miércoles, 29 de junio de 2016

LOS EMPEÑOS DE UNA CASA





“¿Está empeñado?”, me preguntó Pao cuando vio esta imagen. Este portal está frente al parque central de Comitán. Esa mañana había un desfile. El muchacho (así como muchos se trepan a postes o a árboles) se subió a este pretil para tener un lugar de privilegio, aunque su posición no sea la más adecuada ni la más cómoda. El muchacho se sostiene en la contraventana con los brazos como si estuviese encadenado, como si fuese un Hermes posmoderno, como un Platas dispuesto a ejecutar un clavado con 3. 3 de grado de dificultad, como un polluelo dispuesto a intentar el ensayo de vuelo. Pero ¡no!, sólo buscó un lugar donde pudiera presenciar el desfile.
Quise jugar con Pao y le dije que sí, que el muchacho estaba empeñado, pero empeñado en ver. Jugué con la palabra empeño, no en su acepción de dejar un objeto como garantía de un préstamo, sino en su acepción de constancia.
La tía Eugenia siempre usaba la palabra empeño en su segunda acepción y andaba en el patio recomendando a todos los primos que pusiéramos empeño a lo que hacíamos.
Tal vez por esto (oh, inocente) cuando, en la Ciudad de México, miré, en el Centro Histórico, el edificio del Monte de Piedad y Laura me explicó que era una casa de empeño yo me maravillé. Pensé que mi tía sería feliz al saber tal noticia: En la Ciudad de México había una casa de empeño. Y me maravillé porque creí que tal casa era como la Casa de Oficios donde enseñaban carpintería, bordado o jarciaría. En la casa de empeño enseñarían los principios básicos de cómo aplicar la constancia a los actos diarios, porque la tía Eugenia siempre insistía en que la clave del éxito era la constancia; es decir, el empeño. Pero ponerle empeño a todas las cosas era difícil. Ella así lo veía y por eso recomendaba que así como nos empeñábamos a la hora de jugar fútbol o de jugar billar deberíamos empeñarnos en el estudio, donde (Padre Eterno) nuestras calificaciones apenas caminaban por los territorios del seis o del siete.
Entonces no lo sabíamos, pero la tía tenía razón y nosotros, en lugar de usar el concepto empeño en su segunda acepción (primera para ella) hipotecábamos nuestro futuro porque estábamos empeñando nuestros dones en una casa virtual donde, a cambio de nuestro tiempo (máximo tesoro, según la tía) obteníamos la satisfacción inmediata que nos dejaba el placer del juego. Porque (tal vez ya la tía lo vislumbraba) una cosa nos llevó a otra. En el billar y en el campo de fútbol conocimos que la cerveza era complemento del juego y lo hacía más divertido. Nos convertimos en los clásicos jugadores mexicanos, si ganábamos el partido (de billar o de fut) celebrábamos con una o dos caguamas; si perdíamos, llorábamos nuestra derrota, con dos o tres caguamas. De ahí sólo necesitamos bajar un escalón para tomar la caguama sin necesidad del partido. La mesa de la cantina sustituyó el campo llanero o la mesa con el paño verde. No supimos que nos degradábamos, porque así como habíamos pasado de la mesa de carambola a la de pul, pasamos de la actividad física de correr de un lado a otro de la cancha o de darle vueltas a la mesa de billar, a apoltronarnos para fumar, beber y comer.
Pero le encontramos el chiste a la bebida. Nos hacía sentir bien, conforme le poníamos “empeño” a la bebida, nos introducíamos en una burbuja donde todo era risas y bienestar. Después de dos o tres caguamas nadie de nosotros se acordaba de los seises o sietes de la escuela ni de alguna otra obligación; era como saltar la cuerda, con el agregado de estar mareados, como si estuviésemos en un barco en alta mar, eso nos daba mucha risa. Pero como a esta actividad sí le pusimos empeño, pasamos de ser bebedores ocasionales a ser consuetudinarios y de las tres iniciales pasamos a consumir cinco caguamas y, una tarde, descubrimos algo que el primo mayor llamó “El desempance”; es decir, ya bastaba de ingerir tanto líquido que nos hacía ir al baño a cada rato para desahogar la vejiga, era hora de pedir una botella de ron “a consumo”, para desempanzarnos.
No continúo con la historia, porque es una historia muy común. Por esto, cuando Pao me preguntó si el muchacho estaba empeñado dije que sí, estaba empeñado en ver, desde esa altura, el paso del desfile. No pretendía algo más. Por fortuna, él no estaba empeñado, como sí lo estuvimos los primos durante mucho tiempo.
Ahora, ya viejos, hemos querido desempeñar lo empeñado, pero los sabios siempre nos han respondido con aquel dicho que mi papá decía a cada rato: “El tiempo perdido, los santos lo lloran”, un poco como para decir que hay objetos y sustancias que se empeñan y jamás pueden recuperarse. Qué pena que todas las casas de empeño sean para dejar la vida en garantía.

martes, 28 de junio de 2016

LOS CONSENTIDOS




Los creyentes que viven cerca del santuario de la Virgen de Lourdes deben sentirse consentidos. Lo mismo sucede con quienes viven cerca de la basílica de la Virgen de Guadalupe, o cerca del santuario de la Virgen de Juquila.
Tengo amigos que año con año, como si fueran a La Meca, viajan a Comitán para postrarse ante la imagen de El Niñito Fundador. Recorren cientos de kilómetros para agradecerle al niño algún favor especial o para pedirle uno, con la fe puesta en las palmas de las manos.
Nosotros, estudiantes de la secundaria del Colegio Mariano N. Ruiz, tuvimos al Niño a un paso, enfrente. Ya desde ese tiempo sabíamos que el niño era milagroso, lo sigue siendo.
En Comitán se sabe que la remodelación última del santuario la realizó un político comiteco. Las lenguas enteradas del pueblo dicen que prometió al santo niño que si le concedía la diputación dignificaría su santuario. Logró la diputación, así que no le quedó más que cumplir con el ofrecimiento, porque se sabe que si el santo cumple lo mismo debe hacer el peticionario, de lo contrario, la mala suerte comienza a invadir su territorio, con la misma facilidad con que el salitre invade las paredes de las casas cercanas al mar.
Cuando nosotros fuimos estudiantes de la secundaria, el santuario del niñito no tenía la traza actual, en la entrada tenía un jardincito con arriates llenos de flores, el sol se acomodaba a gusto, como si fuera el preámbulo para recibir la luz suprema al fondo, donde se encontraba el santo. Actualmente, la nave embovedada perdió luz natural y dejó atrás el gesto provinciano que tenía. A mi sobrina Pau le conté esto que ahora narro acá, me vio y, cuando vio al niño, adentro de un nicho protegido con cristales, me dijo que, tal vez, el Niñito Fundador había sido más feliz antes, porque ahora no tenía dónde jugar. Nada dije.
Fuimos consentidos porque teníamos al niño al lado de nosotros. Cuando era temporada de exámenes la peregrinación era constante. Todos (bueno, menos Carlos Conde y Marcolfo Guillén) hacíamos fila para hincarnos ante el niño, cerrar los ojos, juntar las manos y pedir, con todas nuestras fuerzas, que hiciera el milagro de que pasáramos el examen de inglés. Siempre que andaba en éstas, pensaba que el niño abría los ojos y me decía algo como: “Te concederé el milagro si me lo pedís en inglés”, porque, la verdad, conmigo nunca fue tan milagroso, debe ser porque nunca puse toda mi fe en las palmas de mis manos, siempre que me paraba, pensaba que el milagro no me sería concedido, porque a la hora que la maestra ponía sobre el pupitre las dos hojas con el examen comprobaba que pasar estaba en chino, que era tan complicado como el mismo inglés. A mitad del examen me paraba para preguntar si podía cambiar el verbo que debía usar en las oraciones (parece que el único verbo que sí sabía era el verbo correr, porque me causó gracia que fuera run y lo volví chiste: corro como ron ron y lo traducía a la comiteca: I run like run run). Ella se acomodaba los lentes sobre su nariz y decía que sí, pero que me bajaría dos puntos.
Debo reconocer que si diez veces le pedí al niño que me hiciera el milagro las diez veces me mandó a decir que lo haría siempre y cuando yo se lo pidiera en inglés.
Nunca pregunté a los otros compañeros si el Niñito Fundador había hecho caso a sus peticiones. Lo único que entendí fue que Carlos y Marcolfo sacaban diez en la prueba de inglés y en las demás materias sin haberse hincado nunca ante el niño. ¿A qué santo se encomendaban? Tal vez ellos tenían amistad con alguien más influyente en el cielo, porque jamás padecieron.
Hoy, ya alejado de exámenes, voy al santuario y digo que, en efecto, los creyentes son consentidos porque el Niñito Fundador decidió una tarde vivir entre los comitecos. Me acerco a su nicho y veo al lado muchas figuras con corazones, piernas y manos que dan testimonio de milagros que el niño ha realizado. Pienso: Con qué figura el alumno agradecería un favor concedido, ¿con la imagen de un cerebro? ¿A la fuerza el agradecimiento tendría que ser en inglés?

lunes, 27 de junio de 2016

TE HACE FALTA VER MÁS BOX




Tres amigos me lo han dicho. A raíz del suceso donde dos diputados locales fueron llevados a la fuerza a una comunidad indígena, los amigos han dicho que sería bueno releer “Oficio de tinieblas”, de Rosario Castellanos, novela que da cuenta de la situación de los indígenas de los Altos de Chiapas en los años cincuenta del siglo pasado.
Llama mi atención la sugerencia. ¿Por qué ninguno de los tres me remitió a revisar los planteamientos de Marcos en el levantamiento del 94?
La respuesta que me di está asociada a un reciente comercial de televisión que se volvió famoso. Stallone, el artista que interpretó al boxeador Rocky Balboa, en la serie de películas Rocky, aparece y dice: “Te hace falta ver más box (más bax)”.
Meses después del levantamiento zapatista, en 1994, coordiné un taller literario en la preparatoria de San Cristóbal de Las Casas. Cuatro o cinco muchachos se inscribieron y asistieron puntualmente a la cita quincenal. Yo viajaba de Comitán a San Cristóbal, en autobús. En ese tiempo los bloqueos no eran la pesadilla que es ahora.
Debo decir que Marcos estaba de moda con sus cartas. Los muchachos, simpatizantes del movimiento, leían sus textos con la misma emoción (imagino) que los chavos de los sesenta leían los textos del Che Guevara.
En el transcurso de las sesiones advertí dos elementos que supuse eran una consecuencia natural de los tiempos: los textos de los integrantes del taller retomaban historias de la situación indígena y estaban “contaminados” con el tono de Marcos. A los muchachos les hice notar lo segundo y consideré que no era lo más apropiado. “Pontifiqué” acerca de la necesidad de buscar una voz propia y eliminar los intentos de imitación plástica y, sobre todo, inmediata. Vaticiné (parece que no erré. Muy pocos leen ahora sus textos.) que la voz de Marcos sería olvidada, porque sus textos eran textos panfletarios ocultos tras una máscara que pretendía ser literaria; la palabra parecía estar envuelta tras los mismos pasamontañas que usaba el líder. Marcos no tenía la culpa, al contrario, él escribía textos que pretendían sensibilizar a todo el mundo respecto de la situación miserable de los indígenas de Chiapas, lo importante para Marcos era el mensaje social y, se sabe, la literatura sugiere misterios ¡no los revela! Daba a conocer las satrapías del gobierno federal y estatal (incluidas la de los hacendados) y el trato despótico que se continuaba otorgando a los grupos indígenas. En los textos de Rosario (no olvidemos que “Balún-Canán” expone el descontento indígena, el rencor acumulado, por los malos tratos recibidos por parte de los caxlanes), también aparece ese mundo. La diferencia es que Rosario emplea los mismos elementos de humillación, pero los mete en el tamiz de lo literario. Basta recordar los dos pasajes iniciales de “Oficio de tinieblas”, donde las mujeres que bajan a San Cristóbal de Las Casas con sus animales son sorprendidas por las “atajadoras”, mujeres abusivas y prepotentes que les arrebatan las gallinas y guajolotes y les avientan unas monedas, como si fuese una limosna; asimismo, la muchacha vendedora de ollas de barro que es sometida sexualmente por un viejo asqueroso, cuyo comportamiento muestra cómo los caxlanes se abrogaban el derecho de posesión de los cuerpos de las mujeres, tratándolas como a los animales. Los hombres eran los “atajadores” y les robaban su virginidad, en medio de carcajadas.
El ciclo del taller de San Cristóbal lo cerré abruptamente, porque el coordinador del Centro Chiapaneco de Escritores (del cual era yo becario en ese instante) me comisionó para impartir un taller de creación en el Tecnológico de Monterrey, campus Tuxtla, así que mis viajes ya no fueron cada quincena a San Cristóbal sino al Tuxtla de los calores. Debo decir que allá (era lógico) la temática de los cuentos nada tenía que ver con la situación de los Altos de Chiapas ni con la miseria de Chiapas. Los muchachos del Tec vivían la otra realidad.
Cuando me despedí de los integrantes del taller de San Cristóbal habíamos comenzado a leer a Rosario, con la convicción de que a ellos les haría más bien leer a Rosario, que a Marcos, para reafirmar su convicción de creadores literarios. Lo último no estaba mal, les daría un termómetro exacto de la situación; pero lo primero les ayudaría a ver que la situación de los indígenas no era muy diferente de lo narrado en tiempos de Rosario, de lo narrado en todos los tiempos, con el agregado de lo literario. Parece que a los lectores la realidad nos abruma si no es tamizada por la varita mágica de la ficción. A los niños les cansa escuchar las anécdotas del abuelo, pero sus caritas cambian cuando les dice que les contará ¡un cuento!
Ahora, con el suceso de ese movimiento inesperado donde los diputados fueron sacados a la fuerza de un recinto de San Cristóbal, tres amigos recordaron que debemos releer a Rosario, un poco como decir que nos “hace falta ver más bax”, para reconocer que en la literatura está la explicación del rencor. El desconocimiento de la historia hará que ésta se repita y, entonces, el levantamiento indígena ya nadie podrá contenerlo. El rencor es de siglos. Si los caxlanes siguen con sus modos prepotentes y soberbios, si continúan creyendo que Chiapas es su finca, podrán despertar con una sorpresa desagradable. Hace falta leer más libros de Rosario.

