en un caldero que está más allá de los límites de la razón humana. Todo texto brillante es parte de ese libro que Dios dicta. El verdadero poeta se sabe el conducto venturoso con que Dios coloca ramas al árbol del mundo.
Grandes recicladores son los que pepenan las anécdotas de los pueblos. En Comitán hay grandes contadores de anécdotas. Basta mencionar a Óscar Bonifaz, a José Antonio Alfonzo Pinto y a Héctor Castellanos Rovelo. En Villaflores nació, hace veinte años, un movimiento cultural sin parangón: la “Rial” Academia de la Lengua Frailescana, que ahora aglutina a un titipuchal de integrantes que tienen el don de contar anécdotas con una gracia especial. Nadie imaginó un movimiento cultural que se dedicara con tesón a pepenar y a reciclar palabras.
A la hora que aludí a Comitán mencioné sólo a tres contadores de anécdotas, pero el pueblo, como si fuese un cielo claro a medianoche, tiene cientos de estrellas que, a la hora de la comida, en la sala familiar, en el café o en la mesa de cantina, cuentan anécdotas con la picardía sabrosa del comiteco. Quien ha compartido mesa y cerveza con Fernando Figueroa Castellanos, sabe que posee la genialidad que sólo les es dado a pocos, como Eraclio Zepeda o como doña Lolita Albores, la cronista eterna de Comitán.
Eso de “mosquitas muertas” siempre ha llamado mi atención. Se aplica, lo sabés, a las muchachas bonitas que se presentan modositas y son unas zorritas bien hechas. Pero, llama mi atención porque si están muertas, resulta que es el milagro más grande del mundo, porque, además de revivir, reviven con gran vida, cada vez que tienen oportunidad de darle vuelta a la hilacha. Siempre pensé que debían llamarles “mosquitas entumidas”.
Medio mundo tiene cierto grado de neurosis, por eso es necesario que nos “desvaciemos”, de lo contrario explotaríamos como dirigible mal dirigido. Cada uno tiene su forma de matar pulgas y matar neurosis; unos esperan con ansias el fin de semana para ir al estadio de fútbol, otros para ir a la cantina con los amigos, unos más para ir al antro a tratar de ligar, otros (los hay) acuden al templo en forma religiosa. Hay algunos inconscientes que son integrantes activos del Club de Lucero y van a cazar animalitos. Y, también, hay otros que botan sus piedras contando anécdotas o escribiendo libros de cuentos o novelillas. Estos últimos son los pepenadores de palabras, frases y anécdotas. Todos los demás son los creadores, los que, al contar fragmentos de sus historias hacen la Historia con hache mayúscula.
Es proverbial la forma en que los cazadores cuentan sus aventuras. Todos los cazadores son grandes mentirosos. Bueno, por esto, los “cuenta-anécdotas” también exageran sus historias. Los “oidores” reconocen este valor y lo toleran y lo disfrutan. Un gran cuenta historias es Gabriel García Márquez, sus mentiras exageradísimas y fumadas han sido catalogadas como Realismo Mágico. Este término sólo es un eufemismo elegante para decir que es un gran mentiroso. En realidad, la vida es una mentira, una gran mentira. Pensamos que vivimos y lo que hacemos en realidad es soñar. Si viviéramos no tendríamos necesidad de desear otros bienes y otras posibilidades de vida. Nunca estamos satisfechos y por esto dilapidamos nuestras potestades. Hay dichos que refuerzan esta idea. El tío Andrés siempre repetía eso de que “lo bailado nadie se lo quitaría” y siempre andaba echando la casa por la ventana, aunque al otro día estuviese penando porque le prestaran algo de dinero para comer. De igual manera dilapidamos las palabras. Por esto, Rafa insiste en que deberíamos reciclar las palabras. Ir a los tiraderos a cielo abierto y, con un cubre bocas y con guantes, levantar aquellas palabras que significaron tanto hace muchos años.

Posdata: una vez, hace muchos años, en una cantina me levanté para ir al sanitario y un hombre que bebía en la mesa de junto me dijo: “cuidado con las nubes”, atribuí su recomendación a que ya tenía la mesa llena de botellas vacías de cerveza. Caminé en medio de las mesas y al llegar a la puerta del sanitario tropecé y fui a dar contra la puerta. A lo lejos oí un grito: “te lo advertí”. Hice lo que hace todo aquél que tropieza con algo, volví la mirada y vi al suelo y vi dos plastas de cemento que tenían forma de nubes. Pensé que cualquier escritor podía hacer una gran historia con ese detalle insólito, pero como yo tenía muchas ganas de orinar entré rápido al sanitario, hice lo que tenía qué hacer y cuando abrí la llave del lavamanos el agua comenzó a regarse por el tubo de desagüe. Me mojé, eché pestes, entonces oí la voz del viejo: “te lo dije”.
Te cuento esto, mi niña, sólo para decirte que la literatura está a la vuelta de la esquina, así como los personajes con sus grandes testimonios de vida. Basta poner atención a lo que sucede a nuestro derredor para entender que la vida está hecha de literatura y ésta hecha de la vida, de la hermosa vida. No lo olvidés jamás: ¡te quiero como si fueses la luz de la vida!

viernes, 24 de enero de 2014

PARA LA HORA DEL DESHIELO





A veces divido el mundo en dos. Ayer lo dividí en: mujeres que son como chales enredados en el aire y mujeres que son como la cima del Himalaya.
Los despistados creen que la mujer Himalaya es una mujer frígida, porque sus pechos siempre están a cero grados, como si congelaran la caricia, pero no es así. Todo mundo sabe que para preservar la carne es necesario que ésta se resguarde en un refrigerador. La carne que queda expuesta al Sol se echa a perder. Entonces, todo mundo debe entender que la mujer Himalaya es la mujer más cálida del mundo, porque preserva su cuerpo para la hora en que su amado, con sus manos y sus labios, comienza a calentarla, ¡a darle vida!
Sus labios son como una ventana de monasterio y a través del movimiento de sus manos es que logra hacer que su amado casi casi llegue al dintel del Nirvana. Ella es experta en actos que tienen que ver con ese ejercicio milenario que se llama Mandala y que enseña cómo las cosas del mundo son transitorias. Es maravilloso ver cómo ella, con polvos de colores, dibuja sobre el torso de su amado; dibuja horas y horas y, cuando el dibujo está terminado, ella se agacha y sopla, lento, sobre el dibujo y lo que era una forma única se vuelve Nada y se integra, de nuevo, al caos del Universo.
Sus amantes deben vestir con túnicas rojas y deben permanecer a su sombra, porque ella es imponente, como la montaña de la cual toma su nombre.
Sus muslos carecen de bosques. Sus muslos son como columnas de madera, su sonrisa es semejante a las alas que sustentan el vuelo de Buda.
Cuando abre los brazos suelta copos de nieve, que son como pajaritos en busca del nido. Cuando camina abre las piernas como si fuese una fortaleza imbatible. Se sabe poseedora del secreto del aire y del cielo. Basta que extienda su mano para tocar las nubes más altas, las más transparentes. Su pecho es como el patio donde cientos de hombres tocan campanas alrededor de la fogata que busca el centro del espíritu.
Como es una creyente de la reencarnación sabe que su vida actual es apenas un peldaño en la escalera que la llevará a la eternidad. Sabe que en vidas pasadas fue araña, plebeya, reina, árbol de durazno, rayo de sol, rama de eucalipto y gata traviesa. Sabe que el frío de la montaña acepta la luz del recipiente de bronce, el rezo del lama, el humo de la olla donde cuecen una piedra para hacer el caldo del desayuno.
Su patio lo habitan pájaros que no tienen color y vuelan al momento en que el monje toca el gong; su patio lo alimenta un frío que es como un dedo que pinta la escarcha sobre el pétalo, que es como el muro donde los hombres resguardan su temor.
A veces divido el mundo en dos. Mañana lo dividiré en: mujeres que sueñan con puertas que nunca se abren y mujeres que son como ventanas con cristales de manzana.

