viernes, 31 de julio de 2015

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE ESTÁ UNA CANCHA DE BÁSQUETBOL




Al principio no lo creí. Sonaba como un absurdo: ¿una cancha donde jugaban una variante del básquetbol que incluía guineos? Debo aclarar que en Comitán, cuando vamos al mercado, a la hora que un amigo del Distrito Federal nos pide comprar plátanos, nosotros solicitamos guineos, como si esta fruta fuera exclusiva de Guinea y algún día un marinero africano hubiera llegado a Comitán, quién sabe en qué navío, y, en compensación por haberle dado posada, hubiese entregado una planta de plátano a la vieja Herlinda.
No lo creí, pero cuando llegué al lugar y vi que al lado de los tableros y de los aros había un platanar, pensé en la posibilidad. Y comencé a creerlo en el momento en que la gente llegó, colocó asientos al derredor de la cancha y comenzó a echar porras a un equipo y a otro. Un grupo de niñas, con pompones amarillos en las manos, y con una coreografía bien ensayada, movían los pies de uno a otro lado y luego brincaban, en el momento en que gritaban: “¡Guineos, guineos, ganarán!”. En el otro lado de la cancha, otro grupo de niñas, éstas con pompones rosas y con calcetas azules, brincaban y motivaban al equipo contrario: “Chinculguajes, chinculguajes, ¡ganarán!”. Romeo, el amigo que me invitó, me dijo que si nos sentábamos con los guineos nos ofrecerían platanitos deshidratados como botana y que si elegíamos la porra de los chinculguajes comeríamos estas deliciosas tortaditas rellenas de frijol. Elegimos a los guineos, porque eran los de casa y porque a mí me gustan los plátanos deshidratados que me recuerdan a una amiga colombiana de mis tiempos universitarios de la Universidad del Valle de México.
El árbitro se colocó en medio de la cancha, lanzó una moneda, dio a elegir cancha al vencedor, abrió los brazos e invitó a los capitanes a reunirse con sus compañeros en los límites de la cancha. Los equipos quedaron debajo de los aros. El árbitro levantó la mano, colocó un plátano macho en el círculo central y pitó. Los dos equipos, todos con rodilleras, corrieron para levantar el plátano. El choque de ambos equipos fue tan fuerte que yo esperaba que deshicieran el plátano, pero uno de los integrantes de los chinculguajes se apoderó del plátano y comenzó a correr hacia donde estaba la canasta donde debían meter el plátano. Romeo me explicó que el plátano del juego (un poco como decir el balón) era de madera, de hormiguillo, por esto no se deshacía y soportaba los embates de los jugadores. Lo que sí era fruto natural era el plátano que los demás integrantes aventaban al suelo. Fue cuando me di cuenta que cada jugador llevaba atado al cinturón un pequeño depósito de plástico lleno de plátanos dominicos. Los jugadores no podían detener al contrario con las manos, para evitar un enceste lo que hacían era aventar plátanos a los pies del corredor. Ya podrán imaginar cómo estaba la cancha apenas cinco minutos después del inicio del partido. Todo era como una pista de patinar y los jugadores, descalzos, resbalaban y caían. Cada caída provocaba alegría y carcajadas en los espectadores. Yo no salía de mi asombro, hasta que un enceste, casi de media cancha, causó el gran alborozo del respetable. Las muchachas porristas se levantaron, alzaron sus pompones y gritaron la porra. Una de ellas (morena, sonriente, con dientes blanquísimos y pechos que se movían a cada salto) me abrazó y dijo, en mi oído, que los chinculguajes ganarían. Sí, dije yo, y la abracé también, aplaudí y grité: “¡Chinculguajes, chinculguajes, chinculguajes!”. Ella sonrió, pero la porra brava de los guineos comenzó a verme feo. Romeo me dijo que mejor nos retiráramos, porque la gente de por ahí es gente bronca. Cuando salimos me recriminó. Me dijo que debía ser congruente. ¿Qué no había elegido la porra de los guineos? ¿Entonces por qué le iba a los otros? Mientras caminábamos rápido, le expliqué que la muchacha bonita… Sí, dijo mi amigo. Te tomó el pelo. A lo lejos oí otra porra y aplausos, sin duda que algún jugador había encestado. Pensé en la muchacha que era porrista de los guineos y que le iba a los otros. Y pensé que yo, al ser fuereño, era de los otros. Y pensé que tenía pechos lindos e imaginé que una tarde jugábamos, ella y yo, una variante de este maravilloso guineobásquet y la vi corriendo, en cámara lenta, y sus pechitos se movían como dos pompas de jabón y yo aventaba guineos a sus pies, pero lo hacía como si le aventara pétalos. Ah, deseé que resbalara tantito, sólo tantito, sin golpearse.

miércoles, 29 de julio de 2015

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA CON CRUZ A CUESTAS




“Caminante no hay ciclo vía. Se hace al pedalear”. Es una carretera sin guarniciones. Este dato es importante para saber que es una carretera de Chiapas. Es un tramo bendito, porque no tiene baches (más adelante brotan como hongos). A los lados hay montones de arena, que la gente de ahí emplea para construir bloques de cemento (en la foto logra verse algunas hileras de bloques). Además de la arena (qué bueno) hay árboles y muchos cables. Los cables sirven para indicar que ahí ya llegó la civilización, aunque quién sabe si los moradores pagan el consumo de energía eléctrica, porque (también es costumbre) muchas comunidades chiapanecas están en rebeldía y no pagan el servicio.
Si la fotografía sólo tuviera los elementos anteriores sería una fotografía común. Lo que hace atractiva a esta foto es la presencia de los ciclistas. Bueno, como decía el tío Armando: “Eran muchos y no hacían yunta” o como decía la tía Artemia: “Estamos arando dijo la mosca” (La mosca, aclaraba la tía, iba parada en la oreja del toro). Pareciera que quien realiza el esfuerzo es el que pedalea la bicicleta que tiene las llantas bien puestas en la tierra (porque la otra bicicleta desvió tantito su vocación y no rueda ¡vuela!), pero si se ve bien, el niño que va en la retaguardia también hace el esfuerzo, un esfuerzo doble: guardar el equilibrio y cargar una bicicleta. No sabe uno, entonces, quién hace más esfuerzo. Uno puede imaginar el cansancio del niño que pedalea. No debe ser sencillo ir en una cuesta (ligera, pero subida al fin) con un niño atrás y con el agregado de una bicicleta.
La pregunta inicial (aparte de otras que asoman) es: ¿por qué hacen lo que hacen? Uno entiende que si un auto se descompone es preciso llamar una grúa de “Servicios Castillo” (la que brinda el mejor servicio en la región), pero si la paga es escasa entonces no queda más que llamar a un amigo con camioneta, hacer uso de una cuerda resistente y jalar el auto descompuesto al amparo de las sombras de la noche, porque si el Federal de Caminos se entera, ¡uf! Pero, ¿por qué el “copiloto” de esta bicicleta carga el aparato que se supone está descompuesto? No hay una razón de peso (bueno, de peso sí, el peso que carga el niño de la gorra). ¿No pudo llevarla rodando? ¿Es imposible hacerlo en el supuesto caso de que tiene ponchadas las dos llantas? Tal vez sí. Aunque, viendo bien la foto, tal vez estos niños no hacen más que jugar al transbordador y saben que para que éste vuele es necesario trepar el aparato sobre el lomo de un avión que lo lleva a la estratósfera para que agarre impulso. Sí, tal vez es lo que hacen estos niños, ¡juegan! Tal vez la bici de atrás es un papalote y lo que hacen es avanzar, como el aire, para alcanzar el viento y soltarla a volar por esos cielos azules apenas matizados con cintas blancas que parecen lagos de cebolla. Esto debe ser, porque los niños van divertidos, se escuchan sus risas que se mezclan con los cantos de los pájaros que, bulliciosos, también alebrestados, ya buscan sus camas en los árboles, porque ya van a dar las seis de la tarde, aunque la sombra del árbol sobre la carretera y la sombra de los dos niños dice que son apenas las cinco. Pero en horario de verano la cosa se transforma y hay muchos pájaros que lo respetan, aunque, siempre, la mayoría de pájaros se rebela y sigue con la hora “de Dios”.
De todos modos, esta fotografía no es una fotografía que aparezca todos los días y en todas las carreteras. Es un hallazgo encontrar en un camino vecinal a dos niños que juegan el juego sencillo y simple de “la bici descompuesta”. Por lo regular, los niños de la ciudad van al parque, dan de comer a las palomas, se mojan con el agua de la fuente, comen elotes asados con limón y polvo juan o revientan pompas de jabón. Los niños de la ciudad no tienen la costumbre de inventar ciclo vías. ¡Hay tantos carros ya en Comitán!