sábado, 25 de junio de 2016

CARTA A MARIANA, DONDE SE ADVIERTE EL VALOR DE LA PALABRA





Querida Mariana: A veces no nos damos cuenta del valor de la palabra. Como la usamos todos los días le restamos importancia.
Los lectores de poesía sí están convencidos del valor de cada palabra. El poeta hace un acomodamiento de tal manera que cada palabra pareciera tener un par de alas a su lado para poder volar.
Es tal el valor de la palabra que incluso las mascotas responden a ellas, las mascotas pequeñas como los gatitos y las enormes como sus primos hermanos de la selva. Una tarde, en el zoológico de Michoacán me paré frente a la jaula del tigre, era un tigre enormísimo, con garras tan grandes como guantes de boxeador. Yo admiraba el diseño de su piel, irregular, pero perfecto, único, cuando un guardia se acercó y lo llamó. “Duno”, dijo, “Duno”, repitió y la bestia, dócil, caminó hacia él, hacia donde el guardia le dejó una posta de carne cruda. “Duno” dije mentalmente. Comprendí el valor de la palabra; es decir, el animal hubiese ido sin mayor problema hacia donde le habían dejado su comida, pero él había hecho caso a la voz del guardia, había volteado a la hora que escuchó “su” nombre, porque en el zoológico de Morelia, sólo él se llamaba así, Duno.
¿Cuántos no hacemos caso a la hora que alguien menciona uno de nuestros sobrenombres? Digo sobrenombres, porque hay personas que tienen más de uno. El hijo del Tacuatz hereda el sobrenombre, pero no falta el amigo que, en el colmo de la confianza, le dice Tacuatzín, en ese momento, sin que se tenga mucha conciencia del acto, se realiza un bautizo que puede perdurar para toda la vida, un poco como si este confianzudo San Juan Bautista posmoderno llevara al amigo al río Jordán y lo sumiera en las aguas turbulentas del apodo.
Hacemos caso a nuestro nombre, también a los apodos. ¿Cómo no hacer caso cuando alguien me grita ¡Alejandro!? Llevo cincuenta y nueve años respondiendo a eso. Claro, de niño, el maestro Guillermo me decía pichito y yo respondía a esa palabra; mi madrina Caritina me decía Alex y yo respondía; pero también respondí a un ¡pendejo! cuando mi padrino Ramiro vio que había roto la bolsa de harina y me obligó a levantarla con las manos en forma de palas.
A medida que crecí fui dándome cuenta del valor de la palabra. Cuando fui niño atendí todas las indicaciones y órdenes, como si la palabra que decía el otro fuera un cuchillo. Un día (pareciera un simple comportamiento) me rebelé ante una orden. El maestro Beto dijo que cortáramos un pedazo de triplay de tres milímetros, con una segueta. Seguí su indicación. El maestro pasó con un dibujo, lo colocó sobre el fragmento de triplay y me dijo que, con un papel calca debajo del dibujo, repasara todas las líneas. Lo hice tal como dijo. Al final pasó, levantó la hoja y el carbón y comprobó que el dibujo hubiese pasado fiel al pedazo de madera. Yo me sorprendí. Me sorprendí porque nunca había usado el papel calca para tal propósito, en la oficina de mi papá usaban el papel carbón para hacer copias de los datos que escribían sobre un cheque, en la máquina mecánica. Esa mañana comprendí que podía copiar todos los dibujos del mundo. Esa misma tarde, al llegar a casa, tomé una estampa del oratorio y remarqué todas las líneas que daban forma al cuerpo del Sagrado Corazón, levanté la estampa, el papel carbón y hallé, deslumbrado, el Sagrado Corazón en el papel blanco, había sido como una aparición, como un milagro, milagro que tomé entre mis manos y llevé a la mesa del comedor para iluminarlo. El Cristo de la estampa tenía una amplia gama de rojos, decidí que yo modificaría el color, mi dibujo sería único. Al final me quedó un Sagrado Corazón Amarillo. Me gustó, el corazón era como esas hojas que caían de los árboles al final del otoño. Enseñé el dibujo a mi mamá, ella sonrió, dijo que estaba bonito, pero, un segundo después, dijo que me lavara las manos porque ya era hora de la cena. A la hora que me senté y Sara me sirvió un vaso de leche y una tostada regada con queso doble crema, mi papá se sentó, tomó el dibujo y preguntó si yo lo había hecho, dije que sí. Me preguntó por qué había elegido tonos amarillos para iluminarlo. Entonces fue cuando caí en la cuenta del valor de la palabra. Mi papá tenía razón, yo no había elegido amarillos para pintar mi dibujo, sino para iluminarlo. Iluminar era la palabra exacta. Entonces le dije a mi papá que Dios era la luz y que la luz era amarilla, amarillo el sol, amarilla la flama de la vela.
Pero, querida Mariana, dije que un día me rebelé ante una orden. Al día siguiente, al terminar la materia de español, el maestro Beto dijo que fuéramos al estante y tomáramos el fragmento de triplay para que lo pintáramos. Pensé que yo no le haría caso, yo lo ¡iluminaría!, y como el dibujo que había copiado era el de un venado pensé que lo iluminaría de verde, porque imaginé que mi venado corría libre por los campos de Nicalococ y se alimentaba de pasto. Ya comprenderás que fue un equívoco mi decisión. Cuando el maestro, ya cerca del toque, se acercó a supervisar el trabajo casi le da un patatús a la hora que vio a mi venado de ese color. “¿Dónde has visto un venado de ese color?”, dijo, molesto, soltando un golpe sobre la mesa de madera que estaba al lado de la puerta que daba al patio de recreo. Vi tal enojo en su cara, roja de coraje; sentí tal vergüenza a la hora que todos los compañeros dejaron sus pinceles sobre la mesa y se acercaron a ver mi dibujo que yo, como si el Sagrado Corazón se desquitara por haberlo “pintado” de amarillo, me puse todo colorado y no supe qué decir. Algo en mí me decía que no estaba mal lo que había hecho, pero vi al maestro cómo se fue agigantando en su coraje, como si fuera uno de esos monstruos que me topaba en los cuentos que me leía mi papá. Sus venas se hacían más gruesas, yo creí que de ahí brotarían más cabezas como decían que era la hidra. Para evitar esa transformación bajé la cabeza y pedí perdón, dije que lo volvería a hacer, que lo pintaría de café. Fui al estante, tomé una lija y le pedí al maestro que me prestara el dibujo original para que volviera a pasarlo a través del papel calca. Entendí que más me valía hacer caso a las indicaciones del maestro, comprendí que no debía rebelarme ante una orden superior, pero esto me duró poco tiempo, porque, de igual modo, ya había reconocido que era posible salirse de círculo donde nos metían.
Pensarás que fue irrelevante lo que te contaré, pero a mí me ayudó mucho en el proceso de entender el valor de la palabra, pero, asimismo, saber que cuando la indicación es equivocada existen conjuros que pueden eliminar dicha fuerza. Dos días después de que entregué mi venado, “pintado” de café, Romeo me atravesó el pie a la hora que salíamos al recreo y si no fuera porque me sostuve en los compañeros que salían atropelladamente delante de mí, hubiese terminado botado a mitad del patio. Romeo era un niño molestoso, que tenía dos o tres años más que la media del salón (ya te he contado cómo en los tiempos que estudié la primaria tenía compañeros que ya eran muy mayorcitos). Como no logró su objetivo, Romeo me encaró y dijo que yo era un pendejo y que me cargaría la chingada. Como yo ya estaba entrenado en distinguir el peso específico de cada palabra y sabía que los mayores imprimían un tono imperativo a sus indicaciones, discriminé de inmediato los enunciados. ¡No!, le dije, no soy un pendejo y le pregunté si sabía qué era un pendejo. Él contraatacó y dijo que un pendejo era un tipo como yo. ¡No!, repetí y, a la hora que le expliqué qué era un pendejo, según el diccionario escolar, él titubeó. Fue como si yo me hubiera convertido en Mantequilla Nápoles (un boxeador muy famoso de entonces) y le hubiera puesto un golpe en el plexo. Contraataqué, dije que tampoco me cargaría la chingada, porque ésta no era sirviente de nadie, para andar cargando a alguien. En ese momento, la bola de niños ya se había hecho grande y el maestro Beto acudió a ver qué sucedía. Cuando lo vi me envalentoné más y le dije a Romeo que la chingada era un territorio a donde iban los que no sabían el significado de las palabras. Ya venía contra mí cuando el maestro lo paró. Desde entonces, Romeo no volvió a meterse conmigo. Yo caminaba orondo, como jolote fuera de temporada navideña. La palabra tenía sus propios conjuros que la minaban.
La tía Hermila decía que “A palabras necias ¡oídos sordos!”. En ocasiones, el silencio es un buen conjuro para deshuesar a la palabra. Ahora, cuando alguien me dice pendejo yo lo ignoro, porque sé que no soy un pelo del pubis. Cuando alguien me manda a la chingada lo ignoro, porque nunca he tenido deseos de conocer tal territorio. Bueno, vos sabés que soy tan escaso para viajar que ni siquiera me emociona conocer Cancún o Huatulco. Pero, ya en el colmo del ejemplo, si alguien me diera a elegir entre la chingada y Huatulco, pues elegiría este último destino, como creo que medio mundo haría lo mismo.
Lamento no haber sabido en mis tiempos de niño que el gran pintor Franz Mark había pintado un cuadro con una vaca amarilla, que es parte de la colección del Museo Guggenheim. Al maestro lo hubiera dejado callado.

