sábado, 31 de mayo de 2014

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO HAY PERIODISMO COMPROMETIDO




Querida Mariana: dejé de colaborar en El Heraldo de Chiapas, pero no quedé cojo. Tengo la fortuna de escribir en este diario que es más importante para mí, porque es un diario de mi pueblo. Y digo que no quedé cojo porque escribo en Chiapas Paralelo, que es un periódico virtual. Chiapas Paralelo se ha convertido en muy poco tiempo en un referente de los medios de comunicación en Chiapas, porque representa la alternativa. Ahí escriben algunos de los más importantes y reconocidos periodistas de Chiapas, como Sandra de los Santos, Sarelly Martínez, Isaín Mandujano, entre otros. Y ahí, escribo una Arenilla especial, cada jueves.
Una tarde, Sandra de los Santos me invitó a escribir en Chiapas Paralelo, lo consideré un honor y desde entonces, como siempre, trato de cumplir con esta vocación de vomitar los fantasmas y la posibilidad de formular cielos donde no hay nubes.
¿Qué escribo en Chiapas Paralelo? Un juego con la palabra. ¿De qué otra cosa podría escribir? Un día me di cuenta (¡brujo!) que el mundo no está concluido. Todos los objetos del mundo aceptan otros chunches. Las uñas de las niñas aceptan pintura y dibujitos (no sólo las uñas de las manos, sino también las de los pies). La piel canela de las nalguitas de las muchachas bonitas acepta tatuajes (a veces horrorosos tatuajes con el nombre del amado, que años después quieren quitarse con lejía).
Así pues, me di cuenta que también las definiciones de los diccionarios están incompletas. El significado de las palabras no puede constreñirse a una sola idea, siempre hay más. Por esto, todas las palabras tienen muchas acepciones y son tan decentes y generosas que aceptan más. Mi oficio, entonces, es dar un poco de más aire. Trato a las palabras como si fuesen papalotes y les echo “juelgo” para que vuelen un poquito más, un poquito más arriba, por ahí por donde revolotean las águilas.
Defino a las palabras. ¿Cómo las defino? ¿Dejás que te dé algunos ejemplos? ¿Sí? ¡Va pues! Te paso la definición de espanto.
Mi abuela siempre recomendó a las mamás de los sobrinos “que los curen de espanto”. Lo hizo cuando a alguno de los sobrinos le sucedía algo inesperado. La gente, en todo el mundo, se cura de “espanto”. Nunca he visto a alguien que se cure “de fantasma” o se cure “de miedo”. Esto significa que el espanto es más aterrador que el fantasma o que el miedo. Llama mi atención que el espanto es un sujeto que pareciera corporeizarse, casi como si fuera sinónimo de fantasma. En Comitán, la gente dice: “anoche me encontré con el espanto de tío Chilo”. Espanto, entonces, es como el alma en pena de algún difunto.
Espantar es un verbo. Es correcto decir: “yo me espanto” (bueno, basta ponerse frente al espejo a las cinco de la mañana). Es correcto decir: “nosotros nos espantamos” (basta escuchar un noticiario donde difunden las minucias de la Reforma Hacendaria). Cuando es verbo, la cura no funciona. La cura es aplicable cuando “espanto” es sujeto que nos toma del cogote, nos aprieta y nos va dejando en los purititos huesos. En el pueblo dicen que hay gente que se muere de espanto.
Existen diversos modos de cura. Mi abuela, tomaba un buche de trago y, de manera subrepticia, se acercaba a la sobrina “espantada” y, sin “echar” aguas le “echaba” el buche de trago. La sobrina pegaba el brinco, como sapito “espantado”. Parece que la fórmula de la abuela era curar el susto con otro susto, un poco como si fuese experta en homeopatía.
En la región habitan varios espantos que ya pertenecen al imaginario colectivo. Cuando alguien nace en Chiapas ya trae, junto a la torta bajo el brazo, los espantos de la Cocha Enfrenada, El Sombrerón, El Cadejo y La Llorona (para que las feministas no se enojen pongo dos y dos).
Ya los expertos nos han dicho que los espantos, fantasmas, espíritus chocarreros y demás entidades sobrenaturales se aparecen durante las noches. Por esto, mi abuela aprovechaba el sol de la mañana para “curar de espanto”, decía que a esa hora los espantos andaban todos ateperetados. Ella decía: tratar de curar de espanto a alguien a la media noche es una osadía, además de una estupidez. Nadie, en su sano juicio, se atreve a desafiar a un espanto a las doce de la noche. De acuerdo con el diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, espanto es: “entre curanderos, enfermedad supuestamente causada por un susto”. El susto puede ser un propio espanto, porque, en su cuarta acepción, el diccionario dice: “fantasma, imagen de una persona muerta”. Pocas palabras en el idioma tienen esta particularidad. No sería una incorrección decir: “espanto, enfermedad supuestamente causada por un espanto”.
A los sobrinos los curaban de espanto y sanaban. Lo cual demuestra que el espanto no es una entidad poderosa. Y si espanto es una persona muerta, las personas muertas no causan espanto. En mis años de adolescente íbamos al panteón, alguno de nosotros se ponía una sábana y espantaba a las muchachas bonitas que nos acompañaban. Era mero pretexto para que ellas nos abrazaran, para que gritaran y nosotros les diéramos sosiego. Nunca supimos que el espanto no estaba instalado en el panteón. Ahora, ya mayores, sabemos que el espanto es otra cosa, otra entidad más absurda. La sociedad vive espantada, porque el Sistema provoca esos temores. Al estilo del Chapulín podríamos decir: “y ahora, ¿quién podrá curarnos del espanto?”.
¡Hasta acá! ¿Qué te parece? Ya, ya, ya sé que a vos te molesta esta clase de juegos donde trato de ir más allá de la montaña. Siempre me has dicho que la cima de la montaña ya no tiene más espacio, pero yo insisto en pensar que más allá de la cima está el cielo y más allá está Marte (amarte, amarte) y más, más allá, está el infinito y después de esa frontera estás vos. Por eso, cuando jugás a que yo diga cuánto te quiero, digo que te quiero como una piedra encima de un sapo, encima de un planeta, encima de un tronco, encima de un iguanodonte, encima de un alfa, encima del infinito.
¿Te doy otro ejemplo de definición? ¡Va! Escribiré la definición de la palabra duda.
Para que no quede duda, duda es: “vacilación o indecisión ante varias posibilidades”; es decir, de acuerdo con el diccionario, duda es como una intersección de varios atajos. El que duda se enfrenta a dos caminos, cuando menos: el de la izquierda o el de la derecha; el de arriba o el de abajo; el pavimentado o el lleno de tierra y polvo. De esta ligera vacilación (parece vacilada) depende el destino. Esto es lo que los entendidos llaman Libre Albedrío. La duda, entonces, no es un impedimento sino, al contrario, es el motor que nos empuja a la acción. Sólo quien duda -podría decir el experto- camina, tropieza y se levanta. Claro que esta última frase podría usarla cualquier inútil de esos que escriben libros de superación personal. Porque, a final de cuentas, los escritores de esta clase de libros, de pronto, se vieron en una disyuntiva: caminar por el camino escabroso de la literatura e intentar escribir obras maestras y vivir del aire, o caminar por el camino sin piedras de la escritura “light” y vivir como jeque árabe. Los Paulos Coelho del mundo decidieron bien, no se asfixian en los caminos tormentosos de los otros.
Toda duda genera una decisión (¡ah, qué jodido me estoy viendo! Parece que Molinari también tiene un Coelho escondido en el espíritu. Lástima que Molinari no recibe la paga que el brasileño y debe conformarse con aspirar a ser un García Márquez sin llegar a ser, cuando menos, un uñero de Paulo. ¡Qué destino tan pinchurriento!).
Y ahora, para continuar en la senda de la superación personal, puedo decir que quien no duda ¡no vive! Sólo una certeza existe en el mundo: la certeza de la duda. Dudamos, sin mucha conciencia, todo el día (la excepción es la etapa cuando dormimos). Dudamos porque a cada instante debemos decidir por algo. Cuando el despertador suena, mi clon duda entre levantarse o dormir cinco minutos más; duda entre levantarse con el pie izquierdo o con el pie derecho, porque recuerda que la tía Eusebia dijo que debía hacerlo con el derecho para que le fuera ídem en el día, pero el tío Eusebio dijo que eso era una estupidez, ya que él era zurdo.
La vida nos coloca frente a la duda a cada instante. El Universo es la certeza infinita, pero el ser humano (hormiguita, apenas guijarro) es la duda infinita. Basta ver cómo juegan con nosotros a la hora de votar por un candidato. No basta, como en sociedades avanzadas, decidir por uno o por otro. Acá, en este país lleno de dudas (y de deudas), debemos elegir entre cuatro o cinco opciones. No basta el verde, el colorado y el amarillo, ahora ya hay partidos políticos bicolores. Acá en Chiapas existe un híbrido que se llama POCH. ¡Dios mío! En Comitán usamos una onomatopeya simpática cuando alguien se cae, decimos: “hizo pongoch”. Siempre que leo algo acerca de ese famoso (famoso por inútil) Partido Orgullo por Chiapas pienso en la onomatopeya chiapaneca. ¿Quién -digo yo- tiene suficiente capacidad para elegir entre cinco caminos, todos pedregosos, todos llenos de baches? A veces, ¡qué pena!, por eso mucha gente prefiere mejor sentarse sin elegir un camino, sin recordar que, de todas maneras, nos llevarán al baile.
“Ante la elección ¡la duda!”, dice mi compadre Luis (y no es escritor de literatura “light”). La muchacha bonita siempre está instalada en la duda: “¿lo acepta como novio?”, “¿le da la tan anhelada prueba de amor, cuando ya la ha dado decenas de veces?”.
¿Voy a la escuela? ¿Cómo tacos en la calle? ¿Renuncio a este trabajo? ¿Me cambio de ciudad? ¿Subo a esta combi o espero la otra que, “espero”, esté más vacía? ¿Camino por esta calle que está en penumbra? ¿Pedimos otra botella de ron? ¿Cojo sin condón, porque la calentura ya me ganó? ¿Se lo digo a mi mamá? ¿Me afilio al POCH para que un día yo sea candidato a diputado local? ¿Me vuelvo Verde? ¡A cada instante la duda aparece! Aparece como nube en nuestro cielo y, a veces, llueve de más, llueve como si fuese una tromba en plena primavera. “Le dije que no saliera a carretera, llovía mucho”, dice la afligida madre cuando recibe la noticia de que el hijo está en el hospital. Todo es una duda. Nuestra vida comienza con una duda: “¿aborto o dejo que nazca?” y termina con otra: “¿le desconectan los aparatos que siguen dándole vida?”. Y aún va más allá: “entierro o incineración”. Ante la rotundez de la certeza del Universo, somos la excepción que confirma la regla: ¡somos la duda infinita!

Posdata: seguiré injertando brazos al árbol de las palabras. Lo seguiré haciendo porque este mundo necesita más ramas. Hay pájaros que no se conforman con beber agua de los charcos, ni se conforman con ver los cielos reflejados en lagos de quinta. Hay pájaros que necesitan respirar otros aires, que necesitan colgar sus sueños más allá de la cima, por donde juegan los unicornios, por donde las nubes tejen almohadas.
Me gusta jugar con las palabras. Vos lo sabés. Me gusta jugar con palabras que acá en Comitán son como colconabes. Hay palabras que nos son tan cercanas, pero que no están incluidas en los diccionarios. Por eso, pienso yo, es preciso que alguien las meta en el fogón de la imaginación y le dé vuelta como María le da vuelta a las tortillas en el comal. Es preciso que a la palabra le aparezca la pancita, la pancita que permite adobar el sueño de la tarde.