miércoles, 22 de enero de 2014

COMO UNA FRAZADA TIBIA





Imaginá que te llamás ayer. Imaginá que sos ayer, que vivís en el pasado de manera permanente. Podrás elegir entre ser un ayer luminoso o un ayer con lluvia. Podrás elegir entre caminar o volar, porque, no lo negarás, a veces, sólo a veces, tenés la impresión que podés volar, aunque sepás bien que no tenés alas, que los humanos no nacimos para el vuelo, pero nacimos (¿quién sabe por qué?) con un ansia de vuelo. A veces, cuando tenés la impresión que podés volar alzás los brazos y sentís algo como una lluvia fresca, algo como una energía de turbina. ¿Qué te provoca esa impresión? Puede ser la sonrisa de la muchacha bonita que está a tu lado, puede ser el día que tu hijo da sus primeros pasos, que es como un potrillo tibubeante; puede ser la emoción de sentir a Dios en medio del aire en el parque central de Comitán.
Imaginá que sos ayer. Que el presente no existe y que el futuro es el vacío. Imaginá que sólo vivís del recuerdo, sólo para comprobar que el pasado fue mejor. Podrás elegir imágenes en blanco y negro; podrás elegir caminar en calles empedradas, escuchar el sonido del trote de los burritos. A las seis de la tarde, prenderás un quinqué y caminarás por el corredor de la casa. Verás las sombras que la luz del quinqué provoca en las paredes húmedas, entrarás a la sala, te sentarás sobre un mueble de ratán y jugarás a provocar más sombras en la pared, las formarás con tus manos y verás cómo (a diferencia de lo que sucede hoy con las lámparas eléctricas) esas sombras tienen vida propia. Además del movimiento de tus manos, el pájaro que formaste vuela, ¡vuela! Y entonces sentirás esa nostalgia de vuelo.
Y, por ratos, sólo por ratos, pensarás que podés ir más allá. Ya que sos ayer, pensarás, podés caminar tantito más hacia atrás y podrás hallar a tus muertos ¡vivos! Podrás, entonces, qué alegría, llegar de la escuela, aventar la mochila de cuero y, corriendo, emocionado, buscar a tu padre en el taller y dirás: “¡papito, papito!”, y él se pondrá en cuclillas, abrirá los brazos y vos sentirás en ese abrazo que el mundo es un río de aguas limpias y que Dios es un vaso de chocolate, calientito, espumoso.
Imaginá que sos ayer. Podrás ir más allá, más en la luz de la oscuridad, más en la luminosidad del cuarto húmedo. Imaginá que sos ayer, que todo aún es esperanza y deseo. Que los sueños y los deseos aún son pajaritos que tienen alas y que no son la cosa asquerosa en que se convirtieron cuando viste que alguien o algo (¿quién sabe?) cortó sus alitas. Porque el futuro, ¡qué pena!, es un verdugo, un corta alas, un hijo de la chingada. Nadie, en el futuro, encuentra lo que soñó. La muchacha bonita encuentra que el príncipe azul es apenas un plebeyo gris; el escritor halla que la fama es una putita escurridiza; y el papá descubre que su hija no alcanzó la cima de la montaña que él creyó formar sólo para ella. Por esto, mucha gente anhela el ayer, lo mira con nostalgia, voltea a verlo como si allí fuera la próxima estación. Pero la vida es ingrata, su tren viaja siempre por la vía y no permite el recule. Vos sí podés hacerlo, vos tenés la potestad en tus manos. Podés imaginar que sos ayer. Dejá que el recuerdo sea una frazada tibia para tus sueños. Dejate consentir por esa posibilidad. Ya mañana será otro día. Ahora ¡viví el ayer!

lunes, 20 de enero de 2014

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE EL TRIÁNGULO ES MÁS QUE EL CÍRCULO





¿Cómo se construye el Universo? ¡Es muy sencillo! Tomen un listón de papel y dóblenlo hasta lograr la forma que tiene este murete, luego unan los extremos y ¡formen una estrella!, con tantos picos como quieran. ¡Ahí tienen el secreto!
En Comitán, así como en muchas otras ciudades del sur de México, este tipo de celosías es tradicional. Era tan sencillo levantar un muro que delimitara la propiedad sin cancelar el paso de las miradas y del aire. Por su sencillez, por su minimalismo, por su dignidad y por su humildad, en muchas casas de Comitán se usaba esta celosía. Las personas que caminaban sobre la banqueta y miraban estas filigranas de barro las untaban en su mente y en su corazón. Tal vez, después del techo de teja, del balcón de hierro forjado o de madera, del corredor lleno de helechos y del sitio de la casa llena de árboles de anona, esta celosía es la que mejor representa la arquitectura de Comitán. ¡En esta estructura está contenido el espíritu de Comitán: las nueve estrellas!
Ese elemento arquitectónico provee luz al espíritu del comiteco. Por esto, los comitecos, sobre todo las comitecas, permiten que la mirada y el aire de los otros se paseen como Pedro por su casa.
Para quien dude de la energía que emana esta celosía, basta que vea con atención esta fotografía. ¿Qué elementos la conforman? Una base de bloques de cemento, un montículo de grava revuelta con arena, un bote, algunos puntales de madera, un árbol, un poco de mezcla y una pala. ¿Ya vio, el lector incrédulo, que el arbolito está lleno de vida? Es por la cercanía del murete de ladrillos. Ahora, pido al lector, sobrino de Santo Tomás, meta el dedo en el hueco de la mezcla. ¿Ya vio cómo la pala levita? En el momento que tomé la fotografía, la pala se levantaba. Acá está a punto de pararse en forma completa. Acá está suspendida en el aire. ¡Es la fuerza del murete trenzado, a la manera en que los hombres tojolabales, tzeltales y chujes tejen la palma. Los hombres y mujeres de esta región acostumbran tejer el “pechulej” y los hilos de luz que el cielo derrama. No podía ser de otra manera. El cielo de Comitán es diferente a los demás cielos del mundo. Cuando el cielo se llena de nubes, que le dicen cielo “aborregado”, en Comitán no se llena de “borreguitos” ¡se llena de bordados!
Cuando un comiteco se acerca a un murete con bordado, siente que su espíritu, igual que la pala, ¡levita! Todo es ingrávido, todo es como un cielo bordado.

sábado, 18 de enero de 2014

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO LAS CASAS SON LO QUE SOMOS