Posdata: Aunque cuentan que quien sí va a la chingada de manera frecuente es Andrés Manuel López Obrador. No sé si porque miles y miles de mexicanos conservadores lo mandan a tal lugar o porque él disfruta su rancho que, dicen, se llama así: La chingada.

viernes, 24 de junio de 2016

LAS REPETIDAS




La vida era sencilla. Tu mamá decía que tenías que ir a misa todos los domingos, vos sabías que debías ir, todas las tardes, a echar volados de figuritas en la banqueta de la Proveedora Cultural. ¡Ay, de vos, si no ibas a misa! La mamá, a la hora del desayuno, hacía preguntas acerca del sermón. ¿Qué había dicho el sacerdote? De igual manera eras algo que ahora sería calificado de nerd si no ibas a jugar volados. En ese tiempo estaba de moda llenar álbumes de figuritas (que se compraban en la misma Proveedora) y, con las repetidas, echabas volados, de a paquete. Alguien, que hacía las veces de juez, comparaba el grosor de los paquetes en juego y daba su aprobación para que la moneda se echara al aire. Los dos contendientes se ponían de acuerdo para ver quién debía gritar y, como si fuesen corredores olímpicos, se preparaban para echar la carrera e ir a mirar si había caído sol o águila. Sí, los mexicanos de esos tiempos, así echábamos volados: caía sol o caía águila. ¿Caía? Sí, así lo decíamos. La cara de la moneda que quedaba expuesta era la que ganaba. A veces, el sol quedaba oculto; a veces el águila era la que quedaba mirando para el suelo. La majestuosidad de esa ave quedaba hecha polvo.
Las repetidas eran las que se jugaban en un volado; es decir, todas aquellas figuritas que ya estaban pegadas en nuestro álbum particular. Porque todo mundo entiende que el juego del dueño de la fábrica de figuritas era el de colocar miles y miles de repetidas en los sobrecitos que comprábamos. Las figuras escasas, las que servían para llenar el álbum, eran contadas. Sólo les tocaba a los elegidos de Dios, los que, orgullosos, chentos, casi mamones, llegaban a la Proveedora y mostraban a todos los “echavolados” que el álbum estaba lleno. Como si el tipo fuese un campeón de algo el montón de muchachitos lo acompañaba hasta el mostrador donde estaba don Rami Ruiz, quien, con su sonrisa de siempre, abría el álbum y comprobaba que estuviese completo. Al terminar la revisión le preguntaba al ganador qué premio deseaba. Los premios estaban colgados detrás del mostrador, muy visibles, alentando nuestro deseo. Mi mamá, siempre juiciosa, había determinado que si un niño ahorraba todo lo que había gastado en tanto sobre de figuritas bien podía comprar el premio y aún le sobraban algunas monedas. Pero nosotros (no lo sabíamos bien a bien) apostábamos a la vida más sencilla y, a la vez, más compleja. Adorábamos esos amontonamientos, esas carreras a mitad de la calle a la hora que alguien lanzaba una moneda. Bueno, este plural lo coloco porque yo también fui alguna vez a ver los volados. Nunca jugué. Mi carácter lo impedía. Pero sí me gustaba ir a la Proveedora a comprar diez sobrecitos (que abriría en la casa) y quedarme un rato a ver a los niños que corrían de un lado para otro.
¿Para qué quería un niño un bonche enorme de figuras repetidas? Las repetidas no servían para más. Una vez que una figura (si era un álbum de figuras de luchadores, por ejemplo, la del Santo encaramado en las cuerdas a punto de aventarse contra el rival) ya estaba pegada en el álbum la figura repetida no servía más que para intercambiar por otra, pero llegaba el momento en que todas las repetidas de Juan eran las mismas repetidas de Miguel y de Enrique y de todos los demás niños de Comitán. Las que hacían falta en los álbumes eran las mismas. Había un número indeterminado de figuras escasas, que sólo aparecían cuando llegaban paquetes nuevos y que era el momento en que todos los niños acudían a comprar.
¿De qué servían las repetidas? De nada. En la historia de la humanidad las repetidas han servido de poco. Sin embargo, esas repetidas propiciaron la alegría en conjunto más memorable de este pueblo. No recuerdo un solo pleito en esas tardes de volados. Todo mundo (sin ser amigos) jugaba un juego emocionantísimo. ¿Qué caería: sol o águila? La moneda en el aire y el titipuchal de niños a la carrera a atestiguar si, como había cantado el participante, caía sol y eso le permitía meterse a la bola el bonche de figuritas, figuritas repetidas, ajadas, sucias, escarapeladas.
El otro día, hace un año, más o menos, sólo por jugar lo que no jugué de niño, aposté cien pesos con un compañero de trabajo. Él “cazó” la apuesta y yo aventé la moneda, él gritó ¡sol!, y corrió a mitad del patio para ver la moneda. Yo lo escuché decir: ¡sol!, y lo vi levantar la moneda. ¿Cómo?, le dije. ¿Por qué levantaba la moneda? ¿Cómo comprobaba yo que, en efecto, había caído sol? Él rió y se guardó el billete de cien. Supe que había sido timado, que mi compañero de trabajo era un pillo. Él no hubiera sobrevivido en aquel grupo de aquellas tardes. Aquel grupo de cincuenta o cien muchachitos era, sin duda, un grupo de niños dispuestos al juego de manera honorable, sin ventaja. Total, todas las figuras ganadas eran repetidas, no servían para nada, más que para propiciar el más hermoso juego de cincuenta o cien muchachitos. ¿Puede alguien, ahora, imaginar la escena? A mitad de la calle (los carros no eran tantos) un montón de chiquitíos corría para mirar cómo caía una moneda y disfrutaba como si se hubiesen reunido en torno a una piñata en día de cumpleaños. La vida era sencilla. Yo no faltaba a misa de siete, los domingos, porque sabía que a la salida un señor repartía papeles con la programación del Cine Comitán y del Cine Montebello y ahí sí, aunque fueran repetidas, yo corría para entrar a la matiné y luego a la función de las cuatro. Sí, la vida era sencilla.

miércoles, 22 de junio de 2016

PARA SUBIR AL CIELO





Éramos cuatro niños. Nos gustaba subir a la azotea. La escalera no tenía pasamanos. Cuando la mamá de Armando nos cachaba se ponía furiosa. Se ponía roja, del mismo color que la escalera estaba pintada.
Antes de continuar con el relato debo decir que Armando se murió de una caída. Sólo quedamos tres niños. Siempre lamentamos la ausencia. Cuando la flota estaba completa jugábamos fútbol en la azotea. Armando y yo formábamos un equipo y Ramiro y Juan el otro. Nosotros éramos el equipo de Las Chivas del Guadalajara y Ramiro y Juan eligieron ser Las Águilas del América. Cuando Armando murió me quedé sin equipo.
Una tarde de hace dos o tres años vimos a un albañil haciendo una escalera. Armando nos explicó que allá arriba estaba el tinaco. Cuando se quedaban sin agua o cuando el flotador se echaba a perder y el agua se regaba, su papá colocaba una escalera metálica y subía. Era muy engorroso. La mamá de Armando estaba contenta. Cuando vio que la escalera de cemento avanzaba dijo que aprovecharía a subir la ropa a secar. El viento de arriba secaría la ropa en un dos por tres. Fue cuando Armando también se emocionó y dijo que nosotros podíamos subir a jugar fútbol allá arriba. ¡Ni se te ocurra!, dijo su mamá. La mamá lo dijo porque ya en una ocasión, cuando la escalera estuvo seca y pintada de rojo, al bajar con la cubeta vacía había trastabillado ante un ventarrón y estuvo a punto de caer, porque no había dónde sujetarse. La altura era de más de tres metros. Dijo que si caía podía haberse roto un hueso. El papá de Armando dijo que en cuanto tuviera dinero mandaría a poner un barandal porque así como la escalera estaba era un peligro. La mamá le dijo a Armando que cuando la escalera tuviera su protección podía subir con sus amigos (nosotros) a jugar, porque la azotea tenía unos muretes en todos los laterales que impedía que alguien se cayera, a menos que se subiera al pretil y jugara a hacer equilibrio.
Una vez Armando pateó tan fuerte la pelota que ésta voló y cayó a media calle. Nos acercamos al pretil y desde ahí gritamos “Bolita, bolita, por favor”, a quien pasaba. Esa vez sólo pasó doña Cande, con sus ochenta y dos años sobre su espalda doblada. Ella alzó la vista, nos vio, levantó la pelota con ambas manos y la vimos inclinarse como si de verdad la fuera a aventar. No lo hizo. Depositó la pelota sobre la banqueta y siguió su camino. En eso vimos aparecer en la esquina el carro del papá de Armando, nos agachamos para que no nos descubriera y así, agachados, caminamos hasta la escalera y bajamos como si fuésemos gatos escurriéndonos de un escalón al otro. El papá de Armando nos cachó justo en el último escalón, tenía el balón en sus manos. A nosotros tres nos corrió y a Armando lo tomó de la oreja y lo metió para la sala. Estábamos ya en la puerta de salida cuando oímos los gritos de Armando suplicando que no le pegaran.
Cuando la escalera tuvo el barandal la mamá nos permitió subir, pero el papá nos tenía prohibido jugar fútbol. Decidimos entonces subir a leer. Ramiro trajo un libro de cuentos árabes de la biblioteca de su mamá, que es profesora. Juan, quien es muy buen lector, tomó el libro y los otros tres nos sentamos a su derredor y oímos el cuento que contaba de un niño que subía a una alfombra mágica y sobrevolaba muchos lugares donde había torres, palacios, minaretes. El niño, que no recuerdo cómo se llamaba, recostado bocabajo sobre la alfombra, con las manos sobre el borde, miraba hacia abajo, a veces miraba cómo las nubes estaban por debajo de él. Cuando más emocionado estaba, escuchó el sonido de un aleteo estremecedor y un viento de huracán lo hizo sostenerse más a la alfombra, vio hacia arriba y miró un gigantesco pájaro cuyas garras apuntaban directamente hacia él. La gigantesca ave lo cogió con sus garras, batió sus alas y se elevó. Juan tiró el libro, se paró y corrió hacia donde estaba un promontorio de ladrillos. Ramiro y yo nos hicimos para atrás y comenzamos a gritar. Juan le aventó dos o tres ladrillos, pero el ave ya volaba muy alto llevando entre sus garras a Armando. La mamá de nuestro amigo subió acezando, nos vio a los tres que, con caras de espanto, estábamos arrinconados en una esquina de la azotea. Preguntó dónde estaba su hijo, Juan apenas alcanzó a balbucear que un ave gigantesca se lo había llevado. Desde donde estábamos oímos el grito del papá en el patio, un grito lastimero, como de alguien que encuentra el cuerpo deshecho de su hijo soltado por un ave gigantesca desde el cielo más alto.
Después de dos o tres meses del entierro de Armando, su mamá nos invitó a comer pastel. Fuimos, pero lo hicimos con tristeza y con cierto recelo, con las manos adentro de las bolsas del pantalón. Ella nos dijo que subiéramos a la azotea. Nos ayudamos con el pasamano. Cuando estuvimos arriba, ella nos dijo que le contáramos cómo había ocurrido el accidente de su hijo. ¿Qué esperaba que le dijéramos? ¿Esperaba acaso que le mintiéramos? Juan contó lo del ave. La mamá de Armando se tapó la cara con sus manos y lloró. Ramiro se disculpó, dijo que teníamos que hacer tarea y que ya debíamos irnos, de lo contrario nos regañarían en nuestras casas. La mamá de Armando se quedó parada a mitad de la azotea, con las manos cubriéndose el rostro, llorando. Comenzó una llovizna muy tenue. El cielo estaba despejado.