viernes, 30 de mayo de 2014

POR TODOS LOS QUE NO VAN A MISA




Al tío todo mundo lo conocía como “El ateo”. Cuando las mujeres que iban a misa lo veían se cambiaban de banqueta y se santiguaban. El tío dedicaba su tiempo a la lectura y a despotricar contra todo lo que oliera a incienso. Sus sentencias eran concluyentes. Él no confiaba en la religión católica porque no podía creer en una institución que sostuvo por años que el sol giraba en torno de la tierra. ¿Cómo es posible -decía- que Dios no les haya dicho la verdad? Su Dios los engañaba -decía- y los de la Santa Inquisición nos engañaban a nosotros. Por esto, tío Armindo caminó por la vida por la libre. Leyó muchos libros de ciencia, para que ningún mortal católico volviera a querer tomarle el pelo. El librero lo tenía en el pasillo de la casa, el que llevaba de los cuartos a la cocina. Ahí tenía un altero de libros de ciencia, húmedos por las brisas de las madrugadas y porque la tía Hermisenda los mojaba a la hora que regaba los maceteros llenos de hortensias y de margaritas. Libros húmedos leía el tío. Su mayor diversión era abrir los libros y separar las hojas húmedas con un cortapapel.
El tío, ni cuando murió su papá, entró a un templo. Ya cercano a su muerte me presumió que nada le había quedado por conocer en la vida. Había hecho de todo. Viajó a pie, a caballo; subió a trenes y barcos. Su viaje más recordado y más espectacular fue el que emprendió un día con rumbo al fin del mundo. Se despidió de la tía y de sus ocho hijos, trepó a un caballo y dijo adiós con la mano, mientras su familia, en la puerta de la casa, lo miraba con los ojos llorosos. Jamás había insinuado tal viaje que duró más de dos años. Luego, los tíos comentaron que el culpable había sido el último libro que leyó y que quedó sobre la mesita donde, todas las tardes, la sirvienta le servía el té. Ahí, en ese libro aparecía una fotografía de un glaciar. La tía Hermisenda dijo que, en lugar de burros y vacas, había ido a conocer a los osos polares. El tío cabalgó hasta Sudamérica, pasó por la Trinitaria, por la línea con Guatemala y fue bajando por toda Centroamérica con su cadena montañosa, hasta llegar a Panamá, donde trepó su mula a una panga (ya el caballo había muerto en la línea fronteriza de El Salvador). Una tarde llegó un telegrama a casa, era del tío, avisaba que estaba enfermo de paludismo, pero suplicaba que nadie se preocupara. El tío José, hermano mayor de tío Armindo, al enterarse del contenido del telegrama, dijo que su hermanito era un recabrón porque si, en realidad, no quería que se preocuparan ¿para qué había enviado el telegrama? Lo cierto es que, dos días después de su partida, todo mundo se olvidó de él. La tía Hermisenda, quien había mantenido la casa desde siempre, siguió haciendo las melcochas, desde las cuatro de la mañana, y salió a las calles a ofrecer los dulces con relleno de cacahuate.
Una mañana, cuando ya todo mundo había “enterrado” al tío, él se asomó a la puerta de la casa y dijo: “Ya vine”. Lo dijo como si hubiese salido en la mañana a comprar las tortillas. Pidió que don Juanito, el fotógrafo del pueblo, llegara con su cámara de tripié y tomara una foto donde aparecía él, con un traje descolorido, rodeado de su esposa y de sus hijos. Ofreció dar una moneda a todo aquel que saliera sonriente en la foto. Cuando don Juanito entregó la fotografía se vio que todos los niños sonreían. La tía salió seria, con una mueca de teja a punto de caer del techo. Todo mundo recordaría después que el tío jamás cumplió su promesa y nada dio a los niños.
Al final de su vida me confió que nada le había faltado hacer. Excepto dos cosas, dijo: “entrar a un templo y presenciar un culto católico, pero sé que de nada me perdí”. Cuando murió, su esposa pagó una cantidad generosa para que su cajón se colocara a la entrada del templo. El pueblo, que sabía que el tío era el mayor irredento que el pueblo había cobijado, no asistió al templo, así que sólo su familia acudió. Don Juanito colocó a todos los integrantes de la familia al lado del cajón y tomó la foto. Cuando el fotógrafo llevó la fotografía a la casa, todo mundo vio que los hijos sonreían sin necesidad de la promesa de la moneda y la tía Hermisenda tenía una sonrisa como de arco iris en tarde de lluvia ligera. Era tan grande su sonrisa que hasta ella se sintió apenada y trató de justificarla diciendo: “fue la alegría de cumplir lo que le faltaba hacer en vida”.

miércoles, 28 de mayo de 2014

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE UNA NIÑA ES COMO UN CIELO




Las paredes son simples. A veces no sirven más que para dividir cuartos o para colgar objetos. Las mujeres cuelgan maceteros con claveles, los hombres cuelgan calendarios con muchachas desnudas. Las paredes sirven para colgar crucifijos; sirven para que los temblores abran grietas en ellas. A veces sirven para que la muchacha se recargue y permita que su amado le suba la falda y acaricie su entrepierna.
Por eso, es un hecho insólito cuando una pared sostiene la sonrisa de una niña. Por la blusa bordada uno puede pensar que la niña es una niña tojolabal. Además, hay un antecedente que el espectador no puede intuir: la pared está en una calle de Las Margaritas y (todo mundo sabe) esta ciudad colinda con el territorio tojolabal, con el territorio donde los sueños tienen la sombra de la esperanza.
El cielo se confunde con el horizonte de las montañas. Se imbrica de tal forma que las montañas son azules, como si fuesen un mar de selva. Se escucha (es posible oírlo), se escucha el canto de las guacamayas y el sordo rugido de los saraguatos. Se escucha el rumor de los pasos de los indígenas que siembran la milpa, que lanzan la atarraya a los ríos, que descuelgan la cerbatana para estimular el deseo del quetzal.
El mural está inconcluso, porque inclusos están los sueños de esta niña. El aire juega con su cabello que se extiende como si fuese raíz del viento. Su cuerpo está inconcluso, inconcluso el bordado de su blusa. Inconclusa su sonrisa que apenas despunta como si fuese el alba.
Ya no, por fortuna, tiene el apremio de otros siglos. Ya su carita está lavada del oprobio. Ya puede (¡qué maravilla!) caminar con la vista al frente. Ya no es preciso que se baje de la banqueta. Ya acude a la escuela. Ya puede esperar que un día el salitre no confunda el color. Porque la humedad de las paredes enloquece a la tintura y, a veces, el blanco de la nube la convierte en amarillo hiel.
El mural se abre a la calle, se abre pleno, a la luz del día. El mural cuenta un cuento, el cuento de la niña tojolabal que un día vio que no tenía completo el brazo izquierdo. Cuenta el cuento de una raza, de un cielo.
La pared espera, espera que el pintor se acerque y vuelva a tomar el pincel y complete el cuadro. Mientras tanto, esto es como una metáfora de la vida, siempre es así, siempre la vida está en espera de algo, porque, ya nos explicaron los sabios, la vida es una nube inconclusa, siempre está en espera de que algo suceda. Ojalá algo bueno. Ojalá.

lunes, 26 de mayo de 2014

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE EL PIE ES COMO EL MUNDO




Es el pie de Solmarena, que ni está lleno de sol, ni de mar, ni de arena. En realidad, su pie está iluminado por lámparas de la Sala de Exposiciones Temporales “Rufino Tamayo”, del Museo de Arte Hermila Domínguez de Castellanos. En lugar de arena, su pie pisa una alfombra que es como la piel enredada de un objeto tirado.
Si el espectador ve con atención pareciera que el camuflaje de la alfombra se ha trepado a su pie, pero no es así. El pie de Solmarena está tatuado. Uno no sabe si es el sol que grabó su canto o si es el mar que, travieso, dejó la huella de la ola o si la arena se puso a saltar la cuerda. Ahí, en el pie de Solmarena hay una vela que exige el aire para desplegarse.
Este pie no soporta el calzado cerrado, exige el zapato abierto, casi casi el pie desnudo. Porque la palabra sólo está en hamaca cuando el aire de la playa la engendra. Solmarema nació predestinada a ser papalote sobre la tierra, a ser ola sobre la nube.
Mi tío Hermisendo decía a cada rato: “¡ah, si estas manos hablaran!”. Él, siempre se pensó un gran amante que había hecho sortilegios en muchos cuerpos de muchachas bonitas. Acá, nosotros podemos decir: “¡ah, si este pie hablara!”. Pero, puede ser que así sea, puede ser que alguien se hinque y coloque la mano y trate, como ciego, de descifrar el enigma que este pie envuelve. A los menos aventurados les bastara acercar el oído para escuchar un lamento de olas, como despojos de naufragios.
Si este pie hablara diría que esa noche Solmarena leía poemas de Quincho Vásquez mientras el fotógrafo se regodeaba en el pie. El fotógrafo se convirtió en un voyeur que traducía la palabra de Quincho y amaba el pie de la muchacha bonita.
¿Hasta dónde llega este árbol? ¿Hasta dónde esta enramada que tiene su origen en las raíces del pie? ¿Llega hasta la mitad de la pierna, hasta la rodilla, hasta la mitad del muslo? ¿Sube más allá de donde están las nubes del viento? ¿Qué rayo envuelve los pechos de Sol?
El lector puede imaginar que, así como el pantalón forma túneles en la parte baja, de igual manera esta ramazón de líneas es como una columna para el sueño y para la imaginación. Cada vez que Solmarena da el paso algo de esta vaina se enreda en el hombre que en el mercado bebe pozol o en el hombre que, en la cantina, bebe cerveza. Mientras ella camina, su pie habla y mira. Guarda constancia de la vida ¡y riega vida!
Sabines dice que “un pedazo de luna en el bolsillo es mejor amuleto que una pata de conejo”. Todo mundo aclama este verso. Lástima que Sabines se murió sin conocer el pie de Solmarena. Este pie es mejor amuleto que una pata de conejo y que un pedazo de luna en el bolsillo, porque se sabe que el sol es como el padre de la luna.
Ah, si este pie hablara, su oración sería como un padre nuestro sin culpa, como un ave maría colgado a mitad de la ventana. Si este pie hablara su voz sería la misma que grita la muchacha a la hora que su amado, en voz baja, le confiesa que la ama, que la desea, que esa torre es para su ajedrez y para su campana.
Mientras el pie de Solmarena habla, ella lee a Quincho, como si fuera una garza, como si fuera una línea de sal en el cielo de Cabeza de Toro.

domingo, 25 de mayo de 2014

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE JULIO NADA TIENE QUE VER CON AGOSTO




La fotografía es precisa. El documento es preciso. Es la constancia de la Condecoración Maestro Altamirano impuesta al Maestro Julio César Avendaño Tovar (los comitecos reconocen en él al hijo del querido Maestro Rey). Tal Condecoración la entrega el Gobierno de la República a aquellos maestros que han laborado cuarenta años en la docencia. Ahí está la firma de Enrique Peña Nieto, Presidente de los Estados Unidos Mexicanos. Todo claro.
¿De veras todo es preciso? ¡No! Uno no sabe cuándo hará lecturas equivocadas. Yo lo hice y ahora me confieso ante Dios Todopoderoso y ante ustedes que he pecado de visión hidropónica, pues en lugar de cosechar julios coseché agostos.
Quise, en una Arenilla, hacer un reconocimiento al Maestro Julio y me equivoqué. Me equivoqué al escribir su nombre. Si su papá, el querido Maestro Rey, lo hubiese leído me habría reprobado, me habría puesto “totón, totón” de calificación.
Bromeo seguido con el nombre de Julio Gordillo Domínguez, otro talentoso comiteco. Bromeo porque él, buen orador, cae en el exceso y, en muchas ocasiones, es difícil quitarle la palabra, cuando la toma ya no quiere soltarla. Entonces, por ejemplo, cuando un artista plástico habla mucho digo: “es el Julio Gordillo Domínguez de la plástica”. He bromeado tanto que ahora, cuando escribí el nombre del condecorado escribí Julio Gordillo Avendaño. ¡Dios mío, qué tachilgüil hice!
Por eso, ahora trato de enmendar mi error y decir que Julio Avendaño Tovar es quien recibió tal distinción. El maestro Julio, bien chento, me enseñó esta constancia. Debo consignar, para que la historia sepa la verdad, que el maestro sacó de su portafolio un sobre blanco, doblado a la mitad. Ahí (también doblado a la mitad) estaba el documento. Esto habla de un desapego maravilloso por parte del maestro. Que lo material nunca supere al espíritu. Los cuarenta años del maestro quedaron en el aula, en la mente y en el corazón de los alumnos. Así es siempre. Todo lo demás es para un marco colgado en la pared o para doblarse a la mitad, porque no cabe completo en el portafolio. Un abrazo para la grandeza del maestro Julio, para su humildad, para su sonrisa de banqueta en domingo.

sábado, 24 de mayo de 2014

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO EL TIEMPO TIENE TOLERANCIA





