miércoles, 31 de agosto de 2016

LA VIDA ESTÁ EN TODAS PARTES





Comencé diciéndolo de broma: “Ya no me alcanza el brazo”, y, para leer, colocaba el libro hasta donde mi brazo lo permitía. Una tarde, en efecto, ya no me alcanzó el brazo y fui a la óptica a comprar un par de lentes. Ya no alcanzaba a leer sin ellos. En realidad no era el brazo, lo que no me alcanzaba era la vista. Ahora, de vez en vez, hago el ejercicio de ponerme una mano empuñada pegada al ojo, dejo un hueco entre los dedos, un hueco minúsculo y así logro leer. Cuando no llevo lentes y quiero leer algo cercano es como si no tuviera ojos. Debo entonces poner mi mano como si fuera un microscopio y, en medio de las junturas de los dedos, logro ir deletreando las letras. A veces es un juego divertido, pero la mayoría de veces es cansado. Espero hasta tener mis lentes.
Mi abuelo Enrique, quien fue encargado de una finca platanera en Huixtla, me decía que la vida estaba en todas partes. A veces, cuando íbamos al parque, me decía que yo buscara vida en la parte alta de los árboles, desde el piso. Yo miraba hacia arriba, ponía mi mano como visera, y buscaba. Me resultaba agotador. La luz del sol me deslumbraba, terminaba viendo estrellitas por todos lados. Me rendía. Mi abuelo, entonces, decía que yo cerrara los ojos y escuchara con atención. Ese juego me gustaba más, porque yo me sentaba en una piedra, cumplía la recomendación del abuelo, cerraba los ojos y escuchaba. ¡El paso del aire! ¡El canto lejano de un pájaro! ¡El trote de un caballo por en medio del bosque! ¡Un goteo constante! ¡El rumor del río a la hora que se despeñaba! ¡Chicharras enfebrecidas! El abuelo Enrique tenía razón: la vida estaba en todas partes y se me manifestaba plena, absoluta, rotunda, a la hora que miraba con mis oídos. Eso me gustaba más que ver. Por eso, en ocasiones, cuando estudiaba en la Ciudad de México e iba con los amigos a Cuernavaca, yo, en lugar de ver lo que de novedoso nos presentaba la ciudad, cerraba los ojos. ¡Cómo no los iba a cerrar! Sí ahí, más que en la Ciudad de México, la vida se presentaba plena. En la Ciudad de México cerraba los ojos y hallaba la vida, pero una vida en tobogán: cláxones, paso de botas militares, candados llenos de humo y de smog, ladridos, caminar de nubes pesadas, goterones inclementes, gritos incomprensibles, gritos como aullidos de ambulancias. En cambio, Cuernavaca era como una sucursal de Comitán. Aquella ciudad de la eterna primavera era como el patio de la casa comiteca. Por eso, yo cerraba los ojos y descubría en el aroma de las flores el corazón de nuestro pueblo ausente.
La vida está en todas partes. Sí, mi abuelo Enrique era sabio. Todo lo había aprendido en la finca bananera. Mi abuelo fue mi Gabriel García Márquez de la niñez. Me contaba historias que estaban conservadas en hoja de plátano y tenían el sopor del sol que se desgaja como fruta madura sobre los techos de palma. Contaba las historias con tal emoción que, a veces, yo debía secarme la frente con un pañuelo, porque sudaba como si estuviese en Huixtla, al lado de la vía del tren.
El otro día, estaba en un bosque. Tenía los ojos cerrados, la cara hacia arriba. Sentía la vida caminar en puntillas. Aspiraba el aire. Escuchaba a lo lejos el vuelo de los pájaros. Hubo un instante en que oí unos pasos y pensé que era un gusano sobre una rama. ¡No!, no podía ser eso, porque ahora ya también comienza a no alcanzarme el oído. Entonces abrí los ojos y me deslumbré. Frente a mí, arriba en lo más alto de un árbol descubrí la vida. No tenía lentes, pero supe que ahí había un nido y en el nido un polluelo. Saqué mi cámara, enfoqué hacia el punto que mi corazón dictaba y, en efecto, ¡ahí estaba la vida! El polluelo piaba. Esperaba a su mamá. La mamá, lo supe, era parte de ese enjambre de naves que sobrevolaba el territorio. Pronto llegaría.
Al principio me faltaba brazo. Luego comenzó a faltarme el oído.
Más tarde comenzará a faltar la fuerza en las piernas.
Llegará la tarde en que el aire comenzará a faltar.
Y una noche, sin que se advierta, comenzará a faltar la vida, esa vida que está en todas partes.