martes, 21 de junio de 2016

EL SANTO DE COMITÁN




Reynaldo Velázquez estuvo en Comitán la noche del veintiocho de abril. Por si alguien no sabe quién es Reynaldo diré que es un destacado pintor y escultor chiapaneco. En no sé qué año obtuvo el Premio Chiapas, como reconocimiento por su obra.
Yo conocí la obra de Reynaldo en un número de “Sinapsis”, una revista que dirigía el escritor David Tovilla, en los años noventa del siglo pasado. Desde entonces, como medio mundo, me convertí en admirador de su obra figurativa.
En esta fotografía, Reynaldo tiene entre las manos una imagen de San Caralampio, el santo más querido del pueblo. En el Museo de la Ciudad (de Comitán) se presentó una exposición con obras del maestro y, en la mesa de honor, Óscar Bonifaz (amigo de él, de hace muchos años) le dio esa imagen brevísima del santo.
Una tarde le mostré la foto a Mariana. La vio con atención y dijo que esa foto decía una historia más allá de la anécdota.
Dos o tres tardes después, me llamó por teléfono y dijo que quería platicar conmigo, me preguntó si podía llegar a las oficinas de la Dirección de Difusión y Extensión Universitaria, de la Universidad Mariano Nicolás Ruiz Suasnávar, lugar donde laboro. Le dije que sí. Media hora después le ofrecía una silla para que se sentara. Se sentó y sin más preámbulo dijo que sería bueno que algún fotógrafo hiciera un portafolio con retratos de personajes comitecos teniendo a su lado una imagen de San Caralampio; un portafolio donde deportistas, escritores, cantantes, músicos, ejecutantes de diversos oficios, bailarines, políticos, científicos, maestros, alumnos y niños nos hicieran reflexionar acerca de la importancia que para Comitán tiene este santo. Conforme lo platicó le brillaron los ojos como si fuera una calle en un atardecer soleado después de la lluvia. Me dijo que la exposición sería un éxito en el pueblo y en el mundo. Le pregunté por qué se le había ocurrido tal idea. Me dijo que amarró dos momentos: la experiencia de un grupo que, año con año, invita a los fotógrafos de Comitán a tomar retratos a niños con Síndrome de Down y montan una exposición en los corredores de la Casa de la Cultura; y la foto donde Reynaldo tiene a San Caralampio entre las manos.
Mariana se fue y yo quedé pensando. Le llamé y le dije si tenía alguna idea de cómo llevar a cabo su idea. Entonces me regañó, me dijo que ni siquiera lo pensara, que no se trataba de hacer una convocatoria oficial, se trataba, simplemente, de platicarla, de compartirla para ver si algún artista la pepenaba. Por esto, ahora escribo una Arenilla donde transmito su idea.
Mariana dijo que Reynaldo tenía a San Caralampio entre las manos, pero, en realidad, era el santo quien, desde siempre, tiene en sus manos la fe de este pueblo. Los comitecos que no son creyentes, ponen, de todos modos, una atención al fenómeno social que el santo suscita. Como siempre sucede con los grandes iconos religiosos de la colectividad trascienden el territorio de lo sacro para entrar de lleno en lo terrenal y más allá. Basta mencionar como ejemplo a la Virgen de Guadalupe que, como agua limpia, se introduce en todas las hendijas de este país. San Caralampio es un santo que tiene un lugar muy especial en la sociedad comiteca, no es solamente el santo milagroso, sino también el santo que nos otorga identidad.
En una ocasión, en un templo de la colonia Roma, en la Ciudad de México, Jorge me llamó a gritos (bajos, porque estábamos en el interior del templo) y me enseñó una imagen de San Caralampio (el abuelo de Jorge se llamó Caralampio). Fue un poco como si dijera que ahí estaba una extensión de Comitán. Nunca se ha dado un fenómeno similar cuando alguien se topa en algún lugar ajeno con una imagen de Santo Domingo o de San Sebastián o de otro santo venerado en este pueblo. San Caralampio trasciende el ámbito religioso y penetra en la conciencia de la memoria colectiva.
Mariana dijo que algún fotógrafo de los buenos debería, así, calladito, pero de manera tenaz, invitar a muchos personajes comitecos para hacer la serie de fotos en donde el tema central sea la presencia de San Caralampio. Yo, igual que mi niña amada, creo que el resultado permitiría una reflexión estética y sociológica sin igual. ¿De qué manera los personajes importantes advierten la presencia de San Caralampio como un elemento esencial de nuestra comunidad?
Ahora que lo escribo imagino ya algunas imágenes en blanco y negro, otras en color; imagino a un carpintero, en su taller, comparando la madera de la puerta que construye y la madera con que está hecha la imagen; imagino las diversas formas de imágenes de San Caralampio, desde las antiguas (bellísimas) hasta las más modernas.
Mariana dijo que uno de los buenos fotógrafos debía echarse a cuestas esta idea. Pienso entonces en César Pérez, en Amín Guillén Flores, en Ari Peralta, en Ángel Gabriel Penagos, en Carlos Gordillo, en Toño Aguilar, en Roberto Román, en César Guillén Cota, en Daniela Quintero, en Fredy Culebro, en Leticia Bonifaz, en Alex Hiram Morales, en Grace Díaz, en Omar Suaznávar, en Estefanía Fonseca, en Roberto Carlos Espinosa, en Nohemí Pech, en Anna Semitiel; pienso en Ariel Silva, en Carlos Mora y en muchos, muchos más. Yo pienso en ellos, pero ¿quién de ellos puede pensar en un proyecto semejante? No sé. Si yo tuviera el ojo que ellos tienen no dudaría un instante. Pero yo no tengo el ojo que tienen Gerardo Hernández o Julio Albores o Luz del Alba Velasko. Alex Tellowsky, ¿qué piensa de esta propuesta? ¿Qué piensa Daniel Saborío? ¿Juan José Vázquez Méndez? Pienso en Zarape Films y en Liliana y Alma Martínez; pienso, incluso, en Balam Quitze, fotógrafo sancristobalense que ha realizado excelentes trabajos en nuestro pueblo.
Creo que si fructificara la idea de Mariana tendríamos una riqueza iconográfica de primer orden. Ya Bonifaz y Reynaldo prendieron la mecha, y Mariana y yo ya cumplimos al echar a volar la idea como papalote. ¿Alguien jalará este hilo y le dará más cuerda? Si es así, que San Caralampio se lo premie, sino que la patria chica se lo demande. Tan, tan.

lunes, 20 de junio de 2016

NOS QUEDAMOS SIN CASAS





Rodrigo me sorprendió. Dijo que ya no hay casas. ¡Cómo no!, le dije. ¡No!, dijo él. Ya no hay casas comerciales y recordó que en la manzana derruida (parte de lo que hoy es el parque central) en la calle donde estaba la Proveedora Cultural, de don Rami Ruiz, hubo, cuando menos, dos casas: Casa Yannini y Casa Ancheyta. Rodrigo dice que, probablemente, era costumbre de esos tiempos usar la palabra casa para designar un rubro comercial. Luego recordó que en dicha manzana hubo más casas: Casa León, Casa Tovar y Casa del Ciclista. En la Casa Yannini los consumidores hallaban discos, refrigeradores, consolas y demás vainas eléctricas; Casa Ancheyta se especializaba (¿de verdad?) en telas. La Casa León también vendía telas; la Casa Tovar expendía casi lo mismo que la Casa Yannini, y la Casa del Ciclista, pues, obvio, no vendía trago, vendía llantas, bicicletas y refacciones para las bicis; además vendía discos.
Estuve de acuerdo con Rodrigo: ya no hay casas. Algo del espíritu de antaño se perdió. Las casas comerciales perseguían el mismo objetivo de los negocios actuales: prestar un servicio o vender un objeto para ganar dinero. Pero (apareció el famoso pero), los negocios de estos tiempos han perdido su personalidad y se han vuelto asépticos.
El otro día platiqué con Eugenio y él me dijo que, por ejemplo, en el Cine Comitán sabíamos el nombre de quién vendía el boleto, de quién lo recibía; reconocíamos a la señora que atendía la dulcería (doña Lola de Gordillo) y nos vendía riquísimos tacos dorados. Conocíamos, incluso, al señor que, con una lámpara de mano, hacía las funciones de acomodador y, con un rayo de luz, nos indicaba por donde caminar. Coincido con Rodrigo: en las casas comerciales había un rayo de luz que nos indicaba por donde ir.
Uno entraba a la Casa Yannini y había una persona conocida, con nombre y con una historia común; lo mismo sucedía en la Casa Ancheyta y en las demás. Hasta la fecha, esos locales son recordados con afecto. Una mañana, las casas comerciales dejaron de ser lo que eran; abandonaron la lámpara de mano y adquirieron un reflector que, la mayoría de veces, nos enceguece.
¿Por qué el nombre de casa? ¿Para que los compradores o usuarios la sintiéramos como una extensión de nuestro hogar? Parecerá irrelevante, pero así sucedía. A veces, aun hoy, cuando vamos a visitar a un amigo éste abre la puerta de su casa, nos invita a pasar, e invariablemente dice: “Sentite como en tu casa”. Ese sentimiento otorga confianza. Y, en efecto, confianza era el tapete que nos recibía en aquellos comercios. ¿Alguien siente confianza al entrar a Liverpool o Sears? No, sabemos que son espacios ajenos, donde los empleados están para servirnos, es cierto, pero están lejos de hacernos sentir como en casa.
Las casas se acabaron. Tal vez el derrumbe de la manzana de la discordia fue el presagio de que algo estaba por ocurrir. Si el derrumbe del Muro de Berlín anunció la reunificación de una Alemania con su hermana; el derrumbe de la manzana, en Comitán, anunció el fin de una época. Ahora, el parque central es más grande, pero algo de la confianza se extravió. La confianza (lo saben quienes juegan a las escondidas) no se da en los estadios, se da en los espacios más íntimos. La manzana derruida era como un clóset donde jugábamos a las escondidas. Ahora todo está a la vista.
Se acabaron las casas, dijo Rodrigo. Tuve que admitir que tenía razón. El local vigente del contador Aguirre ¿se llama Casa Aguirre? ¿De verdad? Si esto es cierto sería la prueba de que, en un tiempo, en Comitán hubo negocios que se llamaban casas, porque eran como la extensión de nuestros hogares y ahí hallábamos a sus dueños, con los que podíamos platicar y contar los sucesos del pueblo. Ahora, ¿quién platica con el gerente de Wal-Mart? ¿Quién sabe cómo se llama el gerente de Aurrerá? Hoy todo es desarmable, desechable, indefinido. Hoy, cuando vamos a un negocio reconocemos las reglas bien definidas: ellos están para vendernos y nosotros para comprar. Hacemos fila y en cuanto pagamos oímos una palabra no dicha, pero que es un valor entendido: ¡next! Siempre somos el próximo. En las casas de antes éramos los de siempre.
Ahora recuerdo que aún existe La Casa del Ciclista. Ah, qué maravilla. Esa bici sí tuvo empuje para alcanzar la subida.
Eliseo dice que todo lo que he dicho es falso, porque ahora, más que nunca, hay casas en Comitán: estamos llenos de Casas de Empeño.
Tiene razón. Sí, algo extraviamos con el derrumbe de la manzana. Fue tan grave que las casas de hoy nos sirven para empeñar objetos, como si dijéramos que poco a poco vamos empeñando nuestro futuro. ¿Cuándo rescataremos nuestras prendas? ¿Ya nunca más?