lunes, 27 de julio de 2015

CARTA A MARIANA, DONDE HAY CONSTANCIA DEL DÍA EN QUE APARECIÓ UN MILAGRO




Querida Mariana: desde siempre me gustó la fotografía. La busqué por todos lados. Acá, en esta fotografía que tomé en algún paraje de los Lagos de Montebello, un milagro asomó.
Hoy todo mundo tiene celulares y toma fotografías. La mayoría toma las fotos de la misma manera que yo las tomaba. Nunca tuve pretensiones artísticas. Tomaba fotos sólo por el gusto de hacerlo y dejar en papel constancia de algún instante. Sabía que esos momentos eran únicos, así fuese el acto más sencillo, el más simple. Tal vez hoy mi vocación de escritor busca lo mismo: dejar constancia de la vida.
En los años sesenta, ¿cuántos niños tenían cámaras? Pocos, muy pocos. Todo mundo tenía baleros, canicas, cochecitos de madera o trompos, pero no todo mundo tenía cámaras fotográficas. Así como pocos eran los poseedores de pistas eléctricas. En el mundo de los adultos sucedía lo mismo: no todo mundo tenía teléfonos en su casa (uf, los números en Comitán no llegaban a mil). De igual manera, pocos adultos tenían carros (por ello, caminar por las calles comitecas era un deleite). Con las cámaras sucedía lo mismo, no todos los adultos las poseían, porque no todo mundo tenía esa aprehensión por capturar instantes. No todo mundo quería dejar constancia de los instantes, si era necesario conservar un recuerdo de la familia ¡para eso estaban los estudios fotográficos! Hoy vemos fotografías tomadas en los estudios del señor Crócker o de don Enrique Cancino o del señor Martínez o de don Roberto Gordillo.
Don Polo Torres no sólo era uno de los pocos que en los años sesenta tenía un aparato de televisión en su casa (blanco y negro, por supuesto), además poseía cámaras fotográficas, porque su negocio era ese, precisamente: vendía (entre otros chunches) cámaras y rollos y ofrecía el servicio de revelado, porque, mi niña querida, en aquellos tiempos se tomaban fotografías y luego había que mandarlas a revelar para tenerlas en papel.
La tarde de esta fotografía, yo jugaba a levantar piedrecillas cerca de donde este grupo de “señores” platicaba y tomaba un aperitivo. Desde temprano había visto a don Polo con una cámara que colgaba de su cuello. Con ella captaba las fotos del instante al grito de “Vean el pajarito”. Con ese grito aparecían las bromas aludiendo al pajarito.
Puedo asegurar que sólo don Polo y yo teníamos cámaras esa tarde. Por ello, ahora puedo presumir que nadie más tuvo una fotografía de ese día, como la que acá se observa. Alguien le sirvió un poco de licor y él recibió el vaso metálico con la mano izquierda, dijo ¡salud! y se lo tomó de un solo trago, porque así estaba medido. Así era el juego que estos hombres jugaban, contaban hasta diez en voz alta, mientras el chorro de la botella caía en el interior del vaso y luego ofrecían el vaso a quien aún no había bebido. Todos bebían, todos decían salud, como un homenaje a la vida. Don Polo, esa tarde, bebió el trago y regresó el vaso, pero, en lugar de que uno de ellos volviera a rellenarlo, él les indicó que hicieran un grupo más compacto, que don Jorge, por ejemplo, que acá aparece separado, se uniera a quienes estaban sentados o recargados en el tronco y vieran hacia la cámara, pero don Polo no usó la cámara que había estado usando toda la mañana y parte del mediodía, ¡no!, fue hasta un árbol donde había dejado un maletín y sacó otra cámara. Yo, que estaba a dos o tres metros, me acerqué a ver el nuevo dispositivo. Don Polo, con ambas manos, tomó la cámara y dijo que vieran hacia el pajarito y oprimió un botón. El clic fue casi similar al que mi cámara hacía, pero luego algo como un ruido de motor de rasuradora apareció y por una hendija que la cámara tenía al frente comenzó a aparecer una lengüeta. Don Polo me vio y dijo: “Es la fotografía”. ¡Dios mío! ¿Qué era eso? Todas las cámaras llevaban un rollo cuya película se enredaba en un extremo y era preciso hacerlo avanzar para que pudiera tomarse otra fotografía. Los rollos que mi cámara usaba permitían tomar doce fotografías. ¡Nada más! Don Polo dejó que la lengüeta de papel quedara colgada como si fuese lengua de vaca, la retiró y, con su mano izquierda, con la misma que momentos antes había usado para beber el trago, comenzó a abanicar el papel como si hubiese mucho calor o intentara alejar a los moscos. Los compas ya bromeaban, ya servían otro trago, ya lo ofrecían a otro tertuliano, ya reían. Sólo don Polo y yo permanecíamos serios, él abanicando el papel y viendo, de vez en vez, una de sus caras; y yo sin perder ninguno de sus movimientos. ¿Qué había vomitado el aparato? Don Polo había dicho que era la fotografía y, en efecto, hubo un momento en que don Polo comprobó que todo estaba bien, me llamó y me enseñó la fotografía: ahí, frente a mis ojos, estaba revelada la fotografía. ¡Milagro, milagro! Apenas habían bastado unos minutos para tener frente a mí la prueba del instante vivido. “Es una polaroid”, me dijo don Polo y luego se acercó a sus compas para enseñarles la foto. Sé que ninguno de ellos se asombró como yo, porque, ya lo dije, no todo mundo reconocía la magia.
Después de haber conocido el prodigio de lo que hacían esas máquinas, me fue más fácil entender el milagro de Lázaro. Supe que todo era posible.
Por desgracia mi máquina no era polaroid, así que al día siguiente debí llevar el rollo al negocio de don Polo para que lo revelara. Tres o cuatro días después pasé a su negocio y pude ver todo lo que había tomado en ese viaje a Los Lagos. Entre ellas, estaba esta fotografía que hoy comparto con vos, mi niña.
Sé que igual que aquella tarde, vos no reconocerás el prodigio de lo que te cuento. Y esto es así porque hoy todo mundo tiene celular con cámara que no tiene límites en el número de las tomas. Ahora, todo mundo toma una fotografía y, de inmediato, la observa, pero en aquel tiempo ver lo que vi era inusual. Por eso hoy la gente no cree, duda en la posibilidad del milagro. Hoy todo es tan cotidiano.
En el instante en que don Polo, el fotógrafo oficial del grupo de mi papá, toma un trago, con la mano izquierda, yo, con la mano derecha, oprimí el botón de mi pequeña cámara. En el acto que hice también hubo un milagro, un milagro que hoy revive. Si yo no hubiese estado ahí ¡nada habría! Eran otros tiempos.
Me sigue gustando la fotografía. Por ello reconozco cuando un ojo mira lo que los demás no miran. Cuando, por ejemplo, veo una foto de Carlos Gordillo o de Antonio Barro o de Toño Aguilar o de Carlos Mario Delacruz o de Ángel Gabriel digo que ellos son cuelgan sus hilos en árboles de luz, árboles diferentes a los que en el bosque son tan comunes. Pero aún, los árboles comunes tienen mi admiración porque algún día, a finales del siglo XXI serán muestra de que hubo una mano izquierda que llevó el vaso a la boca y brindó ¡por la vida!

domingo, 26 de julio de 2015

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DE UN TIEMPO EN QUE RAMBO NO EXISTÍA



La fotografía es sencilla, con pocos elementos. El niño que sostiene una metralleta ¡soy yo! ¿De veras? Pero si Alejandro es un poco lo que Cortázar decía de su nacimiento: “un nacimiento sumamente bélico que dio origen a uno de los hombres más pacifistas que ha conocido la humanidad”. Y es que, todo mundo lo sabe, Julio Cortázar nació en medio de la pólvora, lanzada por el inicio de la Primera Guerra Mundial. Alejandro nació en un tiempo plácido, en un mediodía lleno de sol y alejado de bombardeos y de trincheras. ¿Por qué entonces, este niño sostiene una metralleta en las manos y apunta al tipo que le toma la fotografía? Alejandro parece haber descubierto a un enemigo y le apunta. Tal vez segundos antes le dijo: “¡Alto ahí!” y el fotógrafo alcanzó a tomar la fotografía, pero nada más hizo. Tal vez, después de este instante (congelado para siempre), el fotógrafo se agachó, dejó la cámara sobre el piso, se paró y levantó las manos, porque el niño de la metralleta le ordenó: “¡Manos arriba!”.
Los vencidos debían levantar las manos, a la altura de la cabeza. Mostrar las palmas al frente, mostrarlas para indicar que nada llevan, que están vacías. Bastaba la indicación: “¡Manos arriba!”. Era como un código de ética.
Si me fijo en la foto veo que es un montaje. ¡No puedo estar vestido así, en medio de la batalla! Mi pantalón está limpio, limpia mi camisa, limpio mi rostro. Tal vez es una fotografía que captura el instante previo en que saldré de la casa para recibir los vítores del pueblo. Sí, ¡eso es! El pueblo me espera en las calles, ha llenado de banderitas mexicanas todas las fachadas de las casas. Las personas están en los balcones y en las banquetas, levantan las manos, esperan el momento en que Alejandro pasará por en medio, sobre un jeep descapotable, recibiendo la bendición de la gloria a su regreso de la guerra. Alejandro ¡es un héroe! En el instante en que el ejército enemigo (¿eran alemanes?) asaltó el campamento y todos los soldados mexicanos soltaron las armas y levantaron las manos en señal de rendición, el niño (casi el niño héroe) se tiró al piso, pasó, como topo, por debajo de la manta y, en un movimiento de compás, con su brazo izquierdo tomó al general por detrás, le puso la metralleta en la sien derecha y le dijo: “¡Ríndase!”. La acción fue tan rápida que los soldados enemigos nada hicieron. El general, lleno de sudor, con voz de ganso, ordenó a sus soldados: “¡Suelten sus armas!”. Mis compañeros bajaron sus brazos, tomaron sus armas y apresaron a los soldados enemigos. Fue el momento de mayor gloria para el ejército mexicano. Si ahora la historia no lo consiga, si ahora la historia sólo honra la batalla de Puebla y enaltece el nombre de Ignacio Zaragoza es porque, todo mundo lo ha dicho, este pueblo no tiene memoria. Comitán tampoco conmemora ese día, ya nadie recuerda. Pero acá está la fotografía que congela ese instante, la tarde en que un hombre pacifista debió tomar la metralleta en sus manos para salvar la honra de su patria.

sábado, 25 de julio de 2015

CARTA A MARIANA, CON ALAS PARA EL VIAJE




Querida Mariana: la vida es un viaje. Eso dicen los que saben. Al nacer comienza el viaje, un viaje que no elegimos. Tal vez por ello me gusta la palabra viaje, el concepto. Quien viaja ¡elige! Ahora que estamos en vacaciones de verano, veo que muchos de mis amigos salen a pasear. Algunos van a Cancún (¡ah, privilegiados!); otros (los menos) van a Europa (¡París, ciudad bendita!); y la mayoría programa viajes más cercanos. Quienes tienen papás o abuelos que poseen o viven en ranchos viajan para allá. Mi tía Rome viaja a la Ciudad de México cada año, por estas fechas. Va a la Basílica de Guadalupe, a cumplir una manda.
A nosotros no nos tocó elegir nacer o no. Nacimos y punto. Pero, a partir de ese instante, el viaje nos da opciones de elección. Bueno, de pichitos tampoco tuvimos mucho margen para decidir. Los papás, en una carreola, orgullosos y felices, nos llevaban al parque o a Los Lagos de Montebello. Ya más grandes sí pudimos elegir. En compañía de amigos decidíamos ir a uno o a otro lugar. El ser humano, conforme crece, adquiere la capacidad para dar forma a su vida. Algunos eligen viajar a lugares con aires limpios y aguas cristalinas; otros eligen lugares llenos de smog. Los primeros son reductos poco habitados; los segundos están llenos de gente. Juan viajó a la India el mes pasado y a su regreso me contó lo impactante que fue todo lo que vio. Dice que en Delhi, un guía de turistas lo llevó a una zona donde era casi imposible pasar de una banqueta a otra, los carros, como cucarachas, transitaban sin orden alguno. El guía le dijo que no temiera, pero mi amigo no estaba temeroso, estaba deslumbrado. ¿Cómo los automovilistas lograban salir de ese laberinto que ellos mismos construían? Se mareó con el ruido de los cláxones, el humo de los tubos de escape y los gritos de las personas que, en las banquetas, ofrecían infinidad de productos. Como agregado apareció la bofetada del olor de las comidas y fritangas callejeras. Dice que el olor es muy penetrante, algo que hiere al olfato. Fue como estar metido en una cloaca donde miles de ratas iban de un lado a otro y él era una rata más. Después de registrar en su memoria ese caos cotidiano le pidió al guía que lo sacara de ahí. Pregunté: “¿Era como la Ciudad de México?”. No, dijo, eso era más alucinante, todo era como si alguien hubiese aventado mil objetos en un callejón y todos se movieran por inercia, con un movimiento continuo.
A mí jamás me ha tocado una experiencia similar. Como las multitudes me agobian elijo estar en lugares sosegados, donde la presencia humana sea casi imperceptible. Si viajo a Los Lagos de Montebello, casi al llegar busco un espacio donde pueda estar solo. A veces me imagino como un pescador. Veo que los pescadores practican un deporte solitario (¿es deporte?), que no requiere más que un bote lleno de gusanos, como carnada, y una buena caña de pescar. Claro, ¡el río! o la laguna son imprescindibles.
No imagino cómo es caminar por una ciudad como Tokio. Y no puedo imaginarlo porque Ramón, la otra tarde que lo acompañé a su casa, dijo que Tokio es la ciudad más poblada del mundo y dio una cifra que me dejó frío: ¡más de treinta y cinco millones de habitantes! No lo creí, pensé que bromeaba, pero él aseguró que es cierto. ¿Cómo poder imaginar una ciudad así si nosotros vivimos en una ciudad de cien mil y a veces ya se me hace grande? Tokio debe ser como un amontonamiento de bloques de cemento enredados con cintas neón y sus habitantes deben moverse con la misma habilidad con que las hormigas llevan hojas a sus nidos. No, no puedo imaginarlo, no quiero imaginarlo. A mí me gusta (siempre te lo he dicho) la imagen de la última escena de la película “Sueños”, de Akira Kurosawa: la imagen muestra a un joven que llega a un lugar donde hay un río que mueve ruedas de madera en medio del rumor del aire y de los pájaros. El joven cruza un puente de madera en cuyas riveras hay mazos de flores que parecen crecer como si estuviesen plantadas a mitad de una nube. Hay un instante en que la cámara se desplaza por el río y se ve el fondo, todo claro, todo puro, casi intocado por la mano depredadora del hombre. Estos lugares me gustan. Ya quedan pocos en el mundo. En Comitán (¡qué pena!) los lugares intocados ya no existen. Basta como muestra los botones de Los Lagos o del Río Grande. ¡Dios mío, qué le estamos haciendo a nuestro entorno!
Vos sabés que no he pasado de Chacaljocom, pero tengo amigos que sí han viajado. Cuando regresan me cuentan lo que vieron. Algunos me cuentan que escucharon un concierto en un teatro monumental; otros, alumbrados, me cuentan de la visita que realizaron a un museo y describen a la perfección uno de los cuadros, el de Matisse, y comparan sus azules con los azules de nuestros cielos y cuando vuelvo a encontrarlos, ellos tomando un café en “La Techumbre”, cerca de la mesa donde Marco Tulio Guillén escribe, y yo caminando con rumbo al Palacio Municipal, alzan el brazo y me dicen que vivimos bajo un cielo Matisse y sonreímos, ellos porque recuerdan su viaje y yo porque vivo un cachito de lo que ellos vivieron.
Los viajes ilustran, decían los mayores. Yo no sé si el viaje tenga la misión de ilustrar. Más bien creo que un viaje sirve para lo mismo que sirve caminar, cantar, reír, llorar, correr, treparse a los árboles y ver llover; es decir, el viaje es la vuelta a la esquina en ese camino que llamamos vida. Sí, los viajes están llenos de vida, como llenos de vida están los espacios en los que viajamos. Recuerdo con claridad el viaje que hice en tren, en compañía de mis papás. Viajamos de la Ciudad de México a Guadalajara. Mi papá me dijo que él se encargaría de enseñarme a viajar en todos los transportes habidos y por haber (bueno, parece que lo único que nos faltó fue subirnos a un elefante o a un dromedario. Mi papá me quedó a deber el viaje a África). Ese viaje lo recuerdo, porque no dormí. Subimos al tren a las nueve de la noche y buscamos el vagón que nos correspondía. El boletero nos explicó que debíamos pasar al siguiente vagón e indicó que ahí llegaría a solicitarnos los boletos. Yo tenía las imágenes vistas en el cine. Esperaba hallar un gabinete, con asientos y camastros en la parte superior, especial para nosotros tres. Cuando llegamos al vagón correspondiente hallé que todo era como una galera. Muchas personas ya estaban sentadas, frente a frente, porque los asientos eran bancas para dos viajeros y estaban acomodadas de tal modo que yo quedé sentado frente a una señora gorda, que se secaba el cuello a cada rato y tosía como si algo se le hubiera trabado en la garganta. Mi papá se sentó al lado de ella. Mi mamá y yo quedamos frente a ellos, mi mamá frente a mi papá y, ya lo dije, yo frente a la señora. “Duérmete”, dijo mi mamá. ¿Cómo iba a dormir con la luz prendida? Toda la noche, el vagón permaneció con las luces encendidas. No podía, ni siquiera, ver por el ventanal amplio, ver la oscuridad y las siluetas oscuras de la montaña, no podía hacerlo porque si miraba la ventana sólo veía el reflejo de los cuatro que estaban sentados en las bancas de mi izquierda. Si cerraba tantito los ojos, el grito de un niño o un tosido (tal vez un pedo) hacía que los abriera de nuevo y al abrirlos me topaba con la mirada de la mujer que se secaba el cuello y me veía como si esperara que yo cerrara los ojos para abalanzarse sobre mí y ahorcarme. No dormí. Ni siquiera lo hice cuando estaba muy cansado. Tal vez el sueño llegaba por el agotamiento, pero tenía pesadillas donde sentía cansancio porque subía a la cima de una montaña, con la esperanza de llegar a un pueblo, pero subía a lo alto y más montañas aparecían, montañas que debía ascender. Llegamos a Guadalajara a las nueve o diez de la mañana. Ese día, en cuanto mi papá metió la llave en la puerta del cuarto de hotel, dejé la maleta en el piso y me tiré a la cama. No sé cuántas horas dormí, pero cuando desperté un rayo de sol se filtraba por el ventanal, ya estaba amaneciendo. Juré jamás volver a subir a un tren. Bueno, a menos que ellos sean como los que aparecen en las películas, esos trenes que circulan por los valles de Francia o en la ladera del Fujiyama.
Poseemos la capacidad de elegir a donde viajar. ¡Qué bueno! Unos amigos y familiares de Paco elijen, cada semana santa, viajar a Comitán, para ir a su ranchito que está en el entronque de la carretera internacional y la que va a Villa de Las Rosas. Tienen capacidad económica para viajar a París, a Montreal, a Tokio o a Sidney, pero eligen viajar a un pequeño ranchito porque ahí, como dijera el poeta, están “lejos del mundanal ruido”. Ellos deciden, ¡qué bueno!, vivir la vida sosegada, la que permite oír el canto de los pájaros, respirar aire puro y caminar por en medio de las hojas secas. El rumor de los pasos por las hojas secas es como un retorno al origen.

