sábado, 31 de enero de 2015

CARTA A MARIANA, DONDE SE MENCIONA A ÓSCAR BONIFAZ (parte II)



Con un respetuoso abrazo a la familia Ruiz Mandujano,
Por la ausencia física de don Gilberto Ruiz Gordillo



Querida Mariana: te decía que hay personas de papel. En apariencia son frágiles, a punto de deshacerse ante la humedad. Pero si mirás bien, los libros (hechos de papel) han resistido siglos. Más bien los objetos de metal se llenan de herrumbre y dejan de servir. A veces voy a talleres mecánicos y veo, en una esquina, un tiradero de partes mecánicas que para nada sirven. A veces entro a librerías de viejo y encuentro libros que, a pesar de su edad, aletean. Los libros siguen iluminando desde sus orillas de papel con apariencia frágil.
Te decía que muchas personas (bueno, no tantas) ayudaron a poner engrudo al traje de papel que uso ahora. El maestro Beto, en la primaria; mi tía Emelina, cada vez que venía desde la ciudad de México y me traía libros de obsequio. ¿En la secundaria? Ah, en la secundaria me topé con la imponente figura del Padre Carlos J. Mandujano. Sus cátedras de literatura eran un portento, ríos llenos de un agua limpia que no existía por estas regiones. ¿Y en la prepa? En la prepa apareció Maestro Óscar. En ese tiempo no me di cuenta de lo que estos maestros hacían. Lo hago ahora, ya con cincuenta y siete años de edad; lo hago ahora que mi oficio es un oficio de papel. En la Universidad, en la ciudad de México, aparecieron dos maestros, que, de igual manera, sembraron la semilla que, ¡oh, paradoja!, está hecha del árbol talado. Con la madera de un árbol caído los editores siembran nuevos árboles que oxigenan el espíritu del género humano. Cuando estudiaba en la Facultad de Ingeniería, de la UNAM, un maestro que impartía la clase de Electricidad I, diez minutos antes de concluir su cátedra, abría una novela y nos leía un fragmento. En ese momento sí ya sabía que mi vocación estaba enredada en un folio de papel y, más que la clase de Electricidad, esperaba con emoción el momento en que el maestro leía fragmentos de la novela. Al estilo de las novelas por entregas o de las radionovelas, el maestro nos dejaba “picados” para saber qué iba a ocurrirle al protagonista. No sé (no creo) si a mis otros compañeros les causaba la misma emoción que a mí tal lectura. No lo creo porque, tal vez, los otros sí tenían la vocación de la ingeniería y su destino era estar metido adentro de talleres donde arreglan turbinas para generar electricidad. Mi vocación no era tal. Más tarde, cuando estudiaba Arquitectura, en la Universidad del Valle de México, mi maestra de Proyectos (ah, maestra llena de gracia, de la misma gracia con que está dotada la madre de Jesús, uno de los hombres más iluminados y luminosos de la historia de la humanidad), al estilo de Julio Cortázar, me enseñó que todo podía volverse un libro de papel; que todo puede, perfectamente, lograrse con cimientos de papel, del mismo papel enredado en el engrudo con que los escritores formulan sus universos. Óscar Bonifaz desde niño jugó con palabras que untó sobre papeles que bien podían estar pegados en las paredes de las viejas casas comitecas o, bien, pegados sobre los muros invisibles del aire. Él cuenta que uno de sus primeros versos contenía una palabra tal vez inventada por él: “chachasca”, que es una palabra que está llena de efervescencias y de sonoridades. Si un muchacho le dice a su muchacha bonita que su corazón “chachasca” de gusto cuando piensa en ella, la muchacha podrá sentirse la mujer más amada del universo. De igual manera, si la Carmen cuenta a su comadre que el Elpidio llegó bien “chachasca” de bolo, la comadre podrá imaginar que el compadre andaba zurumbo de borracho. Óscar Bonifaz cuenta que tuvo una tienda (frente al edificio del Centro Cultural Rosario Castellanos) donde vendía libros y revistas. Los hombres de papel no tienen más oficio que pepenar papelitos. Es proverbial la costumbre de Cervantes, el autor de El Quijote, de levantar los papeles rotos de las calles para leerlos.
Las personas que incluyen carne en su dieta son carnívoros; quienes omiten la carne y prefieren verduras son vegetarianos; ¿cómo deben llamarse los hombres y mujeres que prefieren comer papel? Los que saben cuentan que el origen de la palabra papel está en la palabra griega papyros. Los egipcios escribían en papiros. En la UNAM, en la entrada de la Facultad de Arquitectura, un hombre colocaba una mesa con figuras de origami (papiroflexia). A mí me encantaba acercarme a él y ver cómo lograba hacer figuras maravillosas sólo con ayuda de sus manos y una sencilla hoja de papel. El hombre se hacía llamar “El Papirolas”. Tal vez, entonces, no sea mala idea llamar Papirófilos a quienes viven y mueren por el papel. Papirófilo, desde pichito, ha sido Óscar Bonifaz.
Elegí pintura en la prepa y la disfruté. El maestro Homero Recinos, igual que lo hicieron Los Impresionistas en su momento, nos sacó del encierro de los salones. Rentó un camioncito con redilas y los sábados íbamos a las cercanías de Comitán. Recuerdo los viajes que hicimos al Arco de San José, en Los Lagos de Montebello; asimismo dos lugares más cercanos: una montaña en la comunidad de El Puente, rumbo a Tenam; y una pequeñísima laguna, tan breve como vaso de agua, al lado de la Carretera Internacional, rumbo a La Trinitaria. Ahí instalábamos los caballetes y colocábamos los bastidores de tela blanquísima y ¡a pintar! El caricaturista y pintor Abel Quezada dijo que la máxima expresión de la libertad es ¡la pintura! Pero, algo me decía que no estaba en el espacio correcto. El maestro Óscar dirigía el grupo de teatro. Los compañeros que se habían inscrito en la materia de teatro ensayaban no sólo los sábados; cuando estaba en puerta la puesta en escena de una obra, los actores y actrices ensayaban por las tardes en el auditorio. De vez en vez, me colaba y miraba desde lejos cómo Bonifaz les indicaba los movimientos. Ahí no se trataba de la libertad total, había que sujetarse a los parlamentos y a las indicaciones del director. No obstante algo luminoso había en ellos, como si se tratara de decir que ahí estaba contenida la esencia de la vida y se hacía a través de la palabra. A cada uno de los actores, el maestro le había dado un parlamento, un legajo de hojas que, los actores y actrices, debían aprender de memoria. ¿Qué significaba poner en escena una obra del siglo pasado? Era como insuflar aire a lo que estaba inerte. No era la libertad total y completa pero era como un acto de resurrección. El actor retoma un texto, lee e interpreta. Toma un libreto de Shakespeare y dice:
“Tú, grita en un tono de miedo y horror,
como cuando, en el descuido de la noche,
estalla un incendio en ciudad populosa.”
¿Mirás, mi niña bonita? ¡Ah, qué prodigio! Es una traducción, pero se advierte la flama de del talentoso dramaturgo inglés. Dice: “Grita, como cuando, en el descuido de la noche,…”. ¡Ah, el descuido de la noche!
Recuerdo a Roberto García Rojas (actualmente un arquitecto de prestigio) desplazándose en el escenario del teatro de la prepa (donde ahora está la Casa de la Cultura). Roberto no era él, era su personaje y lo que decía no lo había pensado él sino el autor de la obra. Era un juego maravilloso de espejos. Nosotros, los espectadores, tampoco éramos nosotros. Por un instante (el instante de la representación) nos volvíamos un poco los espectadores de todos los tiempos, porque vivíamos la experiencia inenarrable de presenciar un momento que se había vivido antes, tal vez en algún teatro de la España, del siglo XIX. Pensé entonces que me hubiese gustado, más que en pintura, estar inscrito en teatro y ser alguien más que lo que era, un simple muchacho, desubicado, tímido, lector voraz de decenas de novelas y de libros de cuentos. Hoy, la edad me ha hecho comprender que mi desubicación se debía a que no había logrado atrapar el prodigio de tal comportamiento: mi timidez me llevó a refugiarme en los libros y ahora los libros son el refugio de mi felicidad. Sé que quienes llevaron teatro con Bonifaz fueron tocados por el prodigio de la palabra, de la palabra de siglos. En el teatro, más que en cualquier otra disciplina artística, está sintetizado el espíritu del hombre, porque el teatro tiene íntima relación con la palabra, con ¡la literatura!, con la vida. En ese tiempo no sabía que Óscar Bonifaz recibió clases de teatro con Seki Sano, un japonés que radicó en México y que, según los críticos teatrales, dio sustento al teatro japonés moderno. Hoy, Bonifaz está retirado de la actividad teatral, pero algún día habrá que hacer una revisión de todo el bien que hizo por el florecimiento de dicho arte en Comitán. ¿Cuántos de sus alumnos conocieron el teatro gracias a él? ¿Alguien se atreve a decir un número? (continuará)

miércoles, 28 de enero de 2015

PARA MI AMIGO JORGE




Y una tarde, casi sin darnos cuenta, cumplimos cincuenta años y ¡seguimos cumpliendo! Los demás nos urgen a hacer cosas trascendentes porque se nos va la vida. ¿Ya miraste qué frase tan lapidaria? ¡Se nos va la vida! Sí, quisiera responder a los que me recuerdan que pronto, muy pronto, ya podré ir a sacar mi credencial del Instituto Nacional de la Senectud y con ello entraré al agraciado círculo de los que comienzan a tener achaques por todas partes.
Sí, querido Jorge, ¡se nos va la vida! ¿Y? Mi abuela Esperanza diría que es la ley de la vida, y como es una ley inmutable, una ley de la naturaleza no podemos dar soborno para evadirla, como sí hacemos con las demás leyes, cuando menos en México.
Se nos va la vida, porque la naturaleza impone que así sea. Quien nace inicia un camino que concluirá con la muerte. Se nos va la vida, así que será bueno no hacer caso a los que exigen que hagamos “cosas trascendentes” y no desperdiciemos un solo instante. ¿Qué es una cosa trascendente? ¿En qué ayudará a nuestra vida?
Concuerdo con esos agoreros en que se nos va la vida y que la vida apenas es un instante y que si la vida es como un chorro potente al principio ahora es apenas un hilo de agua, como si la vida pudiera sintetizarse en la potencia del chorro de la pis. Se nos va la vida y se nos va porque la hemos vivido. Podría decir que la hemos desgastado. Recuerdo, con emoción, los días en que íbamos a tu rancho y nos acostábamos en hamacas y, con un vaso de ron con hielo en una mano, mirábamos cómo se ocultaba el sol detrás de las montañas, de esas montañas que eran extensión de tu rancho, porque ahí se cumplía la sentencia de que tus tierras terminaban hasta “donde la vista alcanzaba”. Mirábamos la puesta del sol, mientras el zureo de las palomas y los gritos de las chachalacas se confundían en la arboleda. Tomábamos nuestro trago y decíamos ¡ah! cada vez que el fuego del alcohol inflamaba nuestra garganta y nuestro espíritu. En las noches cargábamos las escopetas en busca del venado que ya los peones de tu rancho se encargaban de azuzar con gritos y palmadas en cacerolas. ¡Vivíamos sin hacer cuenta que un día llegaríamos a la edad que ahora tenemos! Y ahora, ya con más de cincuenta y siete años, hay cabrones que nos exigen que no desperdiciemos nuestra vida porque se nos va la vida. ¡Qué tontos! A veces me dan ganas de decirles que se ocupen ellos de sus vidas. El otro día leí en el Facebook una frase que decía, más o menos, que cuando me llegue mi muerte soy yo el que moriré, así que debo vivir mi vida a mi antojo.
Querido Jorge, se nos va la vida, porque así es la ley de la vida. Y si ya no tenemos el tiempo generoso que teníamos cuando estudiábamos el bachillerato, cuando podíamos sentarnos en una banca del parque a mirar el paso de las muchachas bonitas, mientras platicábamos de cómo iba a ser nuestro futuro, debemos procurar una pausa en el camino. Se nos va la vida, por lo mismo no podemos dedicarla a “cosas trascendentes”; como se nos va la vida debemos aprovechar los instantes en vivirla a través de las cosas más insignificantes. Debemos procurar ir al campo a mirar cómo crecen las margaritas; debemos sentarnos en una banca del parque sin hacer más que alargar las piernas, colocar las manos detrás de la nuca y mirar a las muchachas bonitas. Me chocan las mamás respingonas que me quedan viendo con cara de la Diosa Coyolxauhqui cuando me atrapan in fraganti viendo las tetitas de sus hijas. Me ven como si yo fuese la encarnación del Marqués de Sade. ¿Cómo decirle a esas nobles señoras que ellas también fueron jóvenes y antes de salir de su casa, con sus dos manos, se subieron las tetas para que aparecieran más sobre el escote y que ahora ya no pueden hacerlo porque también, ni modos, la vida se les va y ahora sus pechos que un día fueron hermosos ahora son como olvidadas redes de canchas de tenis? ¿Cómo decirles a esas señoras que a mí se me va la vida y que ahora disfruto de las cosas sencillas de la vida y que una de ellas es ver, en el parque de Comitán, a las muchachas bonitas sin molestarlas, verlas con la misma emoción con que veíamos el sol de las seis de la tarde allá en tu rancho, mientras platicábamos los sucesos del día, las hierras, las palomas asadas en el anafre, las cervezas bien frías de la una, las competencias en la poza (bueno, bueno, la competencia de ustedes que sabían nadar).
Se nos va la vida, querido amigo, ahora ya no tiene la potencia del chorro, es apenas un hilo de agua. Por ello no podemos malgastarla en las grandes acciones ni en los grandes proyectos. Ahora debemos concentrarnos en la cosa sencilla, en apreciar los atardeceres, en una buena taza de té, en una charla agradable y en mirar a las muchachas bonitas que pasean en el parque central y bajan a la fuente, sin pensar que un día estarán igual que nosotros. Por ello, porque ahora tienen la bendición de la juventud y la bendición de sus pechos altivos, no puedo hacer caso a quienes me demandan hacer cosas trascendentes ni hacer caso a las miradas de las madres que me condenan. Se me va la vida y debo aprovecharla en cosas sencillas: aceptar la mano generosa de Dios que siempre me bendice a través del aire de este pueblo que pareciera dispuesto a satisfacer mis más íntimos deseos.
Se nos va la vida, querido Jorge. ¡La vivamos sin medida! Sin pensar que un día ya no habrá más vida. La vivamos con la intensidad con que la vivimos aquellos días en que íbamos a tu rancho y vivíamos sin pensar en estos días de hoy.