sábado, 18 de junio de 2016

CARTA A MARIANA, CON UN RESPLANDOR





Querida Mariana: nuevos vocablos se incorporan a nuestro lenguaje. Ahora todo mundo manda “WhatsApp” y, por lo mismo, medio mundo usa la palabra. ¿Quién pudo imaginar hace cinco años que los comitecos usaríamos este anglicismo? Claro, todos lo abrevian y dicen: “Wats”. El Pitirijas lo escribe bien comiteco: “Guatz”, voz que, según el libro “Glosario”, de Pepe González Córdova, es “una voz onomatopéyica que significa jalón o golpe. Ejemplo: ‘Ya no me aguanté y guatz le jalé el pelo’”. Esto debe crear confusión en los mayores, porque el otro día escuché que Elena le dijo a su abuelo que le mandaría un “Wats” y el viejo le contestó: “Y yo te doy un coscorrón, muchachita malcriada”. Pensó que la nieta había dicho guatz.
Los comportamientos novedosos nos imponen modificaciones del lenguaje. La rotundez de los nuevos vocablos provocan un desplazamiento, no se agregan a nuestro español, ¡no!, estimulan la pérdida de vocablos que creímos árboles enormísimos.
Ahora todo mundo tiene celular con cámara, por eso la “selfie” se ha puesto de moda. Como ya comentamos en otra ocasión, pocos emplean el término ordenador para referirse a la computadora (del inglés computer); de igual manera pocos dicen “Nos tomemos una autofoto”, cuando es más chic decir: “Nos tomemos una selfy”.
En los años sesenta, mi tío Samuel tenía un proyector de diapositivas, que eran fotografías positivas enmarcadas dentro de marcos plásticos. A veces nos invitaba a ver las recientes de su último viaje, que podía ser a Argentina o a Japón. Mi tía servía café y ofrecía galletas de avena, mientras mi tío preparaba el proyector para exhibir las diapositivas sobre la pared. “¡Apaguen la luz!”, era el grito unánime.
Hoy nadie toma fotografías con revelado en diapositiva. Ustedes, los jóvenes, emplean la palabra cuando realizan una presentación en Power Point, en la universidad; o cuando algún maestro presenta una conferencia.
¿Power Point? Sé que todo mundo lo reconoce como un programa de Windows, pero debe haber (nunca falta) alguien que no sabe exactamente la traducción en español de estas palabras inglesas. El otro día (lo juro) fui a la central de abasto y vi a una chica pechugona con una playera (en tela de color amarillo y letras negras) que tenía una leyenda en inglés: “I am vegetarian. I like the banana and penis”. ¿What? Sin algún rubor ofrecía su mercancía (la que estaba sobre el mostrador): quesos y crema. Rodrigo me codeó y, con sus ojos, me indicó que viera. Ya lo había visto. Sonreí. Rodrigo preguntó el costo de un queso de doble crema, la muchacha respondió, luego ofreció una probada (del queso). Como ya había cierta confianza, Rodrigo le preguntó si en realidad era vegetariana. La muchacha no supo qué decir, sonrió. Rodrigo insistió, explicó que una vegetariana es una persona que sólo come vegetales y no consume carne. Ella volvió a sonreír y ofreció otro pedazo de queso. “¿Te gusta la carne?”, preguntó Rodrigo. Ella ya se puso seria. Jalé a Rodrigo y le dije que mejor nos fuéramos, pero se resistió. Sacó un billete de cincuenta de su cartera y dijo que quería un queso envuelto en hoja de “plátano”. Ella metió el queso en una bolsa de plástico y dijo: “Sí, sí como carne”. “¿Ya oíste?”, me dijo Rodrigo. Yo traté de ignorar su dicho. Lo jalé. “Vonós ya”, le dije. “Acá está su cambio”, dijo ella, pero yo le dije que así estaba bien, que se quedara con el cambio. Jalé a Rodrigo. Él abrió la bolsa y “pispeó” el queso, rió, dijo que la muchacha era una comelona bisexual: era carnívora y vegetariana.
¿Qué significa WhatsApp? ¡Saber! Pero todo mundo manda “wats” y “tuits”.
El otro día escuché que un muchacho le decía a una amiga: “¿Tenés wats?” y ella, coqueta, dijo: “Sí, pero no es para tu tuit”. Tardé un poco en entender, pero luego me di cuenta que el logotipo de Twitter es un pajarito.
Elena, quien desde niña fue muy aventada, ahora usa una clave con su novio. Cuando están en la biblioteca o en el patio de la escuela, se levanta y le dice a Mario: “¿Retocamos fotos en Picasa?” (Los adultos tal vez no saben que Picasa es una aplicación informática que sirve para retocar fotografías digitales). Todos, inocentes, creen que la oración es literal. ¡No! Lo que Elena le está diciendo a Mario es: “¿Vamos a “picar” a mi casa?”.
Digo que los tiempos posmodernos nos obligan a actualizarnos. El abuelo Enrique sabía que cuando “shopeábamos” metíamos la rosquilla, una y otra vez, en la taza de café. Ahora, el bisnieto dijo la otra tarde que la dedicaría a “shopear”, Eugenia tuvo que explicarnos que Enrique tercero entraría al cuarto a “fotoshopear”; es decir, a retocar algunas fotografías con el programa Photoshop.
A los viejos no nos queda más que meternos a la alberca de la nostalgia. Como no sé nadar apenas meto mis pies, no más. Sé que la nostalgia, igual que el agua, es peligrosa. Si uno se mete más allá de lo recomendable puede ahogarse y, dicen los místicos, que no hay sufrimiento más miserable que el ahogamiento por nostalgia. La cuerda de la nostalgia no se rompe, es dura e inflexible. En Comitán cuentan que una mujer se murió de amor; es decir, de la nostalgia por la ausencia del amado.
Cuando voy a casa de la tía Arminda le pido que saque sus álbumes de fotografías en blanco y negro y color sepia. Son fotos de la familia, de los años cincuenta o sesenta. Ahí veo cómo eran las fiestas familiares, cómo eran los patios de las casas tradicionales, los muebles de mimbre. Hay una que me encanta, porque, dice la tía Arminda que fue en la boda de sus papás, el patio está lleno de juncia y, en los pilares y en las paredes de los corredores, hay festones colgados como lianas.
Me sorprendo cuando hallo impreso el siguiente mensaje: “Si en el álbum de tus postales / tienes un lugar vacío, / guarda éste que es / un recuerdo mío”. Y ahí está la foto de una mujer que porta un vestido de chiapaneca, en medio de un platanar. La tía Arminda dice que es la fotografía de una tía suya, que vivía en una finca de Tapachula, una finca enorme, propiedad de unos alemanes.
No nos damos cuenta bien a bien, pero cada vez que incorporamos un vocablo nuevo eliminamos otro de nuestro acervo histórico. Ahora todo mundo envía tuits; es decir, ya nadie envía un telegrama. Llegará el día que esta última palabra será un mero referente del pasado, porque los niños de hoy ya no la incorporarán a su acervo. Los álbumes de fotografías impresas ya son especie en extinción; ahora existen álbumes digitales con “touch screen”. Como si alguien hojeara un libro, basta pasar la mano sobre la pantalla para que las fotos aparezcan.
Evandro, en intento de ser original, dice algo que ya es un lugar común: “El futuro no nos alcanzará, ¡ya está aquí!”. Entiendo lo que quiere decir, pero es inexacto. Lo que está acá es el presente, el futuro siempre está por llegar y, mientras el universo siga siendo, el futuro será el instante que siempre estará adelante del instante actual. Pero, Evandro tiene razón en tanto que los avances tecnológicos de los últimos años nos colocan en una puerta que era impensable hace años. Cuando pienso que existen impresoras en 3D mi mente no alcanza a comprender la grandeza de tal invento.

Posdata: Teófilo siempre hace intentos por preservar nuestra identidad lingüística. De manera muy elemental (como si fuese el último académico de la Real Academia de la Lengua Española busca palabras sucedáneas para compensar la avalancha de anglicismos). Cuando toma una coca cola (porque no ha podido dejarla) dice que toma “Agua del Río Grande” y, para cuando alguien no entiende, explica: “Es que el agua del río grande es agua de caca”. Pareciera algo intrascendente, pero no lo es. Hay un intento por decir que así como existe la palabra ordenador para sustituir computer, así él dice que manda un “Tito” cuando manda un “Tuit”, esto lo hace en homenaje a don Tito Caballero, quien trabajó en la oficina de Telégrafos, en Comitán, durante muchos años. Y, sí, ¡adivinaste!, cuando manda un “whats” lo dice con acento comiteco: “Guatz” y lo refuerza con un movimiento de mano como si conectara un gancho al hígado (uppercut). Dice que se puede evitar la globalización del idioma, que, jugando, se puede preservar nuestra identidad. Por eso, también inventa palabras. El otro día me dijo: “Te llegó un tiucs”, cuando oyó la campanita de mi celular. ¿Un qué? “Un tiucs” (de tiuca) y no hubo necesidad de más explicación, entendí que era la palabra para indicar que me había llegado un mensaje telefónico y, no sé por qué, me sentí muy bien, como si su juego de palabras me indicara que sí es posible aún tener una personalidad propia. Porque el otro día andaba un poco gutz. La gutzera me la provocó mi sobrina Pau cuando fuimos al mercado y vimos un canasto repleto de tzisim. ¿Sabés qué me dijo? “Mira, tío, cuántos antz”. ¿Antz? “Sí, tío, hormigas”. ¡Ay! Que Dios bendiga a los hombres de buena voluntad, que Dios bendiga a los Teófilos de Comitán para que las Pau no vivan tan desprotegidas.

viernes, 17 de junio de 2016

OTRA PIEZA DEL ROMPECABEZAS COMITECO





Hubo un tiempo que Comitán no tuvo sucursales bancarias. En la casa que mi papá alquilaba estuvo la corresponsalía del Banco de México. Según la fecha que ostenta este pergamino, dicha corresponsalía funcionó de 1953 a 1964. En este último año ya se abrió la sucursal que inició labores en la planta baja del edificio que hoy ocupa el Teatro Junchavín.
Ahora existen muchas sucursales bancarias de múltiples instituciones (Banamex, Bancomer, Banorte y vainas similares). Creí que las corresponsalías habían pasado a mejor vida, pero Eugenio me cuenta que no es así. Ahora vamos a Wal-Mart o a cualquier Oxxo, por dar dos ejemplos, y realizamos pagos, hacemos transferencias y sacamos dinero de nuestras tarjetas. Eugenio dice que, de acuerdo con la Condusef, estas instituciones funcionan como corresponsalías.
El pergamino que le otorgaron a mi papá está firmado por don Luis G. Legorreta (ya el apellido dice mucho). Don Luis, en ese tiempo, tal como acá se comprueba era el Presidente del Consejo de Administración. Lo que actualmente es Banamex fue el primer gran banco de México. Las demás instituciones bancarias aparecieron posteriormente, así que el Banco de México era el organismo que partía el queso.
Julio Gordillo Domínguez recuerda, a cada rato, que, en los años sesenta, llegaba a la casa donde viví de niño y cambiaba los cheques de su sueldo mensual; asimismo, don Carlos Escobar llegó a contarme que, como él era joyero, en la corresponsalía adquiría los lingotes de oro para realizar su oficio.
La corresponsalía funcionó en la casa que actualmente es propiedad de la abuela materna de Alex Hiram Morales Torres (viuda de don Juanito Torres). Quienes necesitaban algún servicio bancario entraban a la casa, por un zaguán que tenía escalones, y torcían a la derecha donde, ya en uno de los cuatro corredores, estaba la oficina con tres escritorios y, en una esquina, la enorme caja fuerte, propiedad del banco.
Era la corresponsalía, pero era “mi” casa, porque, sin duda, los clientes me vieron jugando por los corredores, ya que dos cuartos más allá de la “oficina bancaria” estaba el oratorio donde me gustaba jugar a las escondidas.
Hoy es muy difícil imaginar el funcionamiento de una institución bancaria en el interior de una casa; es difícil imaginar a un cliente contando su dinero en un corredor, mientras Sara pasa llevando el mandado para preparar la comida; es difícil imaginar una oficina bancaria sin cámaras de seguridad ni puertas blindadas.
La corresponsalía en ese tiempo era de puertas abiertas. La gente entraba, prendía un cigarro, se sentaba en la oficina y esperaba su turno (en caso de que hubiese alguien más en la supuesta fila). Claro, eran tiempos en los que las tarjetas de crédito y de débito no existían; tiempos en que no había cajeros automáticos.
Eran tiempos en que la delincuencia estaba instalada sólo en las películas que exhibían en el Cine Comitán o el Cine Montebello, porque jamás hubo un asalto (que hubiese sido muy sencillo de ejecutar). Eran otros tiempos, tiempos que terminaron (cuando menos en Comitán) la tarde en que en una ceremonia sencilla, pero emotiva, y teniendo como testigos a los funcionarios de la banca y a las autoridades del pueblo, mi papá recibió este pergamino que es una belleza en su ejecución. Ahora que son tiempos de impresiones digitales, cualquier persona puede admirar la belleza del trazo del dibujante que, con tinta china, realizó este pergamino que es parte de la historia colectiva de Comitán.
Los billetes de ese tiempo (como los de ahora) tenían la firma de los consejeros del Banco de México. A mí me daba un gran orgullo ver un billete de cinco pesos, por ejemplo, con la firma del mismo hombre encumbrado que firmó este pergamino; un poco como decir, que uno de los hombres más poderosos, una tarde de 1964, saludó a uno de los hombres más sencillos y honorables de nuestra patria.