martes, 30 de agosto de 2016

PORQUE NO TODO MUNDO SUEÑA CON JUGAR EN EL ESTADIO AZTECA





¿Cuántos practicantes de fútbol soccer sueñan con ser como Messi? No lo sé, pero imagino que muchos, miles y miles.
Y digo miles, porque hay muchísimos futbolistas que tienen grandes aptitudes para patear un balón.
He conocido a dos o tres talentos comitecos, que, dicen quienes saben, deberían haber tenido la oportunidad de brillar en los mejores estadios del mundo.
A un joven, maravilloso jugador, le pregunté por qué no intentaba jugar en ligas mayores. Puso su cara de canario enjaulado y dijo que lo había intentado, pero era imposible. Presentó una prueba en el club del estado, pasó la prueba, pero, luego, alguien le dijo que, para ingresar al equipo, debía pagar una cantidad de dinero exorbitante. ¿Había creído que era gratis? No. En este país las cosas cuestan, ¡vaya que cuestan! Regresó frustrado.
En contraparte, otro jugador con grandes cualidades me dijo: No, Alejandro, yo no sueño con jugar en el estadio azteca.
A ver, a ver, dije yo. ¿Cómo es eso? ¿No te gustaría ser famoso y ganar miles de dólares por jugar lo que te gusta? Me dijo que no.
Yo no podía creerlo. He conocido cantantes que sueñan con llegar a ligas mayores y participar en programas de televisión y cantar en los grandes foros del mundo. De igual manera he conocido muchachas bonitas, bien bonitas y con cuerpos maravillosos, cuyos deseos son aparecer en portadas de revistas prestigiosas y convertirse en actrices de telenovelas o de películas.
¿Quién no ha soñado con llegar a ser como Gael García para estar en festivales como el de Cannes o ser como Alejandro Iñarritu para dirigir cintas en la Meca del cine?
Pues resulta que este joven futbolista dijo que no soñaba con ello. No le gustaría ser famoso, porque, aseguró, el fútbol a ese nivel pierde la gracia que a él le da vida.
Entendí que él privilegia el juego sencillo, llanero, donde el fútbol contiene su esencia más pura.
Y me llevó al campo donde juega y cuando yo bajé de la camioneta y vi el campo, sencillo, con una cortina de árboles y respiré el aire puro entendí lo que me decía. Acá el espacio no estaba enjaulado por esas tribunas maravillosas que, en fin de semana, se llena de miles de espectadores que hacen olas; elevan alaridos; beben cartones de cerveza y quedan butules de bolos; mientan madres y terminan golpeándose; tratan de ofender al portero del equipo contrario con gritos de ¡puto! No, acá era la armonía la que formaba la burbuja. ¡Qué espacio tan bonito!
Cuando el joven vio mi cara dijo: “¿Ves porqué digo que acá soy feliz?”. Sí, entendí que para él el juego era más que un simple juego, más que una vocación, mucho más que una pasión, era ¡la vida! La vida sin afeites, sin enjuagues. Hay seres humanos que viven la realidad real y no aceptan sucedáneos plásticos.
Hay muchos que están de acuerdo con las ventajas de una buena alimentación pero todos los días beben una coca cola, o dos. Hay quienes no dudan de los beneficios que provee el ejercicio diario, pero, los fines de semana, se desparraman en un sillón a ver el fútbol, mientras toman la cerveza con botanas. De igual manera hay miles y miles de personas que están de acuerdo en que la vida es una y que los canarios deben estar sobre las ramas y no en las jaulas, pero a la hora de elegir sus vidas eligen aquellas que dictan los condicionamientos sociales. Y digo esto porque si vamos a la médula de la columna vertebral comprendemos que lo mejor de la vida, ya lo han dicho los sabios, no está en el glamur sino en la cosa sencilla, pero medio mundo va tras el deslumbre del reflector.
Cuando vi el campo supe que ahí el joven tocaba la felicidad, cada vez que jugaba, porque cuando tomó la pelota y corrió y no jugó en el campo trazado sino que se metió al bosque entendí la magia de su juego. Él se paró en medio de los árboles y comenzó a driblarlos, los árboles eran como samuráis en una película de Kurosawa a los que debía vencer.
¿Mencioné a Kurosawa? Sí. Y esto es porque al ver al futbolista recordé una cinta del famoso japonés: Dersu Uzala, que es el nombre del cazador que, en una película maravillosa, demuestra cómo un hombre sencillo respeta la naturaleza y convive con ella. En esta convivencia entiende la relación que existe entre los seres humanos y el universo.
En ese momento llamé Dersu Uzala al futbolista que seguía jugando por en medio de los árboles, jugaba como si fuese un niño en medio de un bosque encantado, como si fuese un duende travieso.
No todo mundo sueña con llegar a ser famoso y jugar en el Maracaná o en el Estadio Azteca. Hay gente que se conforma con vivir, con vivir en armonía. El término conformidad, en este caso, no significa aceptar lo poco, sino advertir lo mucho.