Querida Mariana: ¿qué tiene qué ver la actriz Alma Muriel con las casas? El día que me enteré de la muerte de Alma Muriel pensé en las casas donde he vivido. ¡Pensé en todas! Tal vez pensé eso porque, cuando, en 1974, fui a estudiar a la UNAM, en la ciudad de México, viví frente a la casa de Alma.
Vos sabés que tengo cincuenta y seis años de edad (estoy andando en cincuenta y siete). A mi edad he vivido en muchas casas. A pesar de que soy amante del sosiego ¡he vivido en muchas casas que han sido de mi familia y otras que han sido ajenas! Los jóvenes aún no han vivido en tantas casas como los viejos. Esto es lo que llaman experiencia, lo que ahora puedo llamar “Experiencia de casa”. Esto es lo que hace la diferencia entre la novatez y el camino andado. No es sencillo hablar de la “Experiencia de casa”, es lo esencial de la vida. Las casas, vos lo sabés, definen mucho de lo que somos. Si vivís en un departamento tenés una perspectiva diferente del que vive en una casa comiteca, con cuatro corredores, un patio central lleno de luz y un sitio en la parte posterior de la casa. Habitamos las casas, es cierto, pero, también, las casas nos habitan. Somos lo que son nuestras casas, aunque no sean nuestras; aunque la casa que habitemos pertenezca a un terrateniente, el pago de la renta nos concede el derecho de apropiarnos de su espíritu por siempre, ¡por siempre! Cuando abandonamos una casa (por el motivo que sea) nadie, ¡nadie!, puede quitarnos el pedazo de oro que llevamos en nuestro corazón.
No sé (¿cómo saberlo?) si la casa que Alma habitó en la colonia Roma era de ella o de su familia o era alquilada. Pero, el hecho de que la habitara me hace, en esta carta que te escribo, hablar de ella como la casa de Alma. Esa casa, sin duda, fue una de las casas con más “alma” del mundo. Porque, ya lo advertiste, mi niña bonita, las casas también se apoderan de un cachito de nuestro espíritu. Tal vez por esto, mucha gente dice que en algunas casas ¡espantan! Es ese residuo de energía de sus habitantes que quedó impregnado en las paredes.
La primera casa en que viví la rentaba mi papá, pero yo siempre (hasta ahora) la consideré mía, muy mía. Un poco como el loco de la película “Cinema Paradiso”, yo podría correr por todos lados y decir, de todas las casas donde he vivido: “¡la casa es mía, la casa es mía!”, así como el maravilloso loquito decía: “la piazza è mía” y corría a todas las personas que caminaban en la plaza.
La primera casa que habité en la ciudad de México (en realidad ¡un departamento amplio!) estaba ubicado en la calle Tlacotalpan, en la colonia Roma. Una mañana, quince o veinte días después que habíamos llegado a vivir ahí, con la tía Anita, Miguel nos llamó a Quique y a mí: “apúrense”, dijo y nos llevó al gran ventanal de su cuarto, que daba a la calle (el ventanal de nuestro cuarto daba al patio interior). “Miren”, dijo Miguel y vimos. Vimos a una muchacha bonita que barría la calle. Quique y yo nos quedamos viendo. “Sí, sí”, dijimos, “está bonita, pero qué”. “¿Cómo qué?”, dijo Miguel, “¿ya vieron quién es?”, y entonces vimos con atención y descubrimos que era ella, Alma Muriel, de carne y hueso, barriendo la calle, como cualquier mortal. ¡Dios mío! La niña bonita del cine mexicano estaba ahí frente a nosotros ¡barriendo la calle! Supe entonces, lo que ahora sé con certeza: somos las casas que habitamos. Ese departamento me permitió tener al alcance de mi mano y de mi corazón a esa actriz tan linda. En 1979, en compañía de una amiga comiteca, fui al cine y vimos a Alma Muriel en la pantalla grande, en la película “Amor Libre”. Quienes vieron esa película recuerdan los desnudos de antología de Julissa (mamá de Benny Ibarra) y recuerdan a Alma con menor intensidad, excepto los cientos o miles de sus novios virtuales. Los demás recuerdan a Alma con menor intensidad porque ella era como la niña buena de la historia. Y se sabe que las mujeres que uno recuerda más son aquéllas que mi tía Elena llamaba “calienta fogones”; es decir, aquéllas que son más generosas en cosas del cuerpo. Esa tarde supe que yo era uno más de los enamorados de Alma, porque me enojó ver cómo mi Alma se dejaba seducir por el asqueroso de Manuel Ojeda, quien interpreta a un piloto aviador. Porque estaba bien que el tal Ojeda (cuyo apellido tiene cierta semejanza con Ojete) se “tirara”, una y otra vez, a la Julissa, pero, ¡Dios mío!, por qué la Muriel, nuestra Alma, caía rendida en sus brazos, si él era un tipo sin gracia intelectual, al contrario de lo que el personaje de Alma.
Fue ahí, en una butaca del cine Lindavista, que tuve dos deslumbres maravillosos: el primero fue conocer a un poeta llamado Jaime Sabines, que además era paisano. Jaime escribía poemas con un gran ritmo y con una gran emoción; el segundo fue un juego cuyo pie me lo dio Julissa. ¿Por qué conocí a Sabines? Lo conocí porque Alma Muriel lee un fragmento de “Los Amorosos”. Está en su cuarto y lee en voz alta un fragmento de ese poema que es tan querido por los amantes de la poesía. ¡Ah, fregar!, pensé, esto no suena mal. Me contagié tanto que ya, en los años ochenta, en Comitán, en el restaurante “Nevelandia”, cuando estaba con mis tragos, me paraba frente a la mesa y declamaba un fragmento de “Tarumba” o un fragmento de “Los Amorosos”. Ahora sé que lo hacía como un homenaje a Alma, el amor juvenil de cientos de mexicanos y de latinos.
Pero esa película no sólo me regaló a Sabines en los labios de Alma. También me regaló una experiencia erótica. Casi al principio de la película, Julissa espera un autobús urbano para ir a su negocio de artesanías que, si no recuerdo mal, está ubicado en la Zona Rosa. La zona comercial más chic de aquel tiempo. Mientras Julissa espera en una esquina, vistiendo un pantalón ajustadísimo que deja ver un buen par de nalguitas, un muchacho se apoya en la pared y la mira, la mira y la mira. De tanto que la mira le gana la gana, camina y, como si fuese un torero, con su mano le hace un pase acariciador al culito de Julissa. Ésta se enoja, levanta su bolso y le mete una “bolsiza” al atrevido. Pero como ambos esperan el camión, los dos suben. Julissa sube al final y decide sentarse al lado del chavo que se muestra un poco apenado. Julissa sonríe y al oído le dice: “Para eso son, ¡pero se pide!”. Emocionado por lo que veía en la pantalla volteé a ver a mi acompañante. Ella sonrió, entonces yo, ya envalentonado con el atrevimiento del chavo de la pantalla, le pregunté, en voz baja: “¿Para eso son?”, y ella, comiteca maravillosa, me dijo: “Sí”. Lo dijo con una coquetería que si en ese momento hubiesen entregado el Ariel de la mejor actuación femenina se lo habrían concedido a ella. Lo dijo de manera seductora, como abriendo la puerta para que yo, niño tímido, entrara tantito, entonces, abandoné mi timidez por un tantito y pasé mi brazo por su espalda. No la abracé como se acostumbra en el cine, por encima del hombro, sino que metí mi mano por su espalda, en un movimiento que jamás habría hecho si no fuese porque Julissa (bendita Julissa) había dado el pretexto. Ella, mi acompañante comiteca, arqueó tantito la espalda. ¿Qué significaba ese movimiento? Sólo una cosa: mi mano le había hecho cosquillas. Pero ese movimiento hizo que ella despegara más la espalda de la butaca. Mi mano, entonces, qué atrevida, bajó más y ella se arqueó más. Mi mano resbaló, y tocó la cintura del pantalón. Ella, mientras Julissa, en la pantalla, levantaba la cortina de su negocio, cerró los ojos y dijo, con la voz más sensual del mundo: “Para eso son, Alejandro, para eso son” y yo dejé que mi mano se metiera debajo de su pantalón y tocara la raya que divide las nalgas. Dejé mi mano ahí, en ese espacio tan íntimo, y ella dejó que la dejara. No me atreví a más. Pensé: si ella quiere que avance se arqueará más. No lo hizo. Ella volteó y sonrió, estaba contenta y yo también estaba contento. Mi mano estaba calientita. Estuvimos de acuerdo con Julissa: para eso son, pero ¡se piden!
En todas las casas que he habitado dejé algo y me llevé algo. Estoy lleno de esas casas, estoy pleno. Dios ha sido generoso porque me ha destinado casas amables, casas llenas de luz. Y esto que digo de casa incluye el departamento o el cuarto minúsculo y apachurrador.
Un día, mi tía Anita me corrió de su departamento y dejé de ser vecino de Alma. ¿En dónde viviría? Mi papá habló con un sobrino y fui a vivir al departamento de él, en la calle Campeche, de la misma colonia Roma. El departamento de Tlacotalpan estaba en la segunda planta, el de la tía Josefa en el piso cuarto. Mi perspectiva cambió. En lugar de ver la calle, tenía “al alcance de la mano”, parte de la ciudad. Mi cuarto daba a un cubo oscuro interior, pero el ventanal de la sala y del cuarto de un primo daba al exterior y desde ahí se veían los edificios de cinco o diez pisos. Entonces desde ahí podíamos, perfectamente, colocar una silla a mitad del cuarto, poner una toalla en la parte superior del exterior y colocar un par de binoculares y mirar cómo una muchacha bonita, completamente desnuda, hacía sus ejercicios a mitad de la sala de su departamento. Siempre pensé que ella o era actriz (igual que Alma) o era una chica exhibicionista que sabía que en algún departamento a muchas cuadras del suyo había un muchacho viéndola a través de un binocular. De acá no me corrieron, ¡yo me salí! Me salí porque, hasta que no llegó un arquitecto que contaba era pariente de Chabelo, yo fui feliz. Una tarde me dijeron que tendría un compañero de cuarto y metieron otra cama. No me gustó la idea, pero tampoco me causó mayor desasosiego. Mi desasosiego comenzó cuando, días después, desperté y vi que ya eran las ¡nueve de la mañana! ¡Me había quedado dormido! Busqué mi despertador y vi que estaba oculto debajo de una chamarra. ¿Qué había sucedido? Días después descubrí que el arquitectucho chucho chucho le molestaba el sonido del segundero de mi despertador y lo escondía. ¡Por esto no lo escuchaba! Me di cuenta que él era un abusivo cuando, al llegar después de la Universidad, descubrí que mi cama había sido replegada a la pared. Cada vez tenía menos territorio. El closet que había totalmente mío ya había cedido terreno y sólo me correspondía una gaveta. Quique ya no vivía tampoco con mi tía Anita. Como ya había llegado su hermano Rodolfo se pasaron a vivir a casa de doña Rome. La casa donde llegaba a vivir la mayoría de comitecos y que era como la plaza de San Caralampio porque nunca faltaba el puestecito de “curtidos”. Fui a hablar con doña Rome. Ella, cuando supo hijo de quién era yo, me abrió la puerta de su casa y de su corazón, pero dijo que no podía ofrecerme algo, porque no tenía más que un cuarto de madera en el patio trasero de la casa. Quique y Rodolfo vivían al fondo, en un cuarto lleno de humedades. Ahí, Quique acostumbraba escuchar a Los Beatles, todas las mañanas llenas de sol. Jamás había vivido en una casa donde vivían más de veinte muchachos, era como el más hermoso internado. A doña Rome le pedí favor que me aceptara. “Pero, ¿querés este cuarto?”. “Sí”, le dije. En la madrugada desperté y sentí un frío que jamás había sentido. A pesar de que el cuarto tenía una plataforma de madera que lo levantaba del suelo, el viento se colaba. Cuando regresé de la Universidad encontré la puerta del cuarto ¡abierta! Sobre mi cama había manchas de lodo. Los pinches chuchos que tenía doña Rome, dos chuchos enormes, habían echado su siesta sobre mi cama. Una semana después, cuando ya estaba a punto de dar las gracias, doña Rome me dijo que podía pasarme a un cuarto de la casa. ¡Bendito Dios! La casa de doña Rome estaba ubicada en la calle Eugenia, de la Colonia Narvarte. Luego nos cambiamos a la calle Nicolás San Juan.