miércoles, 15 de junio de 2016

EN HOMENAJE A ALI




La bienvenida de Mariana no fue muy afectuosa. Apenas abrió la puerta y me invitó a pasar dijo que había pensado en mí, que ya, primero Dios, el próximo año, entro, oficialmente, a la banda de “la tercera edad” y, como si fuese torera, dio la estocada final: “Ya cumplís los sesenta, ¿verdad?”. ¿Qué decirle a mi niña amada? Como hago siempre que me siento acosado, contra las cuerdas, abrí otro camino en la conversación: “¿Qué creés? Ya terminé el libro de Del Paso”. La treta funcionó, porque se emocionó y platicamos del libro y luego saltamos a Rosario Castellanos y más tarde caminamos con Mario Vargas Llosa, así que mi niña ya no retomó el tema de la ancianidad.
Cuando llegué a casa me preparé un té de limón, chequé el Facebook y luego me puse el pijama, entré al baño y me quité la placa de la boca y me enjuagué. Me vi en el espejo y supe lo que desde hace tiempo he sabido: ya no soy un joven. Hace dos o tres años asumí que ya dejé atrás la niñez, la juventud, la madurez y que entré al último tramo de la vida: la vejez. No he tenido problemas con ello, porque la palabra viejo me cae bien. Una compañera de trabajo, con mucho afecto, todas las mañanas, a la hora que nos saludamos, me dice: “Viejazo”, y yo me siento muy bien, sonrío. ¡Yo, que soy tan escaso para sonreír!
Lo que me molesta, ya me di cuenta, es la perspectiva de ingresar a la relación oficial, que deba ir a una oficina gubernamental para que ellos certifiquen que estoy viejo y me den una credencial que indique que paso a formar parte del ejército de militantes de la tercera edad. Comparo este trámite como el del reclutamiento para ir, con un fusil de madera, a combatir en la guerra donde, con toda seguridad, encontraré la muerte.
Así que al día siguiente, cuando fui a la casa de Mariana, y a la hora que abrió la puerta, le dije: “¡No!, no seré de la banda de la tercera edad. Haré lo mismo que hizo el recién fallecido Muhammad Ali”. Ella rio, me dijo que pasara a la sala, que me prepararía un té. Cuando me dio la taza, con la risa envuelta en sus labios, me pidió que le dijera cuál era mi pensamiento.
Nada, le dije que todo estaba bien, pero que recordara que Muhammad se negó a ingresar a las filas de soldados que fueron a Vietnam. Dijo que él no tenía problema con la gente de Vietnam y que su religión le prohibía participar en la guerra, le prohibía matar a sus semejantes.
Pues yo, le dije a Mariana, si Dios me permite llegar a mis sesenta, me negaré a entrar al club de la tercera edad. Mi religión, ¡la vida!, me prohíbe participar en guerra tan absurda. Seguiré en el lado de la libertad, al lado de los jóvenes y de los niños. Ya no jugaré voleibol ni saltaré la cuerda, pero sí estaré en el mismo patio donde jueguen los niños y no sentado en una silla plegadiza en el geriátrico; haré fila para entrar a ver un partido de fútbol soccer, no para recibir una despensa para ancianos. Una mañana, la que yo desee, tomaré un cayado (que no un bastón) y caminaré, con cuidado, por la carretera que va a Quijá y desde esa altura contemplaré a Comitán, como si yo fuese un pájaro, como si tuviese alas y no andaderas.
Como Muhammad Ali seré tachado de desertor, pero mandaré a freír espárragos a todos los que me digan que ya ingresé a la tercera edad. A estos les diré que soy un viejo, un viejo lleno de vida. Mi ejemplo será Picasso y, si Dios me lo permite, seguiré en plena actividad intelectual: leeré (mucho), escribiré (mucho), pintaré (mucho) y viviré (demasiado).
No colocaré en mi corazón ese eufemismo bobo que trata de mover a compasión, que es como una limosna que avientan los que se creen inmortales y piensan que nunca llegarán a cumplir sesenta, setenta y más.
No me pondré un letrero que diga “Viejo”, porque las personas que lo lean pensarán que estoy loco, porque todo mundo verá que seré un hombre lleno de vitalidad y de entusiasmo.
Seguiré queriendo a Mariana con el mismo río con que la quiero ahora, con este aroma que no huele a pachuli, sino que tiene el olor del más fresco renuevo, el olor de la hoja antes de que toque el suelo.
Ali dijo ¡no! a la guerra, dijo ¡sí a la vida! Los viejos, ¿qué debemos hacer?

martes, 14 de junio de 2016

UN JUEGO MISTERIOSO




Mariana juega, siempre juega. Ayer fui a su casa y la encontré en el patio. “¿Qué hacés?”, pregunté. Estaba detrás de una piedra. “Juego a las escondidas”, dijo y sonrió. “Ya te encontré”, dije. “Sí -dijo ella-. Ganaste un premio.”, y fuimos a la cocina, calentó agua y me preparó un té de limón.
Mariana juega, siempre juega. Ella se sirvió café, se sentó ante la mesa, frente a mí, y dijo que a veces no la encuentran. Ella se esconde detrás de una piedra, detrás de un árbol, adentro del clóset, debajo de la cama y pasa una hora y otra y nadie la encuentra. “¿No será que tus amigos no saben jugar?”. Dijo que tal vez sea por eso.
Antes, el juego de las escondidas era un juego común y todo mundo lo jugaba. Ahora, el juego ha dejado de tener su sonrisa de luz y sólo se quedó con su mueca de misterio. El otro día, Rosario nos dijo que Mario estaba desaparecido. Mario es un primo suyo que vive en Guadalajara. Bueno, ahora no se sabe si sigue ahí. Hacía más de diez días que nadie sabía de su paradero. Había subido a un camión con destino a la Ciudad de México, Arsenio lo esperaba en la central camionera. El camión llegó, pero Mario no lo hizo. Desde entonces, todos sus amigos y familiares están en su búsqueda, pero, como sucede siempre con los desaparecidos, no saben por dónde empezar.
Cuando Rosario se fue, Mariana dijo que, tal vez, Mario estaba escondido y, como le sucede a ella, nadie lo ha encontrado.
Yo dije que nadie tarda escondido tanto tiempo. Mariana dice que ella, hace tiempo, hace como un año, pensó que se quedaría adentro del clóset. A ella le gusta el juego de las escondidas, pero cuando alguien la encuentra (así como ya la encontré esa tarde, detrás de la piedra) le brinca un sentimiento de tristeza. Mariana dice que el jugador novato juega a las escondidas pidiendo a Dios que lo encuentren pronto; en cambio, el apasionado de ese juego busca el lugar más insólito a fin de que sea el último en ser hallado; es decir, el profesional desea no ser encontrado. Mariana me preguntó si nunca he tenido ese deseo, de esconderme y no ser hallado. Dice que hay muchos que lo hacen a propósito, me puso un ejemplo pedestre: el de su tío Armando que, después del suceso donde, de manera accidental, chocó contra un poste y éste, en su caída, despanzurró un auto que estaba estacionado con una señora y su bebé en el interior, huyó del lugar, llegó a su casa, se despidió de su mujer y de sus dos hijos (ella, de cinco años, y él, pichito de un año dos meses) y fue a esconderse. ¡Quién sabe en dónde!, porque de esto ya tiene más de doce años y no lo encuentran. Lo mismo sucedió con Azucena cuando Rodrigo terminó su relación con ella, relación que había tardado más de seis años. Azucena, también, jugó el juego de las escondidas, se metió adentro del clóset, tomó un frasco con pastillas y se puso a dormir. La encontraron hasta el otro día, ya después de las diez de la mañana, porque ella comenzó a jugar (según el perito) como a las cinco de la tarde. Doña Rosario, su mamá, enloqueció de dolor. Mariana dice que cuando alguien entraba a su cuarto, la encontraba sentada en la mecedora y decía: “Mi Azucena está jugando a las escondidas. Vayan a buscarla. Búsquenla debajo de la cama”. Tenía la esperanza de que, en cualquier instante, alguien entrara, la despertara y le dijera que ya habían encontrado a su hija.
Pero, ahora, todo mundo lo sabe, el juego de las escondidas se ha vuelto un juego forzado. A veces alguien no quiere jugar y es obligado a hacerlo. Muchas personas quedan escondidas debajo de las camas o adentro de clósets o detrás de las piedras y nadie las halla y ellas se desesperan, gritan, dicen que ahí están escondidas, pero no pueden moverse y, tal vez, sus gritos no alcanzan a llegar a las nubes y el eco se disuelve.
Antes, el encanto de las escondidas era el misterio resuelto. Los escondidos sabían que serían encontrados y los buscadores sabían que el chiste del juego era hallar a los escondidos. Pero, ¿qué sucede ahora cuando alguien no es hallado?
Yo le digo a Mariana que cuando quiera jugar me hable, pero ella (necia) no lo hace. Cuando le da la gana de jugar va al patio y se esconde detrás de una piedra y ahí se queda sin moverse. Se tapa la boca para no reír cuando oye que su mamá riega las flores y no se da cuenta que su hija está detrás de la piedra.

lunes, 13 de junio de 2016

LOS COMUNES MÁS COMUNES





Hay nombres comunes, hay apellidos comunes. En nuestro país, el apellido López es muy común. Lo mismo podemos decir del nombre Guadalupe. Hay Lupitas como tsizim en temporada de lluvia. Por el contrario, hay nombres y apellidos infrecuentes.
Digo esto, porque para identificar nombres de personajes importantes con un apellido común es preciso aliarlo con el otro apellido para distinguirlo. Si alguien dijera que para el 2018 López es una opción, muy pocos entenderían el mensaje, pero si a ese López se le agrega el Obrador, entonces todo mundo entiende. En el caso del Peje, los encargados del manejo de su imagen prefieren utilizar el apellido materno, como reafirmando que sí tiene madre. Esto es así, porque el Obrador es menos frecuente que el López.
Esto es aplicable en todos los rubros de la vida. Lo mismo sucede, por ejemplo, con los escritores. Si digo que a mí me gustan los cuentos de García, medio mundo quedará en la indefinición, pero si a ese García común le agrego el Márquez, todos lo identificarán.
Cuando alguien tiene la bendición de un apellido paterno infrecuente no hay duda. Quien escucha Arreola sabe que el otro habla de Juan José; lo mismo sucede con Pacheco, con Monsiváis, con Ibargüengoitia. Para hablar del autor de “Crónica de Intervención” hay necesidad de incluir el apellido materno, porque el paterno es el común ya comentado: García Ponce.
Lo mismo sucede cuando hay dos o más escritores con el mismo apellido. Acá en Chiapas decir Trejo crearía confusión porque hay tres poetas reconocidos con ese apellido: Fernando, Socorro y Marisa. Si alguien dice Bonifaz, puede pensar en Óscar o en Marirrós. Estos apellidos no son tan comunes, pero como los integrantes de un mismo árbol genealógico se dedican al mismo oficio es preciso agregar los nombres. Porque (fenómeno simpático) en muchos casos de escritores basta mencionar el apellido para identificar al autor: Sabines, Bañuelos, Oliva, Cañas y algunos más. Tenemos casos insólitos en donde se reconoce a los autores a través de un sobrenombre, como ejemplos están el de Laco y el de Quincho. Sobrenombres que han trascendido por encima de nombre y apellidos.
Los lectores tienen una relación de complicidad con sus autores favoritos y buscan una cercanía; por ello, medio mundo lector derribó el García Márquez y lo convirtió en un simple Gabo y a Edgar Allan Poe lo reconocen como Poe. Esta síntesis permite una cercanía que se da entre amigos. En México hay muchos lectores que, al referirse a Elena Poniatowska, dicen La Pony. Pero, si alguien quisiera referirse al autor de “El diario de La Riva” no podría decir un simple Martínez, sino tendría que acompañarlo del apellido materno: Martínez Torres; lo mismo ocurre cuando alguien menciona a la autora de la novela “La bomba de San José”: García Bergua (acá muchos, en alarde confianzudo, dicen: “La Bergua”, pero como se presta a que la gente confunda la palabra y se vuelva albur tepiteño, lo dicen en voz baja y en círculos de confianza).
Claro, hay apellidos comunes que, por el peso específico de la obra literaria, se convierten en apellidos únicos, como si fueran tronos de latón convertidos en oro puro. Hay muchos Cervantes, pero ¡sólo hay uno! (los otros Cervantes, menores, tienen que buscar un colgadero para sostenerse).
Sin duda que en la historia de los conventos de Hispanoamérica han existido muchas monjas que han elegido el nombre de Juana, pero todo mundo estará de acuerdo que nadie estuvo ni estará jamás a la altura de la altísima Sor Juana.
No hay más Del Paso que el autor de “Noticias del Imperio” y, aunque hay miles de fuentes en todo México, reconocemos que no hay más Fuentes que el autor de “Aura”.
El escritor colombiano Juan Gabriel Vásquez debe escribir así su nombre, porque ya un cantautor mexicano le ganó el privilegio del nombre Juan Gabriel. En el supuesto caso de un escritor que se llame Luis Miguel, debe, necesariamente, remendar su nombre con sus apellidos. No queda de otra. Hay nombres que trascienden a los hombres.