Querida Mariana: ahora todo mundo pide tolerancia, a pesar de que hay situaciones que son ¡intolerantes! ¿Hay que ser tolerantes ante el abuso sexual contra los niños? ¡Por supuesto que no! ¿Hay que ser tolerantes ante la homosexualidad? ¡Por supuesto que sí! Parece que el principio de la tolerancia radica en el respeto al otro. Si dos muchachas bonitas están enamoradas ¿qué daño provocan a un tercero? ¡Ninguno! El otro debe ser tolerante. Mi tía Enriqueta decía, mientras regaba las plantas en el jardín: “que cada quien haga de su culo un papalote para que vuele por donde quiera”. Si esas dos muchachas bonitas están de acuerdo en colgar sus nubes en el colgadero tierno de sus pechos ¡qué bueno que lo hagan a la luz del sol y con el viento de frente! Lo que sí es inadmisible es que un viejo asqueroso, valiéndose de chantajes, atente contra la dignidad de un niño de once años. Todo es válido, siempre y cuando el otro esté de acuerdo. Y la elección sólo aparece en el instante en que el ser humano tiene la capacidad de razonamiento y de decisión.
La tolerancia tiene límites bien establecidos. La tolerancia exige respeto al otro. Ahora, el sistema educativo pide (sin decirlo así) tolerancia ante la irresponsabilidad de los alumnos. Va más allá, pide tolerancia ante la grosería. ¿Es justo? No lo creo.
Siempre llama mi atención cómo hasta el tiempo (en México) se vuelve materia de tolerancia. En las escuelas y trabajos hay una figura simpática pero dramática: “los minutos de tolerancia”. ¿A quién se le ocurrió tal “genialidad”?
Mi tío Samuel me platica que, en su primer viaje a Alemania, un guía lo acompañó hasta un andén y le dijo que a tales horas con tantos minutos el tren eléctrico se detendría justo ahí para que abordara. Mi tío no salía de su asombro cuando vio que la puerta del tren se abrió a la hora indicada, ni un minuto menos ni un minuto más. ¡Dios mío, qué diferencia con nuestros arcaicos y deshonestos sistemas de transporte!
Acá en Comitán nunca sabemos a qué hora pasarán los autobuses urbanos. Acá los choferes son tan “simpáticos” que alteran las rutas. De pronto, el chofer pregunta: “¿alguien va al panteón?”, y si nadie dice “¡yo!”, el compa altera la ruta y ya no pasa por el panteón. Mi Paty, el otro día, preguntó qué pasa con el pasajero que está esperando el autobús en el panteón. Ahí se puede estar minutos y minutos y minutos sin que uno de los famosos camiones aparezca. ¿Cómo ser tolerante ante tal irresponsabilidad?
Ahora que escribí lo del panteón veo que también es gracioso lo que el chofer pregunta: “¿alguien va al panteón?”. Podría ser el inicio de un cuento. Un personaje podría levantar la mano y decir “yo, yo voy al panteón”. El conductor se detendría ante la puerta principal y el hombre, con la piel ceniza, bajaría y caminaría por en medio de las capillas hasta llegar a su tumba (ya sé, es una historia mamila, pero es un mero jueguito).
Dicen que ahora en la ciudad de Tuxtla, por el arreglo de calles, la gente pierde mucho tiempo en el traslado. El gobierno determinó “treinta minutos de tolerancia en la entrada al trabajo en oficinas gubernamentales”. Se entiende la necesidad de la medida. ¿De veras? En el Facebook alguien señaló que quienes llegan tarde ¡son los mismos! Los mismos quienes, sin arreglo de calles, de por sí llegan tarde. Sí, esto es práctica común. Los alumnos que en las escuelas llegan tarde ¡son los flojos de siempre! Los alumnos que reprueban ¡son los flojos de siempre! Los que, siempre, ¡Dios mío!, exigen tolerancia. ¡Ay, qué país tan tolerante es nuestro país!
Me gustan los trabajos que son intolerantes con el tiempo. Me gusta la radio, por ejemplo, que exige puntualidad. Los programas empiezan siempre a la hora, porque existe algo que se llama respeto a la audiencia. Los escuchas de radio IMER-Comitán saben que el día jueves, a las 3 de la tarde, comienza el programa “Salud sin fronteras”, con el doctor Joaquín Ramírez. En punto de la hora inicia el programa.
Me gustan los bancos, porque a las ocho y media comienzan a laborar. A veces camino por la banqueta de Banamex y veo una fila de cuentahabientes. A las ocho con treinta, en punto, se abren las puertas del banco. La gente hace fila frente a las ventanillas que ya están abiertas. ¿Minutos de tolerancia? ¡Ninguno! El personal del banco (lo he visto) llega, mínimo, con treinta minutos de anticipación. El personal dedica esos minutos a prender la computadora, a arreglar los papeles y a “abrir” la ventanilla.
Estas dos instituciones (solo como ejemplo) están comprometidas a funcionar como funciona el Sistema de Transporte Público Alemán que conoció mi tío Samuel.
Acá, Dios mío, ya nos malacostumbramos a dar “tiempo de tolerancia” a todo. Ya te conté que un día recibí la invitación de un amigo para asistir al guateque que organizó con motivo a su cumpleaños. La tarjeta decía: “2 de la tarde”. Llegué a las dos a un salón de fiestas, por el rumbo del Club Campestre. ¡Dios mío! Nadie había. Ni siquiera el del cumpleaños para atender a sus invitados. Y no estaba mi amigo porque sabía, perfectamente, que nadie llegaría a esa hora (bueno, bueno, sólo el despistado de Molinari). Entré y me puse a platicar con un marimbista. Ya te conté que ese retraso lo convertí en un prodigio, porque le pregunté al marimbista cómo era el contrato. “Por hora”, me dijo él. Los habían contratado para que tocaran a partir de las dos. “¿Y luego? -le dije- por qué no tocan. Ya son más de las dos”. ¿Qué creés lo que me dijo? Lo que diría cualquier persona: “No hay nadie”. Y entonces fue cuando Dios me envió una chispita de luz y dije: “¿Y yo quién soy?”. Entonces, ¡oh, prodigio de Santa Cecilia!, le dijo a sus compañeros que se reventaran la primera. Fui a la mesa de bebidas, me serví un poco de agua, me senté en una mesa redonda, debajo de una gran sombrilla, di gracias a Dios y oí cómo somataban la marimba de manera bella y cachondona. Mis pies, debajo de la mesa, se movían como sapitos contentos.
Los actos culturales siempre comienzan tarde. Se da “tolerancia” para que llegue la gente. Y la gente llega treinta minutos después de la hora convocada (cuando llegan).
Uno tendría que ser intolerante ante la impuntualidad.
Me gustan los aeropuertos porque veo gente que corre, como venado en redada, por alcanzar su vuelo. Las aerolíneas, por esto, exigen estar en el aeropuerto una o dos horas antes para documentar el equipaje. Ya luego de documentar las maletas, el viajero puede leer el periódico o un libro mientras toma una taza de café o una cerveza. Mientras llega la hora de abordar, el viajero puede curiosear en las tiendas de regalos o ir al sanitario o caminar de un lado a otro de las salas viendo cómo el mundo de los viajeros es diferente al del mundo de afuera. En los aeropuertos todo tiene una cara de mayor intensidad. Ya dije que están los que llegan tarde (los mismos que llegaban tarde a la escuela) y están los que (benditos) llegan con todo el tiempo del mundo a su favor y dejan que el mismo tiempo se deslice lento, a paso de ardilla, hasta en tanto llega la hora de que su avión se deslice como avestruz sobre la pista.
En los años setenta, Romeo Torres Ventura laboraba en la primera emisora de radio que hubo en Comitán: la mítica XEUI. Él acostumbraba decir una cita acerca de la puntualidad que, más o menos, iba por esta liana: “la puntualidad es cortesía de reyes, obligación de caballeros y costumbre de personas de buena educación”. Ahora, ¡qué pena!, muchas personas son impuntuales. Entiendo que en nuestro pueblo carecemos de reyes y de sapos que se convierten en príncipes, por lo que lo primero nunca correspondió a Comitán. Pero, lo segundo y tercero sí tenían cabida. Hubo un tiempo (aunque ahora ustedes, niñas bonitas, no lo creen), hubo un tiempo en que los hombres eran caballerosos (ahora son simples osos). Hubo un tiempo en que los hombres acudían puntualmente a una cita. ¿Ahora? ¡Qué risa! Ni son puntuales los hombres ni puntuales las mujeres. He visto en el parque central cómo las muchachas bonitas se entretienen en bobear en sus celulares mientras el galán aparece. ¡Cómo permiten que los chavos sean impuntuales! ¿También en el amor existe eso de “minutos de tolerancia”? Y hubo un tiempo, ¡de veras!, en que la gente tuvo buena educación y tenía a la puntualidad como costumbre. ¿En qué momento se desbarrancó la puntualidad? No lo sé. Pero fue en algún momento en que el maestro pensó que era bueno dar “diez minutos de tolerancia” al pobre alumno que caminaba desde El Cenicero para llegar a la escuela. Cuando todos los alumnos se enteraron de que existía ese cachito de tiempo en el que la zona del retardo ya no existía, también el alumno que vivía en el centro de la ciudad lo aprovechó y, ¡el colmo!, también lo aprovechó el alumno que tenía su casa al lado de la escuela. Desde entonces la costumbre de la puntualidad se fue al albañal y todo mundo comenzó a llegar tarde.
Me gusta el cine, porque la función inicia a las cuatro en punto.
Me gustan las instituciones donde se respeta el tiempo del otro.
Yo, mi niña, vengo de otro “tiempo”, vengo de un tiempo en que había respeto por el tiempo del otro. De un tiempo en que se sabía que el “tiempo es oro” y uno no debe desperdiciarlo. Mi papá decía: “el tiempo perdido, los santos lo lloran”. Ahora creo que no sólo los santos lo lloran, también los blue demons y los mascaritas sagradas (sí, lo sé, me paso de mamila). El tiempo se diluye como granizo expuesto al sol. El tiempo se nos va. Y ahora, qué tonto, se nos va en tolerancias. No acudir a tiempo al compromiso laboral es una grave falta. A veces he visto en las oficinas gubernamentales que los empleados acuden con retraso hasta de media hora. Ah, pero eso sí, a la hora de salida, desde media hora comienzan a “cerrar” el changarro, para preparar sus cosas. La hora de salida no tiene tolerancia. Todo mundo “vuela”.
¿Qué sucede con los pocos hombres y mujeres que aún tienen la educación de ser puntuales? Los impuntuales les hacen perder su tiempo. Esto es una grave ofensa. Quienes acuden puntualmente a un acto cultural, por ejemplo, pierden minutos valiosos de su vida, porque “hay que dar tolerancia a los impuntuales”. ¡Esto es un absurdo! Sería maravilloso que todo comenzara a la hora programada, pero acá en Comitán no es posible. Ya nos acostumbramos a la impuntualidad y, en intento estéril, pensamos que el tiempo es como un reloj de Salvador Dalí que puede estirarse como una melcocha. Idea inútil, mi niña bonita. El tiempo es como una piedra, absurda, pesada. El tiempo no regresa.
Pero, ¿de veras el mundo pierde siendo tolerante con los flojos? En el aula, tolero el retraso de alguien que, por algún motivo extraordinario, acude tarde a una clase, pero soy intolerante ante el flojo consuetudinario. Ya dije, por lo regular, quien llega tarde ¡siempre es el mismo, el güevoncito! El mundo pierde porque soy un convencido de que un minuto en la vida puede hacer la diferencia. Si leo un poema en voz alta al inicio de clase, puede ser (así ha sido, así es y así será) que un alumno sea tocado con la luz de la poesía y a partir de ese instante cambie su vida para bien. Un minuto es la diferencia en todo.
Ya imagino al sol pidiendo sus diez minutos de tolerancia para salir cada mañana; ya imagino a la tierra pidiendo tolerancia ante la vuelta al sol. ¿Imaginás el desmadre que se haría en el Universo? Bueno, pues esto es lo que sucede en nuestra vida cotidiana. No lo apreciamos en toda su complejidad, pero el güevón provoca que se altere el ritmo de la vida y que la sociedad sufra “atrancones”. Todo porque alguien, algún día, exigió su derecho a “diez minutos de tolerancia”.

Posdata: para no perder el tiempo comparto una doble alegría. El Maestro Julio Avendaño Tovar recibió un reconocimiento, firmado por el Presidente de la República, por cuarenta años de servicio educativo; y el Maestro Alejandro M. Utrilla Alvarado, el día 2 de junio, será aceptado como Académico de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística, primera Sociedad Científica en América. Para expresar júbilo debemos ser intolerantes ante el regateo. Seamos generosos con estos dos paisanos y les manifestemos nuestra alegría por no desperdiciar el tiempo que Dios les concede. ¡Larga vida para ellos!

viernes, 23 de mayo de 2014

IMAGINÁ QUE TE LLAMÁS PEINE





Imaginá que te llamás peine, que sos peine. Podrás ser de plástico o de carey; tendrás mango o carecerás de él.
Siempre andarás con la sonrisa por delante, con todos los dientes de fuera. Serás el colmo de los dentistas porque jamás irás a visitarlos por una caries. En cambio, ellos sí te necesitarán, a menos que sean calvos.
Tu único problema ya sabés cuál es: la presencia de liendres. Nunca es agradable andar, como tractor, haciendo surcos en las cabelleras y toparse con piedras que se mueven, que saltan de un lado para otro.
En México, a cada rato se dice: “ya apareció el peine”. Esta frase se usa cada vez que aparece algo inesperado o que estaba extraviado.
El verbo peinar va más allá de poner “cuca” a una cabellera. En este país insólito también se emplea como sinónimo de “bajar la feria”, de cobrar alguna comisión inédita. Por ejemplo, los periodistas “peinan” a los gobernantes para no publicar ciertas componendas; los encargados de la obra pública “peinan” a los contratistas. Es decir, en este país todo mundo anda bien “peinado” o bien “trasquilado”.
Si sos peine podrás elegir entre ser un empleado con dignidad y trabajar con ahínco o ser un empleado “güevoncito” y buscar a un jefe calvo. Si ejercés el oficio con responsabilidad, entonces, probablemente te convenga, elegir una cabellera abundante, sin grasa, sin liendres, sin caspa, sin orzuela (¡ah, bárbaro, cuánta piedra en el camino de los peines!).
Sería bonito que fueras peine de la cabellera de Shakira o de algún doble de Marilyn Monroe. Sería bonito que pudieras cardar la cabellera del sol cuando aparece en el horizonte. Elegí siempre una cabellera sin cerdas. Nunca te metás con esas cabelleras que son ensortijadas como cintas de alambre de púas.
Todas las mujeres, sin excepción, te llevarán dentro del bolso, a todas partes. Siempre serás buscado a la hora que la muchacha bonita debe bajar del avión, después de un viaje México-París. También serás necesario a la hora que la muchacha bonita se arregla frente al espejo del motel. Nunca serás despreciado. Lo feo de tu vocación es que hasta el más mediocre te coloca frente al espejo, recordá que hasta el “Vítor”, alias Adrián Uribe, el comediante mediocre de televisa, te lleva en el cinto a la hora que lanza su pi pi pi pi pi. Por eso será conveniente que no vayás a las favelas brasileñas o a los cordones periféricos de la ciudad de México. Procurá siempre estar en casas de gente bonita. Las liendres no son para vos, vos sos para estar en los mejores tocadores, en los mejores bolsos.
Imaginá que sos peine, que sólo servís para poner bonita a la gente.