lunes, 26 de enero de 2015

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE HAY UN ÁRBOL A MITAD DEL PARQUE




La fotografía es de Víctor Hugo Roblero. Él es amigo de José Antonio Melgar y, entiendo, radica en Motozintla. Una mañana estuvo en Comitán y tomó esta foto sensacional. Una foto insólita, enredada en imágenes no comunes.
No sé cuánto tiempo lleva Víctor Hugo tomando fotografías, pero ésta es una foto que dice mucho y creo que la intención de todo creador es decir algo, poner un objeto en la mano del hombre para que su corazón sienta el vértigo del asombro. El creador aspira a remover el agua estancada del espíritu. No tiene que ser necesariamente a través de algo bonito, bien puede ser algo grotesco pero que aluda a la imperfección del mundo y del hombre.
En el primer plano vemos dos cubos que sostienen, respectivamente, un árbol con jaulas y una jaula donde está atrapado un pájaro sin alas, sin canto, sin vida. El árbol sostiene una serie de jaulas, breves, como breves los sueños de los que permanecen adentro de jaulas. Estas jaulas están vacías, apenas tenían alpiste en sus charolas, por si algún pájaro despistado, con la tentación del grano, entraba a la jaula y sentía, cuando menos por un instante, la levedad del que está preso. Pero ¡no!, ningún pájaro se atrevió porque, en Comitán, al menos, las aves saben que el cielo es la casa más preciada, el sueño inventado. Si no que lo diga este cielo que aparece al fondo, un cielo que semeja una placenta que protege ese pichito sagrado que se llama Comitán. Esta instalación pretendía decir que jamás debemos encerrar los sueños.
El trío que está cerca de las gradas no advierte esos cubos. No advierten que, como si fuese un museo, ahí hay algo que alimenta la imaginación. ¿Para qué esos cubos con esas jaulas? Por lo regular, esta parte del parque sirve para el caminar apresurado; apenas es como un pasillo para llegar a otra parte. Los espacios públicos, casi siempre, sirven para ir de uno a otro lado. Apenas alguien se detiene, como este trío, para el saludo, para saber cómo están los otros en casa. Pero, a veces, por el prodigio del sueño, una mañana amanecen cubos a mitad del corredor. Cubos que sostienen jaulas, jaulas que encierran sueños. Y esa mañana, Víctor Hugo (¡ah, qué nombre tan lleno de historia y de talento!) miró a través de su cámara y volvió eterno el instante. Ahí está lo que ahora ya no está, lo que fue apenas un juego para la imaginación. Si Víctor Hugo no hubiese tenido la sensibilidad que sin duda posee, esta imagen no sería lo que es: un acicate para la reflexión y para la nostalgia.
Las jaulas, por esencia y vocación, son objetos que sirven para el encierro. Acá, en Comitán, las jaulas del parque no encerraban más que la posibilidad del vuelo. En el primer cubo, las jaulas pendían de un hermoso árbol hecho con nervios de metal, cuyas raíces estaban por encima de la superficie. Esas jaulas estaban vacías, con las puertas abiertas para que las aves se posaran tranquilas y comieran del alpiste regado en las bandejas, pero ningún pájaro se posó, todos volaron por encima de ellas. Ya se dijo, en Comitán el aire es el alimento de las aves y nadie, ave o humano, deja de volar por la mera posibilidad de la tentación.
En el otro cubo se advierte un enorme pájaro de metal. Él sí está encerrado, porque es como aquel mítico caballo de Troya que aparece descrito en La Eneida, de Virgilio. En el interior de esa escultura está todo un ejército dispuesto al combate. Acá, en este pájaro de Troya, hay una advertencia que está cercana a la idea de ciudad que tiene Florencia: el arte y la posibilidad de sueño deben salir al lugar donde los hombres y mujeres caminan y sueñan.
Víctor Hugo supo que esta imagen con festones y burbujas de aire era un feliz pretexto para nombrar a Comitán y la tomó como se toma un vaso de agua de temperante o se come una paleta de chimbo. Algún día las organizaciones de hombres de buena fe (los artistas verdaderos) tomarán por asalto las plazas y evitarán que las otras organizaciones llenen de caca el corazón de las ciudades. Que todo sea una fiesta, como en Florencia, donde a cada paso que da el caminante se topa con un objeto que refuerza su corazón y su sonrisa.

domingo, 25 de enero de 2015

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE ESTÁ UN CANÍBAL




Un alumno me preguntó cómo se decía: “neva o nieva”. Le respondí de inmediato: “Nieva”. En prepa, el maestro Víctor Manuel nos enseñó un método nemotécnico sencillo: relacionar una cosa con otra para no olvidarla jamás. Para tener la certeza de que se dice nieva relacioné la palabra con el apellido de mi amigo Humberto.
Tenía diez u once años cuando don Ángel Nieva, empleado de la Secretaría de Gobernación, nos llevó en un jeep a la frontera con Guatemala (La línea). ¿Por qué don Ángel nos llevó? Mi tía Emelina trabajaba en la Secretaría de Gobernación en la Ciudad de México, así que don Ángel le brindaba atención a quien era un mando superior. La vez que recuerdo fuimos mi tía, mi mamá y yo. Don Ángel ya había pasado la “Nariz del diablo” (una curva muy pronunciada y peligrosa donde se habían ido al desfiladero varios automovilistas) cuando en algo como una cañada pequeña, a mitad de la carretera apareció un venado. ¡Un venado!, gritó mi tía. El animal, no sé si por el grito de mi tía o ante el ruido del motor del jeep trató de subir por una pendiente pronunciada. ¡Saque su pistola y mátelo!, gritó mi tía. Don Ángel había detenido el jeep y, en medio de la confusión y el asombro de tener enfrente a ese hermoso animal, trataba inútilmente de sacar la pistola que llevaba en la funda. Mi mamá con media cabeza afuera de la ventanilla movía la mano como si quisiera ayudar al animal a subir o para que no corriera en sentido contrario; mi tía gritaba, don Ángel luchaba con el broche de la funda y yo, nervioso, con las manos apoyadas en el respaldo del asiento delantero, veía cómo el animal insistía con sus patas flacas, en apariencia débiles, subir por la cuesta. Cansado de insistir volvió la cabeza hacia donde estábamos, hacia donde don Ángel ya sacaba la mano izquierda por la ventanilla y apuntaba al animal, hacia donde mi tía insistía en su grito ¡mátelo, mátelo!, hacia donde yo rogaba a Dios que el animal viera que había más rutas de escape: le quedaba la carretera hacia abajo o el desfiladero por donde, sin duda, había subido. Y por esos prodigios divinos, antes de que don Ángel soltara el disparo, el animal se echó a correr en sentido contrario y bajó con la velocidad “de un venado” y desapareció entre los árboles y el monte. Se nos fue, dijo don Ángel. Mi tía estaba en un estado pleno de excitación y ya estaba a punto del llanto (sólo volvería a verla en ese estado la tarde en que estábamos sentados en el corredor de la casa del balneario de aguas termales de El Carmelito y cientos de murciélagos comenzaron a salir por dos huecos que había en la techumbre de madera y tejas. A mi papá, en esta ocasión, le ganó la risa y mientras mi tía, ya histérica, gritaba y levantaba las piernas como si en lugar de murciélagos fueran ratones, él no paraba de reír.) Cuando la emoción del momento terminó, mi tía comenzó a llorar y, cosa inexplicable, dijo: ¡Qué hermoso animal, qué hermoso! Nunca entendí por qué en automático, al verlo, pidió que don Ángel sacara la pistola y matara ese ejemplar que definió como hermoso. Era un venado con una cornamenta como de columnas griegas. El momento más sublime fue cuando nos vio, segundos antes que corriera hacia el monte. Sus orejas simétricas eran como dos palmas que nos saludaran desde el territorio del miedo. Mi mamá, don Ángel y mi tía terminaron con las frentes llenas de sudor, los rostros iluminados por el calor de la sangre intensa. Yo, también iluminado por la presencia de lo que mi tía había definido como un hermoso animal. Jamás había estado tan cerca de un venado, jamás había visto un venado vivo, tan cerca de mí, y en esa situación, situación que era la del animal perseguido. Era un macho, de eso estoy seguro, un animal salido de la tierra caliente, de la tierra donde muchos cazadores comitecos iban a buscarlos.
Siempre que venía mi tía de vacaciones, don Ángel le brindaba la atención. Mi tía acostumbraba pasar al “otro lado” a comprar vajillas japonesas. El regreso era terso, porque don Ángel pasaba por el puesto de revisión como Pedro por su casa y mi tía no se preocupaba por la “fayuca” que llevaba.
Cuando alguien me pregunta cómo se dice: neva o nieva, no dudo, digo nieva, porque aprendí el recurso memorístico de relacionar un concepto con otro y siempre relaciono el fenómeno natural con el apellido de mi amigo Humberto.

sábado, 24 de enero de 2015

CARTA A MARIANA, DONDE SE MENCIONA A ÓSCAR BONIFAZ (parte I)



Con un respetuoso abrazo a la familia Villegas Torres,
Por la ausencia física del Licenciado Julio.