sábado, 11 de junio de 2016

CARTA A MARIANA, A MITAD DE UN LAGO




Querida Mariana: ¿En qué pensás cuando oís que alguien dice: Los Lagos? Si fueras de Jalisco tal vez pensarías en la Virgen de San Juan (de Los Lagos), pero, como sos comiteca, estoy seguro que pensás en Los Lagos de Montebello.
¿Sabés desde dónde escribo esta carta? Desde Los Lagos; desde el Hotel Los Lagos, de Comitán.
Cuando alguien menciona Los Lagos pienso en el hotel de Comitán y, por supuesto, en Los Lagos de Montebello. Mi papá, una tarde, me llevó al hotel; y, en muchas ocasiones, en la vieja willys verde, me llevó a Los Lagos de Montebello. Tal vez por esto, cuando estoy en el hotel siento el aire fresco del bosque y, cuando estoy en Montebello, pienso en Tarzán.
Digo que en Montebello pienso en Tarzán, porque (ya te conté una vez) esa tarde que mi papá me llevó al hotel exhibieron una película del hombre mono.
Hace un año, días más, días menos, fui a Montebello, con mi Paty y mi mamá desayunamos frijoles de la olla y quesadillas (sin queso) de flor de calabaza, con una salsa molcajeteada. Y hoy (¡ah, qué privilegio!) te escribo desde el patio central del Hotel Los Lagos.
De una vez me excuso por la serie de obviedades que contendrá esta carta. ¿Qué otra cosa, sino una obviedad, es decir que en el bosque hay más aire que en un espacio lleno de cemento?
Los comitecos y turistas que se han hospedado en el hotel Los Lagos tienen el referente del patio central lleno de árboles. El patio no es muy grande (en extensión), lo digo porque no sé si vos lo conocés. Con excepción de un lateral puedo decir que es un cuadrado de, más o menos, treinta metros por lado. Si mi espíritu geométrico no me es infiel digo que mide unos novecientos metros cuadrados. Es un espacio pequeño, ¿no? Sin embargo, al estar ahí, advierto una sensación de majestuosidad. Hay diversas variedades de árboles y plantas, muchas a ras de suelo, helechos y una orquídea amarilla que ya se secó. Algunas otras matas se desprenden un poco más allá del suelo, como si fueran adolescentes, y las otras, las que están a nivel de piso, fueran niños gateando.
Hay algunos varejones, primos hermanos del bambú y de la caña de azúcar. Pero no sólo matas y plantas hay, también existe la magnificencia de árboles que superan el techo del hotel de dos plantas y llegan a alturas que superan los cuarenta o cincuenta metros.
Escribo desde este patio y sólo encuentro obviedades, porque soy como un niño que por primera vez está cerca de la naturaleza. ¡Qué pena, ahora estamos tan llenos de calles envueltas en cemento y en baches!
¿Dije que tiene más de un año que no voy a Los Lagos de Montebello? Sí, así es. Tengo la mano de Dios tan cerca y no la saludo. Bueno, ahora, vos lo sabés, esta mano de Dios está sucia, alguien se la manchó con caca. ¡Qué pena!
¿Qué otra cosa, sino una obviedad, es decir que me sublima estar en un espacio tan breve con tanta majestuosidad?
¿Qué otra cosa, sino una obviedad, es decir que los árboles, a medida que se alzan del suelo, despliegan sus ramas como si fueran pájaros? Crecen derechitos y, en un instante no revelado, comienzan a torcerse en la linealidad del aire.
Acá, en el patio central del hotel, los árboles, en su parte baja, están llenos de moho por el toque persistente de una mano húmeda. Esta humedad provoca un aroma a tierra mojada que es muy afectuoso.
La tarde en que mi papá me trajo a este hotel lo hizo porque la empresa Coca Cola exhibió una película de Tarzán. Te hablo de los años sesenta del siglo pasado. Una enorme pantalla fue colgada de las ramas de estos mismos árboles. Fue como si improvisaran un cine a mitad de la selva, fue como el sueño de Fitzcarraldo que se obsesionó en construir una sala de ópera a mitad de la Amazonia. El patio central del hotel estaba lleno de chamaquitos, algunos, incluso, estaban trepados, como changos, en las ramas. Creo que nunca, en todo el mundo, se ha realizado una exhibición tan bella. ¿Qué mejor lugar para exhibir una película de Tarzán que en un espacio lleno de árboles? Hubo instantes en que parecía que el hombre mono salía de la pantalla y seguía columpiándose en las lianas de los árboles del hotel.
Me gusta la naturaleza, pero no soy un hombre temerario. No me gusta apartarme mucho de la civilización. Sé que, en la selva, moriría antes de que un jaguar diera el primer rugido. Me provoca pánico caminar sobre una alfombra de hojas secas, pienso que, en cualquier instante, asomará una culebra.
Acá estoy a gusto. Es una bobera, pero lo siento como un fragmento de selva domesticado, como si alguien hubiese hecho un conjuro para eliminar el riesgo de culebras sin tocar la majestuosidad del bosque. Claro, dirás, es una tontera pensar que el bosque puede ser aséptico. Tenés razón, pero yo me siento en El Paraíso. De niño siempre creí que el territorio de Adán y Eva era un espacio libre de peligro. Si un león asomaba era como si un gato se echara a los pies. ¿Un coyote? ¡Ah!, era como un dálmata o un chihuahueño. ¿Y una serpiente? No era más que una liana viviente que podía servir para columpiarse y para dialogar con ella.
La naturaleza es inclemente. ¿Qué decir del desierto? ¿Qué decir de esas alfombras hirvientes? Ya con El Principito aprendimos que basta la mordida de una serpiente para enviar a los seres humanos a otra dimensión. Acá, en el patio del hotel, las serpientes están ausentes y, sin embargo, ahora que estoy sentado en una silla de metal, me desparramo, coloco la nuca sobre el respaldo y miro hacia arriba: el cielo apenas es visible, lo que admiro son las frondas de los árboles, la telaraña verde tejida por las manos diligentes de la naturaleza.
Yo, que ya no soy planta a ras del suelo; yo, que hace rato dejé de ser la planta de bambú; yo, que soy un árbol viejo que da sombra, me maravillo ante lo breve y me espanto ante la grandeza.
Cuando mi papá me llevaba a Los Lagos de Montebello yo me maravillaba ante el racimo de verdes y reconocía la belleza del color del agua. Víctor y yo (de veras) creíamos que si sacábamos agua y la metíamos en un frasco el agua seguiría teniendo el color del lago. Qué chasco al comprobar que el agua era transparente, casi sin chiste. Mi papá, al ver nuestras caras de frustración, dijo que la magia se perdía cuando alguien sacaba el agua del lago. “¿Ya vieron lo que pasa cuando alguien saca un pez del lago?”. Sí, dijimos nosotros. “Pues igual -dijo él- el color del agua muere cuando alguien lo saca”. Creo que esa mañana nos volvimos muy respetuosos del medio ambiente y de la vida.
Hace diez minutos me sentía pleno. Ahora he perdido la cuerda de la armonía. No sé qué sucedió. Debe ser que una sombra (y no propiciada por un árbol) ronda mi espíritu. ¿Quién llenó de caca la mano de Dios allá en Los Lagos de Montebello? ¿Quién fue el que mató el color? No fue Víctor ni fui yo. Nosotros sólo sacamos un vaso de agua, sólo matamos una mínima cantidad. El monstruo que hizo este atentado no sacó el agua, hizo algo más perverso, echó la caca concentrada y, se sabe, es muy fácil contaminar grandes cantidades de agua limpia con un poco de mierda. Un poco de caca basta para enturbiar una cubeta de agua pura y transparente. La caca mató el color prodigioso.
No me queda más que dar gracias por este espacio desde el que te escribo. Los dueños de este espacio lograron preservarlo. No hay otro hotel que tenga un patio central tan bello, tan lleno de vida. Los cronistas futuros tendrán que reconocerlo como la sala cinematográfica más adecuada del mundo para exhibir películas de Tarzán, el hombre mono.
Me da pena, pero cuando alguien comenta que Los Lagos están contaminados me resisto a aceptar tal idea. Esto es así porque estoy “contaminado” de la idea de que Los Lagos (este espacio donde ahora estoy) sigue intocado, bellísimo. Me desparramo en la silla y miro hacia arriba y veo cómo la luz juega en medio de la telaraña de hojas verdes y ramas torcidas. Acá la luz no entra directamente, es como una niña que asoma su carita y saluda y bendice y hace llover luz.

Posdata: Mi prima Rosita dice que los seres humanos somos tontos. ¿Por qué no entendemos que somos inquilinos de la tierra? Tal vez el dicho de Rosita dé indicios de respuesta a la pregunta de por qué el patio central del hotel sí está resguardado y la zona de Los Lagos de Montebello pierde su encanto. En el primer caso, el dueño entendió que proteger sus propiedades le permiten, además de respetar el entorno, vender la imagen; es decir, un ambiente cuidado genera riqueza. En el segundo caso no se entendió que salvaguardar la naturaleza da vida; no se entendió que un generador económico propicia mejores perspectivas de desarrollo a la comunidad. Rosita tiene razón, los seres humanos somos tontos.
Tiene tiempo que no voy a la zona de Los Lagos de Montebello. Tiene tiempo que el turismo tampoco se acerca. ¿Quién quiere dar la mano a Dios si éste, perdón, la tiene manchada?
No soy conformista, pero ahora me siento bien, por esta posibilidad de estar en un espacio lleno de aire y de luz.
Cuando menos, el patio central de este hotel sigue generando vida y, sin duda, dando dinero a su propietario.