Posdata: a la tía Elvira le gustaba decir: “¿Por qué viajo? Viajo para no hacerme vieja”. Viajó mucho y vivió más de noventa años.

viernes, 24 de julio de 2015

JUEGO DE IMAGINACIÓN




“Tía, tía, llévame al parque”, dijo Sonia, saltando de un lado a otro. Su tía Aurora preparaba la harina para hacer unas galletas. Ya tenía prendido el horno y una bandeja. Sonia insistió, jalándola del mandil. La tía precisó: “¿Quieres galletas o ir al parque?”. La niña, por supuesto, dijo que quería las dos cosas, brincó y dijo: “Galletas y parque” y luego, muy seria, dijo que podían hacer las dos cosas: vamos un rato al parque y luego venimos a terminar las galletas. Lo dijo como si ella estuviese ayudando a hacerlas.
Bueno, dijo Aurora, se quitó el mandil, fue al cuarto y sacó un suéter para la niña. Está bien, dijo. Vamos al parque. Bastó que caminaran dos cuadras para llegar al parque de San Sebastián. En cuanto llegaron, Sonia corrió por donde se ponen los vendedores de raspados y de salvadillos con temperante. Espera, espera, dijo Aurora y fue detrás de ella. Sonia llegó frente al templo, levantó la vista y dijo: “Mira, tía, mira”. Aurora vio: dos ayudantes de albañil, encaramados en sendas escaleras, raspaban la pared de la fachada. Aurora pensó: ¡vaya, por fin, le darán su manita de gato!
Sonia dijo: “¿Por qué no tienen cabeza esos señores?”. Aurora explicó que las imágenes de yeso, adentro de nichos, no tenían cabeza porque alguien las había quitado. “¿Por qué?”. No sé, dijo la tía. Tal vez fue en tiempos de Los Mapaches y explicó a Sonia (quien, con los brazos cruzados, seguía viendo el nicho donde estaba la imagen sin cabeza), que Los Mapaches eran personas que combatieron en época de la revolución y hacían desmanes por todas las ciudades. Aurora explicó que doña Nelita le contó que ella era niña cuando llegaron Los Mapaches a Comitán y que su mamá metía a todas las niñas en el fondo del fogón de la casa para que los alzados no las hallaran.
“¿Y por qué no les ponen cabeza de nuevo?”. No sé, dijo Aurora, debe ser porque las autoridades no lo permiten. “¡Qué tontas las autoridades!”, dijo Sonia. “¿Jugamos, tía?”. ¿A qué, niña?, preguntó Aurora. “A ponerles cabezas a esas estatuas”. Y Sonia le pidió a su tía que cerrara los ojos y que imaginara a un animal. “¿Cuál?” ¡Mapache!, dijo Aurora, ya instalada en el juego. Y Sonia le pidió que describiera al animal. “¿Cómo es? ¿Tiene bigotes?”, y Aurora dijo que el mapache tenía como un antifaz en la cara. “¿Cómo?”. Como si fuera un pirata con dos parches. “Ah, qué bonito. ¿Y qué más?”. Bueno, tiene una cola como de gato, con rayas negras y grises. “¿Cómo?”. Ah, es como una bufanda para un gatito en invierno. “¿Y el gatito se calienta?”. Sí, ya queda calientito, como si estuviese en brazos de su mamá. “¡Sí, tía, le pongamos cara de mapache a esa estatua!”. Y Aurora dijo que sí y logró ver, así con los ojos cerrados, cómo, en lugar del vacío, la imagen tenía una cara de mapache. Pero apenas estaba viendo cómo el mapache movía su nariz húmeda, como de aceituna negra, cuando abrió los ojos y se persignó y pidió perdón a Dios por la irreverencia. “¿Qué pasó?”, preguntó Sonia. Nada, nada, hijita, me acordé que debemos regresar a casa para hacer las galletas. “Sí, sí, vamos a hacer las galletas”. Sonia tomó de la mano a Aurora y la apresuró. En el trayecto, Sonia besó la mano de su tía y le dijo que era muy buena. “¿Verdad que se veía bien bonito el señor con cara de mapache?”. Aurora dijo que sí. Y se apuraron porque Aurora dudó si había apagado el horno.