Querida Mariana: mi memoria es como pichancha, pero a veces escarbo en mi cerebro y encuentro algunos hallazgos. Una de los hallazgos de mi cielo es Óscar Bonifaz, quien, a fines del año pasado, recibió el Premio Chiapas.
Vos sabés que radiqué en Puebla, del 2000 al 2007. Allá, mis hijos y yo tuvimos una pequeña imprenta. Mi vida (ahora lo veo) ha estado siempre marcada por el papel. Esto no es poca cosa. En la primaria tuve un amigo que, al terminar el sexto grado, me dijo que ya no seguiría estudiando. ¿Qué haría? Dijo que su papá había hablado con un compadre suyo y que entraría como aprendiz de mecánico. Ahora que lo evoco pienso que su vida ha estado regida por la grasa de motores y por la gasolina para lavar el carburador. A veces no pensamos en ello, pero los objetos que nos rodean son los que definen nuestra vocación. En mi infancia estuve rodeado de botellas de vidrio, porque mi papá era distribuidor, acá en Comitán, de la Coca Cola y de la cerveza Carta Blanca. De niño jugué en medio de pasillos donde se levantaban torres de cuatro o cinco cajas llenas de envases. Tal vez por esto, en algún tiempo de mi vida (un tiempo largo, desde los dieciocho hasta los cuarenta y tres) jugué con botellas de cristal sobre los tableros metálicos de las cantinas. ¿Y el papel? Ah, bueno, igual que mi amigo mecánico, yo crecí entre los papeles que los niños y niñas jugamos en las escuelas. La educación pretende afirmar en nosotros la idea de que el papel no es malo como un camino para la vocación (no hablo del papel higiénico).
¿Cuándo fue la primera vez que hablé con el maestro Óscar? (Maestroscar, que le dice Juan Carlos Gómez Aranda). Fue en la preparatoria. Ya te conté que cuando terminé la secundaria en el Colegio Mariano N. Ruiz, mi papá (oriundo de San Cristóbal de Las Casas) me sugirió que fuera a estudiar el bachillerato a su ciudad natal. Yo, con la promesa de la aventura; yo, que soy hijo único y que siempre estuve cuidado por mis papás, pensé que era una buena oportunidad de caminar solo por las calles de Dios. Dije que sí. Allá viví en casa de mi padrino Ramiro Ramos Ruiz, quien era el propietario de un supermercado que tenía las tres erres como nombre. Cuando algún ambientalista, ahora, me habla de la Regla de las Tres Erres: Reducir, Reutilizar y Reciclar, pienso en San Cristóbal y en esas mañanas que sacaba las latas de chícharos de las cajas de cartón, las limpiaba y las colocaba en los anaqueles del súper y reduzco mi nostalgia, reutilizo mi emoción y reciclo las historias. Creo que cuando hago esto último me siento como cenzontle.
¿Cuánto tiempo estuve en la Prepa de San Cristóbal? Poco tiempo, no recuerdo bien, pero debieron ser dos o tres meses, no más. Me inscribí en la Nocturna, porque en la diurna ya no había cupo. Mis compañeros fueron gente mayor, gente trabajadora. Uno de ellos ya era tan grande que para paliar el frío de aquella ciudad, a las ocho y media de la noche, popoteaba una botellita que llevaba adentro de la chamarra. En esa botellita tenía un preparado con aguardiente. Mientras el maestro escribía sobre el pizarrón, mi compañero (bien podría decir: el teporochito) acercaba su boca al cuello de la chamarra y chupaba el popote que tenía integrado. Siempre estaba colorado, siempre calientito, siempre con olor a alcohol. Los maestros nunca le decían algo. Él jamás, tampoco, decía algo, se concretaba a copiar y a escuchar lo que los maestros decían al frente. Mientras estuve en clase nunca un maestro lo pasó al pizarrón. Lo dejaban estar y él se dejaba estar, siempre “en el agua”, sin ofender, sin participar.
Conocí al maestro Óscar cuando regresé a Comitán; cuando abandoné la prepa de San Cristóbal. Poco a poco (ay, tenía que ser) comencé a añorar a mis papás, a mi casa, a mis amigos y a mi Comitán. Una tarde, mi papá llegó a San Cristóbal a verme, pero antes pasó a saludar a su compadre Fernando y con él se reventó algunos alipuses; cuando llegó a verme ya se columpiaba como barco. Aproveché que estaba medio bolo. Cuando me preguntó cómo me encontraba me solté a llorar, lo abracé y le pedí (con toda mi alma) que me permitiera regresar a Comitán. Mi papá (quien también me extrañaba horrores) dijo que sí y al día siguiente agradecimos a mi padrino su generosidad y “volamos” para el pueblo. Ah, qué emoción regresar a mi querencia. Ya en casa fuimos a ver al Doctor Elías Macal, Director de la Prepa de Comitán y él, igual de generoso, dijo que haría un huequito para que yo fuera recibido. Ahí conocí a Óscar Bonifaz. Ese año no me dio clases, pero lo miraba caminar de un lado a otro por los pasillos de la vetusta escuela. Ahora que lo recuerdo puedo decir que caminaba con la misma energía con que lo hace ahora (a veces, en estos tiempos, lo veo caminar por las calles de Comitán, con un paso un poco cansado, como si arrastrara los pies; pero días después lo veo con el mismo caminar diligente de siempre. No digo nada novedoso si repito lo que muchos de sus ex alumnos exclaman cuando lo saludan: sigue igual y los que ya envejecieron son sus ex alumnos. ¿Cuál es el secreto de su eterna juventud?)
Ignacio López Tarso protagonizó, en los años sesenta, una película que se llama “El hombre de papel”. Apenas tengo hilos de memoria de la vez que la vi en el Cine Comitán. En la penumbra de mis recuerdos alcanzo a ver a López Tarso pepenando papeles viejos. En la vida, también, hay hombres de papel. Mi amigo de la primaria es un hombre de grasa de motor. La Carmita, quien desde niña hacía vestiditos para sus muñecas y que ahora sigue siendo costurera, puede decirse que es una mujer de telas (por favor, mi niña, no vayás a alburear con las telas poncho). Los hombres y mujeres estamos hechos un poco por el oficio que ejercemos. ¿Qué puede decirse de las mujeres que han dedicado su vida a la cocina y a los menjurjes y a las esencias y a los chiles anchos y a los chiles secos? ¿Puede decirse que son mujeres de chile y de pan? (Sin albur, sin albur, por favor). Óscar Bonifaz, igual que López Tarso, es ¡un hombre de papel! Lo he visto, desde que lo conozco, pepenando palabras para colgarlas en su traje de papel estraza, de papel estrellas, de papel universo.
Un día, en la prepa, a Óscar Bonifaz lo tuve de maestro. Fue en el tercer año de Bachillerato. Él impartía la materia de Literatura. Ya te he contado cómo, hasta la fecha y a pesar de mi memoria de cáñamo podrido, recuerdo los versos que venían en la portada del texto que llevábamos en su materia: “Nocturna, mas no funesta, / de noche mi pluma escribe; / pues para dar alabanzas, / hora de Laudes elige”. ¿Por qué sé de memoria estos versos que conocí en el año de 1974? Me sorprendo, porque, a veces, olvido la dirección de mi casa y no sé el número de mi teléfono celular; a veces, olvido los nombres de mis compañeros de trabajo y, con mucha frecuencia, trato de pepenar los nombres de alumnos o compañeros de escuela. Soy un desmemoriado. Sin embargo, estos versos están como tatuados en mi mente y en mi corazón. Son versos de Sor Juana Inés de la Cruz, son versos que el maestro nos leía en clase. ¿Qué me significó que Bonifaz me diera clases en la prepa? ¡Nada! En ese momento nada especial. Apenas recuerdo su imagen al frente; tal vez recuerdo alguna anécdota contada por él y el brote de risa de todos sus alumnos; tal vez recuerdo cómo levantaba la mano para decir que un alumno o alumna se pusiera de pie y leyera en voz alta (lo que sí recuerdo de manera vívida era el tartamudeo de varios de mis compañeros a la hora de la lectura. Ah, cómo me enfadaba. Porque, ya en ese entonces, yo no era mal lector). ¿Cómo leía el maestro? No lo recuerdo. Tal vez no era un Carlos Fuentes, quien fue un excelente lector de su obra y de la obra de otros. Cuando Bonifaz fue mi maestro en la prepa yo no sabía que él era escritor. Para ese tiempo, ya lo dije, yo era ya un buen lector. Semana a semana compraba libros en la Proveedora Cultural. Mi tía Emelina, cuando venía a Comitán desde la ciudad de México, me traía libros de regalo. Ella comenzó, con tal acto, a sembrarme alas de papel. Ahora, que lo veo a distancia comprendo que también algunos maestros hicieron esa labor. En ese tiempo mis intereses eran otros. Tanto que cuando debí elegir una materia optativa entre fotografía, pintura o teatro elegí pintura. Debí, ahora lo sé, elegir teatro, porque el teatro es un arte íntimamente ligado con la palabra, con la literatura. ¿Quiénes ayudaron a fortalecer mi traje hecho de papel sin rayas? Recuerdo al Maestro Beto, en el tercero de primaria, en la Matías de Córdova, a la hora que nos leía la historia de Chiapas en un breve libro que tenía el título de “Los cuentos del abuelo”, de Ángel M. Corzo. (Continuará).

viernes, 23 de enero de 2015

PARA LOS QUE CAMBIAN LOS DOMINGOS POR VIERNES




Sucede, no con frecuencia, pero en ocasiones. Un hombre, apurado, sube al colectivo, coloca su portafolio sobre sus muslos y termina de hacerse el nudo de la corbata, mira por la ventana, mira a gente apresurada, igual que él, y mueve la muñeca del brazo para checar la hora. ¡Es tardísimo! Baja, corre y encuentra cerrada la puerta del edificio. ¿Castigo? No, sale don Ausencio, con la bufanda enredada al cuello, lo saluda con afecto: Buenos días, Licenciado, y luego le indica, con una sonrisa, que no debe preocuparse: ¡es domingo! A veces se trastoca el tiempo.
Hermisendo no se confundió. Un día decidió que el sábado sería jueves, por lo tanto convirtió al domingo en viernes. Cuando sus compañeros de trabajo metían en el portafolio el tuperware donde llevaban el sándwich que preparaban las esposas muy de mañana y acomodaban los folders con revisiones pendientes y, felices, con la cara de payasos de circo sin animales, gritaban: ¡por fin es viernes!, y hacían planes para la noche, él -el buen Hermisendo- metía sus cosas con desgano porque sabía que al otro día debía volver al trabajo porque ese día apenas era miércoles.
Como Hermisendo laboraba en el área contable y siempre tenía a tiempo los reportes, don Emiliano, su jefe, no protestó por el irregular y atípico comportamiento del viejo Hermisendo. Pensó que era un simple juego. A veces, los viejos necesitan modificar tantito la rutina para dejar de sentirse muebles olvidados en esquinas de cuartos, llenos de polilla.
Como el viejo vivía solo tampoco afectó en lo mínimo la rutina de alguien cercano. El viejo se levantaba muy temprano el día domingo (viernes), mientras escuchaba los rumores sutiles de los demás departamentos en donde permanecían apagadas las luces que entre semana alborotaban como luciérnagas en discoteca. Se levantaba muy temprano y después de bañarse se llenaba la cara de espuma de jabón y se rasuraba. Cantaba, muy bajito, “Por fin es viernes, por fin es viernes”. Lo hacía en forma callada, porque sabía que el mundo vivía en domingo.
El viejo nunca perdió la conciencia que sólo él había modificado la rutina. Se anuda la corbata, revisaba, frente al espejo, que su traje estuviese impecable, tomaba el portafolio, echaba doble llave a la puerta del pasillo exterior y salía silbando y bajando las gradas de dos en dos. Subía al colectivo y, mientras los demás pasajeros (una señora que iba a misa de siete y un viejo con barba y hedor a alcohol) mostraban unas caras de San Sebastián zaherido con cien lancetas, él silbaba por lo bajito, silbaba una canción alegre que, traducida, decía: “¡Por fin es viernes!”.
Llegaba a la oficina, don Eugenio, el velador, le abría, daba las buenas noches (todavía somnoliento), dejaba que el viejo Hermisendo entrara, volvía a echar llave, se cubría con la colcha a cuadros que le llegaba hasta los tobillos y a la hora que regresa a su catre (colocado detrás de la barra de recepción) decía, entre dientes: “Pinche viejo loco”, y volvía a intentar conciliar el sueño.
Don Hermisendo laboraba como cualquier día hábil, pero lo hacía con un gusto de saber que ¡por fin era viernes!, con el placer del que sabe que, en pocas horas, levantará las hojas de reportes, las colocará sobre el contenedor de pendientes y saldrá a la calle dispuesto a gozar de la noche de viernes y realizar pequeños trabajos de jardinería el sábado; laboraban con el gusto del que sabe que pronto será domingo y mirará los partidos de fútbol en compañía de amigos, esposa e hijos y prepararán carne asada en el jardín y tomarán dos cervezas y más tarde se sentarán en poltronas, mientras lamentan que al otro día será lunes y volverán al regreso. A las cuatro de la tarde, don Hermisendo levantaba las hojas regadas por todo el escritorio, las colocaba en el contenedor de los pendientes y silbando, bajito, la tonada de ¡por fin es viernes!, bajaba y se despedía de don Eugenio, quien, ya sólo por joder, le decía: que tenga buen fin de semana, Contador.
El viejo llegaba a su casa, prendía la luz de la cocina (que siempre estaba en oscuras, porque alguien había tapiado la ventana que daba a un cubo de luz), calentaba un poco de café y se sentaba a la mesa del comedor, que siempre estaba oscuro, porque alguien había tapiado la ventana que, de igual manera, daba al cubo de luz del edificio. Tomaba un pedazo de pan (a veces duro) con los dedos de la mano derecha en forma de manopla y lo metía adentro del café, una y otra vez, hasta que consideraba que ya estaba lo suficientemente blando, entonces agachaba la cabeza, abría la boca (con cuidado para que no se despegara su dentadura postiza) y, más que morder, chupaba el pan húmedo, dejaba que el sabor inundara su boca y su alma, y pensaba que estaba alegre porque, por fin era viernes. Al día siguiente se levantaría tarde y pensaría que, a pesar de no contar con jardín, podría hacer pequeños trabajos de jardinería y, ¡lo mejor!, al otro día (mientras todo mundo trabajaba), a pesar de que no tenía jardín, ni amigos, ni esposa, ni hijos, ni nietos, ni yernos ni nueras, podría salir al jardín a preparar una carne asada para ver el partido de fútbol en la televisión.