lunes, 29 de agosto de 2016

EL DESADAPTADO SOCIAL





Yo tenía la sospecha. No era, como dicen los clásicos, una ligera sospecha, ¡no!, era una sospecha completa, rechoncha, rotunda. Ya lo comprobé: ¡Soy lo más parecido a un anacoreta! Soy un horripilante caso de desadaptación social.
Por favor, no me pregunten por qué soy así. Me da pena. Con este comportamiento, lo reconozco, no honro a mi padre, porque él fue un hombre generosísimo, volcado hacia los demás. A él le encantaba que llegaran sus amigos, compadres y familiares a casa. Le gustaba recibirlos y, de inmediato, mandaba a la sirvienta que preparara el desayuno, la comida o la cena para compartirlos con ellos. Prefería (lo reconozco) que llegaran a la hora del amigo, para abrir la botella de comiteco y decir salud, mientras ponía un disco de acordeón con música francesa. Yo, de niño, espiaba desde una ventana y miraba que mi papá disfrutaba la presencia de los amigos, reía y, a veces, se quedaba dormido en un sillón, mientras sus compadres seguían tomando, cantando, riendo, como si estuvieran en sus propias casas. Sí, a mi papá le gustaba que los demás se sintieran en casa como si estuvieran en las suyas. En la casa siempre había una habitación dispuesta para los huéspedes que se descolgaban en forma frecuente.
¿Por qué soy como soy? Este escrito nació en el momento en que leí en el Facebook el mensaje de doña Conchita reclamándole a un amigo que llegó a Comitán y no pasó a su casa a verla. El reclamo era auténtico, era afectuoso, estaba colmado de miel de chimbo; es decir, había una exigencia de amiga para ver al otro. El otro radica en ciudad lejana, así que doña Conchita y él no pueden verse con frecuencia. ¿Por qué no, ya que estaba en Comitán, había pasado a verla a su casa? Sin duda que doña Conchita le hubiese ofrecido un pedazo de cazueleja y una taza de café, caliente, endulzado con panela.
Yo, qué pena, soy todo lo contrario a mi papá y a doña Conchita. A mí no me gusta que me visiten. Justifico mi actitud en el hecho de que siempre estoy trabajando en casa: escribo, pinto, dibujo o leo, así que cuando alguien llega ¡me interrumpe!, y (¡Dios mío, qué vergüenza!) pienso que la presencia de ellos me quita el tiempo. Ya una vez, Ramiro, que había llegado al pueblo desde Huatulco, lugar donde actualmente reside, reclamó mi escasez y dijo: “No tenés la cultura de la amistad”. Yo, nada dije, sólo pensé que debía seguir escribiendo.
¿Por qué a doña Conchita le encanta recibir a sus amigos y su casa siempre está abierta a medio mundo? ¿Por qué mi papá era tan generoso a la hora de abrir la puerta de la casa y recibir a sus amigos con una sonrisa que era como un patio luminoso? ¿Por qué yo soy tan oscuro y tan de puertas adentro?
A veces, me da pena escribirlo, cuando escucho que alguien toca en la puerta de la casa, le subo el volumen a la música, para no oír el toque; a veces, llego a casa y corro las cortinas para que si alguien espía por un hueco de la puerta crea que nadie hay; a veces, no respondo las llamadas telefónicas, dejo que la campanilla suene y suene, mientras yo me enfrasco más en la lectura. Pienso: “Ya se cansará el que llama, ya se cansará el que toca, ya se cansará el que insiste”. Qué pena. Me buscan y yo los eludo. Una vez, Javier me dijo: “Pendejo, tras no basta te busco”.
Mi mamá nunca fue la clásica señora que atiende a los amigos y compadres del esposo, la que los pasa a la sala y les ofrece una bebida y les prepara una botana. No, mi mamá nunca hizo eso. Cuando llegaban los amigos y compadres de mi papá ella hacía lo posible porque no tardaran. Ella, igual que yo, siempre ha tenido mucho que hacer. Tal vez de ahí viene mi aversión a recibir amigos en la casa.
A veces me doy pena, me siento mal, pienso que sería bueno cambiar, hacer el intento de ser como los demás, pero más tardo en pensarlo que en desechar tal idea. ¿Por qué voy a cambiar para satisfacer a los otros? Por eso, cuando miro que no soy bien recibido en algún lugar no me sorprendo, entiendo al otro, digo que está encaminado a ser como yo, un desadaptado social.
Quiero a mis amigos. Disfruto cuando, de vez en vez, nos reunimos un rato en algún café o algún restaurante. Siempre estoy pendiente de sus vidas y me enorgullezco de su amistad y brindo cuando sé que les va bien. En la soledad de mi casa disfruto sus triunfos y los triunfos de sus hijos o el nacimiento de sus nietos. Pero, lo confieso, los veo muy de vez en vez. Me da pena molestarlos. Pienso que ellos, igual que yo, tienen muchas cosas qué hacer, entre éstas, reunirse con los amigos que sí disfrutan la convivencia frecuente.
¡Qué pena! Así soy. Me mortifica pensar qué piensan los otros, pero yo disfruto mi casa, mis actividades, mis pasiones, mi soledad. Qué tonto pensar que lo único que realmente poseo es mi soledad. ¡Qué tonto!
Mónica sentenció que un día me arrepentiré. Te quedarás sin amigos, me dijo, mientras tomábamos un café en su casa. Algún día lamentarás sus ausencias; lamentarás no haber convivido más con ellos.
Quiero a mis amigos con la misma intensidad con la que disfruto un libro. Amo los libros, pero en casa no tengo biblioteca; quiero a mis amigos, pero en casa no tengo un cuarto para huéspedes. ¿Me explico? No, creo que no.