miércoles, 22 de julio de 2015

REGALO DE CUMPLEAÑOS




¿A Buenos Aires? “Sí”, me dijo Armando. Yo estaba en casa y había levantado el aparato telefónico en cuanto sonó. “Quiubo, carnalito”, me dijo y luego de preguntar por la familia y contarme cómo le iba, soltó la invitación: me invitaba a ir a Buenos Aires, ¡Argentina!, todo pagado; iríamos a un concierto de Joan Manuel Serrat; y escucharíamos a millones de argentinos hablar de vos. Esto lo dijo al final, lo dijo como broma: “Millones de argentinos hablarán de vos”. Siempre, desde la universidad, Armando ha hecho broma con ello, porque una vez, en casa de sus papás, en la Ciudad de México, le conté el chiste de doña Lolita Albores, el chiste del extranjero que visita Comitán y pregunta: “¿Acá es donde hablan de vos?, y la mujer responde: “Hablarán de su abuela, porque yo soy niña”.
¿A Buenos Aires? ¿Así, sólo porque sí? Sí, dijo Armando, sólo por el mero gusto de compartir la vida con vos, y recalcó lo de vos (iríamos a Argentina, así que más nos valía ponernos en la misma línea). Dijo que ya tenía los boletos de avión (que no necesitábamos visa para entrar a Argentina), que ya estaban hechas las reservaciones del hotel y los boletos del concierto. Dijo que todo lo de allá había quedado en manos de Manú, un primo que vive en Buenos Aires. “¿Tienes pluma y papel?”, preguntó. Dije que sí y anoté el número de la reservación del boleto de avión, de Tuxtla a México. “Tu vuelo sale el cuatro, a las nueve veinte”. ¡Dios mío, era sábado santo! “Dios estará con nosotros”, dijo y sonrió.
A mi Paty le comenté y dijo que aprovechara el viaje, era como la lluvia. Era el regalo generoso de Armando por mi cumpleaños (dos o tres de mis lectores saben que mi cumpleaños es el 4 de abril). El concierto de Serrat era el domingo cinco de abril de 2015. Redacté un oficio comunicando a la Presidencia Municipal que me ausentaría por dos días (lunes y martes) y preparé una maleta (una maleta para llevar en los compartimentos de arriba, porque Armando me dijo que, por el horario, ya no alcanzaría a documentar alguna maleta mayor).
El viernes, a las cinco de la mañana, Fidel hizo favor de llevarme al aeropuerto de Tuxtla. Hacía un calor de los mil demonios. En cuanto llegué a la Ciudad de México, antes de marcarle por teléfono a Armando, fui a una librería y busqué una novela. Compré “Le llamé corbata”, una novela de Milena Michiko, que estaba en la mesa de novedades. Saqué un billete de quinientos, pagué y quité el plástico que cubría el libro. Le marqué a Armando. En cuanto contestó, me dijo que ya me había visto, lo busqué en la sala de Aeroméxico, él tenía el brazo levantado. Nos abrazamos en cuanto llegué. El vuelo estaba programado para las once con treinta y cinco. Me ofreció un té que había comprado y me dijo que ya debíamos pasar a la sala. Estábamos justo a tiempo. Me preguntó qué estaba leyendo y le dije que apenas lo había comprado y le mostré la portada. “Ah, sí, habla acerca de un hikikomori”, dijo y me apuró. Lo seguí hasta el mostrador donde una muchacha bonita, con traje azul y mascada alrededor del cuello, nos dio la bienvenida y los pases de abordar. ¡Dios mío! En cuanto subimos al avión pensé que jamás había volado tantas horas. Un sonido como de armónica en do retumbó en mi columna. Buscamos los asientos y coloqué mi maleta en el compartimento de arriba.
¿Qué se hace arriba de un avión en un viaje de diez horas? Lo que Armando hizo, colocarse los audífonos, un cubre ojos y ¡dormir! Yo abrí el libro y leí a Michiko. En la página ochenta y cuatro recordé que era mi cumpleaños. Estaba sobre las nubes. Vi los asientos del derredor, todos, con excepción de una muchacha bonita, dormían. La muchacha veía una película, comía cacahuates, de vez en vez se acomodaba el cabello con la mano derecha y volvía la mirada para ver si alguien la veía.
Pusimos los pies sobre el aeropuerto Ezeiza a la una de la mañana. Manú ya nos esperaba. Ellos se abrazaron, Armando me presentó, cambié el libro de mano y extendí la derecha. “¿Vos también hablás de vos?”, dijo y sonrió. Yo hice lo mismo. Era la primera ocasión que, en suelo argentino, escuchaba el clásico tono de ellos. Pensé, ¡qué bobera!, que hablábamos el mismo idioma. Armando me jaló para integrarme a ellos y dijo: “Acá no te toparás con algún hikikomori” y sonrió. Manú hizo lo mismo y abrazó a Armando, Armando me abrazó a mí y caminamos por debajo de una nave con estructura convexa metálica, como si fuese una extensión del avión en el que habíamos viajado. Llegamos al estacionamiento. Manú abrió la cajuela y dejé mi maleta. Yo estaba cansado. Armando se veía fresco, como si el viaje hubiese sido de la Ciudad de México a Puebla, con escala en Tres Marías, para comer quesadillas de huitlacoche y para pasar a los sanitarios. Abrí la puerta de atrás del auto y miré la estructura del aeropuerto. Manú dijo: “Che, hasta hace poco era el aeropuerto más grande del mundo”. Y lo vi iluminado, como una lámpara gigantesca que era como un hongo dando luz para gnomos lectores. Manú tomó por General Paz, yo recliné mi cabeza sobre el cristal y vi los edificios del otro lado de la autopista, como si alguien apagara la luz, caí rendido. Volví a la hora que Armando entró al cuarto que me habían asignado y me habló: “Alejandro, Alejandro, ya nos vamos”. Me costó un poco reconocer que estaba en Buenos Aires y que íbamos a un concierto de Serrat, en una vieja terminal de trenes, llamada Estación Tigre. El concierto era gratuito, algo así como si un precandidato a puesto de elección popular en México contratara al Komander. Pero Manú tenía boletos especiales para nosotros. Cuando entramos a la explanada respiré el aire de ese Buenos Aires querido. Ah, fue como si todos los afectos argentinos fueran gaviotas y volaran sobre mí: los libros de la Editorial Austral, así como los libros de Borges y de Cortázar; el mate, La Maga, las librerías, el tango y una compañera que tuve en la Facultad de Arquitectura, de la Universidad del Valle de México, plantel roma, y que era de Colombia pero decía que besaba como las argentinas. ¡Quién sabe qué quería decir, pero besaba rico!
El espacio estaba llenísimo. Una noche antes Joan Manuel debió cantar en Mar del Plata, pero tuvo un problema de salud (una simple gripe, que en un cantante es como si un basquetbolista sufriera un esguince en la mano derecha). Pero, la información es que acá, en esta Estación Tigre, ¡sí cantaría! Vi el cielo. Manú me apuró. Nos sentamos: fila cinco, casi bastaba extender el brazo para tocar el escenario. Ya dije: el espacio estaba llenísimo. Siempre me ha impresionado un lugar lleno de gente. ¿Cuántos éramos? He estado en pocos espacios con multitudes. Las multitudes me apabullan. No sé cómo miles y miles de personas se concentran para escuchar a un cantante, para oír el mensaje de un político (me apabullan esas fotos donde Martin Luther King habla ante miles y miles de personas). Asimismo me sorprende ver videos donde Los Beatles tocan y cantan y decenas de muchachas, en la histeria total, gritan y se desmayan al ver a sus ídolos. Ahora, un día después de cumplir cincuenta y ocho años, gracias a Armando, estaba en medio de una multitud para ver y oír a Serrat. Nunca lo hubiera imaginado en los tiempos de la Ciudad de México cuando con Enrique escuchábamos “Aquellas pequeñas cosas” y nos ganaba la nostalgia, porque, en efecto, uno creía que las había matado “el tiempo y la ausencia”, pero esas pequeñas cosas estaban ahí, para saltar en cualquier instante y pasaban sobre nosotros como un tren, como una avalancha y nos sacudían y nos mandaban a un pozo y, no sabíamos por qué, si dos minutos antes estábamos tan bien, teníamos ganas de llorar.
Nos tocó sentados. Después de un cierto número de filas hacia atrás, una valla dividía dos secciones, quienes estaban en la otra sección les tocaba estar parados. Me sentí mal. No me gusta recibir privilegios cuando alguien no está en las mismas condiciones, pero ya estaba ahí, no iba a pararme y ceder el asiento, ¡no!, pensé, después de todo que era algo así como una cortesía para un mexicano. A finales de los años setenta estudiaba en la Facultad de Arquitectura y ahí recibimos cátedra de argentinos exiliados. Nosotros, los mexicanos, siempre generosos, habíamos abierto la puerta de la casa para que ellos entraran, ahora ellos, también generosos, me brindaban un asiento de quinta fila para ver y oír a Serrat.
Armando, con un vaso de café en la mano, preguntó a Manú: “¿Cuántos somos?”, y Manú dijo que las autoridades esperaban más de sesenta mil personas y que tal vez la cifra había sido rebasada. Sí, éramos miles y miles.
Y, de pronto, lo esperado. Los músicos entraron al escenario, iluminado en tonos azules y rojos. Al fondo una cinta con luces de neón que entendí era la firma de Serrat. La firma de Joan Manuel. La gente expectante, esperando el instante esperado. Sólo el escenario estaba iluminado. El director hizo una señal y el guitarrista, como si fuera un integrante de Los Rolling Stones, comenzó a tocar un solo y el baterista, adentro de algo como una pecera, azul, azul como el mar, tocó las tamboras y tarolas y todo comenzó a ser la gran fiesta. Vi a quienes estaban sentados delante de nosotros y vi que eran personas de nuestra edad más o menos, a mi lado también estaba sentada una mujer de más de cincuenta años, tenía un bolso sobre el regazo y repasaba sus manos una y otra vez, como si fuese la lámpara de Aladino y la urgiera a cumplir el deseo. Mientras el guitarrista, con una gorra de beisbolista, seguía guiando el camino por donde también caminaba el pianista y el del sintetizador, por donde aparecieron las primeras notas de “El carrusel del Furo” y, en medio de la penumbra, apareció ¡Joan Manuel! Entendí que así debió ser el instante en que el ángel se le apareció a María, el rostro de María debió ser el mismo que puso la mujer que tenía al lado. Ésta aplaudió en forma frenética y miles y miles de personas hicimos lo mismo. Algunos (así lo habían preparado) sacaron pañuelos blancos y los extendieron como gaviotas en ese playón que de día está lleno de nubes, sol y aves. Todos, sin excepción, levantaban los brazos y aplaudían. Serrat también dio palmadas y sonrió. Se acercó al centro, donde estaba el micrófono en un pedestal, y cantó. Así, como si fuese un duchazo de agua tibia, su voz (ya desgastada, ya cansada, apenas recuperada de la gripe) nos mojó y su lluvia fue como de pétalos tiernos. Debajo de un saco abierto, aparecía una camisa y debajo de ésta: una playera con cuello alto, ¡claro!, para proteger su pecho. Serrat nunca ha sido un gran cantante, pero interpreta con gran emoción las canciones que ¡sí son grandes letras! El primer instante es el inmortal. Siempre es así. Cuando alguien baja del tren el abrazo del otro suelta todas las emociones, ya luego como que todo entra en un sendero donde lo cotidiano asoma. Así fue acá. A la hora que Serrat apareció, aplaudimos con intensidad y botamos lo que teníamos acumulado. La mujer que estaba a mi lado sacó un pañuelo de su bolso (así lo había preparado) y se secó las lágrimas. Yo no tenía un desechable, así que dejé que mi emoción corriera sobre mi cara. “Cuando la llama de la fe se apaga y los doctores no hallen la causa de su mal señoras y señores, sigan la senda de los niños…”, fueron las primeras palabras que brincaron sobre el escenario. En un instante, en el momento en que Serrat cantó: “…no se sorprenda si al girar la luna le hace un guiño, que un par de vueltas le dirán cómo alucina un niño…”, él hizo lo mismo que había hecho yo al llegar: ¡vio el cielo! Y pensé que ese momento era un privilegio: estaba cobijado por el cielo de Buenos Aires, por su aire, y estaba al lado de Armando, de Manú, ¡de Serrat!, y por más de sesenta mil almas que ahora aplaudían el final de la primera canción y ya Serrat daba las buenas noches y decía: “Bienvenidos a esta fiesta que es la suya”, y fue la nuestra y entonces cantó: “De vez en cuando la vida”, y supe que en ese instante la vida “me besaba en la boca” y me sentía “en buenas manos”. Y ahí estaba el gran Nano y yo estaba a pocos pasos, estaba abajo y él arriba, pero en ese instante todo era como una mera casualidad, porque, al otro día, yo estaba arriba y él, tal vez, seguía en el suelo de Buenos Aires. Yo, al lado de Armando, iba en avión, sobre las nubes, de regreso a mi pueblo. Armando, con los audífonos y el cubre ojos, dormía, y yo intentaba leer a Michiko, pero leía dos o tres líneas y luego entrecerraba los ojos y recordaba, recordaba los brazos abiertos de Serrat mientras cantaba, los brazos abiertos de miles y miles de espectadores que, fieles, aplaudían cada canción de Serrat.
Cuando Armando me despidió en el aeropuerto para que yo regresara a Chiapas, me dijo que un día de éstos me invitaría a un concierto de Bublé, siempre y cuando fuera en París. Yo nada dije. Lo abracé y él, en voz baja, dijo que todo era por la vida, por compartir la vida. En cuanto subí al avión olvidé lo que Armando dijo. ¿París? ¡Uf, sería tanto! Lo olvidé porque lo único que no puede olvidarse es lo vivido y lo vivido era Serrat y Buenos Aires y el cielo y la multitud congregada, mientras, a lo lejos, cientos de carros pasaban por la autopista y esos cientos y cientos de automovilistas ignoraban lo que en El Tigre acontecía, ahí el aire movía la cabellera de Serrat y, como si fuese una barca lo azotaba directo en su pecho y la multitud le cantaba “que los cumplas feliz”, porque en una pausa del concierto había dicho que estaba cumpliendo cincuenta años de estar en escenarios. Y entrecerraba los ojos para volver a ver el negro intenso del cielo de Buenos Aires, que, a final de cuentas, es primo hermano del cielo de París y del cielo de Comitán.
De broma digo que de Chacaljocom no he pasado. Mis paisanos saben que Chacaljocom es una ranchería cercana a Comitán, que está con rumbo a San Cristóbal, a México, a Estados Unidos, a Canadá. Pero por rumbo al Sur, ah, el Sur, gracias a Dios sí he pasado. Ya comprobé lo que dijo Benedetti: ¡El Sur también existe!
Todo fue como una pausa, como un suspiro. El miércoles 8 ya estaba de nuevo en la oficina. Había vuelto a mi ciudad, a mi Paty y a mi mamá, y a mi trabajo. Todo estaba como intocado. Nadie volteaba a verme. ¿Quién sabía que yo había estado a escasos metros de Serrat, el autor de Penélope? ¡Nadie!

lunes, 20 de julio de 2015

CUANDO ES DIFÍCIL IR DIRECTAMENTE AL GRANO



La librería Lalilu organizó una jornada en homenaje a Roberto Bolaño. Me invitaron a participar. Paso copia del textillo que leí.