lunes, 19 de enero de 2015

POR EL RÍO SENA




En su discurso de recepción del Premio Chiapas, el Doctor Heberto Morales Constantino dijo que se hizo el propósito de escribir “solamente sobre Chiapas” aunque ello condenara a su obra a “no pasar una brazada más allá de las fronteras” del estado. Así como hay obras literarias que trascienden fronteras, hay espacios que tienen aprecio en lugares distantes. Digo esto, porque hoy en la mañana (no sé por qué) pensé en el río Grande, de Comitán. Este nombre no tiene referencia alguna para gente que vive en Guatemala, por ejemplo; sin embargo, si menciono el río Sena, medio mundo, de inmediato, acciona su chip y éste toca el corazón del hombre.
Hay ríos cuyas aguas (virtuales) inundan las mentes de miles y miles de personas, cuando ven una fotografía. Son ríos de gran importancia no sólo para el entorno sino para el colectivo en general. No sé, no puedo imaginar cómo será el Sena, pero sí veo cómo es nuestro río Grande. El otro día me bajé del auto y caminé varios metros por la orilla del río Grande, la que corresponde a la vera de La Ciénega. Vi, asombrado, que hay viveros donde cultivan jitomates (como lo hacen en El Triunfo) y mi acompañante dijo que eso provocaría más contaminación por gramoxone. Se sabe que los cultivadores le agregan esos químicos que contaminarán más el agua del río. ¿Qué se puede hacer? Los expertos dijeron que nada. Y, como dicen los clásicos, ahora ya ni siquiera está vivo El chapulín Colorado, para salvarnos.
No sé cómo sean las aguas del Sena. Ya no hay ríos de aguas cristalinas, intocadas por la imprudencia del hombre, pero no creo que sus aguas estén tan contaminadas como están las del río Grande, de Comitán. Algo estamos haciendo mal y propiciando la degradación de nuestro entorno, de nuestra casa. No nos damos cuenta que es como levantar la cara y aventar un escupitajo, la saliva cae a nuestro propio rostro.
En el trayecto del río Sena hay una isla que, en francés, se llama Ile de Puteaux. Ay, ay. Acá en Comitán, en nuestro río hay manchones como islotes y uno de éstos bien puede llamarse Islote de la puteaux (cada lector puede hacer la traducción más cercana a nuestra realidad).
La ventaja del Sena es que, cuando menos, sus orillas son como pétalos de una rosa. Veo parejas que caminan, tomados de la mano, mientras el sol derrama oro sobre el agua. El Sena es ancho como la esperanza y largo como el deseo. El río Grande, de Comitán, es largo como una cadena perpetua y ancho como un hilo. No hay comparación. Históricamente, el Sena está vinculado al espíritu del hombre. ¿Cuántas historias están relacionadas con esas aguas? ¿Cuántas películas tienen como escenario esa aorta? ¿Cuántas novelas famosas? ¿Y el río nuestro, el Grande? ¡Ay, prenda! Nuestro río sólo toca los corazones de la gente de este entorno. Pero, ahí está la reflexión: el Sena es un río importante para el mundo; no obstante, nuestro río, tilibrís, apenas gusano entelerido, es más importante que el Sena para quienes vivimos acá.
¿Cómo cuidar nuestro río? ¿Cómo evitar que se llene de mierda y recupere su transparencia de espejo de sirvienta en día domingo?
El Sena tiene puentes proverbiales, puentes que son referente para el espíritu. Esos puentes fabulosos son como hilos amarrados al dedo que nos recuerdan que París es la rama más tenue de este árbol maravilloso que se llama mundo. ¿Y nuestro río? ¿Rama de qué árbol?
En París, los muchachos se sientan en la rive droite (margen derecha) y ven pasar los barcos atascados de turistas. ¿Y en nuestro río? ¿Qué vemos pasar? ¿Qué es eso pequeño, maloliente, con forma de cerote, que se traba en medio de los lirios?
Nuestro río conlleva la sentencia del doctor Heberto, es un río cuyo nombre está condenado a no pasar una brazada más allá de las fronteras. Es un río que nunca será tan famoso como sí lo es el río Sena. Treinta y cinco puentes cruzan el Sena. Ah, el mítico Pont des Arts que se menciona en las páginas de Rayuela, de Cortázar. ¿Cuántos puentes cruzan nuestro río? ¿Tiene nombres? No, no los tiene, porque se nos hacen puentes mínimos, casi despreciables.
Hay ríos cuyas aguas están condenadas a ser como flor marchita y ríos cuyas aguas son el espejo del cielo. Hay ríos que están condenados a estar muy lejos de nuestras manos y ríos cuyas aguas nos sirven para lavar las piedras que cargamos.

domingo, 18 de enero de 2015

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DE LA PARED DE UN BAÑO




El baño es pequeño. La casa es antigua, del siglo pasado. El hombre que se para frente a la taza para orinar mira lo que acá se ve: una mancha causada por la humedad. Se alcanza a ver la división entre la pared (blanca) y el zoclo de azulejos; estos mosaicos son de fabricación comiteca. Sus diseños son sencillos, casi simples: formas geométricas matizadas en tonos azules, verdes y blancos. Esa línea del horizonte divide el territorio del Sur (“azulejado”) y el territorio del Norte (“emparedado”).
Los baños son los espacios más húmedos de las casas. Ahí todo tiene que ver con el agua, por esto las paredes se humedecen. Los baños más antiguos no tenían problemas de humedad porque estaban instalados a mitad del patio o en el sitio. El aire fluía de manera libre, sin algún impedimento; el aire volaba como pato. Esto permitía que las tablas de madera (con que estaba hecho el baño) no se humedecieran; al mismo tiempo impedía, también, que las nalgas de los usuarios tuvieran hongos. El aire vivifica y evita que la humedad carcoma el espíritu de los espacios. Pero vientos de modernidad llegaron a Comitán y alguien dijo que los baños debían estar integrados a las casas, era un problema que alguien con urgencia tuviese que salir a las dos de la madrugada, con un quinqué, cubierto con una chamarra que protegiera la cabeza, caminar por el sitio para llegar al sanitario, porque estaba flojo del estómago. Así, el baño se integró al conjunto de la casa. Con ello se logró que para ir al “común” no hubiera necesidad de salir al exterior, pero el baño (en penumbras) acumuló hongos, porque las paredes, como muchacha adolescente, se cubrieron de humedades.
El baño que acá se muestra es de esos tiempos. El techo es de vigas de madera apolilladas y las paredes están llenas de manchas húmedas. La muchacha que entra apresurada porque ya le ganan las ganas de hacer pis no alcanza a ver esta mancha, ella se baja el pantalón y la pantaleta, de manera apresurada, se sienta y hace lo que tiene qué hacer. El ¡ah!, de satisfacción, lo hace mientras está sentada (habrá que decir que como es un sanitario antiguo, la taza está descuidada y no tiene aro protector).
Pero, a diferencia de la muchacha, cuando el muchacho entra a este baño porque ya le gana las ganas, se para frente a la taza, baja el cierre de su pantalón, saca lo que tiene que sacar y suelta el chorro. Suelta el ¡ah!, de satisfacción, frente a la pared. En cuanto termina la urgencia deja que el chorro siga fluyendo y, entonces, mira al frente y se topa con lo que acá se muestra: ¡una mancha prodigiosa! Mancha húmeda hecha por la naturaleza, por el tiempo, y el orinón, como si estuviese frente a una pared de museo, comienza a hacer una lectura y juega a encontrarle forma a esta forma informe. Y así, este baño triste se convierte en una ventana llena de alegría. Es tan sugerente la mancha que el muchacho la sigue viendo aun cuando ya terminó de hacer pis. La primera imagen que se le aparece es la de un árbol que se inclina frente al río, un río de leche que se desparrama sobre el vaso de la presa cuyo límite está contenido por esos mosaicos. Pero, una vez agotada la primera imagen aparecen más propuestas y esta simple mancha se convierte en el pájaro blanco (mezcla de búho con chinchibul) que se abre paso entre la mancha oscura que atrapa toda la luz con sus patas de cucaracha. Vean cómo las hojas secas y pálidas son poco a poco tragadas por esa mancha voraz.
Entre amigos se dice: “Más de tres sacudidas ya es chaqueta”, por eso el muchacho que hizo pis ya guarda lo que tiene que guardar, sube el cierre y sale. Sale ya tranquilo, porque las ganas de orinar lo mortificaban y debió entrar a ese baño sucio y maloliente con el pago de cuatro pesos. Ahora ya camina sin apuros, camina sosegado en una banqueta llena de luz y de sol. Pero, tal vez, ya nunca olvidará la mancha de esa pared, ni ese árbol que parecía moverse con el aire a mitad del desierto. Hay baños limpios, pulcros, impolutos; baños a los que da gusto entrar, pero estos baños, en su inmaculada belleza, no poseen la magia de esos baños asquerosos donde las manchas hablan de que la vida también es lo otro, el prodigio de la herrumbre; es decir, la luz en medio de la sombra o lo contrario: la sombra en medio de la luz.