sábado, 27 de agosto de 2016

CARTA A MARIANA, DONDE APARECE EL CLÁSICO TARTAMUDO





Querida Mariana: ¿La tartamudez es una discapacidad del habla? El Cucu no se molestaba cuando sus compañeros lo molestábamos en la primaria.
Siempre que releo historietas de Memín Pinguín recuerdo al Cucu, porque en una historia de Memín aparecía un niño gordo, regiomontano (Tripón), que, igual que el Cucu, era tartamudo. Tripón le decía a Memín: “Nene, nene, nenegro”. Si Tripón hubiera estudiado la primaria en mi grupo le hubiésemos puesto Nene de apodo. Porque así fue como le pusimos Cucu al Cucu, que ya no me acuerdo cómo se llamaba, porque todo mundo le decía su apodo. El Cucu preguntaba: “Cucu, cucu, ¿cucucuándo van a ir a mi casa?”.
Y ahora te escribo de esto, porque el otro día fui al mercado a comprar cacahuates, y de igual manera me acordé de Cucu. Armando Pitirijas lo molestaba siempre ofreciéndole un cacahuate: “Cucu, ¿no quieres caca, caca, cacahuate?”. El Cucu tomaba el cacahuate y, mientras lo pelaba, decía: Gra, gra, gracias.
Me da pena decirlo, pero pensé que el autor de la canción de la piñata debió ser un pariente del Cucu, porque todo mundo canta: “…la piñata tiene caca, tiene caca, cacahuates de a montón”.
Hay mil chistes de tartamudos. No son chistes agradables. Lo mismo sucede con los chistes de gangosos. La gente se solaza en ellos. ¿Cómo es posible que los seres humanos nos burlemos de un defecto físico? No lo sé. Quienes padecen tal defecto deben sobreponerse.
Cuando estudié la universidad me topé con un amigo que era de Veracruz. Él era buenísimo para contar chistes de gangosos, porque, con gran facilidad, imitaba dicho defecto. Cuando íbamos al departamento de su tía, Rafael contaba decenas de chistes de gangosos. Sus amigos comíamos las riquísimas empanadas de cazón que nos preparaba su tía Elena y tomábamos caguamas, mientras nos columpiábamos de la risa. Eso que digo de columpiarse era literal, querida niña, porque una vez, Adolfo, que era de Pachuca, se columpió de más en la silla, se fue para atrás y se abrió tantito la cabeza. Lo verdaderamente lamentable no fue tanto la herida de Adolfo, que con un chorro de alcohol y esparadrapo tuvo su cura, sino la caída de las cervezas y de los platos que se llevó a la hora que echó las patas para arriba y derribó la mesa.
Los seres humanos somos crueles. Muchos chistes basan su efectividad en defectos físicos, así como muchos apodos nacen de una deficiencia física. En Comitán, a un señor le pusieron El todo junto, porque casi no tenía cuello, así que su cabeza parecía brotar de sus hombros. ¿Y qué decir del Tachuelín o del tacita, que, como Van Gogh, sólo tenía una oreja?
A mí, igual que al Cucu, me gusta comer cacahuates. Siempre he dicho que si en nuestro pueblo hubiese un tipo tan hábil como el señor Mafer, ya hubiera creado una gran empresa cacahuatera. El sabor del cacahuate comiteco es exquisito. El cacahuate que venden en la Ciudad de México, para rellenar las piñatas que se usarán en las posadas, ¡es horrible! Con los cacahuates, de igual manera, brotan los chistes manidos (¿por lo de maní?). A mí, cuando los amigos me ven con una bolsa de cacahuates comitecos, me avientan el clásico de: “Sólo así paraguas, ¿verdad?”. Yo, siguiendo el juego sicalíptico, les respondo que ya no llueve en mi milpita, por eso ya no necesito sombrilla. Este juego proviene, niña, de la creencia de que quien come cacahuates reactiva su potencia sexual. Lo cierto es que los cacahuates ayudan a bajar el colesterol malo y esto hace que la sangre fluya con mayor facilidad por las venas y arterias.