Samy me preguntó: “¿Cómo va tu texto acerca de Bolaño?”. Me hice tacuatz, vi el cielo y le dije que esa mañana era una mañana limpia en Comitán. Recordé que Samy me invitó a participar en esta Jornada Bolaño que la Librería Lalilu impulsa.
¿Qué decir acerca de este escritor? Tal vez decir que la primera vez que oí su nombre fue en un texto de Nadia Villafuerte; tal vez decir que, hasta hace poco, nada había leído de él, y, a la fecha, sólo he leído “Los detectives salvajes”, algunos cuentos, y el inicio de “2666”. Decir que no estoy de acuerdo con un crítico que dijo que “Los detectives salvajes” superaba a “Rayuela”. ¿Cómo decirle a ese crítico que la literatura no es una carrera de caballos, donde el 7 gana por una nariz a la yegua de pura sangre marcada con el número 2?
¿Qué decir de Bolaño, Samy? Nada tengo qué decir. Salvo que ahora sé que es de Chile y que su obra, dicen lo que saben, no sólo es de chile, sino de dulce y de manteca.
Pero, igual, apenas hace dos o tres meses me enteré que el famoso grupo musical “Los ángeles negros” es de Chile. Germain de la Fuente, cantante del grupo, es paisano de Bolaño. Debo reconocer entonces que Germain me dice más que Bolaño. ¡Qué pena! ¡Cómo me atrevo a señalar esto en un acto que es en reconocimiento a un escritor muy leído y aclamado! En los años setenta, década en que el grupo musical fue exitoso, tomé licor acompañado por música de “Los ángeles negros”. Íbamos al departamento de Paco Gamboa y él, en un modular que tenía luces azules, programaba la discada. Ponía Frank Pourcel y a la hora que estimaba que ya estaríamos medio bolencones bajaba el disco de Los ángeles negros. Hace apenas pocos meses, la televisión dio a conocer la historia de uno de los integrantes del grupo: vive en la indigencia, en una zona conurbada del Distrito Federal. Quien, en los setenta, gozó de la fama ahora sobrevive de lo que los vecinos le pasan a dejar en una combi en ruinas que le sirve como morada. Ahora pienso que si Bolaño viviera tal vez escribiría un cuento con la vida de este hombre.
Google informa que Bolaño nació en 1953, en el mismo país que, pocos años después, nacen Los ángeles. Cuando Bolaño tiene veinte años, la agrupación musical se presenta en toda Latinoamérica, con gran éxito. Bolaño vive en la Ciudad de México, pero justo, cuando cumple los veinte regresa a Chile y, ¡oh, Dios mío!, justo ese año, los ángeles llegan a instalarse en México. Esto lo digo para preguntarme: ¿Bolaño escuchó alguna canción en la voz de Germain de la Fuente? Hasta el momento, de lo poco que he leído de su obra, jamás me he topado con una mención del grupo. Por esto, tal vez, ahora, como mero pretexto, quise unir a estos dos chilenos.
Bolaño regresa a México en 1974, año en que nosotros también viajamos hacia allá, para estudiar la Universidad. Así pues, no es difícil que alguna mañana, Roberto haya estado en la Librería del Sótano y nosotros (los estudiantes universitarios de ese tiempo), a la hora de tomar un libro de un estante, hayamos chocado con él, y le hubiéramos pedido disculpa. Mientras Bolaño escribía, nosotros, en el departamento de Paco, tomábamos trago y escuchábamos a los Ángeles.
Y ahora insisto: ¿escuchó Bolaño a sus paisanos? Casi quiero decir que sí. Es imposible que no los haya escuchado. En ese tiempo, Los ángeles negros se escuchaban en todas las radios, por ello no es difícil que él, mientras cenaba unos tacos de suadero, en mesas con mantel de plástico, escuchara “Mañana me iré, amor mío, qué triste estaré, te digo…”, así, como fondo musical, como un sonido más enredado en el bullicio de los cláxones y de los enfrenones de los camiones urbanos de ese tiempo. Pero, la pregunta es: ¿los identificaría como sus paisanos? ¿Algo en su mente y en su corazón lo remitirían a su país de origen? Digo que he leído poco de Bolaño, pero parece que hay más México que Chile en su obra. ¿Por qué?
Qué pena, Samy me invitó a escribir un textillo a propósito de Bolaño, y vean con qué salí. Para no hacer evidente lo que acá he narrado y la gente crea que nada digo de él, concluyo diciendo que me gusta la constancia de Bolaño. Sus biógrafos narran que él se levantaba de madrugada y escribía, escribía mucho. Puede ser un mito. Quien bebe trago no se levanta de madrugada, pero, bueno, quiero creer que así era y esto me da mucho gusto, porque yo, siempre he recomendado a mis jóvenes amigos escritores que sean constantes, que escriban siempre, mucho, para que algún día, como a Bolaño, acá en Lalilu les dediquen una semana de homenaje, no a ellos, sino a su obra, una obra que llegue a toda Latinoamérica y que dé cuenta de los grupos musicales que hayan alimentado sus madrugadas cuando fueron jóvenes.
Pues sí, Samy, por esto me hice tacuatz aquella mañana. Me preguntaste: “¿Cómo va tu texto acerca de Bolaño?”. Hablé de la mañana, porque me dio pena decirte que nada tengo por decir acerca de Bolaño, lo he leído poco, apenas “Los detectives Salvajes”, algunos cuentos y el principio de 2666. En cambio, he escuchado mucha música de Los ángeles negros.

domingo, 19 de julio de 2015

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE ESTÁ UNA SEMILLA




Todos vivimos en un vecindario. La vecindad hace que nos llamemos vecinos. Cada vecino tiene su forma particular de ser. Hay vecinos (¡Dios nos libre!) que son repachangueros y constantemente hacen guateques. La tarde menos pensada escuchamos los ruidos de una tarola y sabemos que habrá fiesta. Vamos al buró, abrimos la gaveta y sacamos los algodones para los oídos. Hay otros (¡Dios nos libre!) que les encanta la bebida, a las doce de la noche llegan a su casa (al lado de la nuestra), abren las puertas delanteras de su auto y suben el volumen del estéreo. Ahí se están, chocando vasos, platicando en voz altísima, gritando. Tampoco faltan los que son argüenderos por naturaleza, los que, desde su balcón o desde la ventana, hurgan a todo el que pasa y son los primeros en abrir la puerta para ver quién toca en la puerta de al lado. Pero también (¡Dios nos los mande!) hay vecinos que procuran la buena vecindad, tocan la puerta, uno sale a abrir y la hija de la vecina dice: “Acá le mandó esto mi mamá, que es para el hoyito de su muela”. Y uno abre la manta blanquísima que cubre el canasto de mimbre y halla cuatro chayotes hervidos, con la lengua de fuera. La niña completa: “Que dice mi mamá que están bien sabrosos, bien sequitos”, dice adiós, da diez pasos y entra a su casa. Lo hace con tal rapidez que casi no da tiempo para decir gracias. Porque uno debe dar gracias cuando aparece la buena vecindad.
Porque la buena vecindad logra los prodigios como el que acá se muestra. La maestra (vecina buena) está empecinada en hacer un jardín común que bendiga la mirada de todos los vecinos. Se ha dado a la tarea de obsequiar estas hermosas macetas de barro para que los vecinos las pongamos en la banqueta, así, al paso de todos los caminantes.
Los pesimistas advertimos que se robarían las plantas (ya lo han hecho), pero ella insiste. Como si supiera que en algún instante la tormenta pasará y el sol brillará de nuevo. Ella aplica ese apotegma clásico de hacer la gran obra en la pequeña parcela. Sí, la gente no puede transformar el universo, pero el universo puede comenzar a llenarse de luz cuando alguien (ella, bendita sea) transforma su pequeño espacio.
Algún día, la cucaracha vecina (que nunca falta) y el tzucumo vecino (siempre aparece) entenderán que la maestra también fomenta esta acción para ellos, para ellos que joden la siembra. La maestra insiste, como si regara estrellas abre la mano y obsequia macetas y plantas para que los vecinos las coloquemos sobre las banquetas. Nada pide. Ella llega y, como si fuese la niña hija de la vecina, abre la mano y suelta la lluvia tenue.
Ella es como el aire. De manera inadvertida se entrega a los demás con la generosidad del que da vida a los pulmones.
La otra mañana (¡nunca falta!) algún vecino llegó a dejar al lado de estas macetas una maceta quebrada. Era una maceta toda sholca. ¿Cuál era el mensaje? Lo entendimos, porque sabemos hacer lecturas de la vida. Entendimos que quiso opacar la luz que la vecina buena riega. ¡Pobre quien deja macetas torcidas! No hace más que embarrar su pobreza en su espíritu.
La maestra insiste, insiste en compartir el agua buena. Mientras en el mundo abunda el polvo y la mierda, ella, de su corazón, riega vida. ¡Larga y abundante vida para ella que piensa en los demás! Es apenas una pequeña parcela, pero ella sabe lo que debe hacerse en una ciudad, en un país. Ah, si más gente, como ella, regara luz en su pequeño espacio, todo se volvería más humano, más río de agua limpia.
Hay vecinos para todo y de todo. Ojalá que haya más vecinos como ella, la mujer que abre la mano y riega luz, riega oro, para que los demás vivan contentos.
En nombre de todos los comitecos ¡gracias! Gracias por querer enseñarnos cómo la vida no sólo es lo cercano sino también lo ajeno.