sábado, 17 de enero de 2015

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO LOS PECES SUEÑAN




Querida Mariana: ¿se vale definir a una calle diciendo que en los extremos tiene esquinas? Las calles son el espacio que contiene a toda clase de personas. En el Club Campestre sólo entran los socios. El otro día fui y entré. Entré hasta cierto límite, porque luego luego apareció un señor que preguntó qué quería. Nada, dije, sólo estoy viendo. Él puso la cara de “a ver a su casa”. Hay espacios que son privados. La calle es hermosa porque permite el paso de todos, desde el delincuente hasta la monja más casta.
Las calles las debemos cuidar, porque es como cuidar nuestra libertad, el espacio por donde todo mundo camina. A veces nos enojamos cuando algún grupo (ah, las organizaciones que tanto lamenta la mayoría de gente de bien) se adueña temporalmente de algún espacio que, por derecho natural, le corresponde al pueblo.
A mí me gustan las calles. Cuando, por alguna razón, alguien cierra una calle (un camión saca escombro, hay un muerto en la cuadra, colocan una mesa y celebran un cumpleaños) me gusta caminar por la mitad. Recuerdo de niño las visitas esporádicas del gobernador en turno. Las fachadas de las casas se adornaban con festones de juncia y banderas de papel de china y la gente salía a aplaudir al gobernador y a sus acompañantes. Los personajes caminaban a la mitad de la calle. En esa fecha relacioné que el poder consistía en caminar por la mitad de la calle, el lugar que, por derecho establecido, le correspondía a los carros. Por ello, cuando el diez de febrero, en el barrio de la Pilita Seca, la gente saca las sillas y mesas después de la entrada de flores y cierra la calle, a mí me gusta caminar por la mitad. No es el mero gusto de sentir el poder, sino la posibilidad de ver las fachadas y el cielo desde otro punto de vista. En condiciones normales es muy difícil caminar a la mitad de la calle, uno se arriesga a ser atropellado. Cuando viene el gobernador actual algunas personas se molestan porque se cierran calles. Yo no me enojo. Disfruto la posibilidad de caminar (por ejemplo) a mitad de la calle que va de Banamex al parque central. Ah, me encanta tardarme. Siento que recupero un espacio público que hemos cedido (por necesidad) al automóvil. Vuelvo a tener la sensación dulce que disfrutaba cuando caminaba por las calles empedradas de mi niñez; cuando el mayor peligro era ser atropellado por el burrito que cargaba los refrescos llamados gaseosas.
En ocasiones cometo excesos. Saco el libro que siempre llevo en la alacena posterior (guardado entre el pantalón y mi espalda) y leo algunas líneas mientras camino ¡a mitad de la calle! El otro día saqué el libro de poesía que llevaba y mientras mis pasos avanzaban con lentitud leí un fragmento de un poema de Ledo Ivo, enormísimo poeta brasileño: “No puedo admitir que los sueños / sean privilegio de las criaturas humanas. / Los peces también sueñan. / En el lago pantanoso, entre pestilencias / que aspiran a la densa dignidad de la vida, / sueñan con los ojos abiertos siempre.” Mientras leía a Ledo, mientras avanzaba de un banco hacia otro banco, del Banamex al BBVA (como si dijese: de una banca a otra banca, como si caminara en el parque) sentí que era como un barco bogando en el canal de Panamá. Miraba las dos banquetas, que eran como dos orillas, y las personas me miraban con atención, como si advirtieran que yo era un barco con dirección al mar. Hubo un instante que cerré el libro y, en voz baja, muy baja, como si cantara dije: “sueñan con los ojos abiertos siempre”, y supe que hay muchas personas que son iguales que los peces y sueñan con los ojos abiertos siempre. Yo estaba como en un sueño sacado de una película de Buñuel, porque caminaba a la mitad de la calle, de esa calle que, en días normales, está llena de autos y por donde la gente (esa gente que sueña como los peces) tiene que atravesar corriendo de una a otra orilla, con el riesgo de ser atropellado por un autobús. Porque, en días normales, la esquina de Banamex se atasca de autobuses que dificultan el libre tránsito.
Digo que debemos cuidar nuestras calles, porque ellas son como la extensión de nuestras casas, son como el patio donde la gente (toda) sale a tomar el sol o a disfrutar de la lluvia. Todo está a resguardo de la lluvia, menos la calle. Cuando llueve, la mayoría de personas busca un alero para evitar mojarse (yo, siempre. Sabés que a mí no me gusta mojarme). ¿Quién puede estar a resguardo a mitad de la calle? ¡Nadie! Las subidas y bajadas de nuestro pueblo le agregan un elemento adicional: las calles se convierten en ríos, casi cataratas. Allá por el rumbo de San Caralampio, por la casa de Tere (que está a mitad de la gran bajada) la calle se convierte en una hermosa sucursal del río Paraná. Ah, cómo baja el agua, baja como si fuese una ronda de niñas que juegan al tobogán. La calle, entonces, es el espacio donde el sol y la lluvia y el aire y el viento juegan en total libertad. A mitad de la calle, el sol extiende su mano generosa y asfixiante y llega el momento en que su caricia se convierte en una bofetada. De igual manera, cuando llueve, el agua se descuelga con la misma facilidad con que los aguacates maduros se sueltan de las ramas más altas.
Pero si hay algo de la calle que sea el elemento más seductor es ¡la esquina! ¿Alguien puede imaginar una calle sin esquinas? No existe tal cosa. La calle puede carecer de pavimento o de banqueta, pero no puede ser si no tiene esquinas. Por ello, la historia nos demuestra que las muchachas bonitas que venden su cuerpo y que en Comitán y en medio mundo se llaman putas prefieren estar en las esquinas más que en cualquier otro espacio de la calle. ¿Por qué? ¡Ah, muy sencillo! Porque la esquina permite “dar la vuelta o seguir de frente”. Cuando caminamos por una calle no tenemos más opción que caminar de frente o en retroceso. Quien camina a mitad de una calle y decide torcer hacia la izquierda o derecha no tiene más opción que entrar a una casa. En cambio, en la esquina, la persona se enfrenta a una disyuntiva: caminar derecho o doblar a la izquierda o a la derecha. Este simple movimiento es definitivo y definitorio, tanto a la hora de caminar por una simple calle como a la hora de definir la vocación y encarar el porvenir. Por ello, las putitas se paran en las esquinas (la literatura y el cine han creado el cliché de verlas fumando, con un bolso colgado al hombro). Si un cliente calenturiento se topara con una chica a mitad de la calle dudaría porque el acto de pagar por el acto sexual siempre implica doblar por un camino. Los delincuentes tienen la costumbre de huir y desaparecer doblando en las esquinas. De igual manera, todo amante que rompe con su pareja dobla en algún instante por una esquina.
Quien decidió que Comitán tuviera banquetas de laja no pensó en que trasgredía la principal virtud del espacio público: la libertad. Ahora es complejo caminar. Escucho con frecuencia la queja de amigas que calzan zapatillas. Dicen que es como si al equilibrista (que la tiene complicada al caminar sobre un alambre) de ribete le pusieran cera al alambre. La gente, a la hora que camina y se topa con una rampa de acceso para una cochera, debe bajar al arrollo con el peligro de ser arrollado (ah, qué pinche juego de palabras tan inútil).
Las calles son el espacio donde la gente se manifiesta. Los grandes movimientos culturales de la historia del mundo se han logrado en la calle. Es comprensible. La calle es el espacio donde la gente se reúne para vivir la vida. Cuando hay un guateque en una casa particular algunos colados logran entrar (estos colados se llamaban “chalequeros” en mis tiempos de estudiante). Los chalequeros no estaban invitados, se colaron como se cuelan los mexicanos en Estados Unidos. No son bienvenidos. En cambio, cuando el guateque es en un espacio público, un parque o una calle, todo mundo se siente invitado de honor, todo mundo ¡es invitado de honor!, porque la calle convoca a la alegría, a la pena, al coraje, al misterio (ah, si no que lo digan esas parejas que se esconden en cualquier entremetido y se besan y buscan estrellas en sus cuerpos. Ahí, escondidos de todos, pero a la vista de todos).

Posdata: a veces imagino el centro de Comitán cerrado para el tráfico vehicular; lo imagino peatonal; imagino a los niños, acompañados de sus papás, montados en sus triciclos, a mitad de la calle, como si fuesen dueños del mundo. Sólo lo imagino.
Los peces de Ledo sueñan con los ojos abiertos siempre. Ledo tiene razón, somos como peces. A veces, cuando caminamos por las calles de este pueblo, sentimos que estamos en una pecera donde el sol juega con el agua tibia del aire, del aire de Comitán.

viernes, 16 de enero de 2015

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE HAY DOS PÁJAROS SUSPENDIDOS EN EL AIRE




“Zapatito blanco, zapatito azul, dime cuántos años tienes tú”. Esta era la ronda que se escuchaba mientras dos adolescentes jugaban en el parque. Un parque desierto a esa hora, porque era muy temprano, hora en que la gente se prepara para ir a la escuela o a la oficina. Hora en que las mamás visten a sus hijos y los apuran para tomar un licuado; hora en que el sol apenas se despereza, abre los brazos en intento de activar su calor.
Era una imagen no común. Los adolescentes habían unido la punta de sus zapatos, estaban frente a frente y cantaban, como niños: “zapatito blanco, zapatito azul, dime cuántos años tienes tú”. Si alguien se hubiese acercado antes sabría que jugaban esta ronda porque hacían un juego memorioso acerca de los juegos infantiles que habían jugado en el jardín de niños. Recordaron que el juego del zapatito blanco y del zapatito azul consistía en pasar el dedo sobre todos los zapatos y al terminar la canción preguntar la edad. Uno de ellos, el de camisa azul a cuadros, recordó que este juego lo había jugado, ya mayor, ya adolescente, apenas unos días antes de esta mañana, con un grupo de amigos y amigas. Estaban en una sala, tomaban cervezas y todos se pararon, unieron las puntas de sus zapatos y cantaron: “zapatito blanco, zapatito azul, dime cuántos deseos tienes tú”. Y entonces, quien perdía decía su deseo más íntimo. Recuerda que Alicia, la muchacha bonita que estaba a su lado, en el instante que perdió volvió la mirada hacia donde él estaba y dijo que su deseo era besar al hombre de sus sueños. Rosa, ya media borracha, exigió, riéndose a carcajadas, que Alicia dijera el nombre del elegido, pero Alicia sólo sonrió mientras dijo: él sabe quién es y le guiñó un ojo. El muchacho supo que era él y pensó que era un milagro coincidir en sueños y deseos.
¿Qué otro juego habían jugado?, preguntó el de camisa roja. Iba a responderse cuando vio que su amigo le tocaba el hombro y le hacía una seña con el dedo para que hiciera silencio. Lo llevó hasta el poste y le señaló el lugar donde, como palomas levitando, dos pies jugaban en el aire. Los dos zapatos eran negros, como alas de cuervo; eran como fornituras para dos pies, alas de paloma. El muchacho de camisa azul pensó en el juego que había jugado con Alicia y Rosa y pensó que su deseo era la muchacha del zapato con el moño, porque, sin dudar, los dos zapatos pertenecían a los pies izquierdos de dos muchachas que estaban sentadas en un espacio remetido. Ellas, muchachas bellas, tenían la pierna cruzada, por eso sólo aparecían sus pies izquierdos, que parecían mariposas suspendidas en el vuelo.
El muchacho de camisa roja preguntó, en voz baja, si se acercaban a las muchachas y les proponían el juego del zapatito blanco, zapatito azul. El otro muchacho dijo que sí, que ellas parecían estar solas, tal vez dispuestas al juego. Mientras se acercaban a donde estaban ellas, los dos muchachos iban pensando qué variante tendría el juego del zapatito. Uno de ellos, el de camisa azul a cuadros, pensó que la canción del juego debería ser: “zapatito blanco, zapatito azul, dime cuántos sueños tienes tú”.