Posdata: una mañana me enteré que Quique, Roge, Miguel, Rodolfo y César planeaban rentar un departamento. Me les pegué como lapa. Fuimos a vivir a un departamento maravilloso en la avenida Cuauhtémoc, muy cerca de la casa de los Bonifaz, pero como dijera Nana Goya: “esta es otra historia que te contaré un día de éstos”.

miércoles, 15 de enero de 2014

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE SE VE UN CUADRO





Un cuadro, una pared, un piso y una planta. Los puristas del lenguaje dirían que es un error escribir: “se ve un cuadro”. ¿Debí escribir que el cuadro nos ve? El piso y la pared pertenecen a la Galería del Centro Cultural de La Rial, en Villaflores. ¿La palmita? No sé. Tal vez la palma no le pertenece a alguien. Alguna Potestad nos la prestó para que fuera el primer plano de esta fotografía. ¿El cuadro? Es una pintura de Arcadio Acevedo, el Renacentista Chiapaneco número uno (es periodista, monero, escritor, pintor de pincel fino y bebedor de cerveza).
¿Debí escribir que el cuadro “nos ve”? Tal vez sí, porque la mirada de la mujer en blanco y azul es un pozo de luz. Su mirada es tan intensa que el autor debió cubrir el otro ojo para que no, a la usanza chamula, robara el espíritu del espectador. ¿Ya vieron cómo el extremo de la palma se consume en luz? ¡Es la mirada de la mujer en blanco y azul la que provoca tal flama!
Estuve cerca del cuadro y vi cómo Arcadio desapareció el otro ojo. ¡Era muy intensa la luz! Y se sabe, todo mundo lo sabe, la intensidad de una mirada provoca los incendios más pavorosos. Quien dude de esta afirmación debe someterse al influjo de una mirada de muchacha bonita y, entonces, dejar que su espíritu retome la cita bíblica de que es polvo y en polvo será convertido. Así como Picasso tuvo su Época Azul, Arcadio llega con esta pintura al culmen de su búsqueda. Esta pintura es el inicio de la época más esplendorosa del artista (su Cubismo personal), ya que las demás pinturas expuestas tienen el sello inconfundible de lo que será su obra presente y su obra futura. La imagen femenina que está en el otro extremo, ya contiene el germen de la obra actual: ¡el universo fragmentado en miríadas de color y de luz! A partir de este cuadro, la sombra es inexistente. Arcadio se convierte en el más irreverente de todos los artistas chiapanecos y, como si fuese un Dios, dice a cada trazo: ¡hágase la luz!
Porque la mirada de la mujer en blanco y azul es tan intensa, las demás miradas están canceladas o contenidas. Los demás personajes privilegian el color y la mueca de sus labios y de sus trompas. No es la mirada de la calavera la que nos alerta, ¡no!, es la mueca de ironía que nos recuerda que un día “nos cargará el payaso”; no es la mirada de alcancía del muñeco zapatista la que nos alarma, ¡no!, es la boca cancelada la que nos siembra el silencio en lo más hondo del pecho.
Arcadio sabe quién es la mujer de blanco y azul. Ya una vez lo confesó. Pero, para la mirada del espectador no importa saber quién es ella o quién la Marilyn Chiapaneca del otro extremo. ¡No! Lo que importa para el espectador es el misterio con que el cuadro nos ve. Este cuadro, como mujer de Los Altos, está detrás de una ventana o de un balcón y desde ahí, moviendo tantito la cortina, mira quién entra a La Galería. El espectador sabe que ahí hay algo o alguien. En Comitán la gente acostumbra decir “te tocó el muerto” cuando alguien entra a una casa, a media noche, y siente una corriente helada y advierte la presencia de algo o de alguien, a mitad de la sala vacía. Acá, el espectador, al entrar siente que “lo toca la vida”, ahí está esa enigmática mujer, detrás de un muro blanco, confundiéndose en el blanco, quemando el extremo de la palma, ardiendo en el cuerpo y en el alma de quien se deja ver por el cuadro. Uno arde, se hace polvo, mientras los demás personajes disfrutan, con carcajadas contenidas, el ardor de la brasa, la exultación de los espíritus extraviados, la búsqueda de la eterna Potestad.