El otro día, en un camión urbano escuché el inicio de una discusión de pareja. Ella miraba hacia la calle por la ventanilla y él, con el brazo derecho sobre el respaldo del asiento delantero, trataba de justificar algún mal comportamiento. Él se esforzaba por aclarar las cosas, pero ella seguía enfrascada en su mutismo, viendo hacia el exterior, hasta que, tal vez ya harta de las explicaciones, se volvió a ver a quien supuse era su novio y le dijo: “Me importa un cacahuate lo que hagas”. El muchacho vio hacia el piso, pero un segundo después miró a su muchacha y con una sonrisa que a mí me pareció simpática dijo: “¿Un cacahuate japonés o un cacahuate comiteco?”. Sonreí. Si yo hubiese sido la chica seguro que en ese momento se habría distendido el ambiente y hubiésemos terminado disfrutando el buen humor del chico, pero la chica no era yo, así que, lejos de sonreír, puso cara de doberman encadenado, se levantó, pasó por encima de las piernas del muchacho y, a grito pelado, dijo: “En la parada”. Dos o tres pasajeros voltearon a ver, sorprendidos, por la intensidad de la exigencia. El muchacho ya no hizo intento alguno por seguirla. Yo vi que se ponía rojo, un poco avergonzado.
Ahora que lo escribo creo que la pregunta del muchacho fue correcta. La chica dijo que le valía un cacahuate, una forma muy mexicana de decir que nada importa, pero el joven le dio el valor que al cacahuate le corresponde: un gran valor cultural. El cacahuate es una semilla que América legó al mundo. Cuando los españoles llegaron a México hallaron tal delicia.
¿Qué hubiese pasado -pensé- si la muchacha, siguiendo el juego, hubiera respondido que le importaba un cacahuate japonés? Bueno, tal vez el muchacho habría pensado que, en efecto, la relación entraba a un punto de no retorno y valía un soberano cacahuate. Por el contrario, si ella hubiese dicho ¡cacahuate comiteco!, él bien pudo pensar que le importaba mucho, porque, insisto, el cacahuate de esta región es uno de los más ricos del mundo. Nunca he estado en Japón, pero no creo que los cacahuates japoneses sean como los que acá comemos, que están cubiertos con una mezcla muy a la mexicana, porque algunos son enchilados. Doble contra sencillo, entonces, de que los cacahuates comitecos quedarían entre los tres primeros lugares en la Olimpiada Cacahuatera.
Creo que los mexicanos somos injustos con este alimento muy nuestro. Le restamos importancia cada vez que decimos que nos vale cacahuate una cosa a la que estamos despreciando.
Los comitecos deberíamos revalorar tal producto. Cuando era niño escuchaba que la mujer en el zaguán, con el canasto sobre su cabeza, ofrecía: “¿Va’sté a mercar manía?”. Resulta ocioso decirlo, pero mi tía Martha, quien radicaba en la Ciudad de México, se sorprendió al escuchar eso. ¿En Comitán vendían manías y las compraban? Mi mamá tuvo que explicarle que la manía no era lo que ella pensaba sino que acá así nombrábamos al cacahuate. Romeo preguntó el otro día si manía (palabra que usamos en Comitán) viene de maní. ¿Quién sabe?
Cuentan que el maestro Rey, quien impartía la cátedra de Ejercicios Lexicológicos, en la prepa, comentaba: “Qué manía de esta mujer de ofrecer manía a todas horas”, con lo que lograba un ejercicio más a su materia.
Lo cierto es que los comitecos vamos al parque de San Sebastián y, además de una paleta de chimbo, compramos una paleta de cacahuate. Y esto es así, porque ambas son riquísimas. En la mano izquierda tenemos la de chimbo y en la mano derecha la de cacahuate y lamemos una y luego la otra, en un juego maravilloso de manos y de sabores.
En nuestro pueblo es muy apreciada la tableta de manía, dulce que mezcla, en mezcla maravillosa, a la panela con el cacahuate. Los muchachos de hoy se creen mucho cuando nos presumen sus tabletas electrónicas. ¡Ah, padre! Nosotros, en los años sesenta ya acostumbrábamos andar con tabletas por todos lados. Y nosotros, ¡bendito Dios!, no perdíamos nuestro tiempo buscando pokemones, nosotros nos comíamos la tableta.
¿A quién se le ocurrió decir que el cacahuate era una simpleza? A mí me encanta abrir una vaina y hallar tres o cuatro cacahuates juntitos, como si estuviesen en una cuna. Cada uno de ellos está vestido. Me encanta tomar uno y desnudarlo, aventar la envoltura finísima y llevarme el cacahuate a la boca. Momento de celebración es cuando, al lado de dos o tres cacahuates rechonchos aparece un grano del tamaño de una pulga. Estos miligramos de sabor son los más exquisitos del mundo. Ese miligramo debe colocarse entre los dientes y aplastarlo con delicadeza para que su sabor se extienda en la boca como se extiende el sol en la tarde. Es una cosa mínima y sin embargo provoca gran disfrute.