sábado, 18 de julio de 2015

CARTA A MARIANA, CON DOS O TRES CANCIONES INCLUIDAS




Querida Mariana: El Cholo me cae bien. Siempre juega con las letras de las canciones. Este juego lo juegan muchos en nuestro país. La letra de una canción sencilla e inocente se convierte en una letra picaresca y llena de humedades. Es bien conocido el caso de las canciones de Cri Crí: “El chorrito se hacía grandote, se hacía chiquito”. La gente cambia la palabra chorrito por una palabra que suena como jujum y que en mentes perversas hace volar la imaginación: “El jujum se hacía grandote, se hacía chiquito, estaba de jujum jujum”.
A mí me encantan las palabras. ¡Todas! Y también me gusta jugar con ellas. Vos y yo hemos jugado; así como otros juegan tenis, básquetbol, billar o montan bicicleta, vos y yo jugamos a las palabras. Uno de los juegos que más me gusta es cuando quitamos una letra a una palabra o cambiamos las vocales y transformamos el sentido.
El Cholo, desde siempre ha sido juguetón con todas las cosas. Su mamá cuenta que de niño salía al patio cuando llovía, levantaba los brazos, daba vueltas y vueltas, cantando: “Que llueva, que llueva, la jujum de la cueva, que llueva, la jujum de la jujum”. Y es que jujum puede ser todo. En mentes perversas puede ser lo peor y en mentes puras puede ser como un chocolate o una cuerda.
Una vez fui a una reunión y un grupo de maestras, entre treinta y cinco y cincuenta años de edad, jugaban el juego: “Por detrás y por delante”. Ah, cómo me divertí. Una maestra, la de los pechos más grandes y de escote generoso, se paró a mitad de la sala y repartió papelitos, aclaró que eran títulos de canciones conocidas. Cada jugador, antes de leer el título de la canción, debía decir: “Por detrás tengo”, y luego decir: “Por delante tengo”. Repartió los papelitos. Destapé el mío y en silencio leí: “1.- Amor chiquito. 2.- La negra noche”. ¡En efecto, dos títulos de canciones! Fui el primero a quien le tocó leer. Me paré y leí: “Por detrás tengo: La negra noche” y “Por delante tengo: Amor chiquito”. Ah, todo mundo rio. A mitad de la lectura, hubo una maestra que se paró y fue al baño. Literalmente, se orinaba de la risa.
Ya te conté que siempre fui muy inocente y, en una ocasión, mi papá me jaló las orejas, porque, al regreso de la escuela, entré cantando: “Dame tu cu, dame tu cu, dame tu cubeta de agua, para mi ve, para mi ve, para mi verde jardín”. A mí me gustó la tonadita, aprendí la letra, pero jamás le vi la torcedura que sí le vio mi papá, que, en esa ocasión, tuvo la mente más negra que la noche en que se perdió el cuch.
Me encanta estar en tu casa. Disfruto mucho cuando tu novio está de viaje y tus papás ven televisión en su cuarto y vos me invitás a estar en el patio. Me gusta sentirme consentido, aprecio que vos me ofrezcás un té y luego tomés un libro y leás una palabra, cualquiera, y comencemos a jugar. “El abuelo come poro”, leés y yo le quito la pe a poro y transformamos la oración: “El abuelo come oro”. Me gusta verte reír. Me gusta cómo seguís el juego: “Si come oro, ¿qué hace cuando va al baño?”. “Defeca una moneda”, digo y vos, como si fueras el tren bala, continuás el juego: “¿Moneda? ¡Menudo!, dirás”, y yo río y me sorprendo ante tu agilidad mental al cambiar las vocales de manera prodigiosa.
El lenguaje da para mucho. Al Cholo le gusta hacer retruécanos, que son esos juegos en que se invierte el orden de las palabras para que asuman otro sentido. Es famoso el que dice: “No es lo mismo huele a traste que atrás te huele”, o el de “No es lo mismo un camaleón que la cama de un león”, o el que dice: “No es lo mismo la cómoda de tu hermana que acomódame a tu hermana”.
El otro día fui a casa de El Cholo. Antes fui al mercado Primero de mayo a comprar jocoatol, porque a él le gusta mucho. Supe que estaba en cama, porque tenía gripe. Su mamá abrió la puerta, dijo que a su hijo le daría mucho gusto verme. Le pedí que pusiera el atol en una taza. Cruzamos el patio, lleno de luz, pleno de aire, y la acompañé a la cocina. Mientras ella abría la alacena para sacar la taza, escuché que El Cholo cantaba, su voz apenas se escuchaba. Su mamá dijo que era un imprudente: “Está enfermo y ahí está dale y dale con las canciones. Se lastimará la garganta”. Sonreí y tomé la taza para llevársela. Al entrar al cuarto le dije a mi amigo que acercara la taza a su nariz y oliera. Ah, dijo, qué rico huele el jocoatol, huele a agrio, completó y rio. Estaba con la colcha hasta la nariz. Se sentó en la cama y tiró la colcha. No tengo gripe, dijo, estoy bien crudo.
¿Cantabas?, le pregunté. Sí, dijo, estoy jugando con canciones. Y cantó. Era como un cenzontle con moquera. Cambiaba palabras en las letras de las canciones. Reía. Yo reía también. Algunos cambios eran simpáticos, otros eran grotescos. Estaba casi borracho. Su mamá pasaba por el corredor y tosía. Pero, mi amigo no le hacía caso. Una canción de José José que se llama “Cuarenta y veinte”, que habla de una relación entre un hombre de cuarenta y una muchacha de veinte, la cambió por “Calienta y vente”. Sé que vos sos una niña bonita y no sabés de torceduras perversas, pero cualquier mente con más de treinta y seis grados entiende que al decir “vente” se refiere al último paso de una relación sexual.
Cambiar el sentido de los objetos o de las acciones a través del cambio de palabras es un juego divertido. Por eso te quiero, porque vos jugás un juego intelectual y contigo no me aburro. Cuando nos vemos, cuando estamos en el parque o en la biblioteca y abrís un libro y decís una palabra es como si vos fueras la encarnación de aquella cita bíblica que dice: “Basta una palabra tuya para sanar mi alma”. Sí, la palabra sana. No importa que esta palabra sea una de esas palabras que los otros usan para dañar, para ofender. No. En tu boca, querida mía, las palabras son como papalotes o como columpios. Recuerdo que la otra tarde, mientras mirábamos caer la lluvia, con truenos y demás efectos especiales, abriste un libro donde estaba la palabra papalote y le cambiaste una vocal: papalito y luego le diste el sentido juguetón y separaste: papá lito y me contaste que a tu abuelo lo llamabas Lito, porque no podías pronunciar Luisito. Pero, luego, mientras granizos del tamaño de una canica chocaban contra el cristal de la ventana, pronunciaste la palabra con otra separación: pa’ palito, y pusiste la mano derecha sobre tu muslo y la deslizaste, vi la curvatura que hiciste con tu mano y sentí que el rayo que se dibujaba en el cielo gris me tocaba.
Toda palabra puede convocar otro sentido. Depende de la entonación, depende de la forma en que la tomamos de la mano. Hay palabras que son como muy solemnes, pero si las sacamos al patio y las ponemos a brincar la cuerda o a saltar sobre los charcos toman otra dimensión. Mariola cuenta algo simpático. Dice que su papá se llama Jaime, y desde hace dos o tres años comenzó a perder la memoria. Al inicio, cuando alguien le preguntaba qué tenía su papá, que parecía como un libro olvidado, ella tomaba del brazo a la persona, la sacaba de la sala y, en voz baja, le decía que tenía Alzheimer. Pero un día, quién sabe por qué, ella jugó con la palabra y pensó que su papá tenía “Aljaime”. Le gustó la palabra y anduvo todo el día cantándola: “¡Aljaime, aljaime!”. Cuando entró a la sala, su papá le dijo que le gustaba esa canción y preguntó quién la cantaba. Mariola dijo que la cantaba Juan Gabriel. ¡Sí, sí, recuerdo!, dijo el papá y cantó, en voz baja, como si fuese un fonógrafo tullido: “Aljaime, aljaime”, lo cantaba al ritmo del Noa Noa. Mariola se emocionó, se dejó caer sobre un sillón y vio a su papá, que era como un canarito fuera de la jaula y no volaba porque ya había olvidado para qué servían las alas.
Julio Cortázar, autor de esa novela llena de aire que se llama “Rayuela”, en uno de sus cuentos menciona uno de los más famosos anagramas que se han escrito en el mundo. Vos sabés que los anagramas son esas palabras que emplean las mismas letras, pero con un acomodo diferente. Tal acomodo hace que se abran más ventanas. El anagrama es: Salvador Dalí; Ávida dollars. ¿Mirás que prodigio? El anagrama del pintor catalán lo retrata de cuerpo entero: era un chucho para la paga, para los dólares.

Posdata: El Cholo me cae bien. Es muy aficionado a jugar el fútbol, pero también es un gran lector y le encanta jugar con las palabras. Me cuenta que a veces se desconcentra en el juego. Mientras corre a medio campo y levanta la mano para pedir el balón, escucha que el Drácula, jugador que corre dificultosamente por la panza de rotoplás que se carga, pide el balón a gritos: “Pasala, pasala”. Él se desconcentra. Piensa en la palabra que escucha y la divide en dos: pasa y ala y ahí se jode el juego de fútbol y es cuando el entrenador lo regaña y le advierte que para la otra y la otra asoma pronto y entonces lo sacan del juego y él se enoja y al término va a la cantina y toma una caguama y luego la caminera y así, jujum, jujum…

viernes, 17 de julio de 2015

EN EL NOMBRE DE GABO



Los compañeros preguntaron: ¿Qué nombre llevará nuestra generación?”. Brincaron cuatro o cinco nombres de escritores, un chiapaneco se coló entre ellos. Al final decidimos que se llamara Generación “Juan Rulfo”. Durante cuatro años y medio habíamos cursado la Licenciatura en Lengua y Literatura Hispanoamericana, en la UNACH. De trece compañeros iniciales concluimos sólo cuatro: Gustavo, Marisa, Alejandra y yo. ¿Llegamos a la facultad porque alguien nos dijo que ahí vivía un tal Pedro Páramo? O ¿llegamos porque, en ese tiempo, la facultad era como un páramo? ¿Elegimos el nombre de Juan Rulfo porque el tiempo de estudio fue como caminar en un “Llano en llamas”?
Una mañana acudí a la ceremonia de clausura de cursos del Cbtis 108, en representación del Presidente Municipal. Llamo mi atención el hecho de que alumnos de un tecnológico industrial hubiesen decidido que la generación llevara el nombre de un escritor: Gabriel García Márquez. ¿La técnica y la literatura unidas? Esta generación logró el ideal educativo: que el individuo conjunte la ciencia con el humanismo. Tal decisión no es producto de la casualidad, los Cbtis participan, cada año, en Encuentros Nacionales de Arte y Cultura.
Al término de mi bachillerato (en 1974) estudié en la Facultad de Ingeniería, de la UNAM. El maestro de Electricidad I, destinaba los diez minutos últimos de la cátedra a leernos fragmentos de novelas. El primer día (para los despistados) explicó la intención de tal insólito comportamiento: que los ingenieros mexicanos no sólo dominaran la técnica sino también el espíritu. Dios bendiga a estos maestros que son como cimas de montañas.
La ceremonia del Cbtis 108 se realizó en el patio central, bajo el domo. A las diez de la mañana, el patio estaba lleno de papás, mamás, padrinos, madrinas, abuelos y hermanos de los graduandos. Ellos: ¡apuestos!, y ellas: ¡bellísimas!, con vestidos que parecían tejidos con hilos de aire, aire azul, aire verde, aire amarillo. Y digo amarillo porque cuatro bandas de tela pendían de la estructura metálica del domo, y una de estas bandas era de color amarillo, el color de las mariposas que vuelan los cielos de Macondo, la mítica tierra de Gabo.
El nombre del escritor presidía el acto. La XXXVIII generación se llamó Gabriel García Márquez, y su nombre y su obra literaria, como mariposas amarillas, revolotearon en el patio central de la escuela. La palabra de Gabo también voló a la hora que Valeria Monserrat Torres Guillén, en nombre de todos sus compañeros egresados, habló y habló bien. Habló tan bien que nos legó un tesoro. Valeria, muchacha bonita, contó que su abuelo y su padre siempre la alientan con la práctica de las Tres C. Cualquier empresa que se emprenda debe hacerse con Constancia, con Congruencia y con el Corazón. ¡Ah, qué mensaje tan lleno de aire, tan de vuelo de garza!
Nuestra generación de literatura casi exigía el nombre de un escritor, de un narrador o de un poeta. Decidimos que el nombre de Juan Rulfo fuera como el faro para el camino incierto que siempre acompaña a las personas que concluyen una etapa e inician otra. Ahora, estos muchachos bachilleres técnicos decidieron que su generación llevara el nombre de Gabo, autor de “El amor en los tiempos del cólera” y de “Memoria de mis putas tristes”, entre otras famosas obras.
Es un suceso normal que estudiantes de literatura designen a su generación con el nombre de un escritor, pero no es común que lo hagan estudiantes de un centro tecnológico. La vocación de estos últimos pareciera estar encaminada a las huellas del acta de nacimiento de un científico, de un Stephen Hawking, por ejemplo.
Las bandas de tela se movían de un lado para otro, parecían velas de barcos a punto de soltar amarras y dirigirse a alta mar. Eran cuatro bandas: dos blancas, una azul y la amarilla. Una de las bandas blancas, la que tenía más cercana, era como la huella etérea de Remedios, la bella; la mujer que ascendió en medio del aire. Y la banda amarrilla se movía como si fuese una réplica de la Vía Láctea, como si todas las mariposas amarillas fueran una yunta y caminaran juntas en busca de un destino. ¿Quién puede signar el destino de los muchachos que ayer abandonaron su escuela? ¿Estaba entre ellos el descubridor el misterio del universo? ¿Alguna de ellas será la que construya un puente que llegue hasta la luna? ¿Será que uno de ellos decidirá botar la ingeniería y, como Jorge Ibargüengoitia, dejar atrás la ciencia y convertirse en un escritor que dé luz a la patria? ¿La niña bonita que obtuvo el Primer Premio de Cuento, a nivel estatal, seguirá escribiendo?
Fue una mañana llena de mariposas amarillas. Fue una mañana plena, día en que las muchachas bonitas sonrieron mientras sus papás y mamás les daban un ramo de flores; fue una mañana en que los muchachos recibieron un abrazo. Las flores y los abrazos son buenos amuletos para el camino incierto; también es un buen amuleto el vuelo leve de una mariposa, de una mariposa amarilla. ¿Qué conjuro debe hacerse para invocar Cien Años de Felicidad?