lunes, 13 de enero de 2014

CARTA ABIERTA A EVA MORANTE





Querida Eva, algún día tendrás que escribir lo que me contaste la mañana del 3 de enero. Algún día tendrás que hacerlo, para que los lectores sepan cómo una mujer puede amar tanto a un pueblo, un pueblo llamado Comitán. Lo harás, querida Eva, para que todo mundo, igual que yo, apachurre su corazón y se conmueva, como te conmovés vos al entrar a Comitán. Yo también sentí alguna vez eso que vos sentís al entrar a Comitán. Yo también sentí esa tenaza en la garganta. La mañana que lo contaste vi emocionarte cuando me dijiste que a la hora que venís en el auto y el auto comienza a bajar y mirás el valle donde se asienta este pueblo la emoción te gana y no podés evitar que tus ojos se llenen de agua, de luz, de las nubes de algodón de este pueblo. Me emocioné cuando me dijiste que amás profundamente a Comitán, lo amás desde Guadalajara, lo amás como muchos que viven lejos lo aman. Tal vez ustedes los que están lejos lo aman más que quienes viven acá.
Lo tendrás que escribir porque pocos, muy pocos, saben esa historia de amor que se dio entre vos y uno de los hombres más recordados de este pueblo: Mario Yáñez, Mario Mocoso, Mario de todos los Hércules del mundo. Escribilo, querida amiga, para que todo mundo se entere cómo vos, la muchacha más bonita de nuestra generación, la más asediada, la más buscada, la más flor de patio luminoso, dejaste que ese hombre enorme (tal vez más de dos metros y con manos enormes, así me lo dijiste) te cuidara e, incluso, tomara de la camisa al muchacho que te pretendía y lo levantara centímetros del suelo, hasta que vos le dijiste: “No, Mario, no, él es mi amigo”, y entonces, Mario Mocoso, Mario de todas las grietas, lo depositara sobre el piso, él ya lívido, ya rogando a Dios que la tierra se abriera, no de su lado, sino del lado del gigante.
Cuando nos despedimos, Eva, agradecí tu afecto, tu visita. Esa mañana, cuando te fuiste me quedé en la oficina y ya no hice más que recordar el patio de nuestro Colegio Mariano N. Ruiz y vi cómo ustedes, muchachas bonitas, a la salida se arremangaban las faldas del uniforme (que debían, estrictamente, llegar por debajo de la rodilla) y quedaban, ¡oh, prodigio!, a la altura de la mitad de los muslos. Todo esto no con el afán de molestar al Director de nuestro Colegio, el Padre Carlos, Padre severo, padre de todos los santos y de todos los infiernos y de todos los cielos, sino para que nosotros, muchachos imberbes, conociéramos tantito de las glorias de la luz y de la flama. Por esto, querida Eva, sé que hablo por todos los que fuimos tus compañeros, por esto, gracias, muchas gracias, porque ustedes, muchachas de minifalda, palomas sin alas atadas, llenaron de aire nuestros cuartos oscuros y húmedos. Gracias, querida Eva, por compartir la historia de amor; por decirme que Mario te acompañaba a tu casa cuando salías del cine a las diez de la noche (ni vos sabés decir porqué con tus amigas ibas a la última función del Cine Montebello), porque él siempre fue tu sombra, caminó dos o tres metros detrás de vos, cuidando que nadie se te acercara. ¿Quién se iba a acercar si él era el hombre más alto y fornido de Comitán y te amaba, te quería, como vos seguís queriéndolo? Me emocioné, Eva, cuando vos llevaste tu mano derecha a tu corazón y dijiste que lo seguís queriendo; me emocioné cuando vos me dijiste “¿dónde está la tumba de Mario?”, porque querés ir a su tumba, sentarte a la vera y, como lo hiciste tantas mañanas, lavarle sus manos (¡manos enormes!) y lavarle su carita (¡cara enorme!) e invitarlo a desayunar. Y él, querida Eva, él nunca aceptó sentarse a la mesa, no, no, siempre se sentó en la gradita de la cocina, como si fuese un enorme San Bernardo, el más hermoso San Bernardo que jamás vivió en este pueblo. Me emocionó tu emoción, querida Eva. Sé que Mario Mocoso, Mario de todos los Sabinos, de todos los Icebergs, de todas las Piedras de la Ametralladora, estuvo contento, porque cuando vos, en la carretera, advertiste el valle de Comitán pensaste en él. ¿Quién más lo quiere tanto como vos? ¿Quién, más que vos, ama tanto a Mario niño, Mario pompa de jabón, Mario apenas línea de agua? ¿Quién más que vos, muchacha bonita? La muchacha más bonita de nuestra generación, la más refinada. ¿Quién hubiese imaginado que vos, la muchacha más asediada, porque tenías el cuerpo de una diosa, hubiese aceptado la compañía del hombre más humilde de este pueblo, de un sencillo cargador, de un hombre inolvidable de este pueblo inolvidable? ¿Cómo me dijiste que él te decía? ¡Ah, ya, ya recordé! “Pelegrina, pelegrina”, así, con ele, con ele de ¡siempre!, de peregrina, de “peregrina de ojos claros y divinos”.
Alguna mañana, querida Eva, debés escribirlo para compartir tu luz con más gente, con más.