Posdata: Es tradicional hallar a las vendedoras de cacahuates en la banqueta del mercado Primero de Mayo. Las mujeres venden los cacahuates ya pelados. Ellas hacen la labor de pelarlos y meterlos en bolsitas de plástico. El otro día fui a comprar cacahuates en compañía de Mónica. Ella hizo cara de asco cuando vio que la mujer pelaba los cacahuates, les quitaba la telilla y luego, en movimiento natural, acercaba la palma de la mano a su boca y soplaba para que las telillas se eliminaran. En voz baja me dijo: “Alejandro, los está escupiendo”. Sí, no sólo viento llega a la palma, también debe caer un miligramo de saliva. Es antihigiénico. Ese día compré los cacahuates sin pelar, pero a veces, me olvido y compro cacahuates ya pelados y los como sin hacer remilgos. Pienso que la mujer me pregunta si quiero que me pele el cacahuate y, sin tartamudear, digo que sí, que está bien.

miércoles, 24 de agosto de 2016

CARTA A MARIANA, DONDE SE PIDE PERDÓN A ROSARIO




Querida Mariana: ¿En dónde has oído lo siguiente: “Quiero pedirles una disculpa en nombre de mi compañero; es más, quiero pedirles una disculpa en nombre de todos los meseros del mundo”?
Bueno, tal vez vos no lo has escuchado, pero te cuento que es una frase recurrente de un comediante mexicano: Paul Yester, en su caracterización del personaje Poliéster.
Poliéster es un mesero que se encarga de ofrecer disculpas a los comensales que fueron ofendidos por algún comportamiento grosero de otro compañero.
Es una bobera televisiva, pero llama la atención cómo al guionista se le ocurrió que sea Poliéster quien ofrezca disculpas del yerro cometido por otro mesero.
A mí me enseñaron que uno debe asumir su culpa, pero parece que en este país no es así. Son otros, cuando bien nos va, quienes deben ofrecer disculpas por los errores.
Lo vimos recientemente con los resultados de la Delegación Mexicana en los Juegos Olímpicos. El director de la CONADE ofreció disculpas por llevar a su novia a Río. ¿Y las disculpas a los deportistas que no recibieron apoyo de tal institución gubernamental? Parece que las quedó a deber.
Cualquiera diría que no basta la disculpa, pero, ante el soberbio silencio, ella se agradecería.
¿Por qué digo lo que digo? Porque parece que a Rosario Castellanos, al estilo de Poliéster, debemos ofrecer disculpas a su memoria.
Sucede que el Congreso del Estado de Chiapas ha instituido la Medalla con el nombre de Rosario Castellanos; máximo honor que dicha institución otorga a una persona por sus altos méritos. Este año, la convocatoria establece que se hará entrega de tal reconocimiento el día 9 de agosto. Bueno, ya pasó el tiempo y aun no se sabe quién será el recipiendario de tal presea.
Pero no es el único caso, porque el Gobierno del estado, a través de Coneculta, según la convocatoria, debió premiar al escritor ganador del concurso nacional de novela breve Rosario Castellanos el día 7 de agosto, y hasta la fecha tal acto no ha ocurrido.
Se entiende que las autoridades del congreso y de la institución cultural más importante de Chiapas tratan de honrar la memoria de nuestra paisana a través de esa medalla y del concurso de novela; se entiende que ambas instituciones también honran a los hombres y mujeres que han sobresalido en diversos campos del humanismo, de la ciencia y del arte, pero, dejan mucho qué desear respecto al cumplimiento de lo establecido en las convocatorias, que se supone, son las que norman dichos actos de gran trascendencia y relevancia.
Y cualquiera podría decir que hay situaciones más importantes en el estado como para volver la vista a esto que entra en el llamado terreno de la cultura, que, desde esta óptica, la vuelven prescindible.
Tal incumplimiento sólo agrega más demérito al convulso estado de cosas.
Ninguna de las autoridades, tal vez atentas a otras situaciones más importantes para ellos, ha ofrecido disculpas. ¿Lo harán? No lo creo.
Por eso, ahora, digo yo, alguien, al estilo de Poliéster, para continuar la comedia, debería decir: “Quiero pedirles una disculpa en nombre de las autoridades, es más, quiero pedirles una disculpa en nombre de todas las autoridades del mundo mundial”.
Óscar Wong escribió que no le han depositado el dinero que, por ley, le corresponde al haber sido reconocido con el Premio Chiapas. Óscar no sabe que eso es recurrente. Con penosa insistencia muchos premiados se quejan del retraso de los pagos. Las autoridades deben dinero. ¿Quién debe disculpas?
El guionista de ese programa cómico de la televisión advierte que en este país quien comete una falta no se disculpa, tiene que ser otro quien realice tal acción. El guion televisivo inventó a un personaje especial para ofrecer disculpas en nombre de otros. Pareciera algo cómico, no lo es. En un análisis a vuelo de pájaro, un sociólogo diría que en las sociedades subdesarrolladas los incumplidos no ofrecen disculpas. Así leemos letreros en las dependencias de salud donde el personal médico ofrece disculpas a los derechohabientes porque la institución no cuenta con medicamentos y advierte que esta carencia no es culpa de ellos sino de otros. Lo hacen en nombre de “todos los servidores públicos del mundo”.
Nuestra patria no anda como debiera, anda un poco coja. Es una pena.