miércoles, 15 de julio de 2015

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE PARÍS ASOMA LA NARIZ




Ernest Hemingway escribió un libro que se llama “París era una fiesta”. Los que conocen esa ciudad aseguran que ¡sigue siendo una fiesta!
¿Cuál es la parte de la cara más prominente? Algunos dicen que la oreja. Hay gente que tiene orejas de ratón o de conejo. Algunos otros afirman que es la nariz. Sí, las dos partes más visibles son la nariz y las orejas. Aunque, claro, hay algunos que tienen los ojos saltones, que son bien ojones, casi casi ojetes mayores.
París es una ciudad narigona. Lo primero que asoma en el horizonte es la Torre Eiffel, que es como la nariz de esa ciudad, una nariz postiza que, al principio, los franceses le hicieron el fuchi y que ahora la cuidan como la niña de sus mocos.
A veces, por esos prodigios de la vida, un balcón regala una imagen insólita: ¡la Torre al lado de una olla de Canalum! ¿Dónde es Canalum? Es una modesta ranchería cercana a Comitán, donde no hacen torres como la Eiffel, pero sí hacen ollas de barro, panzudas, que parecen soles.
Y acá, por ese prodigio ya manifiesto, la nariz de la torre aparece al lado de la oreja que es como una prima de la oreja que aparece en los juegos de pelota de los mayas. Porque (no podía ser de otra manera) las asas de las ollas de barro de estas regiones tienen un carácter que es herencia de nuestra cultura.
¡Ah, el París de Hemingway, de Joyce, de Ezra Pound y de ese escritor llamado Scott Fitzgerald, autor de “El gran Gatsby”, novela que es como el Sena, llena de reflejos! ¡Ah, París!, ciudad que se derrama como si el universo fuera un simple tapete bordado de flores. ¡Ah, Canalum!, poblado, hijo del chal, donde las mujeres moldean el barro. Lo hacen sin tener un horno. Queman las piezas al aire libre. Por eso, cuando llueve las ollas quedan sin cocer, sin adquirir la luz para conservar el agua. Porque estas ollas, ollas grandes, panzudas, bien galanas, se colocan en los patios y sirven para reunir el agua, tanto la que se usa para lavar los trastos, como la que, en pequeños recipientes, se pone a hervir para el consumo humano.
¡Ah, que feliz alianza! La de famosa torre con la sencilla olla. Nariz y oreja. ¿Quién se deja? Oreja y nariz. ¿Te pico el tutís? ¡Oui, oui!
¡Ah, el París de Cortázar, el de Brigitte Bardot; el de Marcel Marceau, el mimo que tenía palomas en las manos! ¡Ah, el Canalum de Juana, el de doña Rosa, la artesana que, igual que Marcel, tiene palomas en las manos y vuela por encima de los cielos del barro para hacer llover luz, mucha luz!
Este balcón es como un atelier donde un pintor (una pintora) pinta un cuadro al óleo y pinta la torre de París, la nariz de esa ciudad. Ah, qué ciudad tan narigona, más que francesa pareciera tener un perfil griego. Porque, todo mundo lo sabe, Grecia no sólo tiene problemas económicos, también tiene a los hombres más bellos del mundo. Las mujeres de Canalum aspiran a lograr la perfección del cuerpo griego y, como los griegos modelaron el mármol, así, ellas modelan el barro, con pasión y delicadeza, como si el agua no fuese de un simple riachuelo sino fuese agua del Sena y el barro no fuera un barro modesto sino mármol hecho masa, hecho moco de la nariz de París.
El comiteco camina por las banquetas con laja y mira el atelier y descubre, al lado de una olla de barro, la torre de París. Ah, qué alianza tan francesa, tan comiteca, tan llena de luz y de sol.

lunes, 13 de julio de 2015

LA HISTORIA QUE JAMÁS CONTARÉ




A Pedro le dije que no podía narrar ese don que Plutarco posee. ¿Cómo escribir de un tema escabroso? A Pedro le dije que sí, que soy desenfadado, que mis lectores me conocen, que no soy colconabe en dulce, pero que procuro no cruzar esa raya que delimita el territorio de lo grotesco. Pero Pedro insistió, dijo que por anormal, debía consignar el comportamiento de Pedro; dijo que era un don no común, que debía darse a conocer al mundo. No, no escribiré acerca del don de Plutarco, le dije y alcé la mano para llamar al mesero. Cuando el mesero llegó (estábamos en el Restaurante “La Casona”) le pedí que sirviera otra cerveza a mi amigo y una limonada para mí. Antes que se retirara, Pedro tomó del brazo al mesero y le dijo que le sirviera otro plato de longaniza, porque estaba deliciosa.
Pedro alzó el brazo, dijo ¡salud! y bebió de la cerveza que le habían servido. Hacelo por mí, dijo. No, dije. Procuré que mi tono sonara como un mazo de hierro para que mi amigo notara que no estaba a dispuesto a ceder en su propuesta.
Entonces, Pedro, dando otro sorbo a la cerveza y preparándose un taco de longaniza, cambió de táctica. Recordó los tiempos en que íbamos al Cine Comitán (en la década del setenta) y nos emocionábamos con las películas donde aparecía Leticia Perdigón, Meche Carreño, Lyn May, Isela Vega y Sasha Montenegro. Y cuando mencionó a Sasha dijo, dando otro sorbo a la cerveza, que era el apellido mejor puesto: ¡La Sasha tenía el monte negro! ¡Negrísimo! ¿Por qué íbamos a ver ese cine de cabareteras?, preguntó y se respondió: Para ir a ver los montes de Venus de esas chuladas. ¡Ah, qué montes tan deliciosos, matas supremas! ¡Qué diferencia con los de ahora, ahora los montes están como la selva, cada vez más deforestada!, dijo, alzó la mano y pidió otra cerveza y otra limonada. No, no, dije, para mí ya está bien así. No, dijo, tomate la limonada caminera, dijo. ¿Entonces qué? ¿Vas a escribirlo? No, de veras, no.
Puso el brazo sobre el respaldo de la silla y se echó para atrás: Ah, qué pinche modosito me estás resultando, dijo. E insistió: ¿A qué íbamos al burlesque en la ciudad de México? ¿Te acordás que había uno que se llamaba Apolo? No, no, no recuerdo, dije. ¡Ah, qué joder! Nos sentábamos al centro, éramos puros hombres. A la hora que el telón corría y las luces del escenario se prendían ¡éramos felices! ¿Sí o no? Sí, dije. Y cuando ya las muchachas se habían quitado el sostén y habían dejado sus pechos al aire libre, moviéndolos de un lado para otro, ¿qué pedía toda la perrada? Ah, ¿qué pedía? “Pelos, pelos”, dije yo. ¡Claro!, íbamos porque nos maravillaba ese pequeño triángulo que era como la corona de la cima de la entrepierna. ¿Verdad que sí? Sí, dije. ¿Verdad que éramos felices? Sí. ¿Entonces? ¿No te parece una maravilla el don que posee Plutarco? Y entonces volvió a contar que Plutarco tiene un don (que Pedro llama divino) que le permite saber qué mujer tiene rasurado el pubis y cual otra tiene el pubis lleno de vellos. Ah, si lo vieras, dijo, si lo vieras, ¡es sorprendente! Le basta mirar a una mujer en el parque o en el café o en el antro para decir: está rasurada o está peludita. ¿Qué cómo lo hace? No sé, te digo que le basta ver los ojos de la mujer, apenas uno o dos segundos, y dice: Ay, mamita, ¡qué chango tan trepador!, o, ay, mamita, le falta agua a tu cosita porque ya la mata desapareció. Te digo, es un don maravilloso. Nunca falla. De cien cien, de mil ¡mil! Atina a todas. Es como si tuviese una mirada de Superman, pero sin necesidad de mirar allá abajo. No, no, si eso es lo sorprendente, no las mira por debajo, le basta mirar sus ojos. ¿Cómo un hombre puede, con solo mirarlas, decir si una mujer tiene la cosita rasurada o velluda? Escribilo, contalo, que lo sepa el mundo. Él ya autorizó que lo escribás.
No, le dije, no lo haré, lo siento. Ah, sos un culero, me dijo y levantó la mano para pedir la cuenta. Desde entonces estoy con la resmolición, pero no, no lo contaré, se me hace una historia banal, sin mayor trascendencia; una historia que camina en el filo de lo grotesco, de lo vulgar.
No dudo de lo que Pedro me cuenta acerca del don de Plutarco. Hay seres que son bendecidos con un sexto sentido. A veces he estado a punto de decirle a Pedro que me presente a su amigo, pero no lo he hecho, porque sé que él aceptaría y yo me sentiría desgraciado, casi disminuido. ¿Qué sensaciones alcanza Plutarco a la hora que entra una muchacha bonita, con bolso debajo del brazo, y él la ve a los ojos y aplica su don?

domingo, 12 de julio de 2015

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE ESTÁ UN PERRO




Es un perro, un simple perro. Por favor, nadie quiera ver un simbolismo. En efecto, el busto corresponde a doña Josefa Ortiz de Domínguez y el perro es negro, pero es una simple coincidencia en estos tiempos negros, en estos tiempos perros.
El perro está a la mitad, en el centro, del kiosco del parque de La Corregidora, en Comitán. Pero, insisto, es un simple perro que ve el busto. Si la figura, también, parece ver al perro, es otra coincidencia.
El hecho de que el perro sea negro nada dice. Así como fue un perro negro el que acá aparece, bien pudo ser blanco, café o moteado. Fue negro, porque negro es el perro que esa tarde (soleada) se detuvo a ver la base del busto, el busto mismo.
Si no se ven personas es porque era una hora en que el parque estaba vacío. Sucede con frecuencia. El vacío tampoco, por favor, fue señal de algo. Fue, simplemente, otra coincidencia. La gente, sin duda, estaba en otro espacio, tal vez en sus casas, comiendo o preparando la comida; los jóvenes, tal vez, estaban preparando la mochila para salir de clases e ir a su casa a comer lo que sus mamás habían preparado.
¿Había pájaros? Tampoco. Todo estaba envuelto en un gran silencio. Pero, esto tampoco era una señal nefasta. Ocurre, de vez en vez, que los pájaros se aburren de estar en los parques y vuelan por cielos más libres. Van a los campos, ahí donde abundan los gusanos. El hecho de que ahora mencione a los gusanos, tampoco tiene algo que ver con estos tiempos. Es simplemente (todo mundo lo sabe) una mera mención de que a los pajaritos les gusta comer gusanos. Y el hecho de que las aves coman gusanos tampoco es metáfora de algo más complejo. No, la vida es sencilla, simple, tan simple como esta imagen donde un perro negro es lo único que tiene vida. Todo era un gran silencio. El perro negro, casi una sombra, estaba a mitad del kiosco y miraba hacia donde el busto de La Corregidora permanecía mudo, inmutable. Bueno, esto tampoco significa algo. Los bustos siempre están como ausentes. No gritan, apenas, cuando alguien los observa, musitan algo, cuentan un fragmento de su historia. Si un espectador (claro, alguien que no sea un perro) ve un busto hace una lectura y reconoce algún pasaje por el que esa imagen está inmortalizada en bronce. Acá, el perro no puede hacer alguna lectura, porque, ya se dijo, es un simple perro, pero la imagen bien podría decir: “¡Yo soy La Corregidora, yo ayudé a liberar la patria!”, pero como acá nadie hay, más que el perro, el bronce permanece callado, casi mudo. Y si esa tarde todo estaba ausente, tampoco fue una metáfora de estos tiempos. Sucede que hay momentos en que los parques se quedan vacíos y sólo, por pura casualidad, un perro se sienta a mitad de los kioscos. Si el perro que acá se ve es negro, no es más que una mera casualidad, una mera figura azarosa. Nada tuvo que ver con estos tiempos.

sábado, 11 de julio de 2015

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO LA MEMORIA ES ¡UN ÁRBOL!