domingo, 12 de enero de 2014

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE EL AIRE ES TRANSPARENTE





Mi prima Rome y yo jugábamos con mi abuela. Ella decía: “¿Qué ven? ¿Qué ven?”, y nosotros debíamos decirle qué veíamos. ¡Nunca vimos lo mismo! Era increíble que viendo la misma imagen, Rome y yo difiriéramos tanto. Ella veía otra cosa. ¿Quién estaba mal? ¡Nadie! Cuando crecí supe que todos los hombres y mujeres vemos cosas diferentes. Si ahora estuviese mi abuela con nosotros y nos mostrara esta fotografía sé que Rome y yo veríamos imágenes diferentes.
Invito al lector a que, como si yo fuese un abuelo, juguemos a ver qué ve. ¿Qué ve? Rome y yo jamás imaginamos que en Comitán tendríamos la posibilidad de patinar sobre hielo. ¿Cómo si Comitán tiene clima templado? ¿Cómo si sólo en temporadas de mucho frío, a veces, las hojas del jardín amanecen con una capa mínima de escarcha? Si mi papá me hubiese dicho que en su pueblo natal, San Cristóbal, la gente patinaba en hielo ¡lo hubiese creído!, pero nunca me dijo algo así, porque no era cierto. A pesar del frío de congelador que hace en San Cristóbal nunca ha helado a tal grado de formar un lago donde los coletos patinen como si estuviesen en Central Park o en el territorio soñado de Groenlandia. Nunca los pájaros, en Comitán, han levantado el vuelo impulsándose en una pista de hielo, como si fuesen patos o como si fuese el Concorde más hermoso del mundo.
Porque si mi abuela viviese y nos llamara a Rome y a mí, y nos diera tazas de chocolate, bien caliente, lleno de espuma, y nos preguntara: ¿qué ven?, yo diría que veo a un pajarito intentando alzar el vuelo, por esto, ella, el cenzontle más bonito del mundo, levanta sus alas hacia atrás, levanta una patita y se echa al frente. Al frente, donde el fotógrafo es el vacío, el cielo, la burbuja de aire donde el cenzontle volará. Porque viene de frente, entonces el fotógrafo no puede ser un muro o un árbol con sus ramas dispuestas, porque si así fuese, con la velocidad que el cenzontle viene, se estrellaría y dañaría sus alitas. ¡No! El fotógrafo es el aire para que todos los papalotes y cenzontles del mundo vuelen.
Rome y yo, de niños, jamás hubiésemos imaginado que en el parque de Comitán, los cenzontles pudiesen iniciar sus prácticas de vuelo como lo harían en la Antártida. Y digo que lo harían porque en la Antártida no hay cenzontles, allá sólo osos abrigones, sólo renos de cornamentas navideñas. Acá, por pase mágico que hicieron las autoridades, logramos el milagro que nunca han logrado en la Antártida: ¡que los cenzontles inicien sus prácticas de vuelo en una pista de hielo! Al fondo se ve un ave titubeante, por esto busca el soporte de la barra de contención. Hace bien, es bueno que antes de atreverse al mar del aire todo esté controlado. Sólo el cenzontle bonito del frente ya despegó y se atreve a hacer contorsiones en la sala más amplia de la casa del aire. Ella, con la determinación de águila o de cóndor, extiende sus alitas y ve, sorprendida, el horizonte donde la vida se eleva tantito sobre la Tierra. Ella, cenzontle divertido, sabe que llegó el momento de iniciar el vuelo que no cesará jamás. ¡Está creciendo, está dejando el nido confortable sobre la rama! ¡La vida le guiñe, la seduce! ¡Todos los cielos de Comitán y del mundo serán de ella! ¡Volará muy alto, muy alto! Y algún día, al ver esta fotografía, recordará que sus primeros pinitos comenzaron acá, en una pista de hielo, a mitad del parque de su pueblo, un pueblo de clima templado, templado con la inteligencia de su gente. También el cenzontle del fondo ¡volará! Ambos volarán muy alto. Así lo desea el fotógrafo que es el vacío, la grieta.

miércoles, 8 de enero de 2014

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE SE VE UN PANAL





¿Es correcto decir que un panal es como un nido de avispas? En Comitán llama mi atención que un restaurante que vende carnes asadas se llama “El panal”. Nunca he hallado la relación entre la miel y el chorizo, ni entre una abeja y un cuch. Pero, bueno, el mundo está hecho de relaciones insólitas y ésta parece ser una de ellas.
En esta foto se ve un panal, un nido de abejas. ¿Desde cuándo está ahí? Porque, así como hay relaciones lingüísticas insólitas, también hay imágenes insólitas. Ésta es una de ellas. Llama mi atención el hecho de que el propietario de esta casa ha dejado que el panal crezca hasta un tamaño que el panal parece la vagina de una giganta. A primera vista no se ve que el panal esté habitado, pareciera que es una construcción abandonada. No sé el comportamiento de las abejas. Entiendo que este panal corresponde a esa variedad de abejas que son negritas y pequeñas. No se trata de un panal de abejas africanas o de esas llamadas abejas ahorcadoras. Tal vez por esto el dueño de la casa dejó que el panal creciera tanto. Sus habitantes deben ser abejas o avispas afectuosas.
Pero si el panal no está habitado, ¿por qué el dueño de la casa deja que siga ahí? ¿Para que la gente pase por la calle, lo mire, se asombre y tome la foto de un hecho insólito? O tal vez el hombre ha encontrado mejor uso a este panal. ¡Sí, eso debe ser! Tal vez, en realidad no es un panal, sino una cámara de vigilancia camuflada. Tal vez es una lámpara que prenden en la noche; tal vez es una alarma; tal vez un sistema anti fantasmas, tal vez un experimento del origen del Universo.
La ventana cercana está abierta. Esto significa que es cierto el planteamiento anterior: o los habitantes del panal son amistosos o el panal está deshabitado. La imagen es atractiva porque permite imaginar que el cristal es el espacio y el panal es algo como un planeta. Igual que los planetas, un día se despegará del cristal y se destruirá en mil fragmentos, en mil meteoritos.
¿Qué piensa el propietario? ¿No lo quita por desidia? ¿Lo ha dejado ahí porque es como un amuleto? ¿Es como la vaca y todas las mañanas lo ordeña para tener miel? ¿Da miel o sólo da asombro y, tal vez, lástima? Porque bien visto es un planeta triste y solitario. No hay más a su alrededor.
¿Y si no es un panal? ¿Y si es un monstruo que despierta por las noches y que, como babosa, se desliza por ese cristal y se mete por las hendijas de la otra ventana porque se alimenta de la sangre de los habitantes de la casa? ¿Y si es la casa la que está deshabitada? Uno nunca sabe qué pensar a la hora que camina por una calle común y encuentra un panal prendido, como lapa, a un cristal que aún tiene manchas de pintura. Uno nunca sabe qué sucede en el interior de las casas. A veces, como en este caso, tampoco sabe qué sucede en el exterior.

lunes, 6 de enero de 2014

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO EL AÑO NUEVO ES UNA LÍNEA DE AGUA