miércoles, 21 de mayo de 2014

DICEN QUE LOS ADIOSES SON NECESARIOS





¿A quién sirve un adiós? Cuando un hombre viaja en tren ¿sirve de algo que saque la mano y la mueva en intento de despedida? ¿Qué piensa la mujer que se queda en el andén viendo cómo el tren se aleja?
A mí no me dio tiempo de decir adiós a mis dos lectores de El Heraldo de Chiapas. Subí al tren y me alejé del andén. Ya no alcancé a avisar que me treparía a este vagón que me conduce a otras regiones.
No sé si mis dos lectores extrañan mi presencia. Nunca lo sabré, porque subí al tren y me alejé sin que ellos supieran que dejaba ese territorio. Tal vez algún día ellos extrañen mi presencia; tal vez uno de ellos abra el periódico, lo repase en todas sus secciones y diga: “Tiene tiempo que la Arenilla no aparece”. Y el otro, mientras observa el mar desde una silla en la playa, debajo de una palmera, diga: “Sí, ya no aparece”. Tal vez el primer lector se pare, tome los pescados que pescó en la tarde y los envuelva en el periódico, mientras el segundo lector levanta su silla y entra a la palapa porque ya hace el fresco.
Dejé de escribir en El Heraldo de Chiapas porque exigí respeto para esos dos lectores.
Durante varios años fui colaborador de El Heraldo. Sin recibir un solo peso partido a la mitad procuré ser puntual y respetuoso de esos dos lectores que, generosamente, leían mis Arenillas.
No tuve mayor problema mientras Valeria Valencia y Damaris Disner fueron las editoras. Cuando entró el actual encargado de la sección de cultura descubrí que mutilaba mis textos. Si había algún fragmento que, de acuerdo a su “criterio”, lastimaba el criterio editorial del periódico, lo cercenaba. Intuí que mi relación con Carlitos sería difícil. Le envié un mensaje donde le advertía que era una falta de respeto mutilar mis textos. Le dije que si había un fragmento que no correspondía a la línea editorial y lastimaba los intereses de los dueños del periódico, me avisara y no publicara la Arenilla completa, ¡completa! Yo entendía (entiendo) que un periódico conserva una línea editorial; línea que un colaborador no debe cruzar. A Carlitos le dije que no tenía objeción en que alguno de mis textos no apareciera. Lo que sí no permitiría es que fuera mutilado, eso era una grave falta de respeto. Carlitos me escribió diciendo que entendía mi reclamo y se le hacía justo. Pensé que el tren caminaría mejor. Me equivoqué.
Recientemente, el multicitado editor de la Sección de Cultura me dijo que cambiaría los días de publicación. Siempre exigí que se respetara mi espacio, no por mí, sino por deferencia a mis dos lectores que ya sabían que lunes, miércoles y viernes encontraban mi columna. Carlitos me dijo que las publicaría los lunes, jueves y viernes. Acepté. Claro que sí. Pero un día después, Carlitos no publicó mi columna el día acordado. Le expresé mi preocupación. Pensé que no era justo que un periódico que celebra diez años de vida en Chiapas se presente como un medio informal e irrespetuoso con sus lectores. Siempre he puesto como ejemplo a El Universal. Todos los seguidores de Jacobo Zabludovsky saben que el lunes encuentran publicada su columna. Es una pena que en Chiapas no exista el mínimo respeto para el lector.
Por lo tanto, pensé que era momento de subir al otro tren. Ya no tuve tiempo de despedirme de mis dos lectores.
Acá sigo vivo. Ahora, al estilo del autor de El Principito digo: si por ahí ven a mis dos lectores, díganles que acá sigo. Por favor, díganles que abandonen aquel andén solitario y suban conmigo a este tren donde sigo escribiendo las Arenillas.
¿A quién sirve un adiós? A mí no me sirve. Acá sigo, acá estoy. Y acá estaré hasta que Dios me cambie de tren definitivo. Mientras tanto, chucuchú chucuchú sabroso y cachondón.

lunes, 19 de mayo de 2014

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO TODO ES UNA LAGUNA





Querida Mariana: ¿cómo se forman las lagunas? ¿Comienzan siendo un charco que se rehúsa a perecer?
Digo que todo es como una laguna porque ser mar o río implica una confluencia inusual. Ser laguna es algo más modesto. La gente común y corriente no es un mar, tampoco es un río. Sólo los grandes personajes son como el Índico o como el Suchiate. La mayoría de hombres y mujeres son lagunas pequeñas, casi vasos de agua.
El otro día conté que me adosan títulos que no poseo. No sé de dónde sacaron que soy Premio Estatal de Poesía Enoch Cancino Casahonda. En varias fichas biográficas lo anotan. ¡Es falso! ¿Cómo decir que no soy lo que dicen que soy? El doctor Hernán León Velasco es el único poeta que ostenta tal distinción. Y digo que es el único porque el premio causó tal rebumbio que sólo una vez se lanzó la convocatoria al premio. Al año siguiente se entregó a obra publicada y no a poemarios inéditos. En alguna ocasión dije que soy Mención Honorífica de tal Premio, conté que me daba mucho gusto, porque, en esencia soy narrador y no poeta. Así que recibir una Mención Honorífica en un género tan complejo y en un Premio que lleva el nombre del reconocido autor del poema “Canto a Chiapas” es un goce indecible. Y cuando lo dije alguien no oyó lo de Mención Honorífica y escribió sólo la colita y, ahora, se repite tal error, error que me apena, porque no tengo razón alguna en apropiarme de honras ajenas.
Ya también conté que una de mis “chenterías” es ser Premio Estatal de Cuento Ulises Mandujano Nájera, “Che Garufas”. Este premio sí lo busqué con ahínco. La convocatoria que lanzó un grupo cultural de Tuxtla fue simpática, por decir lo menos. Invitaron a participar en tres modalidades: A, de una a tres cuartillas; B, de cuatro a seis (puedo equivocarme en mi recuerdo exacto); y C, de tantas cuartillas a 16 (creo). ¿Quién, por el amor a Dios, escribe un cuento de dieciséis cuartillas? ¡Sólo los escritores profesionales! Y como éstos sólo participan en concursos que ofrecen bolsas jugosas, pensé que nadie participaría en tal modalidad. El premio no ofrecía ni un solo peso. No ofrecía más que el honor de ser Premio Estatal de Cuento Ulises Mandujano Nájera. La convocatoria era tan modesta como modesta y humilde fue la vida del cantinero y narrador Che Garufas. En ese instante escribía el inicio de una novelilla, así que me resultó muy fácil volverlo cuento y lo envié. Una tarde me enteré que había obtenido el primer lugar en la modalidad C. ¡Claro! Estaba seguro que así sería, porque (sin duda) fui el único participante que envió un texto de dieciséis cuartillas. Esto sí soy. Cuando debo enviar una ficha biográfica porque me invitan a una presentación de libros o en una charla o en una entrevista, con mucho orgullo escribo que ostento tal premio. Me encanta adosar mi nombre al del Che. Nunca estuve con él. Lo conocí sólo a través de sus textos o en conversaciones de amigos que sí eran sus amigos.
Estoy seguro que sus amigos coincidirán con la idea de que el Che fue una laguna. Nunca fue mar, jamás acunó tsunamis; ni fue río porque jamás tiró puentes como sí lo hacen los ríos cuando se desmadran por el exceso de lluvias. Lo imagino sentado ante una mesa de su cantina; lo imagino leyendo sus cuentos a los amigos que lo escuchan con atención, que ríen ante la gracia de los textos, mientras beben cerveza helada y se limpian con paliacates el sudor que les escurre por la nuca. Te digo, niña mía, el Che fue laguna, con charales, con piedras llenas de moho.
¿Cómo se forman las lagunas? Comienzan siendo pequeños charcos que crecen conforme la lluvia alimenta sus sueños.
Pobre del que aspira a ser mar o río si sus hojas apenas son gotas de agua, apenas son como el sudor de una muchacha de dieciséis años.
Pocos hombres y mujeres alcanzan la madurez del río. Tal vez Enoch estaba predestinado a ser como el río Grijalva; tal vez estaba predestinado a ser como “una flor al viento”.
El Che no pasó de ser laguna. ¡Qué bonito! No todo mundo puede ser mar. Algunos tienen el destino de ser sencillas lagunas, sólo alimentan la orilla de un poblado con calles de tierra.
No soy Premio Estatal de Poesía, apenas soy Mención Honorífica; apenas agua para muchachas que se sientan a la orilla, se descalzan y lavan sus pies en un agua que pretende ser limpia, sin lodo.

domingo, 18 de mayo de 2014

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DE SELECCIÓN





Llama mi atención las fotografías de los seleccionados deportivos. En caso de la selección de fútbol son 11 jugadores y el entrenador. ¿Once jugadores? Sí, apenas. Estos once, enfrentados a otros once, convocan a decenas de miles en un estadio y a millones de espectadores, por la televisión, en todo el mundo. Es una maravilla, ¿no? Si pienso en la fotografía de un boxeador o de un tenista ocurre lo mismo. El tenista, enfrentado a otro tenista, convoca la pasión de miles de espectadores. En esta fotografía (quiero pensar) ocurre algo similar. Es la foto de la tarde en que Valeria Valencia Salinas impartió el taller “Periodismo y proceso creativo”, en el Centro Comiteco de Creación Literaria. Apenas son doce jugadores y la responsable (uno de los jugadores toma su papel en serio y le pone “cuernitos” a una de sus compañeras). Cualquiera podrá pensar que es una foto sencilla, porque no convoca multitudes. Pero, tal vez, algún día, un jugador de esta “selección” emocione la inteligencia de cientos o miles de personas. Se dice que el oficio de escritor es uno de los oficios más solitarios del mundo, tal vez cercano al oficio de prender el faro en una isla. Pero, acá, aspirantes y practicantes de la escritura (literaria o no) se reúnen en un grupo heterogéneo, lo hacen para compartir emociones e ideas. Cuando, como en el caso de Valeria, acude un escritor con años de experiencia a compartir su vivencia, los jugadores pepenan algunas nubes que pueden constituir sus cielos. La maravilla del taller literario es que reúne a jugadores con los mismos afanes.
En este país (y en todos los demás países del mundo) la pasión se desborda por el fútbol soccer. El próximo mes, el mundo será un globo lleno de confeti por el Mundial a celebrarse en Brasil. Pero, dentro de toda esa maravillosa alharaca, también existen millones en el mundo que practican el galano deporte de la imaginación. Habrá que reconocer que no todo es fútbol, habrá que reconocer que, a veces, falta colgar nubes donde los niños se columpien y avienten confeti a la inteligencia.
Hay jugadores, como García Márquez, que lograron despertar la pasión de millones en el mundo, ejerciendo un oficio solitario. A veces ocurre el prodigio. ¿Alguien piensa que no es posible que dentro de este pequeño grupo aparezca un Maradona o una Serena Williams de la literatura? ¿Por qué no?
El Centro es el campo de entrenamiento, es el lugar común donde los sueños resbalan como balón.

sábado, 17 de mayo de 2014

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO HAY MÁS CIELOS



Con un respetuoso abrazo para el Presidente Municipal,
por su cumpleaños.