viernes, 10 de junio de 2016

ES CULPA DE LAS FEMINISTAS





“¿Por qué escriben la palabra chic@s, con arroba?”, preguntó el maestro René. Rodrigo levantó su mano, luego levantó su anatomía y dijo: “Es culpa de las feministas” y, serio, se sentó de nuevo en su silla de paleta.
El maestro insistió: “Pregunté por qué, no pregunté quién es el culpable”. Rodrigo levantó de nuevo la mano, luego toda su anatomía y dijo: “Las culpables, maestro, ¡las culpables!” y, serio, se volvió a sentar.
Marcos, sentado en una esquina del salón no levantó la mano, así como estaba, desparramado, dijo: “No, el Chairas miente”, y, como no se había parado, sólo cerró la boca. (A Rodrigo le dicen Chairas, de apodo.)
Romina, quien es la más seria y estudiosa del salón, no levantó la mano (tal vez en un alarde de superioridad), pero sí habló: “Es una muestra de equidad de género”.
“Eso es una bobera”, dijo Armando (que le dicen Armando Broncas) y agregó: “Escrito no hay problema, pero sí hay problema a la hora de la lectura. ¿Cómo se lee la arroba? ¿Tenemos que decir Chicarrobas? ¡Qué complicado!”.
Romina dijo: “Es para visibilizar a las mujeres. Ustedes, los hombres, han querido adueñarse del mundo y comenzaron a hacerlo desde el lenguaje”.
Elena, quien por lo regular es una chica callada, se paró y dijo: “Marcos tiene razón. Las mujeres no tenemos la culpa de nada”.
“¿Por qué lo decís?”, preguntó Marcos, quien puso el brazo sobre el respaldo y volteó a ver a Elena.
Ésta dijo: “No lo digo por lo de la arroba, sino por el intento de cambiar la preeminencia masculina en el lenguaje”.
“¡Preeminencia!, qué pinche palabra es esa”, dijo Rodrigo.
Elena ignoró el comentario y siguió: “A ver, ustedes que son tan listos y que se quejan por todo, díganme qué culpa tenemos las mujeres de que ustedes no razonen y anden castrando a sus héroes y a sus hombres ilustres cuando alguna institución pública o privada lleva su nombre. ¡Nadie se espanta por ello! Alguna antecesora nuestra maquinó la venganza y ahí tienen que yo, de veras, juro que estudié en la Matías de Córdova. ¿Ven, tontitos? Estudié en La Matías de Córdova y tengo un sobrino que estudia en La Benito Juárez. ¡Dios mío! Bueno, esta invocación no va acorde al comentario, porque don Benito era un gran ateo, pero ¿qué pensaría don Beno si oyera que su nombre va antepuesto por el femenino La? Tiene años de años que todos los hombres están del lado de las feministas y, sin reconocerlo, porque son tontitos, se unen a la voz de las mujeres en esa dulce venganza. Desde la preparatoria, a mí me cayó mal Jaime Sabines, precisamente porque esconde su vena machista detrás de un muro aparentemente hecho con hojas de ternura. Todo lo reduce al sexo. En uno de sus poemas dice: “Nunca he amado a una mujer delgada / pero tú has enamorado mis manos”; en otro aparece: “Tu cuerpo está a mi lado / fácil, dulce, callado”; en otro escribe: “Te desnudas igual que si estuvieras sola / y de pronto descubres que estás conmigo”. ¿Ven? Todo es cuerpo, a eso reduce la imagen de la mujer. Entonces, cuando voy a la biblioteca, digo: “Voy a la Jaime Sabines” y remarco el La y nadie se espanta, porque todo mundo entiende que voy a la biblioteca. Mi corazón brinca como si saltara una cuerda, me vengo en nombre de todas las mujeres del mundo, incluidas aquellas que aman la poesía de Sabines, sin reflexionar en sus palabras machistas. Anduvo por todos lados ¡canonizando a las putas! ¿Por qué no propuso canonizar a las mujeres inteligentes, a las madres solteras? ¡Ah, no!, canonizó a las putas, porque ellas satisfacían su hombría. ¡Qué poeta tan sin poesía! Así que no les echen la culpa a las feministas. Ellas son continuadoras de la lucha iniciada hace mucho, incluida la blandengue de Rosario Castellanos, que era muy teórica pero muy poco práctica, ya que era sumisa ante las atrocidades que le hacía su esposo Ricardo. Muy feminista en el discurso, pero muy cobarde en la realidad real”.
“Pues será lo que decís -dijo Rodrigo-, pero cuando menos Rosario supo que no era modificando la lengua como se lograría la equidad de género. La Chayo escribió una poesía altísima y una prosa limpia sin ponerse a pelear con la palabra, que en su voz suena a agua limpia, sin género. Cuando alguien, como las feministas irredentas, escribe con arroba comete un sacrilegio, porque cancela la fuerza del símbolo y la convierte en una mera imagen; es como si alguien, en lugar de emplear la o usara un mapamundi, sólo por la semejanza, dejando de lado el sentido ritual del símbolo. Además pervierte el sentido máximo del lenguaje que es la comunicación llana y comprensible. Quieren cambiar el mundo desde el lenguaje, bobas, no saben que desde el lenguaje es que se cambia el mundo, para muestra ahí está la gran Rosario, aunque le pese a quien le pese”.
El timbre sonó. Todos guardaron su laptop en las mochilas. El maestro René borró el pizarrón y metió el borrador sucio en una bolsa, igual de sucia. Romina le preguntó si quería que lo ayudara a llevar el maletín a su carro. El maestro aceptó. Rodrigo pasó y, riendo, dijo: “No le cargués el maletín. No te sobajés. ¿Qué van a pensar de vos las feministas?”.

martes, 7 de junio de 2016

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE ESTÁ UNA PUERTA




Mariana dijo que jaláramos una silla. Así lo hicimos. Nos sentamos frente a la puerta. “No se mueve”, dijo Mariana. La puerta estaba estática, contraviniendo el mensaje insólito de “Precaución. Puerta en movimiento.”
¿Quién y por qué había puesto tal letrero? Mariana dijo que era un letrero inútil. Las puertas, de todo el mundo, están en movimiento cuando se abren o cierran. Lo extraño sería lo contrario; es decir, una puerta que no se abriera. Por lo tanto, el letrero para este caso debía ser: “Precaución. Puerta sellada”.
Permanecimos en silencio dos o tres minutos, pendientes del suceso en que la puerta se pusiera en movimiento. Reímos, reímos mucho. Nos sentimos inútiles, un poco como sucede (perdón) con los humanos que suben a la cima de la montaña, se sientan y ven el cielo en espera de que aparezca un ovni.
“¿Y si debemos decir unas palabras mágicas al estilo de Abracadabra?”, preguntó Mariana. Sí, tal vez, dije yo. Entonces comenzamos a jugar para ver si algún conjuro ponía la puerta en movimiento. Mariana dijo: “A la bio, a la bao, alabado sea el señor”. ¡Nada! Yo dije: “Estas son las puertecitas, que abría el Rey David”. ¡Nada! Después de diez minutos nos aburrió el juego. La puerta seguía sin movimiento.
“¿No será que se mueve con un control remoto?”. Nos levantamos, buscamos debajo de los cojines de los asientos y debajo de las sillas, pero nada hallamos. ¡No! Parecía imposible que la puerta hiciera el prodigio de ponerse en movimiento.
“¿Y si la abrimos?”, preguntó Mariana, con el tono que siempre imprime cuando está a punto de hacer una travesura. Se supone que cuando alguien no desea que se abra una puerta en una institución pública lo advierte con un letrero que dice: “No se abra.”. Esto sucede cuando la puerta da, por ejemplo, a un sanitario exclusivo. Acá no había ninguna advertencia de no abrirla. “¡Eso es!”, dijo Mariana y me explicó que el letrero estaba para que alguien llegara y la pusiera en movimiento, un poco como si el ser humano fuese el punto de apoyo que Arquímedes anhelaba.
Mariana se paró y fue hacia la puerta. En el instante que colocó su mano en el pomo, éste se movió, Mariana se hizo para atrás y la puerta, ¡prodigio!, se puso en movimiento y se abrió. Un joven, con uniforme del hotel, pidió perdón, porque se dio cuenta que estuvo a punto de arrollar a Mariana. Mariana sonrió, dijo que no había cuidado. Ella siempre lo dice para reafirmar que en efecto ¡la gente no tiene cuidado!
Descubrimos el misterio. La gerencia del hotel, a través del mensaje, trató de indicar que la puerta se pone en movimiento cuando alguien, que está adentro, abre.
Mariana volvió a sentarse. Dijo que el mundo funciona al revés. El letrero, indicó, debía estar adentro y debía decir que el empleado abra con cuidado, con mucho cuidado, revelando que algún huésped puede transitar por ahí, al lado de esa puerta que debe dar a algo que es como un almacén o una bodega. Pero, luego lo pensó y dijo que no estaba mal el letrero porque era una advertencia, los huéspedes sabían que algo pasaba en esa puerta. El mensaje era como esas equis con cinta masking que los albañiles colocan en cristales limpísimos. Dijo que no estaría mal que los lectores tuvieran un mensaje similar que indicara que ellos siempre tienen la mente en movimiento y en cualquier instante su puerta se puede abrir.
En esas estábamos cuando la puerta volvió a abrirse. Salió una joven, con uniforme del hotel. Salió apresurada, con las mejillas arreboladas; salió arreglándose la falda, pasándose la mano por el cabello un tanto despeinado. Mariana me vio y preguntó qué estaría haciendo allá adentro y no dejó que yo respondiera, dijo que jugaba, jugaba con el muchacho que había salido antes; dijo que estaban en movimiento. Yo nada dije. ¿Qué iba a decir?

lunes, 6 de junio de 2016

EN EL TRASPATIO




Eugenia oyó el sonido del timbre de la calle. Vio la pantalla del timbre y dijo: “Entra” y accionó el mecanismo. “¿Qué milagros que visitas a los pobres, Elena?”, preguntó Eugenia, mientras servía café en dos tazas y ofrecía una a su amiga. Eugenia oyó que su amiga dijo: “No puedo aceptar el café. Sólo quiero pedirte un favor. Se murió la mascota de una amiga y no tiene dónde enterrarla. ¿Podemos enterrarla acá, en el traspatio?”. Eugenia probó el café y, satisfecha por el sorbo, dijo que sí, por supuesto.
Elena y Eugenia eran las mejores amigas, desde la secundaria. Eugenia nada podría negarle. Ellas eran amantes de las mascotas, Elena tenía a “Wisín”, gato de angora; y Eugenia a “Marichú”, perrita french poodle.
Eugenia abrió un hoyo al lado del árbol del durazno y se sentó en el borde del corredor en espera de que llegara su amiga. La vio entrar con el cabello desordenado, llevaba a la mascota muerta envuelta en una cobija de bebé, de color rosa. “Era niña, ¿verdad?”, preguntó Eugenia y le pidió el cuerpo para depositarlo en el hueco. “¿Quieres que yo eche las paletadas?”, preguntó Eugenia. Ante el silencio de su amiga, tomó la pala y echó la tierra con rapidez. En menos de cinco minutos el hueco había desaparecido. Eugenia se hincó y, con la parte baja de la pala, aplanó la tierra.
“Ahora sí me aceptarás el café”, dijo Eugenia y entró a la casa. Vio que Elena se quedó en la sala, mientras ella iba a llenar las dos tazas. Cuando Eugenia regresó a la sala vio que Elena tomó una revista de modas que estaba en la mesa de centro. Eugenia dijo: “Te estarás preguntando dónde está Marichú, ¿verdad? La llevó Armandito al parque.”, dejó el servicio sobre la mesa de centro, tomó una galleta de avena y dijo: “Ya no tarda en venir. ¿De qué murió la mascota de tu amiga? ¿Era perrita o qué animal?”. La vio tomar la taza de café y beber un sorbo sin decir algo. Eugenia dijo: “Es del café que me trajiste de Córdova. Está buenísimo, ¿verdad?”.
Armandito entró con “Marichú”, el sobrino se limpió los pies sobre el felpudo. La perrita se acercó a tomar agua de su trasto amarillo junto a la puerta, pero, un segundo después, levantó la cabeza, vio hacia todos lados, ladró, ladró, y, como si huyera de algo, salió por la puertecilla abatible de la parte inferior de la entrada. “Y a ésta, ¿qué le pasó?”, preguntó Eugenia, quien se levantó, hizo a un lado la cortina y vio que su perrita iba a echarse en una esquina del patio, en el polo opuesto donde habían enterrado a la mascota. Armandito se sentó en el sofá, subió sus piernas y prendió la televisión en las caricaturas. “¿Ya saludaste a Elena?”, preguntó. El niño ignoró la pregunta, colocó sus manos detrás de la nuca y rió a la hora que vio en la pantalla que el gato se estrellaba contra la puerta en su carrera desaforada a punto de atrapar al ratón.
Eugenia volvió a sentarse, se disculpó con Elena e insistió: “Ya no me dijiste qué animal era la mascota de tu amiga”. Eugenia la vio toser, tomar la taza de nuevo, sorber el café, subirse la manga del suéter y ver su reloj. Eugenia preguntó: “¿Te tienes que ir?”. La vio levantarse y ponerse el suéter guinda que estaba sobre el sofá. Eugenia le recordó que el próximo martes se reunirían en casa de Alondra. Elena abrió la puerta y, sin despedirse, salió. Eugenia ya no tuvo tiempo de decirle que el suéter era de ella, que Elena no había llevado suéter. Pensó que tal vez el comportamiento de su amiga era por la conmoción de la muerte de la mascota de su amiga. Sonrió, porque, al final, no había sabido qué clase de animalito era. “Y vino a quedarse a mi patio”, pensó. Volvió a sonreír. Cerró la puerta.
“No es bueno que seas tan grosero, Armandito. Cuando uno llega debe saludar a las personas”, dijo Eugenia, mientras levantaba el servicio y caminaba hacia la cocina. “¿Me oíste?”, preguntó mientras empujaba la puerta abatible de la cocina. “Sí, tía”, dijo el niño. “¿Por qué no saludaste a Elena, entonces?”. “¿Cuál Elena?”, preguntó el niño. Eugenia dejó las tazas en el lavadero y el plato con las galletas sobre el antecomedor y le colocó una servilleta encima.
Eugenia regresó a la sala. “¿Cómo que cuál Elena? Elena, mi amiga”. “¿Dónde estaba?”, preguntó el niño sin dejar de ver la caricatura. Eugenia oyó algo como un quejido en el patio, caminó, movió la cortina y buscó a “Marichú”. No estaba donde la había visto antes. Fue a la puerta de servicio, abrió y gritó: “¡Marichú!, pichita, ven”. La perrita no acudió al llamado. Eugenia bajó los tres escalones y siguió gritando el nombre de su mascota. Eugenia vio hacia el árbol de durazno y descubrió un montón de tierra, como estaba al principio, antes de que hubieran enterrado a la mascota. Se acercó y vio, con espanto, que su perrita estaba en el fondo, como si durmiera. “¡Marichú!”, gritó, pero la perrita no se movió.