lunes, 12 de enero de 2015

PÉRDIDA DE PESO




Benicio del Toro es un actor que nació el 19 de febrero de 1967. Nació en San Juan, Puerto Rico. Benicio actuó en la película “21 gramos”, dirigida por Alejandro González Iñarritu, “El negro”, quien nació el 15 de agosto en 1963, en la ciudad de México.
Un científico demostró que el cuerpo humano pierde 21 gramos a la hora de la muerte. ¿Qué significan esos veintiún gramos? Veintiún gramos es apenas una pizca. ¿Una pizca de qué? ¿Por qué el cuerpo de las personas pierde esta cantidad de peso? ¿Adónde queda dicho peso? ¿En qué se convierte?
El 16 de febrero de 1967, tres días antes de que naciera Benicio, en el Cine Comitán, los cinéfilos comitecos llegaron a ver dos películas mexicanas: “Una gira A.T.M” y “Un gallo con espolones”. Un día después; es decir, el 17 de febrero, El negro Iñarritu cumplió 3 años 6 meses. Los cumplió, no los celebró. Nadie (qué pena) celebra cumpleaños intermedios; nadie celebra cada día que aún conserva los veintiún gramos que hacen la diferencia entre la vida y la muerte. ¡Qué pena!
Benicio y Alejandro aún viven. Muchos de los actores y actrices que participaron en las películas exhibidas la tarde y noche del 16 de febrero de 1967 ya abandonaron, como lastre, los veintiún gramos que los acompañaron durante su vida. ¿Por qué esos 21 gramos se pierden? ¿Se evaporan?
Otro Alejandro, uno nacido el 4 de abril de 1957, en Comitán, Chiapas, la tarde del 16 de febrero de 1967 (tarde en que “andaba” ya por cumplir los diez años), pidió dinero a su mamá (seis pesos) para ir al cine. Su mamá se limpió las manos con una toalla, abrió la gaveta, sacó el monedero (de tela verde) y le dio un billete de diez a su hijo. Le recomendó guardara el cambio y con la mano derecha le dio la bendición. El niño salió de su casa y llegó al cine.
Esa tarde, la mamá de Benicio sintió dolores de parto. El tío de Benicio fue a llamar a la partera. En la recámara, la mamá de Benicio, recostada en la cama, tenía un rosario en la mano. Pedía a Dios que todo saliera bien. El tío apostaba con dos primos que bebían cerveza en el portal de la casa, a que sería niño. Se llamará Benicio, decía. Tres días después nacería el niño. Fue varón y se llamó Benicio. La pregunta es: ¿en qué momento, la naturaleza (¿Dios?) concedió a Benicio los veintiún gramos que lo acompañan hasta el día de su muerte?
Mientras Alejandro paga los cuatro pesos de la entrada, entrega el boleto y compra una orden de tacos y un refresco (que le sirven en un vaso encerado), el otro Alejandro va al parque sin saber que el cine será su pasión y se convertirá en uno de los más grandes directores del cine mundial. No sabe que una tarde de 2003 (cuando ya tiene cuarenta años) su película “21 gramos” será estrenada en salas de los Estados Unidos.
Mientras Alejandro sube a los columpios del parque, cerca de su casa, en el Distrito Federal; el otro Alejandro camina por el pasillo de en medio y, más o menos, a la mitad de la sala se sienta en la tercera butaca. Lleva en una mano la orden de tacos, servida sobre un cuadro de papel estraza (los tacos dorados llevan salsa verde y queso añejo espolvoreado). Alejandro pagó cuatro pesos para tener derecho de estar en luneta. (En el Anfiteatro, llamado gayola, acuden los niños boleros, los que no tienen dinero suficiente para estar en luneta.)
Alejandro no sabe que, de la misma manera que en la película “21 gramos”, donde hay entrecruzamientos entre las vidas de tres personajes principales, su vida también está entrecruzada con Alejandro y Benicio. Ellos (los dos Alejandros y Benicio) son representantes de tres personajes importantes para que la magia del cine se dé: un actor, un director y un espectador. Alejandro sabe (el niño comiteco) que, desde esa tarde, su vocación será ser cinéfilo ¡para toda la vida! Nunca soñó con ser actor ni, mucho menos, director. El otro Alejandro ¿en qué momento supo que su vocación sería ser director de cine? ¿En qué momento Benicio, el niño que está a punto de nacer, supo que llegaría a ser actor?
Esa tarde de jueves, Alejandro sólo ve la primera película. Cuando sus papás lo acompañan puede ver las dos (si se perdieron el inicio de la primera se quedan al final de la segunda película. En el Cine Comitán existe una práctica maravillosa que se llama Permanencia Voluntaria. Un espectador puede quedarse en la sala hasta que ya no hay más función). Al otro día, Alejandro irá de nuevo al cine. Verá la película “Acompáñame”, con la española Rocío Dúrcal (ya dejó en la mesa sus veintiún gramos) y Enrique Guzmán (papá de Alejandra, y que sigue cargando sus veintiún gramos).
Alejandro sabe que la descripción de este instante no sólo entremezcla a Iñarritu, Benicio, Rocío, Enrique, la señora que le despachó los tacos, quien le vendió el boleto en la taquilla, Luis Aguilar (papá del cantante de pop ranchero) y Pancho Córdova (actor chiapaneco). ¡No, hay cientos de entrecruzamientos a cada instante! Algunos entrecruzamientos son definitivos y definitorios. Otros son como “extras” en una filmación, aparecen por segundos, en papeles irrelevantes, y luego desaparecen. Desaparecen de la misma manera que se evaporan los 21 gramos a la hora de la última exhalación.
Alejandro salió a las ocho de la noche. Esperó que terminara el Intermedio. Esperó en la puerta abatible de entrada y salida. Lo hizo para ver el principio de la segunda película. No quería irse, pero ya debía hacerlo. Cuando llegó a su casa, acezando por la caminata apresurada, su mamá y su papá ya estaban sentados ante la mesa y tomaban café con leche y pan. La mamá le dijo que se lavara las manos y se sentara. Cuando regresó al comedor, su papá preguntó cómo le había ido y Alejandro contó. ¿Cuántas piezas de pan dan calorías para que el cuerpo aumente peso y recupere sus veintiún gramos? Ah, si el científico charlatán viviera tal vez podría responder y entonces los afectos más queridos pudiesen recuperarse. Pero, mientras la ciencia no descubra el prodigio, esos veintiún gramos que las personas pierden al fallecer seguirán “engordando” el magma universal.

domingo, 11 de enero de 2015

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE SE VISLUMBRA EL PRINCIPIO DE LA CONSTRUCCIÓN




Es algo como un bosque. Los bosques, se sabe, están ausentes de construcciones. Su esencia radica en los cielos, árboles y pájaros que le dan oxígeno a su aire. Los edificios (bloques de varilla y hormigón) echan a perder los bosques.
Acá todo es plácido, porque los bosques son el útero del Universo. Pero, ¡un momento! No todo es tan sencillo. Si el lector ve con atención observará que en este árbol hay una rama que tiene una forma diferente a sus demás hermanas. Esta rama es escuálida y tiene una forma rectangular “ramificada”; además se observa que no es de madera. Pareciera una rama adoptada. Se sabe que en la vida hay muchos niños y niñas sin padre ni madre. Los orfanatorios están llenos de pichitos y pichitas abandonados.
Esta rama pareciera de esas que fueron abandonadas por sus madres. Algunas madres envuelven en una sábana al bebé recién nacido y lo echan en el tambo de basura (cuando va bien) o avientan el paquete al río. Estas madres actúan de noche. Salen de sus departamentos con la cabeza cubierta con un chal o con la capucha de una chamarra y llevan el envoltorio adentro de la chamarra. Vuelven la mirada y ven de uno a otro lado y cuando están seguras de que nadie las ve avientan el bulto y regresan. Creen que huyen. No saben que, a partir de ese instante, ese pichito lo llevarán como se llevan los clavos que los médicos injertan en las piernas fracturadas.
Este árbol tiene un injerto que pareciera hecho de varillas. ¡Qué tristeza! Los árboles crecen con sus brazos de madera inocente; se abren como se abren los abrazos de los nietos cuando llegan a casa de los abuelos. Qué pena que este árbol (tan joven, tan gajo de luz) tenga ese tiempo de injertos que tienen parecido a esas columnas de huesos que siembran los albañiles cuando comienzan una construcción. Estas estructuras están diseñadas para ser “ahogadas” en cemento. Las ramas naturales, por el contrario, respiran la misma esencia que respira la juncia cuando se columpia en el árbol.
Por fortuna, parece que esta invasión de ramas metálicas no ha proliferado. Parece que los demás árboles aún no sufren el contagio. Los demás árboles se veían puros, intocados. Se elevaban con la misma libertad con que los niños se paran en puntas para mirar la calle.
Esta imagen produce dolor y nostalgia. Lo contrario ¡no! Cuando en una ciudad se ven edificios con injertos de árbol la emoción aparece. Esos pequeños injertos huelen a luz. Acá, al contrario, el aire lleva un aroma de óxido, de alambre lleno de herrumbre. Y, se sabe, el hedor que se filtra de las coladeras siempre anuda el mismo hueco que asfixia al alambre de amarre.
Esa tarde, por fortuna, el aro de juncia y cielo canceló el ardor del fierro, la podredumbre del óxido. Ojalá que en los tiempos por venir menos alambres de amarre y más hilos de luz. ¡Ojalá!