Querida Mariana: Romeo dice que empleo la palabra nube con frecuencia. A veces se burla y dice que me creo cielo. Tiene razón, ¡me gustan las nubes! En realidad, más que ver el piso me gusta ver hacia arriba. Y me gustan las nubes porque matizan el cielo. Los comitecos presumen el cielo azul, limpio, sin nubes. A mí me gusta más cuando tiene nubes. Y me gustan las nubes porque de ellas se desprende la lluvia. Como nunca he sido ducho en física aun no entiendo muy bien el proceso de la evaporación y de la condensación. Aun no logro explicarme bien a bien cómo es que la nube carga tanta agua, como si fuese carro cisterna, y cómo, en un momento impredecible, abre su panza y, en sorprendente cascada, bota su carga.
Hay oficios de altura. Dan temor. Los albañiles, a veces, deben andar trepados en andamios y en tejados. En estos tiempos se ven algunos albañiles trastejando, en previsión de las lluvias, que, parece, se adelantaron. A veces pienso en los hombres y mujeres que deben limpiar los ventanales de los edificios; pienso en esos hombres y mujeres que, mediante canastillas colgadas desde la azotea del edificio, se balancean en el vacío. A veces pienso en los hombres y mujeres que trabajan en aviones que viajan a Europa. ¿Cuántas horas pasan “caminando” arriba del cielo? Entiendo que hay instantes en que olvidan que están por encima del suelo. ¿De qué otra manera puede vencerse la sensación incómoda de la ingravidez? Sé que ellos cuando terminan su labor y regresan al piso sienten un alivio. No debe ser cómodo estar todo el día como globo de Cantoya o como papalote. Conozco amigos que padecen acrofobia y no soportan estar tantito alzados del suelo. Cuentan que un famoso escritor (iba a escribir el nombre de Juan José Arreola, pero tal vez no sea el protagonista) temía las alturas y una noche lo invitaron a dar una conferencia en el décimo piso de un edificio. La gente debió bajar hasta el estacionamiento (que se encontraba a un nivel debajo del piso). A mí no me gustan las alturas, pero sí me gusta ver para arriba. Una cosa sublime es tirarse en el piso, colocar las manos debajo de la nuca, y mirar el cielo; ver cómo las nubes pasan sin prisa, sin rumbo, sin amontonarse, sin provocar embotellamientos.
No me gusta mojarme. No soy de esos que disfrutan la lluvia ¡mojándose! No. A mí me gusta la lluvia ¡de lejitos! Me gusta verla, a resguardo; verla a través de cristales, por ejemplo. No rechazo un té de limón, bien calientito; ni rechazo una mecedora de madera de cedro frente a un balcón en una casa en lo alto de Comitán, viendo cómo la lluvia se desgrana en todo el valle. Es maravilloso ver cómo las nubes (a veces iluminadas por líneas de fuego) cesan su movimiento y se estacionan, bajan su pantaleta, se acurrucan, abren sus piernas y sueltan el chorro de agua bendita. Mi tío Lucio (también adorador de la lluvia) decía que todo sería perfecto, si lloviera sólo por las noches y sólo encima de las milpitas. Pero la vida no es así. La lluvia es jodona. Se suelta, como chucho travieso, a la hora menos pensada, a la hora que los niños salen de las escuelas; a la hora que la novia sale de casa con su vestido blanco impecable; a la hora que el abuelo está dormitando a mitad del patio en su silla de ruedas, a la hora que el hombre de la jerga (dije jerga), con un trapazo, indica que ya terminó de lavar el auto. La lluvia es jodona, pero necesaria (diría Margot); casi como todas las cosas de la vida.
Lupita Albores me hizo famoso por cinco minutos. Me hizo una entrevista que se difundió en La Hora Nacional, hora en que todas las emisoras de Chiapas se “encadenan”. Romeo dijo que ahí pronuncié la palabra nube varias veces, casi casi como si no supiera otra palabra. Dice que dije que parte de mi oficio era pepenar cascaritas de nubes. ”¿Cómo nubes en el suelo?”, me dijo, mientras esperábamos un autobús urbano en la parada de la esquina de Banamex. ¿Qué no las nubes están en el cielo?, reclamó. Sí, pareciera un contrasentido, pero a los seres humanos no nos queda más que pepenar nubes; no nos queda más que, como empleados de limpia del Ayuntamiento, sacar las pinzas, recorrer las calles y pepenar nubes. “¿Es una metáfora?”, preguntó, mientras subíamos al camión y él pagaba. No, le dije, es algo real.
Recuerdo que uno de los cuentos que mi mamá contaba cuando yo era niño era el cuento del pollito que corría alarmado por todo el gallinero gritando “¡el cielo se está cayendo!”. El cielo, lo saben los adultos muy bien, se cae de vez en vez.
Tal vez vos nunca has oído el cuento del pollito, porque los cuentos de hoy son diferentes. Un pollito andaba picoteando la tierra cuando sintió algo en la cola. “El cielo se está cayendo”, le dijo a la mamá. “¿Cómo lo sabes?”, preguntó la mamá y el pollito dijo que un pedazo le había caído en la cola. No sólo fue con la mamá, corrió por todo el gallinero y le dijo al gallo, éste, como en teléfono descompuesto, fue con el pavo y le contó, el pavo fue con el ganso, el ganso fue con el cuch, el cuch fue con el conejo. Pasaba por ahí la zorra (que es un animal muy astuto) y al oír el temor de los animales les dijo que les prestaba su cueva para que se resguardaran. Allá fueron todos los animales, moviendo sus patitas. El pavo y el ganso con el culito parado. Cuando la zorra los vio adentro se relamió y pensó en la buena cena que se iba a dar. Sólo el chucho no entró a la cueva. Cuando el pollito sintió otro pedazo en su colita corrió a dar aviso, pero se dio cuenta que era una hojita de un árbol lo que tenía sobre su cuerpo. Entonces avisó que no era el cielo que se caía y el chucho obligó a la zorra a liberar a los demás animales.
Así aprendí que el cielo no se cae. Ahora sé que el cielo no necesariamente está “arriba”. Si la tierra es como una naranja que flota en la inmensidad del universo no existe ni arriba ni debajo ni a los lados. El cielo es una mera representación mental. La hoja del árbol cae por la fuerza de atracción, no porque esté “arriba”. Las nubes sueltan su agua hacia la tierra por la misma razón. Bueno, esto ya nos lo explicó Newton una tarde que estaba debajo de un árbol y le cayó una manzana (Newton era casi casi el pollito del cuento). Newton no corrió y salió gritando “el cielo se está cayendo”. No, él razonó y elaboró la Ley de la Gravedad: todo es atraído al centro.
Pero, como nosotros estamos parados sobre el piso y miramos cómo cae una hoja o una piedrita desde lo alto de una azotea, llamamos cielo a lo que vemos arriba de nosotros. Ahí, en el cielo, están las nubes que se abren para soltar su lluvia.
Los Newton del mundo hacen la ciencia; los pollitos son quienes hacen el arte. Quien razona ¡explica el mundo!, quien lo imagina ¡crea otra posibilidad de mundo! Ambas “especies” le hacen bien al mundo. Si no fuera por los Newton este mundo no tendría la tecnología que posee; si no fuera por los pollitos del mundo éste sería más simple, menos afectuoso.
En el cuento del pollito hay más de una lección. Cuando el pollito se da cuenta que es una hojita lo que cayó sobre su cuerpo todo regresa a la normalidad. Es una pena admitirlo, pero en ese instante el pollito se convierte en pollo, deja de ser niño, deja de jugar. Cuando el pollito cree que lo que está sucediendo es el colapso del cielo, el mundo se vuelve interesante.
Yo, querida Mariana, nunca he dejado de ser pollito. Parece que los creadores deben creer que sí es posible que el mundo se caiga. Los adultos dicen que esto es imposible, pero (insisto) yo he visto cómo a veces a mucha gente se le cae el cielo, se le cae con tanta brutalidad que no pueden levantarse y los vemos arrastrándose, cargando esas losas sin peso que son nubes ya sin agua. Porque, debo confesarlo, las nubes son bellas por lo que contienen. Son casi casi como mujeres embarazadas. La mujer embarazada siempre es vista con afecto por la bendición que llevan en sus panzas. Bueno, pues lo mismo sucede con las nubes. ¿Cómo no decir que es una bendición una nube panzona con su carga bendita? Además, las nubes panzonas son las más bonitas. Tienen tonalidades que van del blanco blanquísimo (casi lavadas con jabón Ace) hasta el gris moho de tumba.
Me gustan las nubes porque todas son inéditas. Igual que los seres humanos no hay una sola nube que se parezca a otra. A veces, el cielo de Comitán está limpio de nubes, es como una sábana recién lavada y planchada: impoluta (dije impoluta). Pero, de pronto, sin aviso previo, una nube aparece, viene de por el rumbo de La Ciénega, por esto la confundimos con una parvada de garzas. Llega sin la alharaca de las cotorras. Llega tímida. Es como un tren blanco que no pita. Avanza lento, como danta invisible. ¡La nube enriquece el cielo comiteco, le da vida! A mí no me gustan las camas bien tendidas, me producen un vértigo como de hospital donde la cama vacía significa que el enfermo ya no está. ¿Se curó? ¿De veras? ¿Murió? En cambio, las camas que están “destendidas”, las que amontonan montoncitos de sábana medio percudida, algo húmeda, dicen que ahí está la vida. Casi casi puedo ver los ácaros y los celebro, como celebro la aparición de las chicharras y de los tzizimes en esta temporada de lluvia. Las nubes son como los ácaros ante la presencia del cielo bien tendido, sin mancha. Las nubes tienen la función vitalísima de manchar las nubes, de darle vida a ese telón de fondo. Por esto, las imágenes del espacio son aterradoras. Líneas arriba escribí que hay muchos oficios que se dan en las alturas: hombres que cambian los focos de las lámparas públicas; hombres que podan los árboles en los parques; mujeres que sirven las cervezas en los aviones que viajan a Europa; hombres que limpian cristales en los edificios altos. Hay mil oficios de “altura”. Oficios que provocan mareos en hombres y mujeres que odian las alturas. A mí me aterra la altura (en todos los sentidos). Procuro no subirme a algún ladrillo, procuro mantenerme, siempre, con los pies bien puestos sobre el piso (aunque este piso sea de tierra y no tenga alfombras rojas o de cualquier otro color). Nací en el piso, crecí en el piso. Los mejores momentos de mi vida los he pasado en el suelo. Los juegos más emocionantes los he tenido en el piso; desde el juego de canicas hasta el juego de palabras que son como aire, como caricia, como cordel de papalote. Así como no sé nadar ¡no sé volar! Vuelo mucho, pero con la imaginación, siempre con los pies bien sembrados en el piso.
Uno de los momentos cumbres de la literatura latinoamericana es cuando asciende un personaje femenino de Gabriel García Márquez. La mujer comienza a volar a la vista de todos, se eleva, se pierde en medio de las nubes, desaparece para siempre en la infinitud del cielo. Los lectores aman la imagen literaria. Yo la odio. La odio porque no me gusta que la gente se evapore, como agua. Sé que si el agua no se evapora las nubes no se forman y no llueve. Pero a mí no me gusta que la gente cercana se evapore. Me gusta que mis afectos estén a mi lado, con los pies bien puestos sobre la tierra.
Remedios, la bella, estaba agarrada de una sábana. “Un suave viento de luz” apareció y Remedios comenzó a levitar, como si fuese una hoja seca, como si fuese una brizna de juncia. Remedios se perdió en la infinitud del cielo. Así sucede en la novela de García Márquez. Así sucede en la vida. A veces estamos al lado de un afecto y vemos que una sábana de miedo la envuelve, precisamente a la hora que un ventarrón hamaquea los árboles y cierra de golpe todas las puertas y postigos de madera. Nuestro afecto es aventado contra el cielo y se estrella contra el cristal húmedo de la Nada. El afecto desaparece para siempre. Se vuelve un mero referente histórico en la memoria, un mero clavel marchito, una simple sonrisa de agua podrida. Por esto, querida mía, no me gusta la altura. Me gusta ver el cielo y las nubes, pero de lejos, desde mi atalaya de tierra, desde mi punto de observación cercano a mi cueva.

Posdata: benditos los Newton del mundo, pero más benditos los pollitos que dan cuerda a la imaginación. Los pollitos son los que escriben los cuentos y las novelas que los lectores disfrutan. No siempre son hojitas las que caen sobre el cuerpo de un pollito, a veces (más seguido de lo que pensamos) es el cielo que se cae, que se cae en fragmentos. Por esto me gusta pepenar cascaritas de nubes. Las encuentro en las calles y en los patios y en los parques de Comitán. Me gusta ver el cielo. Me gusta verlo de lejitos, con los pies bien puestos sobre el piso.
Cuando Romeo y yo bajamos del autobús, él se detuvo, vio hacia arriba y dijo: “Tenés razón, las nubes son bonitas porque son como gordas húmedas”. El cielo de Comitán estaba lleno de nubes. Iba a llover. Nos apuramos.