Querida Mariana: la memoria es una de las más altas montañas. Desde arriba podemos ver todo, alcanzar el horizonte. La pregunta, probablemente, es: ¿cómo llegar a la cima? ¿Cómo abarcarlo todo? Ah, si uno fuera como Carlos Monsiváis o como Lolita Albores, nuestra cronista eterna. Ellos recordaban cada ventana, cada rama.
Yo poseo una memoria endeble y sin embargo recuerdo muchas cosas. A veces pienso en todos los aromas que he guardado en mi memoria escasa. ¡Son tantos! En casa, Sara ponía a calentar el café en el fogón de la cocina. El aroma del café borbotaba no sólo en la jarra de barro sino también en mi corazón. Pero no sólo el café arrimaba su aroma en la tarde, también el chocolate y el pan soltaban sus cuerdas y se entrecruzaban en un tejido insólito, único.
Quienes han leído la novela “En busca del tiempo perdido”, de Proust, cuentan que el protagonista toma una cucharada de té con un trozo de magdalena (una galleta) y en el instante en que esos sabores mezclados tocan su garganta, algo como un estallido ilumina su mente y su corazón: ¡recuerda! Sí, en muchas ocasiones, mi niña querida, las personas son “tocadas” por un aroma y ¡recuerdan! A veces me sucede que paso por algún lugar y un olor hace que aflore un recuerdo de mi niñez; en ocasiones son aromas dulces los que estimulan mi memoria, pero también el olor nauseabundo remueve mi cerebro y hace que recuerde. El otro día caminaba por el barrio de Yalchivol y pasé por un canal con aguas hediondas, esa pestilencia alertó mi memoria y me mandó a los años de infancia, al instante en que (quién sabe por qué) caminaba al lado de compañeros de escuela por en medio de un camino angosto que cruzaba “la labor”, el basurero de Comitán en ese tiempo. “La labor” era un terreno cercano al templo de San José en donde la gente acostumbraba tirar su basura. Ahí corrían pequeños arroyos de agua puerca que llevaban desechos de todo tipo, los hilos de agua estancada estaban llenos de ligas gelatinosas. Esa vez caminábamos y uno de mis compañeros tomó una bolsa de papel y agarró el cadáver de una rata y nos la pasó por la cara. Nosotros movimos los brazos en intento de alejar al animal (al animal compañero). Otro compañero salió corriendo, pero tropezó y cayó. Sus manos las metió en el agua hedionda y su cara pegó contra el cadáver de un perro. No pudo evitar que su cara se metiera en medio de la tripazón del animal recién tirado. Apenas logró incorporarse, pero una de sus manos se apoyó en una piedra donde había excremento seco de algún animal (¿de cuatro o de dos patas?). Nuestro compañero no resistió, las arcadas aparecieron y comenzó a vomitar. Nosotros no nos movimos. ¿Quién se iba a acercar para tenderle una mano? Él seguía vomitando, al lado del cadáver del perro, al lado de la piedra sucia. Mientras vomitaba, refregaba su mano sobre otra piedra, en intento de deshacerse de esos pedazos que se habían pegado a su cuerpo. Quien sostenía la rata la tiró y salió corriendo. Nosotros también salimos de ahí. Al doblar la esquina volví la mirada: ahí estaba mi compañero, tirado en medio del basurero, como si fuese un perro más. Seguía vomitando, llorando.
¿Imaginás el disco duro que sería necesario para guardar todos los recuerdos del mundo? Comitán, como cualquier pueblo, intenta preservar su memoria. El pueblo sabe que una palabra no guardada corre el peligro de extraviarse para siempre. Por ello, los cronistas insisten en redactar textos donde aparecen todos los sucesos. ¿Imaginás que sería el pueblo sin memoria?
En mi cabeza están pegados, como con chicle, cientos de nombres de hombres y mujeres. Al lado de sus nombres aparecen etiquetas con algunos datos de su vida. Tengo nombres de cineastas: al lado de directores de cine como Woody Allen aparecen nombres más modestos, por ejemplo el de Juan Orol, quien en los años cincuenta del siglo pasado dirigió películas mexicanas en blanco y negro. Algunas películas de Orol las vi en el Cine Comitán. Y cuando escribo Cine Comitán recuerdo las butacas con respaldo de madera, respaldos curvos como si estuviesen hechos con triplay de seis milímetros. Las butacas estaban pintadas en color rojo. Recuerdo del Cine Comitán un aroma húmedo que brincaba del piso recién regado, como si fuese un jardín. Las ventilas de las paredes eran tan pocas que no lograban evitar la humedad de la sala. En ese cine recuerdo nombres épicos: Jorge Saborío, por ejemplo, quien laboraba ahí y era el encargado de proyectar los filmes. De vez en vez, cuando la imagen salía de foco y una niebla la ofuscaba, algún espectador gritaba: “¡Saborío, deja la botella!”, como si alguien en cualquier sala del país gritara: “Cácaro”.
¡Ah, cuántos chunches guardo en mi memoria! Uf, ¿cuántos Terabytes caben en los discos duros de gente memoriosa, de gente como el recordado Carlos Monsiváis, cronista y escritor que poseía una memoria casi fotográfica?
A veces, en mi memoria, aparece un dromedario. ¡Dios mío, jamás he visto uno en vivo y a todo color! No, he visto un tacuatz, algún puerco espín y un armadillo, pero nunca un dromedario, pero sé que está en mi memoria porque alguna vez lo vi en el cine. No que lo haya visto comprando palomitas, sino que apareció en una película. En mi mente hay imágenes “tachilgüileadas”, imágenes que corresponden al pueblo, a la realidad, e imágenes que han salido de libros y de películas. ¡Dios mío, son tantas!
En casa, como en cualquier casa del mundo, hay álbumes de fotos. En unos están mis papás, en otros mis suegros o mis hijos. Hay uno en especial que guarda imágenes de fiestas (pocas, pero existentes). Pero, estoy seguro, cien mil álbumes no alcanzarían para guardar todas las imágenes que tengo en mi cerebro. Si las Tablets de hoy son una maravilla porque alcanzan a almacenar más de cinco mil libros, la mente es absolutamente prodigiosa porque almacena miles y miles de imágenes, vividas, leídas, vistas o imaginadas.
Procuro no pensar en los mecanismos del cerebro porque cuando quiero hacerlo ya de inicio estoy apabullado. El otro día, mi amigo Fernando recordó nuestro paso común por la escuela Matías de Córdova. Sólo de esa escuela tengo mil imágenes: las galletas saladitas del recreo, los botines del compañero que un día me pegó una patada en la espinilla, los tableros de cristal donde jugábamos básquetbol, Lupita Utrilla cantando “La patita” y contoneándose al ritmo “…del rebozo con bolitas…”. Y veo la calle donde mi papá construyó la casa y escucho el ruido de los camiones pesados y me paralizo con el recuerdo de la noche en que escuché el paso de un caballo y creí que era el caballo de El Sombrerón. Recuerdo asimismo la noche en que dos borrachos se pararon frente a mi cuarto que daba a la calle y comenzaron a contar cómo iban a asesinar a un hombre que se llamaba Elpidio o Emilio. Esa noche tomé mis cobijas y, con delicadeza, toqué en el cuarto de mis papás y le pedí a mi mamá que me hiciera un huequito en su cama. Dios mío, ya tenía más de dieciséis años.
El sitio de la casa de las tías de Carlos Robles, con árboles inmensos; la casa del árbol del rancho de Adolfo y el perro que siempre nos correteaba. La biblioteca que estaba en el pasillo exterior de la presidencia municipal, las bancas de granito del parque central. Asimismo recuerdo el vestido azul de la niña que me gustaba y que veía desde los corredores exteriores de la Prepa, y la decepción dos minutos después cuando su pretendiente formal la tomaba de la cintura y ella sonreía. Recuerdo un árbol lleno de duraznos, el niño que subía al árbol y leía el cuento del pollito que se alarmaba porque creía que el cielo estaba cayendo. Las noches en que Javier llevaba serenata, el sabor amargo del brandy pasando por mi garganta, el frío de la calle. Cientos de imágenes, ¡miles!
El patio central de mi casa de infancia; los pájaros a las seis de la tarde; el humo de los camiones urbanos; los cláxones al mediodía y las muchachas con uniforme que corren de una a otra banqueta. Recuerdo el aroma del jocoatol, el calor afectuoso del jarro que acaricia mi mano; el sonido de los nombres de mis amigos y de mis afectos, algunos suenan como tambor, otros suenan como una tablilla de marimba y algunos más hacen el mismo sonido que hacen las nubes cuando se posan arriba de los árboles.

Posdata: Cuando alguien muere se lleva todo lo que su memoria conserva. Mentira que vamos a la muerte como vinimos a la vida. ¡Mentira! Toda vida condensa millares de imágenes, cuando alguien muere es como si apagáramos una pantalla o quemáramos un libro. Se pierde tanto cada vez que alguien olvida cómo se llama y comienza a andar el pedregoso camino del Alzheimer.
Te quiero, porque sos como una vocal que sirve para nombrar mi mundo, para apuntalar mi memoria.

viernes, 10 de julio de 2015

HILO DE AGUA QUE ES RÍO




Me gustan las gotas de agua. Lorena Michelle Aguirre es una gota de agua. Me gustan las gotas porque son humildes, debe ser porque están acostumbradas a caer del cielo. Michelle es una gota de agua limpia; cuando canta: ¡levita! Dice que su pasión es la música. ¡Bendita pasión! Se sabe que la música es el arte más cercano al corazón de Dios.
Pero (los gatitos también lo saben) el agua no sólo baja, también sube. Cuando sube lo hace con la dignidad con que Michelle canta. El agua (¡ah, bendita transmutación!) se convierte en vapor cuando asciende. ¡Claro, no podía ser de otra manera! Las lágrimas, cuando fluyen, ¡son agua!, pero ¿en qué se convierten cuando ascienden y viajan por el universo? ¿Hasta dónde llega una lágrima cuando deja de ser agua? Para poder trascender, entonces, es preciso transmutar, volverse otro, algo más cercano a los dioses.
La conocí hace uno o dos años. Era un pequeño pajarito, hoy ha crecido. Era como una tiuca trepada en la rama más baja. Hoy revolotea a mitad de la fronda. Ella puede llegar a ser una gran cantante; es decir, puede dar cauce al río de su pasión. El miércoles la escuché cantar en el escenario del Teatro Junchavín, cerré los ojos (tantito) e imaginé que ella cantaba en los escenarios más importantes del mundo; imaginé que sin alas, pero con la gracia del aire, era una gota que bendecía los cielos. La niña bonita, ya que ama la música y el canto, debe estudiar mucho, cada hora, para que su voz sea como un cristal similar al de la Callas o al de Sole Giménez, de Presuntos Implicados, o superior a la voz que, cuentan, tenía la sirena que casi casi logró seducir a Odiseo. ¡Sí, que su voz sea como la flauta que guíe a la multitud a la gruta donde nace la luz, donde brota el agua, el agua limpia!
Me gustan las gotas de agua (los gatitos también lo saben). Me gustan porque no tienen grietas, porque nunca se fracturan. La gota permanece pulcra, entera, hasta el instante en que, ¡plaf!, agotada se estrella en el suelo. Por ello, los artistas y los gatitos lo saben, los creadores deben permanecer sin estrellarse en el piso. Los artistas deben, como Michelle, levitar, sin dejar de estar en el suelo. Porque lo que los artistas hacen es llover bendiciones para el pueblo. Ella, cuando canta, abre su pecho y muestra su corazón. Lo hace con la generosidad con que las tiucas y chinitas también obsequian su canto.
El miércoles fue como si estuviese en un parque, como si en el parque de San Sebastián me sentara, a mitad de la tarde, y sintiera el viento, y el canto de las aves tocara mi espíritu. Ah, qué sabroso sentí cuando el aleteo de Michelle refrescó la gruta donde el corazón, incansable, levanta un pie y luego el otro, en un ritmo que recuerda el ritual de las primeras danzas, la flama de los primeros cantos.
Lorena Michelle Aguirre es una gota de agua, de agua limpia. Es una niña bella, hasta el momento sin grietas, ni fracturas. Ojalá, Dios permita, siga siendo pasillo, puerta abierta. ¿Qué se necesita para volar los más altos cielos? Constancia, disciplina, entrega. Michelle debe estudiar mucho, que su voz encuentre la mejor senda. Hay todavía algunas notas que, tercas ovejas, ¡rebeldes!, quieren salirse del redil. ¡Ah, qué atrevidas! Lorena puede ser una de las más grandes cantantes del mundo, su sonrisa limpia, su carácter sencillo, así lo auguran. Constancia, disciplina, entrega, sin torcer la senda. Ya está en edad de encontrar el hilo de su identidad, de su voz propia, de su propuesta.
El viernes de la semana pasada, ella pasó a mi oficina y me dijo que cantaría en el Festival de Graduación que organizó el Centro de Asistencia Infantil del DIF, de Comitán. El miércoles, temprano, dejé los pendientes de la oficina y acudí al Teatro, me senté (ya lo dije) como si me sentara en el parque, cerré tantito los ojos y escuché la voz de esa tiuca que toca el corazón como si el sonido fuese agua, gota de agua limpia, sin grietas ni fracturas; gota entera, así, panzudita en su base y delgada en la parte superior. Michelle llovió y, se sabe, cuando la lluvia cae sobre la milpa, ésta crece alta, espigada, llena de oros, sin escombros.
¡Me gustan las gotas de agua!, de agua limpia. Los gatitos lo saben.