sábado, 10 de enero de 2015

CARTA A MARIANA, PARA REGAR UNA PLANTITA




Querida Mariana: el acto de regar plantas es un acto sencillo y sublime. El otro día vi a mi mamá en el patio de la casa. El patio funciona como cochera, es un patio breve. Mi mamá ha colocado a los lados de las paredes colindantes macetas con flores, muchas flores: orquídeas, margaritas, azucenas y enredaderas que suben en las contraventanas. Gracias a esas plantas, la entrada de casa es una entrada luminosa, cantarina. ¿Qué logra el prodigio? La mano de mi mamá que las riega. Por esto, digo, niña mía, que el acto de regar es un acto casi simple pero que da vida.
¿Sólo las plantas se riegan? No, parece que el acto de regar es un acto que va más allá del jardín. Porque no sólo se riega agua. Hay algunos ingratos (Dios mío) que son como mi primo Alfonso, de quien su mamá decía que la vivía “regando”.
Yo tuve cierta confusión al escuchar lo que decía la mamá de Alfonso, porque siempre pensé que el acto de regar era como una bendición. ¿Por qué se enojaba mi tía? ¿No le gustaban las bendiciones? Fue necesario que tío Romualdo me explicara. El tío, primero, me dio una regañada: “¿Cómo no vas a saber qué significa regarla? Adió’jodido ni que fueras europeo”; ya luego explicó que en nuestro país regarla es sinónimo de arruinar algo. Entendí y me callé. Desde entonces, en forma frecuente, escucho que alguien “la regó”. Ya sé a qué se refiere y lo lamento. No lamento que la gente arruine algo, esto es parte de la vida; lamento el uso del verbo que debiera emplearse sólo para nombrar actos bordados con luz. Es una pena que el verbo regar se emplee para nombrar una “metida de pata”.
Cuando leo, no sé por qué pienso en el acto como una ligera lluvia, como si hojas transparentes cayeran sobre mi espíritu. Algo que no puedo explicar sucede cuando leo. Pero es algo que pareciera caer como lluvia. No sé, como si yo fuese una pequeña y frágil planta y esa nube generosa humedeciera mi alma y la imprimiera con el renuevo que da vida.
¿Qué hacen los hombres y mujeres que la viven “regando”? Hacen lo contrario que mi mamá hace. Mi mamá coloca la regadera debajo de la llave, abre el grifo, espera que el depósito se llene de agua, cierra la llave y luego camina hasta el pequeño jardín que ha improvisado. El jardín de la casa es un jardín un poco al estilo de los hombres que van de feria en feria: ambulante. Todo está por encima de la plancha de cemento. Ahí mi mamá se la pasa “regando”. Dosifica, al estilo de los viejos boticarios, la cantidad exacta que necesita cada planta. Éstas parecieran recibir con gusto el agua, porque apenas mi mamá termina su labor ellas olvidan el polvo que acumularon en la tarde anterior y sus hojas toman el mismo brillo que tienen las muchachas bonitas cuando su amado las besa. ¡Sí! Esto es lo que hace mi mamá, besa las plantas a través del agua. Porque eso mismo es lo que hace la naturaleza cuando besa el pasto a la hora que el sol sale.
El movimiento es casi simple. Mi mamá, con un ligero movimiento de mano, como si imitara el movimiento que hacen las palomas a la hora que levantan los granos de maíz, deja caer el agua. La regadera es un objeto sabio: no deja caer el agua como si fuese una cascada, esparce el agua para que caiga como cae la lluvia fina, la lluvia que es como una mano que saluda.
Cuando camino por las calles de Comitán hurgo por las casas. Me da cierta pena, porque los propietarios siempre tienen recelo de quienes, como yo, andan fisgoneando. De niño entré a muchas casas. Iba a casas de amigos y entraba a casas tradicionales. Muchas de esas casas tenían hermosos jardines comitecos. Ya hemos platicado cómo los jardines comitecos son juguetones y no tienen la sobriedad y perfección de los franceses o japoneses. El jardín comiteco se da con la misma naturalidad con que crecen los frutos en los árboles. Esto le va muy bien al carácter del pueblo. ¿Quién le pone medida al afecto?
Cuando mi mamá riega sus plantas me sorprende el movimiento que hace con sus manos y me asombro ante el sonido del agua al caer. Tal prodigio comienza desde el momento en que abre la llave y el chorro de agua comienza a llenar la regadera. El chorro, potente, es como si un alud de miles de cabras se despeñara y cayeran al vacío hasta chocar con un lago. El agua forma su propia alfombra. Cuando mi mamá suelta el agua sobre las plantas el sonido me remite a las procesiones del silencio donde sólo se escucha el repiqueteo de miles de pies contra el suelo. A la hora que leo, también el sonido se presenta. No hablo del sonido de mis dedos al repasar las hojas de papel; hablo del sonido que como agua comienza a desparramarse en mi ánimo.
He dicho que no me gusta mojarme. Sin embargo, a la hora que leo algo como una lluvia de pétalos y de luz me moja y, a veces, termino como zanate después de una tormenta. Porque, vos lo sabés, el acto de leer es tan sencillo como el movimiento que hace mi mamá cada vez que riega sus plantas.
El otro día, Pepe, en nombre de su familia, Contreras Porras, me obsequió un libro. Vos sabés que a mí me produce urticaria recibir obsequios. El mundo bien puede ignorarme y yo soy feliz. ¿Qué mejor obsequio que el que Dios me prodiga día a día? Pero cuando de libros se trata me hago tacuatz y hago como que si la Virgen me hablara. Pepe sabe que aprecio la obra de Fabio Morábito, así que el obsequio fue un libro de él: “El idioma materno”. Libro al que, después de sacarlo de su envoltura, le entré con la avidez de un niño ante su dulce favorito. Cuando Pepe me dio el libro comencé a tener la misma emoción que tuvo mi sobrina Karen ahora que abrió sus regalos de navidad. Desde siempre he tenido cara de piedra, pero, a veces, esa piedra toma la forma de un canario o de un avestruz revoloteando por la pradera. Cuando tengo un libro en mis manos ¡me transformo! La gente sigue viendo mi cara de piedra, ¡ah, pero si viera mi espíritu! Vería que me transformo en pluma de guacamaya, en ojo de tortuga a punto de cumplir cien años de edad. Me transformo en lluvia y lluevo sobre mí y un arco iris asoma en mi ventana.
El movimiento que hace un lector a la hora de abrir el libro casi es el mismo que hace una persona a la hora que riega las plantas. Antes del acto todo es como esos campos donde el sol arde como si fuese un pozo de lava. Todo es como un desierto donde las biznagas sufren de asfixia. Pero, cuando la mano de alguien riega agua sobre la planta o toma un libro ¡una flor se abre! Imagino que los amantes sienten la misma emoción cuando se abren a la caricia. En ese instante se siembra vida, porque vida es lo que trasfunde el agua a la planta; vida la mano al pecho que nombra con sus dedos; vida es lo que injerta el lector a la hora que comienza a dialogar. En todos los actos mínimos hay un diálogo; un diálogo entre el agua y la planta; un diálogo entre el labio y el cuerpo de la amada; un diálogo entre el lector y el autor del libro.
El otro día, David Esponda lamentó la carencia de una librería en Comitán. Comentamos que está La Proveedora Cultural, librería que desde los años cincuenta del siglo pasado alimenta el espíritu de los lectores comitecos. Ah, quisiéramos una librería como la que recientemente se abrió en la capital de Chiapas, en los campos de la UNACH. El Fondo de Cultura abrió la librería “José Emilio Pacheco”. Una mañana de diciembre di una vueltita por la librería que dirige, atinadamente, José Luis Ruiz Abreu y hallé cientos, miles de volúmenes dispuestos para comenzar a llover. Es difícil que en Comitán exista una oferta editorial de tal magnitud, pero sé, de buena fuente (dijeran los clásicos del periodismo), que muy pronto dos jóvenes talentosos y amantes de la literatura abrirán una librería en Comitán. Muy pronto. Cuando comience a circular la invitación para la inauguración la compartiré con vos. Ojalá podás acompañarme y, juntos, le demos una vuelta al catálogo, tal vez no extenso pero sí muy sugerente y atractivo. De igual manera, más temprano que tarde, el día que se inaugure el Museo Rosario Castellanos, los comitecos dispondremos, de acuerdo con el proyecto original, de una librería en el interior. Vos sabés que ahora está de moda el concepto de Cafebrería; es decir, la conjunción de librería con cafetería. Muy pronto, en nuestro amado pueblo, tendremos estos conceptos que son ventanas para oxigenar los aires de la inteligencia.

Posdata: si mi mamá no regara las plantas, éstas se secarían. Ella destina un tiempo de su vida a regarlas. Ella es sabia, nunca la ha “regado”. Ella es sabia, porque cuando entramos a la casa la vemos llena de vida. Las plantas de mi mamá son un abrazo cotidiano. Por esto, ahora, te abrazo a vos, pero abrazo a mi mamá con todo mi cariño y con toda mi emoción. ¡Que llueva! Que llueva para que crezcan plantas y libros.

viernes, 9 de enero de 2015

REGALO DE CUMPLEAÑOS





El hombre (sin nombre) le dijo a la mujer: “Detenme esto, por favor” y le dio una caja de madera. Una caja pequeña, con un grabado ya casi invisible. El hombre se alejó, antes de que la mujer pudiera decir algo. Ella había extendido la mano casi de manera automática a la hora que el hombre le dijo: “Detenme esto”. Fue un acto instintivo, casi como cuando comienza a llover y abrimos la palma para sentir la primera gota del aguacero.
El hombre desapareció tras la multitud que, a esa hora, salía del trabajo y buscaba una fonda para comer o un transporte para ir al cine o a la casa. Ella se había sentado en esa banca del parque para comer un sándwich que se preparó muy temprano en casa antes de ir al trabajo. Esa era su hora de comer. Este día era especial, porque cumplía treinta y dos años. Nadie, en la tienda, se había acordado. ¿En su casa? ¿Quién? Si sólo vivía con Rodrigo, el gato siamés que le había regalado su amiga Alondra, en navidad. Ahora, después de comer su sándwich en honor a su cumpleaños, debía volver, avisar a doña Linda que había vuelto, colocarse la bata azul, pararse detrás del mostrador de madera (tal vez con la misma edad de la caja que ahora tenía en la mano) y atender a las mujeres que llegaban a pedir un metro de bies o treinta centímetros de encaje.
Vio la caja y pensó qué hacer. Ya debía volver al trabajo. Pensó dejarla sobre la banca, pero no. ¿Qué pasaría si el hombre (sin nombre) volviera y la buscara? ¿Podría ser un objeto valioso? ¡No, qué tonta! Un hombre no deja así por así un objeto valioso a una extraña. ¿Y si era un objeto peligroso? Pensó en las series policiales que exhiben en la televisión. Acercó el oído a la caja. Nada escuchó. Vio las palomas que, cerca de sus pies, buscaban alimento. Ellas picoteaban sobre el piso de tierra. Pensó en abrir la caja para ver si contenía algo. Entonces, por primera vez desde que el hombre depositara la caja en sus manos, se atrevió a tomarla con la otra mano y la movió. Nada escuchó. Supo que la caja estaba vacía. Decidió abrirla, pero cuando puso la mano derecha sobre la tapa desistió. ¿Y si era una caja embrujada que contuviera esencias malignas? Recordó que de niña había leído un cuento infantil que contaba la historia de una caja que contenía un embrujo. A la hora que Juanito (el protagonista) abrió la caja un aroma como de albañal brotó y junto con éste una caterva de seres malignos que se apoderaron del mundo. Los seres malignos (que estaban ilustrados con túnicas blancas y eran como fantasmas, sin cuerpo definido) volaron como si brotaran de un ventilador a su máxima potencia. La mujer dejó la caja sobre la banca y decidió volver al trabajo. ¡Doña Linda ya estaría enojada! Ya eran más de las cuatro. Tomó las servilletas, las hizo una bola y ésta la metió dentro de la bolsa de papel donde había guardado el sándwich, se paró y la tiró en el basurero. Entonces vio a dos policías que corrían hacia la banca donde había estado ella, agachó la mirada e hizo como si buscara algo para reciclar. Los policías pasaron a su lado, acezaban como venados, como si vinieran corriendo desde hace varios minutos y desde una distancia lejana. Se pararon junto a la banca, pusieron sus brazos como asas de jarros y sus manos se sostuvieron en las cinturas. “¿Por dónde se iría?”, dijo uno de ellos. El otro se acercó a la mujer y, con un tono de gendarme harto de hacer guardia, le preguntó si había visto un hombre con tales y tales características. Las características coincidían con las del hombre que le había dicho: “Detenme esto”. Ella tuvo miedo, porque recordó el tono, había sido el mismo con el que el policía le preguntaba ahora. Ella quiso decir algo, decir que no, que no había visto a alguien con esas particularidades, pero pensó que despertaría sospecha, así que mejor decidió hacerse la loca. Bajó la vista y buscó algo con sus manos dentro de la basura, mientras, en voz baja, casi inaudible, cantaba “Estas son las mañanitas que cantaba el Rey…”. El policía le dio un empujón y regresó a donde estaba su compañero. ¡Dio resultado!, pensó ella y siguió buscando entre los desechos. Estaba a punto de vomitar. La búsqueda despertaba todos los olores nauseabundos del fondo del basurero. Pero ahora no podía irse, despertaría sospechas en los dos policías. Siguió”…hoy por ser día de tu…”. Los policías se alejaron. Ya no corrían, caminaban, de vez en vez miraban para uno y para otro lado. Parecían haberse conformado. Cuando ellos estaban lejos, la mujer vio al hombre (sin nombre) salir detrás de un árbol, salió como si fuese uno de esos seres malignos del cuento que había leído de niña. “Gracias”, dijo el hombre, levantó la caja y caminó en sentido contrario al que habían tomado los policías. La mujer dejó de revolver la basura. Sintió arcadas a mitad de su estómago. Colocó sus manos sobre el tambo de basura y vomitó. El hedor de la basura se confundió con el de su vómito. Cuando el movimiento de su estómago cesó, ella se limpió la boca con el dorso de la mano. Estaba hecha una desgracia. ¿Qué le diría a doña Linda? ¡Ella estaría enojadísima! Iba ir por su bolso a la banca cuando vio que los dos policías regresaban, caminaban con más prisa, se dirigían directamente a ella. La mujer bajó la vista y volvió a meter las manos, ahora en la sustancia viscosa y pestilente de su vómito y cantó, en voz baja: “…el día que tú naciste, nacieron todas las flores…”