viernes, 16 de mayo de 2014

UNA LÍNEA TENUE





A veces divido el mundo en dos. Ayer lo dividí en: mujeres que son como árboles que crecen en el cemento y mujeres que son como grietas en banquetas.
La mujer grieta en la banqueta no conoce más que la suela del zapato. A veces sueña con alcanzar a ver el sombrero o el foco de la lámpara que está en la esquina.
Dicen que de niña soñó con ser viajera del mundo, que podía, en forma libre, acercarse a la mujer que ofrece arroz con leche y pan por las madrugadas.
Cuentan que, a veces, alcanza a ver cómo dos hombres bajan de un carro y cruzan la calle sin ver los balcones y el cielo.
Pobre su destino. Su grieta sólo se llena a veces con aguas negras o con basura o con lodo o con tierra. Sólo en ocasiones alcanza a lavar sus caminos con el agua de la lluvia.
Sólo alcanza a ver la miseria del mundo, los grafitis que aparecen en todas las paredes. Imagina cómo es el interior de las casas, imagina cómo es viajar en carro o en avión. No le es permitido soñar. ¿Para qué va a soñar si no puede descubrir el hilo de la posibilidad? Se siente prisionera, se siente atada por siempre a la calle.
A veces, le comienza a crecer una especie de musgo. ¡Es la vida que no se deja abolir! En ese instante ella siente como si alguien colocara una jarra de cerveza en la mesa. Pero la dicha es apenas una revista de sociales. El dueño de la casa donde está la mujer grieta en la banqueta manda a cortar el musgo y manda a rellenar la grieta con cemento. ¡El hombre no puede soportar que la vida crezca en medio del cemento! El cemento es el símbolo máximo del progreso. Los futurólogos establecen que un día todo estará encementado. Ese día el mundo estará complacido por lograr su objetivo de cancelar la vida y plantar una línea de luz falsa.
La mujer grieta en la banqueta imagina cómo es la habitación en donde la mujer de la esquina atiende a su cliente. Ella imagina el verde del semáforo, la luminiscencia de la ventana donde los pájaros llegan a mirar su reflejo.
La mujer grieta en la banqueta imagina el calor de la lámpara en una sala donde una muchacha bonita deja que el novio meta su mano adentro de la pantaleta. Ella no sabe de cortinajes dorados ni de jardines en mansiones, ni de albercas, ni, tampoco, de claveles creciendo a la vera de un sendero.
No tiene suéter para las noches de invierno, ni una gota de agua para preparar un vaso de taxcalate.
A veces juega a que es un caminito por donde las hormigas pueden llegar al arco iris; a veces juega a que es una línea que Dios pintó en el camino; juega a que es un cabello petrificado y que, en cualquier mañana, el aire le concederá la vida para que vuele como papalote.
A veces divido el mundo en dos. Mañana lo dividiré en: mujeres que son como funda de almohada rota y mujeres que son como escalones de madera a punto de desplome.

miércoles, 14 de mayo de 2014

EL AGUA DEL CIELO





¿Cómo decir que no soy lo que dicen que soy? Al estilo de García Márquez podría decir que no soy más que el hijo de un hombre sencillo, honesto y bueno que falleció en 1990 y que se llama Augusto. Eso soy, un niño, ya viejo de cincuenta y siete, que le gusta jugar en las calles de Comitán. No me gusta jugar “cascaritas” de fútbol, sino levantar cascaritas de nubes.
Digo esto porque un mediodía de septiembre de 2013 el Presidente de mi pueblo me invitó a colaborar con él y me honró con el nombramiento de Director de Cultura, del Ayuntamiento. Cargo en el que empeño el poco talento que poseo y el mucho de voluntad y cariño.
Este cargo me instala, a veces, en una silla de la mesa de honor de un acto significativo. A veces acudo en representación del Presidente y, en otras ocasiones, acudo con la representatividad de mi encargo.
En varias ocasiones, en lugar de dar mi cargo me adosan otros. A veces, quien conduce el acto dice mi nombre y agrega “Director de la Casa de la Cultura” (ah, ya imagino la cara de sorpresa de mi amigo Luis Armando Suárez Argüello, Director de la Casa de la Cultura). El otro día el maestro de ceremonias me presentó como Director de Coneculta (¡Santo Dios y María Santísima! Si se enterara Juan Carlos Cal y Mayor).
¿Qué hago? ¡Nada! ¿Qué voy a hacer? Como nunca he sido muy solemne, porque en el fondo, ya lo dije, soy un niño de cincuenta y siete, estos hilitos retorcidos los tomo como si fuesen meros jueguitos que Dios me envía, un poco como la cuerda para saltar, un poco como el hilo para enredar el trompo.
A veces alguien me dice doctor (¡quién sabe por qué!). En una ocasión que vestía traje y la bufanda la llevaba sobre los hombros como estola, se acercó una señora, chaparrita y con medias negras, me tomó la mano izquierda (no me pregunten por qué ésta), la llevó a sus labios, la besó y me dijo: “Buenos días, padrecito”. ¿Qué me tocaba hacer? Pues seguir el juego, levanté la mano derecha, hice la señal de la cruz en el aire, casi casi como si fuese el Papa y dije: “Que Dios te bendiga, hija mía”. Miré que su carita se iluminó. Supe que había jugado bien, supe que el juego es cosa buena en la vida.
¿Cómo decir que no soy lo que dicen que soy? Hace quince o veinte años recibí un oficio de un alto funcionario local del IFE que se refería a mí como “Presidente de la Asociación de Intelectuales de Comitán”, cargo inexistente de una asociación inexistente. Pensé, entonces, que sería bueno fundar dicha organización. Uh, me daría mucho prestigio, así como les da prestigio a todos los presidentes de fundaciones equis, zeta y ye.
¿Cómo explicar a las personas que no soy lo que ellos dicen que soy? Ni soy todo lo bueno que me adosan, ni soy todo lo malo que dicen. Soy un niño de cincuenta y siete. Me gusta ir a los mercados, disfruto los aromas y los colores. Disfruto el cantadito de la gente de mi pueblo. Disfruto el aire y el cielo de mi pueblo; lo disfruto como muchachito, como si me subiera a un carretón o jugara canicas.
Alguien, cuando escuchó que me nombraron como Director de Coneculta, dijo que me estaban elevando de categoría. ¿Cómo explicar que el más alto honor que hoy disfruto es el de ser Director de Cultura, del Ayuntamiento de Comitán, y que lo considero de más relevancia que el otro puesto? ¿Cómo decir que la mayor bendición es ser hijo de un sencillo hombre bueno?
¿Cómo decir que la altura sólo me gusta a la hora que vuelo el papalote de mi imaginación?

lunes, 12 de mayo de 2014

LAS MECEDORAS DEL MUNDO





Sentarse es el acto más común del mundo. Nos cuesta más pararnos que sentarnos. A veces, los viejos se sientan y ya no pueden pararse.
Los soberbios creen que lo valioso de la vida no es el acto sino el asiento. Por esto, conozco hombres que se sienten inolvidables cuando se sientan en el asiento de un jet o de un yate. Asimismo se sienten hijos predilectos cuando se sientan en asientos de piel. En Comitán, la gente es más humilde, no obstante, conocí algunos tíos que se sentaban en “butacs” forrados con piel de tigrillo o de venado, que es un poco como decir que colocaban sus asquerosas pieles arrugadas de humano sobre las pieles delicadas y humildes de los animales que fueron los dueños originarios de estas tierras.
Ya el otro día hice el recuento de cuántas horas al día pasamos sentados. Basta mencionar las horas del desayuno, del aula, de la comida, del café y de la cena, para darnos cuenta de que la sentada es cosa seria. Se dice que ahora gran parte del tiempo lo pasamos sentados (hay que agregar las horas en que jugamos videojuegos o vamos al cine). En la ciudad de México es extraordinario el número de horas que la gente pasa sentada en el auto, en el Metro o en los autobuses. Por fortuna, acá en Comitán nuestros desplazamientos son más naturales y, la mayoría de veces, podemos caminar de San Sebas a La Pila, sin tanto problema. Claro, cuando llegamos a La Pila y subimos el graderío para entrar al templo, después de hincarnos para la persignada y la petición a San Caralampio, nos sentamos, nos sentamos para bobear, para mirar hacia arriba o a los lados y darnos cuenta de cuántas fotografías están en el retablo, como agradecimiento por los milagros concedidos.
Aparte de la cama, el hombre no inventó mayor invento que la silla para descansar. Cuando la gente está exhausta por una jornada intensa de trabajo o por una caminata de varios kilómetros, de manera inconsciente, busca una piedra para sentarse, si no la encuentra se tira en el piso. A mí me encanta la hamaca, porque tiene dos vocaciones bien delimitadas. Creo que el inventor de la hamaca la hizo para que la gente de la playa, de Arriaga y de puntos intermedios, durmiera; pero la hamaca es usada como silla por muchísima gente. Es tan fácil salir al corredor, abrir la hamaca por la mitad con las dos manos, sentarse y columpiarse tantito. Mucha gente sólo alza la pierna y se sienta sobre la hamaca como si ésta fuese un potro tejido.
La silla es un objeto bendito, pero a la vez, para los escritores, es un tormento. Un amigo poeta me dice que cada vez que se sienta cree que se sienta en una Silla Eléctrica. Un famoso escritor (de esos que venden millones de ejemplares de sus libros en el mundo) dijo que es imposible pensar cuando uno está sentado. Él siempre recomendó, a los escritores, escribir parado. Él mandó a construir una especie de atril para colocar su libreta y escribir. Su método es redactar parado, caminar, acercarse a la ventana y regresar al atril para seguir escribiendo. Cuando le platiqué a Roxana esta anécdota literaria, ella se limpió la boca con la servilleta de papel y dijo: “Debe tener razón. Cuando cagamos siempre lo hacemos sentados. Tal vez parado, él no la caga”, y siguió bebiendo su café.
Sentarse es el acto más común. El tío Romeo pasó sentado los últimos tiempos de su vida. Lo hizo en una silla de ruedas. Ahí dormía, ahí comía. Una tarde me pidió que lo llevara al patio y que lo tirara sobre la tierra. Por favor, me dijo, quiero volver a caminar. Yo iba a decirle que eso era imposible, pero él me dijo que caminaría con su cuerpo. Con ambos brazos empujé la silla hacia adelante y el tío cayó como fardo. Lo vi sonreír, lo vi darse vuelta, impulsarse con ambos brazos; lo vi caminar como si fuese un ciempiés. Cuando llegó la tía me regaño, me empujó, me corrió de su casa, pero yo vi que el tío sonreía como un niño mientras Joaquín y Chalo, los muchachos que ayudaban en la casa, lo cargaban y lo volvían a sentar en su silla de ruedas.
Sentarse es el acto más común.

domingo, 11 de mayo de 2014

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE ESTÁ EL CENTRO DEL MUNDO





La fotografía fue tomada en el parque central de Comitán. La luz que baña la fachada del Centro Cultural Rosario Castellanos indica que la hora exacta es las cinco de la tarde, con cuarenta y dos minutos, en el horario de Dios. Porque Dios es quien mandó esa tarde apacible, sin desasosiego. Así lo demuestra la actitud de la mujer que, con la cabeza hacia abajo, concentrada en su labor de tejer la palma, carga a su criaturita. El niño, con un gorro azul y una sudadera blanca (para estar a tono con el cielo comiteco) tiene una palma en su mano.
La mamá de este niño llegó a Comitán desde Aguacatenango. Trajo un cargamento de palma para tejerlo, para hacer cálices, cruces y demás ornamentos que los católicos de Comitán compran para bendecirlos el Domingo de Ramos. Mi prima Ausencia insiste en llamar a ese día Domingo de Palmas. A mí me gusta más este nombre: ¡Domingo de Palmas! Debe ser porque siempre recuerdo la irreverencia de Antonio que cuando su hermana le decía que se apurara para ir a la bendición de las palmas porque era Domingo de Ramos, él decía: “¿A dónde decís que vamos? ¿A pelarle el chile a Ramos?” Su rima era graciosa, pero irreverente. En cambio, el nombre de Domingo de Palmas es bello. Como si no bastara con la bendición sino además la gente aplaudiera, aplaudiera a la vida.
El niño, mientras su mamá tejía la palma para hacer un cáliz, se entretenía en mirar el paso de los carros y de la gente. En su casa mira otras esencias. En su casa mira cómo corre el aire, mira el cordelito de humo que sube al cielo a la hora que su mamá pone la lumbre en el fogón. En su casa, este niño no juega con palmas, él juega con lodo, con tierra. Acá, la vida le dio la oportunidad de jugar con la palma que su mamá tejía para ganarse unos pesos.
La imagen es apacible y formuladora de destinos. La mujer lleva años viniendo a Comitán a vender sus palmitas. Lo hizo igual que esta criatura, enredada en un kujchil. Desde niña sabe que dos días antes del Domingo de Ramos debe llegar a Comitán a ofrecer sus ramos de palmas. ¿Qué destino le espera al niño? ¿Crecer y viajar a Comitán para tejer palma? Si el niño entiende que este tejido puede formular otros destinos, puede seguir jugando como lo hacía esa tarde, pero hacerlo de tal forma que sus tejidos no estén sobre un costal en el piso, sino expuesto en grandes salas de Museo. Sólo falta que le dé la gran torcedura. Hay gente que sigue haciendo ollitas de barro y ofreciéndolas en los pisos de los mercados; y hay gente que con el barro modela objetos que se convierten en obras de arte.
Este niño jugaba con una palmita. Puede que su destino sea ser tejedor de palma. Ojalá sus chunches no estén tirados en el piso sino adornando los cielos del mundo.

sábado, 10 de mayo de 2014

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO ESTOS TIEMPOS SON TIEMPOS DE CONFUSIÓN