Querida Mariana: cuando se acercaba la fecha de celebración, el tío Hermisendo nos llamaba a todos los niños, nos repartía dulces de tamarindo envueltos en papelitos de color naranja, translúcidos, y nos contaba, con una gracia sin igual, la historia del día que el mundo se quedó sin navidad. Nosotros destapábamos los dulces y a medida que escuchábamos la historia comíamos el dulce. María, la inquieta del grupo de primos, siempre le preguntaba al tío dónde compraba los dulces, pero él nunca le respondía, siempre sonreía y dejaba todo como en un misterio; igual de misteriosa era la historia que nos contaba, porque era un cuento sin final. Nosotros, cada año, albergábamos la esperanza de que ahora sí, este año, por fin, nos cuente el final del cuento, pero ¡nada!, cuando menos lo esperábamos decía colorín colorado ¡este cuento se ha acabado!, y nosotros protestábamos, porque, gritábamos, ahí no se acaba la historia, cuenta el final, qué pasó con el espíritu de la navidad, pero el tío nos ignoraba, metía la mano en el morral y sacaba más dulces y como si fuese un viejo dando migas a las palomas, tiraba los dulces y nosotros nos aventábamos al piso, como si la piñata ya se hubiese quebrado.
Cuando se acercaba la fecha de celebración, el tío Hermisendo nos llamaba a todos los papás, nos invitaba a sentarnos a la mesa, repartía cervezas y nos contaba, con una gracia sin igual, la historia del día que el mundo se quedó sin navidad. Nosotros, destapábamos las cervezas con los dientes y a medida que escuchábamos la historia bebíamos una, dos, tres y más cervezas. María, la inquieta del grupo de primos, siempre le preguntaba al tío donde compraba esas cervezas alemanas, pero él nunca respondía, siempre sonreía y dejaba todo como un misterio; igual de misteriosa era la historia que nos contaba, porque era un cuento sin final. Nosotros, cada año, albergábamos la esperanza de que ahora sí, este año, por fin, nos cuente el final del cuento, pero ¡nada!, cuando menos lo esperábamos y cuando ya la mitad de nosotros estaba borracha, él, con la voz pastosa, ya casi embrocado sobre la mesa de madera y sobre el plato de chicharrón que a esa hora ya estaba todo grasoso, decía colorín colorado, este cuento se ha acabado, y cada quien se va a su casa todo cagado, y nosotros protestábamos, porque, borrachos, lo tomábamos de la camisa, lo zarandeábamos y le decíamos que ahí no acababa la historia y le decíamos que si no contaba el final lo íbamos a madrear, pero el tío nos ignoraba, metía la mano al morral y sacaba una botella de tequila y como si diese de beber al sediento que tanto proclamaba la Biblia hacía que abriéramos la boca y nos empinaba la botella, gur, gur, hacían nuestros cogotes y bebíamos lo que él nos daba.
Cuando se acercaba la fecha de celebración nos reuníamos todos los abuelos, nos sentábamos a la mesa y tomábamos una copa de champaña en honor al tío Hermisendo. María proponía que contáramos la historia del día que el mundo se quedó sin navidad, pero todos nos negábamos, sabíamos que nadie de nosotros tendría la gracia de contar el cuento como lo contaba el tío. A final de cuentas, cuando el viento frío nos calaba los huesos, nos poníamos las bufandas y nos despedíamos del grupo de primos. Todos caminábamos tristes, como intuyendo que el final del cuento ya estaba cerca y que el día que el mundo se quedó sin navidad fue el día que el tío murió y no volvió a reunirnos en torno a él para que nos contara, con una gracia sin igual, la historia del día que el mundo se quedó sin navidad.

sábado, 4 de enero de 2014

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO LA LUZ ES COSA DE TODOS LOS DÍAS