miércoles, 7 de enero de 2015

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA CON MENSAJE CORRECTO




Mariana se botó de la risa en cuanto vio el letrero. Íbamos en el carro y ella se columpió sobre el asiento del copiloto. Bajó el cristal y dijo: “Dame la cámara. Esta foto está genial”. Yo me detuve, saqué la cámara del estuche y se la di. Ella no podía controlar la risa, mientras tomaba la cámara con las dos manos se movía como pulpo sometido a una descarga eléctrica.
Nada dije. ¿Qué iba a decir? No pude decirle que el letrero no estaba equivocado. La historia es muy simple. Este era un pueblo simpático, con casas de techos de lámina de zinc, patios llenos de flores y sitios con gallinas y guajolotes. Los niños eran felices, caminaban por las calles llenas de polvo y montaban bicicletas. A las doce del mediodía, las mujeres salían a la calle y, desde su banqueta, aventaban cubetazos de agua para evitar el polvo. En la tarde (cuando el sol bajaba) sacaban sillas a las banquetas, platicaban y veían cómo sus hijos jugaban a saltar la cuerda o a improvisar “retas” de fútbol. Mas un día, a lo lejos, vieron una nube de polvo que avanzaba, como si una estampida de búfalos amenazara el poblado. Las mamás corrieron a por sus hijos, los abrazaron y los metieron a las casas. Los pocos hombres que en ese momento daban el salvado a las gallinas ponedoras corrieron a sus habitaciones y descolgaron las escopetas. Si eran búfalos caerían ahí mismo. Pero, luego oyeron el estruendo y se dieron cuenta que no eran búfalos, era un camión destartalado que entraba al pueblo por la entrada principal. “Se los dije -dijo el viejo del pueblo-, las profecías comienzan a cumplirse: monstruos devorarán las entrañas de la tierra y todo vestigio de vida será cercenado”. “La mierda”, dijo uno de los que mantenía entre brazos la escopeta. Y dijo que eso no era parte de la profecía, esto era, gritó enojado, la invasión de cabrones con camiones que vienen a jodernos nuestra tranquilidad. Sí, dijo otro hombre que se acercó al grupo que, a mitad de la calle, hacían señal de alto al conductor del camión. Esto es la mierda de la modernidad, concluyó el que hablaba. El conductor frenó, sacó la cabeza por la ventanilla, saludó y preguntó que si por ahí era el camino para llegar a San Vicente del Arenal. No, dijeron todos, no es por acá. Por acá no pasan carros. Regrese por donde vino y pregunte en el poblado que dejó. El chofer se limpió la frente con un paño, dio las gracias, metió reversa y maniobró hasta quedar viendo el camino de regreso.
Al ver que pronto la modernidad podía alterar el orden de la comunidad, el cabildo citó a reunión y dio a conocer el decreto número catorce A, que a la letra decía: “Se colocará a la entrada del poblado un letrero que indique la velocidad máxima: 0 kilómetros. Quien infrinja la disposición deberá pagar quinientos pesos”. Todos levantaron la mano y movieron la cabeza en signo positivo, mientras miraban a los demás hacer lo mismo.
A la mañana siguiente colocaron el anuncio y esperaron que la modernidad llegara. Cuando un conductor extraviado llegó al poblado y se paró a leer el letrero, el comisionado (un hombre con sombrero de palma, camisa a cuadros y botas de piel de pantera) le entregó un papel al conductor y le dijo: infringió la disposición, vienen los quinientos pesos, y mostró la palma de la mano. El conductor miró el papel y estaba a punto de soltar la carcajada cuando oyó algo como un corte de cartucho, en la ventanilla del copiloto, otro hombre sostenía una escopeta y le apuntaba. Paga y se regresa. Acá la velocidad máxima es de cero kilómetros. Usted no hizo caso. El conductor tragó saliva y buscó en la bolsa de su pantalón. De la cartera sacó dos billetes arrugados de doscientos y los entregó. No tengo más, dijo, con una voz como de hilo de agua temblorosa. Que le valga por ésta, dijo el hombre y tomó los billetes. El conductor dijo: dispensen, yo no conocía estas disposiciones. Echó reversa y más allá maniobró para regresar por el camino andado.
De esta manera es que el pueblo mantiene su tranquilidad. Cuando Marianita tomó la fotografía eché reversa y regresamos por el camino. ¿Y?, preguntó Mariana, ¿Ya no seguiremos? No, le dije. Me acordé que tengo una cita a las seis. Ella sonrió, alzó la cámara y tomó una foto. El sol ya se ocultaba, detrás de un campo sembrado de margaritas. Las flores tomaron una tonalidad rojiza, como si fuesen una multitud de hilos brotando de la panza enorme del sol.

martes, 6 de enero de 2015

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE ÓSCAR LAMENTA EL RETIRO DE UN RENO





Los renos no son animales de la región. Cuentan que la estepa les va mejor. Pero, a veces, por esos prodigios de la vida, los renos también se aventuran por Comitán. Nadie sabe qué llegan a hacer. Algunos dicen que son como publicistas de Santa Clos. Hay mucha gente a la que no le resulta agradable la imagen del viejo panzón (que más pareciera imagen promocional de un negocio de hamburguesas llenas de grasa), pero que sí tolera y ve con agrado la imagen de los renos. Se sabe que los animales (todos) despiertan nobles sentimientos entre las personas de bien.
Todo mundo sabe que en esta tierra de Dios el Santa, igual que los renos, es un personaje ajeno a nuestra cultura. Acá, se ha sabido desde siempre, quien parte y reparte regalos es El viejito de la Noche Buena. ¿Cómo se traslada el viejito para entregar tantos regalos la noche buena? Ah, ese es un misterio. Las viejas leyendas cuentan que el Viejito de la Noche Buena tiene el don de la ubicuidad y puede estar en miles de lugares a la vez. Este viejito no es tan conocido como aquél, pero es más auténtico. No es el típico viejo materialista; es, por el contrario, un viejo que, como dicen los clásicos, ¡regala afecto!
Acá, en esta fotografía se ve a Óscar que se apoya en el cuerpo de un reno transparente. (Las leyendas Nórdicas hablan de la invisibilidad de estos animales maravillosos.)
Óscar, creador de mil mitos y de mil historias, lamenta el retiro del reno. Si el lector ve con atención observará que el escritor y poeta tiene una mirada triste, como si fuese un árbol seco cuyas ramas añoran las aves de la primavera. Él está en el balcón de un palacio y advierte el instante en que el reno está a punto de levantar el vuelo. El reno (dicen los que lo vieron) se extravió tantito y se despegó de los demás compañeros que jalaban el trineo donde viaja Santa. ¿Por qué lo hizo? Es que llamó su atención ver que en esta región del mundo, los animalitos no jalan trineos. Bueno, nuestra cultura no tiene referentes de trineos. Acá se acostumbra jalar carretas y carretones. Óscar se contagió de esa tiricia que acompaña al reno. Recordó cuando era niño y miraba a los demás niños del barrio jugar con carretones. Ah, era tan bonito, subir a esos juguetes (especie de “avalanchas”) hechos con madera, ruedas y lazos que servían para bajar por las calles empinadas del pueblo. Jamás alguno de estos niños sufrió un accidente lamentable, lo más eran algunos raspones y dos o tres rasgaduras en los pantalones. A la hora que los niños, a gran velocidad, perdían el equilibrio y caían del carretón, en ese mismo instante aparecía la carcajada que era como un rayo de luz en los rostros iluminados de los niños. Óscar recuerda que alguna navidad, el Viejito de la Noche Buena regaló un carretón a su hermano Luis.
En nuestra cultura, los renos son animales extraños. No corresponden a nuestra idiosincrasia. Óscar lo sabe, por eso, a la hora que se recarga sobre el lomo de este animal ajeno, tiene una mirada como de baúl que guarda esencias. Sabe que él se quedará ahí, en su palacio, mientras este mítico animal emprende el vuelo. No duda que el animal vuela, no duda que el reno vuela, a pesar de que no tiene alas. No duda, porque Óscar, toda su vida, a pesar de que no es un pájaro, ha volado por estos y otros cielos. No le sorprende el vuelo, le sorprende que este animal, de pronto, como si fuese un ave atolondrada haya hecho una escala en el balcón. Tal vez este reno, a la hora del vuelo, se creyó ganso y voló hacia el sur en busca de climas más benignos. No, no es cierto, ya se dijo: este reno se extravió tantito. Iba muy tranquilo con la manada, cuando se sorprendió al ver, en una vereda, cómo una yunta de bueyes jalaba una carreta. (¿Será que estaba a punto de descubrir el misterio de cómo se traslada El viejito de la Noche Buena?) El reno se asombró al ver que acá no jalamos trineos, acá jalamos carretas y carretones y quebramos piñatas con mucha fruta y dulce ¡para los tragones!
El reno emprendió el vuelo y fue en busca de sus compañeros que jalaban el trineo de Santa Clos. Óscar se quedó solo, como solos se han quedado los niños que no tienen carretones para jugar. Como solos se quedan los niños que no conocen al Viejito de la Noche buena y solo, qué pena, conocen a Santa Clos.

domingo, 4 de enero de 2015

EN TARDES DE OTOÑO




Era en la tarde. En la sala un rayo de sol entraba por la ventana y se desparramaba, perfecto, en el piso de madera. Nosotros lo usábamos como carretera para jugar con los carros, carros que debíamos guardar a la hora que la tía Eugenia entraba y, con palmadas, nos hacía entender que era hora de nuestra clase de piano.
A mí no me gustaban las clases. La tía nos daba cuadernos pautados y ordenaba a que pintáramos círculos blancos o rellenos sobre las líneas que eran como alambres de esos donde camina la luz. No le encontraba el sentido. Me encantaba, al contrario, cuando ella se sentaba y tocaba el piano. Decía que tocaría una canción francesa y nosotros, Juan, Alicia y yo, nos acercábamos al banco donde ella se sentaba y escuchábamos. Creo que a los tres nos gustaba su música, la forma en que quitaba el tapete que cubría la tapa, la forma en que abría y dejaba visible el teclado que, igual que las bolitas que dibujábamos, eran piezas blancas y negras. Cada tecla, nos decía daba un sonido especial y la combinación de sonidos y silencios hacía el prodigio de la música. Claro, puntualizaba, era necesarios saber los valores de las teclas para obtener música y no ruido, que ruido era lo que nosotros hacíamos cuando somatábamos el teclado, en ausencia de la tía. Nos gustaba ver cómo la tía se tronaba los dedos de la mano izquierda con la derecha y luego los de la derecha con la izquierda, era como si ese movimiento permitiera que sus dedos tuviesen la suficiente gallardía de las plumas de un ave, porque, la mera verdad, a la hora que la tía comenzaba a tocar sus dedos eran como alas de un ave hermosa, ¡volaban! Volaban en forma horizontal, apenas rozaban las teclas (blancas y negras) casi casi como si ella fuese un pato sobrevolando en un lago de aguas limpias. Nosotros (molestosos por vocación) no parpadeábamos, como que intuíamos que éramos testigos de algo que estaba por encima de lo cotidiano. La franja de sol se movía, conforme ella tocaba y a veces, esa línea subía hasta el teclado, hasta sus manos y todo parecía convertirse en un campo lleno de trigo y las manos de la tía eran movidas por un viento suave. Cuando ella terminaba nos preguntaba si no íbamos a aplaudir y aplaudíamos, pero yo estaba seguro que ese pedido era como romper un prodigio, como bajar de las nubes de un pinche madrazo. Nos gustaba (hablo en nombre mío y de mis primos) escuchar a la tía. Nos molestaba (hablo en nombre de los tres) las lecciones donde debíamos llenar planas y planas de un cuaderno pautado. Pero, ella insistía que para tocar como ella tocaba era necesario conocer y reconocer esas figuras.
Una vez dije que deseé mucho conocer París. El otro día, caminando por una calle de Comitán, escuché una canción y reconocí la canción que la tía interpretaba. Toqué. Desde adentro alguien preguntó qué deseaba y yo, titubeante, dije que si podía decirme el nombre de la canción que recién escuchaba. “Sáquese, viejo borracho”, dijo la mujer y escuché el sonido de sus pasos que se perdieron en el zaguán. Todo quedó en silencio. Incluso en la calle sentí que todo había entrado como en una burbuja sin aire. Pensé entonces que mi tía, con su prodigiosa manera de tocar el piano, era quien había sembrado en mí el deseo de ir a París, de sentarme en uno de los cafés que dan al bulevar, mirar las hojas secas cayendo de los árboles y escuchando, a lo lejos, un piano. ¿Qué canción era? Ah, si yo, ahora, pudiera, a través de estas palabras tatararear la canción, tal vez algún lector me orientara, pero esto es imposible. Entiendo que debí aprender a dibujar e interpretar los símbolos que ella nos enseñaba. Ahora sería tan fácil escribir las notas.
Bueno c'est fini, decía ella, se levantaba y con el mismo movimiento amoroso cerraba la tapa y la cubría con la carpeta de paño verde, bordada con hilos de oro en el contorno. Nosotros sabíamos que era hora de ir al baño, lavarnos las manos y sentarnos a la mesa porque nos serviría unos tazones de chocolate con pan de dulce. A lo lejos, desde la sala, escuchábamos las notas del disco que ponía. Era una música suave, como si brotara de un ave volando por encima de nosotros y su aleteo produjera una briza que venía desde un país europeo llamado Francia.