Querida Mariana: hasta los tzizimes se confunden. El otro día caminaba por el patio de la Universidad y hallé un tzizim. ¿Cómo un tzizim el día 3 de mayo? ¿Era un tzizim albañil que buscaba el festejo de la Santa Cruz? No lo creo, era un tzizim desorientado. Como llovió una noche antes, este tzizim confuso creyó que ya era momento de salir de su bolcojosh. Aunque Elías me dijo que el único que tiene confusión en su cabeza soy yo, porque no era un tzizim, sino un sulup.
Menos mal que aún queda algo de cordura. Lo digo porque las chicharras sí andaban con su jaloneo de chachalacas bien prendido. ¡Vaya, vaya! Las chicharras sí andan en su tiempo. Las chicharras (me cuentan) piden agua; me cuentan que cuando llueve ¡truenan! No lo sé. Tampoco sabía que se comen. El otro día vi una fotografía donde un compa comiteco come chicharras. ¿De verdad las comía? No me extraña. Acá comemos tzizim y tzatz, ¿por qué no habríamos de comer las chicharras? Comer chicharras debe proporcionar un canto diferente al espíritu. Lo digo porque quien come tzizim come la oscuridad de las cavernas y quien come tzatz come el verde del árbol y del aire. El tzizim apenas hace un ligero sonido cuando vuela, el tzatz es un gusano callado, pero la chicharra ¡canta! Canta como si la fueran a festejar, como si la vida fuese esa oración que ensordece. En Comitán a la chicharra le decimos tzizquirín o chisquirrín, según el oído del escucha. Es una onomatopeya, porque así escuchamos que dice en su canto: “tzizquirín, tzizquirín, tzizquirín…” Esto tampoco me confundé, recordá que en América oímos el canto del gallo como quiquiriquí mientras que en Francia lo escuchan como cocorocó.
Hace un año (¿o dos?) me paré a mitad de un pequeño bosque de ocotes, en el Tecnológico, y oí el canto de las chicharras. Cerré los ojos y escuché. Al principio aún tuve conciencia de los árboles, del aire, del césped. Poco a poco, el sonido de las chicharras fue como un caudal de agua que se “derrumbó” desde lo alto de una montaña y me cubrió por completo. Sentí que esa agua me ahogaba, me asfixiaba. ¡Tuve que abrir los ojos! Salí casi corriendo de ese bosque. Me extraña no hallar en el Manual de Tormentos tal experiencia. Ahora, me cuentan, ese micro bosque ya no existe. Las autoridades del Tecnológico de Comitán talaron parte de los árboles, porque se llenaron de plaga. ¿De veras? ¿No sería que alguien también tuvo esa pesadilla de cientos de chicharras cantando un Canto Gregoriano Nebuloso y quiso conjurarla? ¡Hay confusión! ¿Ahora dónde se reúnen las chicharras para pedir agua?
Llama mi atención la vocación de las chicharras: ¡pedir agua! Es como si fuesen los mendigos de la naturaleza. ¿Algún otro animal pide algo? ¿Pide algo el búho cuando “arranca” los ojos en las noches? ¿Qué pide el pato cuando deja Canadá y se desplaza a algún territorio sudamericano? Y llama mi atención, porque mientras los patos abandonan el Norte, muchos del Sur van al Norte en busca del “Sueño Americano”. ¡Hay confusión!
La mayoría de los animales no pide ¡da! Aunque, a decir verdad, el gato sí es un animal “pedilón”. En las mañanas, cuando me levanto para ir a orinar, el gato baja de su silla, maúlla y se refriega, una y otra vez, en mi pierna. Debe sentir sabroso el refregarse sobre la tela del pijama. Yo siento sabroso, mientras orino, el contacto de su pelambre, es como si fuese una chicharra débil, porque hace un ruido apenas perceptible. Me gusta, en el silencio de la madrugada, escuchar su ronroneo y el suave frote de su cuerpo sobre el mío. Es bueno saber que hay vida y que la vida está a mi lado y me saluda. Pero, el gato me hace festejos porque quiere sus croquetas. En cuanto le sirvo comida en su plato ¡él me ignora! Se sube de nuevo a su silla y entonces se vuelve un animal indiferente, altivo, soberbio, pagado de sí. La perrita también pide, mueve la cola, se para en dos patas, da vueltas (como si fuese animalito de circo), se echa a mi lado mientras escribo estas Arenillas. A la Pigosa (que así se llama la perrita) no le gusta que salgamos de casa. Cuando lo hacemos se queda llorando, es su manera de pedir compañía. Aunque Paty me explica que los acompañados somos nosotros. Esta perrita fuera feliz si nos pasáramos todo el día en casa.
Yo recuerdo un perro negro en mi casa de infancia. Recuerdo que Víctor y yo nos subíamos en su lomo, porque era enorme el perro negro. Pero mi mamá dice que eso es un recuerdo falso, “jamás tuvimos un perro en casa”, dice ella, con una gran seguridad. Pero yo, muy seguro, sé que ese perro negro habitó mi casa. Se cuenta que los perros son capaces de “sentir” a los fantasmas. Mi tío Rodo contaba que cuando los perros ladran a media noche es porque están viendo fantasmas. A veces, a las doce de la noche en punto, yo despertaba en el cuarto oscurísimo y oía el ladrar infinito de los chuchos de las casas cercanas. Sentía un escalofrío que no se quitaba ni cuando me cubría todito con las chamarras. A veces oía el ruido de cascos de caballo sobre la calle empedrada y creía que era el Sombrerón que pasaba por el frente de la casa, me santiguaba, mientras los chuchos ladraban como si alguien les apretara el cogote. El silencio volvía a instalarse en la casa. Era señal de que el fantasma se había alejado. Imaginaba a los perros recostados sobre las pilastras del corredor, ya tranquilos. Yo también me calmaba. Desde entonces supe que no debía temer a los fantasmas, porque los fantasmas se espantan con los ladridos y nunca, nunca, se quedan en casas. Los fantasmas de la calle ¡pasan! ¿A poco alguien puede asegurar que El Sombrerón vive en su casa? ¡Nadie! El Sombrerón es el dueño de los caminos de media noche. Porque, de igual manera, nadie puede asegurar que lo vio durante la mañana. Los fantasmas, igual que los vampiros, son hijos de la noche. En cuanto amanece, los fantasmas desaparecen.
Y si digo que los tzizimes están confundidos es porque ahora llueve cuando no debería llover. Antes, cuentan los abuelos, todo tenía un orden. Los campesinos sabían cuándo iniciar la siembra. Los tiempos eran cíclicos y todo era parte de un plan divino. Ahora todo está inmerso en la confusión. ¿Ya miraste cómo hasta el árbol de tenocté anda confundido? Antes la gente sabía que en primavera, Comitán se llenaba de nubes. Ah, era bien bonito subir a una lomita y mirar, en medio de los tejados, los árboles llenos de ramos blancos. Ahora, en diciembre pasado, muchos árboles de tenocté ¡florearon! Las propias muchachas ya no saben si deben preparar su “maletía” para huir o no con el novio.
¿Por qué el perro negro es parte de mis recuerdos? ¿Es una invención mía? De acuerdo con lo que mi mamá dice, el perro negro fue inexistente en la casa. Para no caer en la confusión dejo que ese perro siga instalado en mi mente. Dejo que mi vida sea un poco al estilo García Márquez, quien decía que la vida no es “la que uno vivió, sino la que recuerda y cómo la recuerda para contarla”. De todos modos, mi perro “inventado” no sirvió más que para jugar, para subirme a su lomo y volverlo caballo. No sirvió para defenderme del animal que más me jodió de niño: un gallo que, en cuanto entraba al sitio, me perseguía y se empecinaba en subirse a mi espalda para picarme. A mí me gustaba ir al “sitio” de la casa a jugar, pero el gallo me jodía. No sé si el gallo intuía lo que muchos me decían en la escuela, que era “un gallina” y, de igual manera que el tzizim, andaba metido en la confusión y me miraba cara de gallina y quería “pisarme” (¿por la espalda? ¡Ah, la bendita confusión!). Yo no sabía qué hacer. El sufrimiento terminó hasta que el gallo se ahogó en un riquísimo mole que preparó Sara, la sirvienta, mamá de Víctor.
Son tiempos de confusión. Mi primo Arnulfo me dijo que es tal la confusión de estos tiempos que hasta los relojes ya no saben qué hora dar, si la del horario de verano o la otra.
El perro negro está presente siempre. Tal vez muchas de las cosas que me suceden no me suceden en realidad. Tal vez invento sucesos, tal vez yo mismo me invento. Y digo esto, porque, a veces, entro a un local donde necesito que alguien me atienda y nadie me atiende, un poco como si yo fuese invisible. Siempre ha sido así. A veces platico algo con alguien y este alguien no me ve, ve hacia otro lado. Esto me enerva, pero soy tolerante. Cuando alguien me habla trato de verlo fijamente, de ponerle atención. Ahora entiendo porque lo hago, lo hago para saber que el otro no es un fantasma, que no es una invención mía.
Los niños inventan personajes. A veces hablan con ellos, con sus amigos imaginarios. No he llegado a tal extremo, según yo, pero a veces dudo. Dudo porque mi mente, igual que la de la tía del Maestro Jorge, es “un puto cine”. Cientos de imágenes se reproducen. Muchas de estas imágenes no corresponden a la realidad real. Tengo muchos “perros negros”
Estoy seguro que el perro negro existió. Tal vez lo único que hizo mi mente fue trasladar el animal a mi casa; tal vez en casa de un amigo el perro existía y era manso y permitía que mi amigo y yo nos subiéramos a su lomo; tal vez no fue Víctor quien me acompañó a trepar sobre el perro. La vida, a final de cuentas, está hecha de lo que nos pasa, de lo que nos imaginamos y de lo que soñamos. A veces, la vida es tan prodigiosa que permite que el sueño y el deseo se conviertan en una realidad. Tengo un amigo que siempre soñó con ser millonario. Los otros amigos se burlaban de él, le decían que se bajara de la nube y que pusiera los pies sobre la tierra. Pero él soñaba. Se fue del pueblo y muchos años después volvió convertido en un millonario, tal como lo había soñado, tal como había prometido que regresaría. Bueno, Marianita de mi corazón, algunos jugamos con perros negros y otros juegan con billetes verdes.
Hay gente que no se confunde. Gente que, desde la niñez, tiene una certeza ante la vida, como si algún hado le permitiera vislumbrar un futuro halagüeño.

Posdata: No sólo imagino que juego, también juego a que imagino. Una vez, en la ciudad de México, siendo estudiante de la UNAM, entré a un local de esos famosos donde venden las famosas hamburguesas. Me paré frente a la barra de pedidos y cuando la señorita me dijo qué deseaba, yo, como si fuese mudo, le pedí (a señas) una hoja de papel y una pluma. Escribí la orden. Ella leyó y luego (a señas) me dijo cuánto era. Vi su aflicción pues no estaba acostumbrada a tratar con “mudos”. Pedí otra vez la pluma y escribí que anotara la cantidad. Ella, como si descubriera el hilo negro, alegró su rostro, anotó la cantidad, recibió un billete y me dio el cambio. Anotó en la hoja que debía esperar a que estuviera listar mi orden. Escribió que me sentara, mientras tanto. Cuando mi orden estuvo lista, ella (maravillosa muchacha bonita, tal vez quebrantando los protocolos) dejó su puesto y fue hasta mi mesa y me entregó la bolsa con las papitas, el refresco y la hamburguesa. Yo asentí con la cabeza y sonreí. Ella sonrió también. Abrí la bolsa y le entré a la comida como pelón de hospicio. Cuando terminé, tomé la bandeja y la deposité en el basurero, me acerqué a la barra, vi a la muchacha, le di la mano, ella hizo lo mismo y miré su cara de asombro y luego de enojo cuando le dije: “Gracias. Hasta luego”. Si ella hubiese tenido una cuerda ¡me habría ahorcado!
Esto que cuento ¡es real! No lo inventé. Así sucedió. No sé por qué lo hice. Por lo regular, los seres humanos modificamos nuestro comportamiento cuando estamos en grupo. Pero, cuando estamos solos no hacemos actos fuera de nuestro carácter. Vos sabés que soy payaso cuando estoy con mi plebe (y cuando fui joven lo fui más), pero cuando estoy solo soy un hombre tímido y retraído. Muchas cosas me dan pena. Si hoy entro a un restaurante busco la mesa más alejada del centro y espero, sin mucha impaciencia, a que un mesero se acerque y me pregunte qué deseo. Ni loco, de veras, se me ocurriría jugar “al mudo”.
No sé, a veces me confundo. No sé si soy espíritu tzizim o tzizquirín. Creo que mi carácter va más con el tzizim, porque la mayor parte del tiempo la paso en las cavernas, pero, a veces, por esos prodigios de la naturaleza, me da por cantar, por volverme tzizquirín y hago alharaca y bailo y pido agua. Espero no reventar en el tiempo de lluvias.

viernes, 9 de mayo de 2014

UNA VUELTA SIN BICICLETA





El miércoles pasado estuve en el Salón Salomón González Blanco, de La Trinitaria, para presentar la novelilla “Yo también me llamo Vincent”. Con este acto, el Colegio de Estudios Científicos y Tecnológicos del Estado de Chiapas, Plantel 08, de La Trinitaria, celebró el Día Internacional del Libro. Fue emocionante estar frente a más de trescientos alumnos. Algunos (la mayoría) estuvieron atentos a mis palabras; algunos (los menos, qué bueno) checaron mensajes en sus celulares. Se sabe, los jóvenes son así, ¡maravillosos! Me emocionó ver dos copias de un cuadro de Van Gogh, cuadro que usé para ilustrar la portada de la novelilla, en su versión electrónica. Tal detalle fue hecho por Addy Belén Espinosa Aguilar. A Addy agradezco su tiempo, su talento y su generosidad; así como agradezco la generosidad, el tiempo y el talento de los jóvenes estudiantes y maestros que estuvieron ese día en el Salón. Paso copia del textillo que leí:

Esta novela breve cuenta la historia de un hombre-niño que tiene treinta y tantos años de edad. Y digo hombre-niño porque, a pesar de que tiene 30 y tantos años y mide más de uno ochenta de altura y es tan gordo como un tinaco rotoplás, es como un niño inocente y tierno.
Esta novelita cuenta la historia de ese hombre-niño y de cómo muere. En realidad se suicida. ¿Por qué se suicida? Porque así lo exige su trabajo. ¿Imaginan un trabajo en donde el jefe indica que su empleado tiene que suicidarse y el empleado debe cumplir la orden? ¿Qué tipo de trabajo es ese?
Su trabajo es muy simple, pero, a la vez, ya lo vieron ustedes, es muy complicado. Les pregunto: ¿qué harían ustedes si, de pronto, un escritor que está sentado en una banca del parque de acá de La Trinitaria, acá frente al templo, o frente a la colina donde está la cueva de los murciélagos, los llama y les pregunta si quieren trabajar como personajes de su próxima novela? Estoy seguro que ustedes dudarían. ¿Qué clase de trabajo es ese?
Hay miles de trabajos en el mundo. Hay gente que trabaja como personajes de telenovelas y como personajes de películas y de series de televisión. Claro, a ellos les llaman artistas y son famosos en todo el mundo. Ahí está William Levy, ahí está Eugenio Derbez (pregúntame, pregúntame), ahí está Mariana Ríos (mamita), ahí está Angelina Jolie. Ser personaje de una telenovela, de una película o de una serie de televisión es lo más común del mundo.
¿Ustedes han estado cerca de una artista de cine? ¿Han platicado con ella? Yo tuve una compañera en la escuela secundaria. Ella era de Comalapa, de acá abajo por Tierra Caliente. Ella se sentaba en el asiento anterior de donde yo estaba sentado. Ella se sentaba al lado de una compañera que se llamaba María de los Ángeles. Yo me sentaba al lado de Ramiro. Ella, que se llamaba Leticia, siempre soñó con interpretar personajes en el cine. Cuando salimos de la escuela tuvimos una reunión y al despedirnos, ella me abrazó y me dijo: “Nunca cambies, Alejandro”. No recuerdo qué me dijeron mis otros compañeros, pero sí recuerdo mucho lo que ella me dijo y recuerdo mucho su abrazo, tal vez porque ella era muy bonita.
En fin, años después fui a estudiar a la Universidad Nacional Autónoma de México, en el Distrito Federal, y, una tarde, caminando frente a un cine y bobeando me detuve a ver los carteles de los próximos estrenos. Vi uno que anunciaba la película “La banda del carro rojo”, donde actuaban Los Tigres del Norte, un actor de apellido Almada (debo decir que los hermanos Almada fueron muy famosos en los años setenta y, sin duda, sus papás saben de quiénes estoy hablando) y una actriz llamada Leticia Pinto. ¡Supe que era ella!
El día del estreno, mis amigos y yo, estábamos sentados en primera fila para ver a la Lety.
Hay miles de trabajos que ejecutan millones de hombres y de mujeres. Hay peluqueros, carpinteros, secretarias, arquitectas, científicas, químicos, futbolistas, maestros, ingenieros, cargadores, comerciantes y mil oficios más, pero, ¿alguien de ustedes conoce a un tío o a un primo que trabaje como personaje de novela o de cuento?
¿Conocen a un escritor que contrate a personas para que trabajen como personajes de cuentos o de novelas? ¡Suena a locura!, ¿verdad? Bueno, pues el personaje de esta novela breve trabaja como personaje de una novela que se llama “Yo también me llamo Vincent”, que es el título a la vez de la misma novela. El nombre verdadero del personaje no es Vincent; dice llamarse así porque interpreta, como si fuese una obra de teatro, a un personaje famoso en la historia de la humanidad: el pintor Vincent Van Gogh.
Ustedes, sin duda, conocen obra del pintor Vincent Van Gogh, él pintó muchos cuadros y, en vida no vendió su obra. Ahora, sus cuadros están colgados en todos los muros de los museos más importantes del mundo y cada uno de sus cuadros se cotiza en millones de dólares.
El escritor que contrató al hombre-niño hace que Vincent Van Gogh llegue a Comitán, en compañía de otro gran pintor que se llama Paul Gauguin. Ustedes saben que Comitán, como cualquier lugar del mundo, es un pueblo mitotero. Cuando la gente ve a los dos pintores raros comienzan a inventarles historias y uno de los comitecos dice que es muy extraño que ellos estén ahí. ¿Qué harían en sus pueblos de origen? Una tarde, decenas de comitecos, con palos y machetes, se paran frente al hotel donde Vincent Van Gogh y Paul Gauguin están hospedados y, con gritos, les dan un ultimátum. Deben salir de Comitán.
Inicialmente, la novela iba a terminar con la huida de dos de los pintores más importantes de la historia de la humanidad. El hombre-niño iba a cobrar su paga y todos tan contentos. Pero el escritor perverso, en afán de lograr la gloria, hace que el hombre-niño vaya más allá.
Ustedes saben que Vincent Van Gogh, en una tarde en que el valle de Aubers se teñía de dorado trigo, salió de la posada donde vivía y, a la hora que una bandada de cuervos trazó una línea en el cielo, él sacó una pistola y se metió un balazo a mitad de la panza. No murió de manera instantánea, caminó como pudo, llegó a la posada, subió a su habitación y ahí, como si fuese un niño recién nacido, como si fuese un pichito, se colocó en posición fetal y dejó que su vida se diluyera como se diluye el agua tierna. Esa tarde murió uno de los más grandes artistas del mundo. Esa tarde, también, el pobre hombre-niño, murió, murió de la misma forma que murió el personaje que interpretaba. ¡Mierda! Cuando un artista en el cine muere por un disparo, a la hora que el director dice: “Corte”, el actor se levanta, se sacude la ropa para quitarse el polvo y deja que le tomen fotografías y da autógrafos.
Acá, en la novela, no sucedió así. El hombre-niño se pega el tiro y se lo pega de verdad, porque así lo exige la trama de la novela, porque así lo exige el perverso escritor. El hombre-niño muere, muere debajo de un árbol de tenocté, su cuerpo es tapizado por florecitas blancas. Esa tarde, en Comitán, muere uno de los hombres-niños más hermosos que pobló el mundo.
Bueno, muchachos, esta novelilla breve que escribí, cuenta esta historia. Si a alguno de ustedes llama su atención y quieren leerla completa, pueden entrar a la página de Coneculta-Chiapas, en el Internet, y descargarla. El librincillo fue publicado por el gobierno de Chiapas, a través del Consejo Estatal para las Culturas y las Artes de Chiapas y del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes.
¿Ahora qué? Si ustedes están de acuerdo daré respuesta a dos de las preguntas que más a menudo me hacen cuando asisto, como hoy, a la presentación de libros. La primera pregunta es: ¿cómo se hace uno escritor?, y la segunda es: ¿Es fácil ser escritor?
Doy respuesta a la primera. ¿Cómo se hace uno escritor? Respondo de manera individual. Tal vez hay mil modos de hacerse escritor, pero en mi caso, yo fui como Leticia Pinto, mi compañera de la escuela secundaria. Siempre quise ser escritor. No aspiré a ser famoso, porque eso de la fama es muy complicado, está inmerso en leyes complejas de mercadotecnia y del azar. Quise ser escritor porque cuando escribía boberitas en la escuela ¡me sentía pleno, a gusto! Era la actividad que más me gustaba. Más que jugar fútbol (era malísimo, era gordo y me cansaba mucho) me gustaba escribir boberitas. Tenía una libreta especial donde consignaba, a manera de diario, lo que me sucedía en la escuela, en el parque, en las calles. Escribía todo. Así que un día dije que sería bueno ser escritor y me dediqué a escribir más. Una vez, en clase de literatura, en la prepa, el maestro Óscar dejó una tarea: debíamos leer un libro que narraba los viajes de Colón (de Cristóbal) y hacer una síntesis. Yo no resistí la tentación y, en lugar de hacer una síntesis común, escribí una especia de historia donde Cristóbal Colón se aparecía por un corredor de la Presidencia Municipal y contaba la experiencia de sus viajes. ¿Miran cómo esta historia se asemeja a la de Vincent Van Gogh? ¡Dios mío, desde la preparatoria ya estaba preparándome para escribir esta novelilla!
Escribí, escribí muchas historias, sólo por el mero placer de hacerlo. Ahora sigo escribiendo, escribo todos los días. Siempre me levanto a las cuatro de la madrugada y escribo. Hoy, lo juro, a las cuatro de la mañana, me preparé un té de limón, prendí la computadora, me puse los audífonos, escuché a un músico muy bueno llamado Barry White, y escribí estas líneas que ahora les estoy leyendo. Escribo todos los días. La única manera de ser escritor es escribir siempre. La disciplina hace la diferencia. Mi maestro de preparatoria me dijo que si yo escribía una cuartilla al día (una cuartilla, es casi nada), al final del año tendría trescientas sesenta y cinco cuartillas. ¡Un libro! Conozco muchos amigos que son muy talentosos y siempre están hablando de la gran novela que escribirán, pero no la escriben. La escritura exige disciplina. Creo que todas las cosas en la vida exigen disciplina. Hay que ser necios, tercos, con la pasión que uno siente. Porque, para ser escritor, se necesita pasión. ¿Cómo se hace uno escritor? ¡Escribiendo! Escribiendo diario con mucha pasión.
Ahora doy respuesta a la segunda pregunta: ¿Es fácil ser escritor? Sí, es una de las profesiones más sencillas. Basta tener una libreta a mano y una pluma para ejercerlo. Bueno, ahora también se vale usar una lap top o un Ipad. Ahora bien, para no escribir boberitas es condición indispensable ejercer otro de los más hermosos oficios del mundo: ser lector. Todo aquel compa que desea ser escritor, que sueña con ser escritor debe leer mucho. Leer todos los días. Debe ser un apasionado de la lectura. El acto de la lectura, ustedes lo saben, es uno de los actos más bellos del Universo entero. No sé si en otra galaxia los seres que la habitan comen como comemos nosotros. No creo que coman taquitos de chicharrón o carne asada en una parrilla. Pero de lo que sí estoy seguro es que leen, leen de la misma forma que lo hacemos nosotros. Leen muchos libros.
Ustedes saben que la vida es simple. No tenemos más que una vida. Nuestras vidas son casi casi aburridas, casi casi monótonas. En Comitán, a veces, voy al cine; a veces, voy al parque; a veces, me subo a un camión o a un avión y viajo a otra ciudad en donde voy a los parques y a los cines. La vida no es muy emocionante que digamos. Y no es emocionante porque sólo podemos vivir una vida. Ah, pero la vida se convierte en la gran aventura de la vida cuando conocemos otras vidas. Acá no sé, pero allá en Comitán, la gente es muy chismosa y metida. ¿Por qué creen que la gente es chismosa y metida? Muy sencillo. Quieren conocer de las otras vidas. Por esto, desde que Dios amanece, andan husmeando en las otras vidas. Van al mercado y preguntan: ¿ya sabés lo que hizo fulanita anoche?, y, en voz baja, pero gritadito para que lo oiga medio mercado, cuentan que la fulanita se acostó con… Y así nos pasamos la vida, metiéndonos en vidas ajenas. Ah, pobres pobres. De todos modos, La Trinitaria y Comitán son pueblos pequeños y las vidas son, de igual manera, limitados.
Quien lee ¡vive otras vidas! ¿Cuántas? ¡Miles y miles de historias, millones de vidas! Yo nunca he estado en el fondo del mar. No sé nadar. No he estado en el fondo del mar de manera física, pero, a través de la lectura, he estado muchas veces y he estado al lado de cachalotes y he descubierto, al lado de maravillosos personajes, tesoros que estaban ocultos desde tiempos en que Colón y todos los demás marinos recorrieron los mares del mundo. He estado, de veras, en el espacio y he vivido la maravilla de conocer otros mundos.
Desde el día que supe que no me había tocado vivir más que una vida limitada, en un pueblo limitado, decidí no aceptar mi destino. Decidí leer mucho, conocer miles de vidas y vivirlas todas a plenitud. Cada vez que abro un libro abro la posibilidad de conocer el mundo y más allá. Vivo muchas vidas. Por esto digo que soy un hombre pleno. Soy feliz. Leo, leo mucho, porque un día decidí ser escritor y pensé que era bueno que yo conociera cómo se cuenta una historia ¡leyendo historias! He leído, por eso, a los mejores escritores del mundo. No leo boberitas. Leo grandes historias, porque aspiro a escribir grandes historias. No sé si lo logro, pero lo intento, y en el intento me divierto enormidades. ¿Es fácil ser escritor? Tan fácil como leer, leer mucho, leer a los grandes escritores. Tan fácil como escribir, procurando no escribir boberitas.
Gracias por su atención. Fue un placer estar con ustedes.