martes, 23 de agosto de 2016

CARTA A MARIANA, DONDE EXISTE UNA RUEDA DE CABALLITOS




Querida Mariana: Luis Arturo dijo: “Todos los días nos tropezamos con cosas maravillosas, lo que pasa es que no nos damos cuenta“. Lo dijo al presentar su libro: “Caballo verde para la poesía de peluche”. Lo dijo en compañía de Delva, su hija, autora de las ilustraciones del libro.
Lo dijo como si soltara una cinta, tenue, fina. Porque la vida, él lo sabe, es el misterio enredado en el árbol o en la nube. Pero, ya lo dijo, las personas no nos damos cuenta de ese guiño.
Ahora todo es prisa. Los hombres y mujeres suben a sus autos y van detrás del destino, pero no el destino que significa promesa, sino del destino como lugar.
Luis Arturo presentó su libro, acompañado por Delva y por un pequeño caballo verde. De esos juguetes forrados con fieltro que realizan los artesanos de Amatenango. Ese caballo era (es) una de las cosas maravillosas a que Luis Arturo se refirió. Ese caballo estaba parado en la superficie de la mesa de honor, pero primero estuvo en el piso de tierra del local del artesano. Pero, antes, ¿en dónde estuvo? Ese caballo es pariente del unicornio de Silvio, del Rocinante del Quijote, del Pegaso de los griegos y de Silver del Llanero Solitario. Pero también, ahora Luis Arturo nos ha enredado la certeza, también es parte de ese bestiario formidable donde pastan el caballo azul de Franz Marc, el Platero de Juan Ramón Jiménez y el caballo verde de Neruda.
Mi niña, yo no sabía que Neruda creó una revista que se llamó “Caballo verde para la poesía”. Y esto es porque yo, ¿cómo evitarlo?, soy de esos seres que Luis Arturo sentenció pasan sin darse cuenta de lo maravilloso de la cosa.
Los automovilistas comitecos suben a su auto y programan su GPS para llegar, directo y sin escalas, a San Cristóbal. Después de media hora pasan frente a un zoológico maravilloso creado por los artesanos indígenas. Los niños que van en el asiento posterior pegan sus caritas al cristal y ven los caballos verdes, amarillos, rojos y azules. Esos caballos conviven con jirafas y con cuches, también hechos con fieltro. Los niños apenas los ven, porque el auto avanza a más de ochenta kilómetros por hora. Urge llegar a San Cristóbal.
Ahora todo está firmado por la urgencia. Urge llegar a los lugares del destino, pero ¿qué sucede con ese prodigio llamado destino que, como muchos saben, no es un dictado divino sino la capacidad del hombre para construir sus caminos?
Pasamos por la vida como si tuviésemos urgencia por agotarla, por llegar a lugares donde no está la nube de nuestros cielos.
Luis Arturo dijo que “nos tropezamos con cosas maravillosas”, pero nosotros las eludimos. ¡El colmo!, mi niña, nos molestamos ante la nube que detiene el pie y con la mano tiramos aquella como si fuese una piedra que nos impide llegar pronto. Llegar ¿adónde?
¿Y de dónde las cosas prodigiosas? Ese caballo verde de Luis Arturo y de Delva, ¿de dónde? Lo hallaron pastando en un piso de tierra, pero, sin duda, su querencia estaba en una hacienda llena de nubes y de sueños. ¿De dónde el caballo verde de Delva? Del mismo lugar de donde nacieron los pegasos y los unicornios azules y amarillos.
Luis Arturo y Delva nos dicen que una tarde ellos detuvieron la marcha del auto y bajaron a la tierra del caballo verde; otra tarde vieron el cielo de España (lugar donde radican); una más se sentaron y escribieron y pintaron; y la más reciente, apenas tarde de agosto de este año, compartieron con gente de Chiapas (tierra de sus raíces) el vuelo de un caballo que es como una línea vaporosa, llena de aire, hilo de agua limpia.
Y aunque ésta no es una fábula la moraleja es detener la marcha del tiempo, bajarse del potro desbocado para meter las manos en el arroyo donde corre el agua clara, de color verde. El espíritu del hombre lo agradecerá y, también, el potro podrá descansar. ¿Qué es la vida? Ya nos lo dijeron los sabios: La vida es un viaje, pero vale por el trayecto y no por la llegada al destino.
Luis Arturo y Delva se llevaron un caballo verde de Chiapas y, una tarde de éstas, lo regresaron lleno de luz y de esperanza. Gracias a ellos por recordarnos que hay cosas maravillosas. El libro de ellos debe formar parte ya de esa maravillosa cosa universal.
Ahora falta que por ahí pepenemos ese libro y lo leamos. Debe estar disponible en la librería del Centro Cultural Jaime Sabines.