Querida Mariana: ¿sacaste las maletas a pasear? Cuando le pregunté a la tía Rosa, ella dijo que sí, se paró, hizo un movimiento de pasarela, con las manos en la cintura y me mostró su trasero. “Mis maletas las paseo siempre”, dijo y rió. “Mis maletas son Samsonite”, remató. Mucha gente cree que si da una vuelta a la manzana, en los primeros minutos del día primero del año, cargando unas maletas, ¡viajará mucho durante el año!
En todo el mundo existen rituales para despedir el año viejo y para acoger el nuevo. Mi abuela Esperanza era una mujer modesta, lejos de rituales opulentos. Ella, que yo sepa, jamás sacó a pasear las maletas. Ella, que yo sepa, jamás viajó fuera de la república. Salvo en una ocasión que pasó a Bronwsville, Texas. Y esto fue porque su hijo Mario vivía en Matamoros, Tamaulipas, y Matamoros está en la línea fronteriza con Estados Unidos. El ritual de mi abuela era ir a misa de gallo, comprar doce velas benditas y prenderlas en el oratorio de la casa, cada día primero de año. A mí siempre me llamó la atención este ritual. El día primero de mes entraba al oratorio, prendía la vela, se hincaba en el reclinatorio y permanecía rezando por espacio de dos o tres horas, hasta que la vela no era más que un cabito. Una tarde, mientras ella fumaba, sentada en una poltrona en el corredor, Elsa y yo le preguntamos por qué prendía una veladora. Ella dio una chupada al cigarro, exhaló el humo y dijo que era para que durante todo el mes hubiera luz. Mi prima Elsa, quien siempre fue muy desmadrosa, generosa y gozosa (imagino que hasta la fecha) dijo que a la abuela debería contratarla la Compañía de Luz. A mí me quedó dando vueltas la idea. El hecho de que aludiera a la luz se me hizo una brillante idea. Por supuesto, no le di la connotación que Elsa le dio. Comprendí que tenía que ver con cosas del espíritu. Porque todo lo que mi abuela hacía dentro del oratorio tenía que ver con eso. Lo que Elsa y yo hacíamos en el oratorio, en algunas tardes cuando la casa se quedaba sola, no tenía mucho que ver con el espíritu. Ahora entiendo porqué a Elsa y a mí nos gustaba jugar en el oratorio. Era el espacio más silencioso de la casa, el más cautivante. Sentíamos unos nervios especiales cuando nos tomábamos de las manos frente a los cuadros y las imágenes de santos y vírgenes, matizados con el color de las velas que no se cansaban de hacer sombras. Nuestra respiración se aceleraba, pero no decíamos una sola palabra. Ahora, qué pena, en mi casa ya no hay oratorio. Mi mamá tiene los santos sobre una mesa que está colocada en un pasillo. Esa idea de intimidad ya no existe. Aquella casa de mi infancia fue maravillosa, porque tuvo un cuarto especial destinado al oratorio.
Los rituales primigenios, los más antiguos, estaban más relacionados con el espíritu que con el cuerpo. Los rituales actuales son fruto de la banalidad. La mayoría alude al gozo del cuerpo. No sólo los rituales, también los propósitos. ¿Cuántas personas hacen lo que hacía mi abuela? ¡Pocas! Digo pocas, en comparación con las multitudes que se ponen los calzones rojos, para tener pasión, y calzones amarillos, para tener dinero. ¿Quién es la muchacha bonita que se pone una pantaleta blanca para ser impoluta? Sí, perdón, mi niña. Esto fue broma. Arturo dice que las estadísticas demuestran que en el país, la mayoría de niñas que tienen quince años ya tienen actividad sexual, por esto, Arturo dice que la cita bíblica de la aguja en el pajar fue hecha para aplicarla a las muchachas vírgenes en estos tiempos.
La relación de buenos propósitos de mi primo Alberto para el 2014 es simpática. Es simpática porque no promete un cambio de paradigmas, sino una simple rebaja en los comportamientos que considera equivocados. Te daré algunos ejemplos, para que mirés cómo esta relación tiene su encanto. Primer propósito: No fumaré tantos cigarros. Segundo propósito: No tomaré más de diez cervezas, ni más de diez güisquis. Tercer propósito: ya no engañaré tanto a mi gordita. Cuarto propósito: incrementaré en un cinco por ciento el gasto para la casa. Quinto propósito: le quitaré un cinco por ciento al total de dinero que destino para mis amiguitas. Sexto propósito: iré al gimnasio una vez a la semana. Séptimo propósito: me conformaré con dos huesos y ya no pediré panes compuestos, a la hora de la cena. Octavo propósito: cuando coma olla podrida ya no comeré tacos de chicharrón de hebra. Noveno propósito: una vez a la semana dejaré de ver películas pornográficas en la noche. Décimo propósito: procuraré no regresar borracho cuando vaya al rancho de mi compadre Enrique, en Uninajab. ¿Mirás la redacción del último propósito? “Procuraré”, dice. Y, en realidad, Alberto lo procura, pero como “la carne es débil”, igual que el noventa y nueve punto nueve del total de mortales que hicieron su lista de buenos propósitos, cuando el año llega a abril, ya su voluntad está mermada y vuelve a ser el mismo de siempre, el gordo querendón, bonachón, simpático e irresponsable de toda la vida. A las diez de la noche, de cualquier día, me llama por teléfono y me dice que vaya a verlo, que está en tal cantina, que lleve dinero, que necesita contarme un problema que tiene.
Sé que todo mundo está metido en una dinámica muy cercana al disfrute del cuerpo. Toda la publicidad que nos envía este mundo globalizado está destinada a privilegiar el goce inmediato y material. Por esto, todo mundo quiere poseer el mejor carro, tener la mejor casa, la mejor amante (o el mejor amante, el de cuerpo de escultura griega y no el montón de grasa que tienen en su hogar).
El libro es un objeto cultural destinado para el goce del espíritu. Por esto, poca gente lo incluye en su lista de pedidos de regalos de Nochebuena. Revisé las “cartitas” de mis sobrinas y sobrinos enviadas a Santa Clos y encontré de todo, menos un libro. ¡Por el amor de Dios, quién va a estar pidiendo libros cuando hay Ipads, Ipods y Ipuds! Bueno, estamos tan jodidos en cosas del espíritu que nadie pidió, cuando menos, un lector de libros digitales. ¡No! La mayoría de mis sobrinos pidió una consola de videojuegos y, por supuesto, el Santa Clos consentidor les cumplió sus deseos. En la mañana del veinticinco los hallé, en pijama, sentados en el piso, con los controles en la mano, hipnotizados frente a la pantalla. ¡Tiempos maravillosos, sin duda! Pero, también, tiempos enajenantes. El libro es un objeto que permite el vuelo, el paso a la imaginación. Este concepto parece que, poco a poco, se extingue. En la medida que los videojuegos despiertan la destreza manual, visual y mental, cancelan ese espacio que nos permitía formular mundos distintos. Ahora todo es uniforme. Los mundos del futuro tienen ¡las mismas caras! Las caras diseñadas por los diseñadores de videojuegos; es decir, las caras impuestas por las naciones más poderosas del mundo. Por esto, a veces tengo deseos de comprar las doce velas que compraba la abuela y prender una cada mes. ¡Para tener luz! Para pedirle a todos los Dioses que proliferen los escritores que formulen nuevos mundos, que sigan alentando esa semilla que se llama imaginación. Quisiera prender muchas velas para pedir a todos los Dioses que haya más niños y jóvenes que, a la par que juegan videojuegos, también destinen unas horas a ejercer el galano arte de la lectura.
A veces pienso que mi abuela era como una vela, ella ¡era la luz! Como tengo una memoria endeble, la recuerdo como entre niebla. Recuerdo que fumaba, fumaba mucho. No sé si por eso se murió. Tal vez sí. Una mañana regresé a Comitán, para pasar las vacaciones (estudiaba en la UNAM, en la ciudad de México) y cuando la sirvienta abrió, lo primero que supe fue que mi abuelita y mi mamá no estaban. “Se fueron a México”, me dijo. Yo no sabía. Ya luego mi papá me dijo que mi abuela se había puesto mal, muy mal. Ya no volvió. La enterraron allá. Cuando las vacaciones terminaron fui al panteón, en la ciudad de México, me senté en una lápida al lado de su tumba y me puse a platicar con ella, dos o tres horas, casi casi como si fuese el oratorio y esperara que la vela se apagase. Tonto de mí, ¡ya se había apagado desde antes!
¿Sacaste las maletas a dar la vuelta en la cuadra? Recuerdo una imagen de la película “Cinema Paradiso”: es un callejón y, a media noche de la noche vieja, todo mundo abre las ventanas que dan a la calle y avientan las cosas viejas. Es una tradición italiana, tierra de mis ancestros. Habría que inventar nuevos rituales, rituales que alienten el fuego del espíritu.
Yo nada hice la noche vieja. Sabés que soy el hombre más “plano” del mundo. Conmigo, la gente no encuentra ambiente. Como todas las noches, la noche del 31, me acosté a las ocho y media y la mañana del uno de enero, como todas las mañanas, me levanté a las cuatro y media para escribir, para leer, para escuchar música (con volumen bajo, porque Paty duerme. Bueno, la mañana del uno la puse a volumen medio, porque mi Paty andaba con sus papás en Tuxtla. Ya que conmigo no encuentra el motivo para el festejo, en la casa paterna sí halla el guateque que tanto le gusta).
Mas ahora que lo pienso y lo escribo, tal vez sí hago rituales, sin darme cuenta. La noche del treinta y uno, prendí la lámpara del buró, me acosté y abrí un libro (leí dos cuentos de García Márquez, del libro “Todos los cuentos”). Tal vez esta es mi manera de sacar las “maletas” y darle una vuelta a la manzana para alimentar la idea del viaje. Sí, tal vez este ritual lo hice, de manera inconsciente y natural, con la intención de viajar por todo el mundo y más allá durante todo el 2014. Ya los sabios lo han dicho hasta el cansancio: la lectura es el mayor viaje que se hace sin salir de casa. Muchos dirán que es una bobera viajar desde casa, pero a quienes les gusta la lectura saben que no hay placer más grande ni más atrevido. Quienes viajan lo hacen para cambiar la rutina, para conocer nuevos lugares y para tener experiencias insólitas. Bueno, pues esto, ¡y más!, es lo que la lectura provee. Siempre que abro un libro dejo a un lado el rostro cotidiano de la rutina, conozco nuevos lugares y tengo las aventuras más excepcionales. Sin ofender a mis vecinos hurgo en vidas ajenas y me entero de los chismes más sorprendentes. Siempre ofrezco disculpas a mis paisanos: ¡no me interesan los chismes de los comitecos y de la vida que se da en Comitán! Lo digo de manera sincera: me vale una pura y dos con sal. ¿Quién puede estar interesado en un acto de infidelidad entre los comitecos Juan de las Pitas y María de los adobes, cuando en las novelas y los cuentos me entero de historias realmente fascinantes, contadas (ahora sí que de manera literal) ¡con pelos y señales!?

Posdata: mi mamá continúa con la tradición de las velas. Igual que mi abuelita, mi mamá va a la iglesia, compra la docena de velas, lleva a bendecirlas y luego las guarda en un armario. El primer día de mes, abre el armario, saca una vela, la coloca en un candelabro y la prende. Mientras la prende veo que mueve los labios, como si rezara, como si pidiera algo. Sé que, igual que mi abuela, está convocando a la luz; como demiurgo, hace un pase con las manos y logra que el Universo tenga el rostro afectuoso que siempre nos ha mostrado. ¿Qué ritual hace el universo cada año nuevo? Ninguno en especial. Sabemos que el tiempo es una mera invención del hombre. El tiempo es una línea continua y ya algunos sabios nos han dicho que, en realidad, el pasado, el presente y el futuro es un continuum y nosotros, los seres humanos, somos simples viajeros en esa línea. ¿Mirás? ¡Siempre estamos viajando! Así que, ¿qué necesidad de salir a las doce de la noche con un segundo, cargando maletas, para dar una vuelta a la manzana? ¿Una manzana? Por el amor de Dios, ¡somos dueños del universo, no de una simple parcela! La tía Alicia siempre regaña a mis primas, cuando mira que preparan las maletas, les dice que cómo se atreven, las pueden asaltar, las pueden violar. Con estos tiempos tan de riesgo y ellas, Dios mío, en la calle a esas horas. Pero mis primas no hacen caso, toman las maletas y al término de los abrazos, salen en multitud a la calle y dan la vuelta a la manzana, jalando las maletas con ruedas. ¡Desean viajar, viajar mucho, durante todo el año! Yo las oigo desde mi cama, desde donde viajo mientras leo.