lunes, 22 de agosto de 2016

UN RAMO DE CLAVELES




A veces quisiera decirle a mi papá que no vamos a verlo con la frecuencia que quisiéramos. Porque quisiéramos hacerlo con más regularidad. Pero, el panteón de Comitán es inseguro. Hay personas que cuentan haber sido atracadas en el interior. Un día, mi mamá y yo fuimos a la tumba de mi papá y encontramos a una pareja, un señor y su esposa, que nos alertó acerca de la inseguridad de ese recinto. Vi que el señor llevaba un garrote que lo usaba como cayado, pero que, dado el caso, le serviría como defensa. Pensé que si, en efecto, el hombre era atacado por dos jóvenes delincuentes, de nada le serviría ese garrote. Lo más seguro es que los delincuentes le arrebataran el garrote y lo usaran para hacerlo astillas contra la espalda del anciano.
Quisiera decirle a mi papá que coincido con Sabines cuando dice: “Qué costumbre tan salvaje, ésta de enterrar a los muertos”. Pero, no sé qué hubiéramos hecho con su cuerpo cuando murió ¿Incinerarlo cuerpo para guardar las cenizas en una urna? ¿Llevar sus cenizas a lo más alto del más alto cerro de San Cristóbal de Las Casas y esparcirlas? O ¿mejor soltar sus cenizas, como si fuesen gaviotas negras, en el cielo de Comitán, lugar que eligió vivir para que yo naciera?
Me gustaría que hubiese una empresa que ofreciera sus servicios para acompañar a los hombres y mujeres que van al panteón de Comitán; una compañía que asegurara la tranquilidad de los familiares de los muertos. Y lo pienso así, porque nadie atiende el problema de la inseguridad. A veces, muy de vez en cuando, veo a un policía (¡uno!) en alguna esquina de ese extenso campo santo. ¿Cómo un solo policía puede garantizar la seguridad de los visitantes? ¡Es imposible! Además, tío César dice que, en estos tiempos, los policías están de acuerdo con los delincuentes.
Por esto, quisiera decirle a mi papá que no vamos a ver su tumba con la frecuencia que deseáramos y con la urgencia que nos demanda el cariño.
Pero, en compensación, podría decirle que todos los días, en muchos instantes, nuestro corazón voltea a ver su esquina y lo recuerda, con la intensidad con que compartimos tantos momentos. Con la misma alegría con que íbamos a San Cristóbal (su pueblo natal) y pasábamos a desayunar en un restaurante de Teopisca, después de hacer un desvío en Amatenango, para ir al templo y buscar al padre Juan para saludarlo. Con la misma certeza con que él me abrazaba y me llevaba al cine Comitán y yo me quedaba dormido en sus brazos a la hora en que Pedro Infante comenzaba a cantar aquella de “Amorcito corazón, yo tengo tentación…”
Pero su recuerdo como árbol infinito no alcanza a remediar el desasosiego de la maleza en su tumba. Porque, cuando nos armamos de valor y vamos al panteón, hallamos su tumba llena de basura y de hierba. Porque (también me cuentan que es costumbre) a veces hallamos cruces olvidadas sobre su tumba, cruces de madera o de granito que pertenecieron a otras tumbas. ¿Por qué quitan esas cruces y las tiran en otros espacios? No lo sé.
A veces quisiera decirle a mi papá que me gustaría colocar un ramo de claveles en su tumba, porque el clavel fue una de las flores más cercanas a su corazón. ¿Por qué le gustaban tanto los claveles? ¿Por los colores matizados que tienen algunos? ¿Por su aroma? ¿Alguna historia con pétalos bordeaba su vida de joven? No lo sé. Lo único que recuerdo es que en el jardín de la casa él sembraba claveles en los arriates. Como los claveles se doblaban ya que la flor vencía al tallo delgadísimo, él mandó a hacer unos aros de alambre con cuatro patas que permitían que los claveles permanecieran siempre erguidos, siempre viendo hacia el cielo.
Así, viendo al cielo pusieron su cuerpo adentro del ataúd, pero luego, ¡qué bobera!, lo cubrieron con la tapa de la caja y él, ¡Dios mío, qué crueldad!, se quedó viendo la oscuridad de su recinto. Ya no más la vista al cielo, ya no más el sol regando el jardín.
Tal vez por esto la urgencia de ir a su tumba y regar con claveles su recuerdo.
Pero, no lo hacemos con la regularidad que deseáramos, y no lo hacemos porque el panteón de Comitán en un lugar inseguro para los vivos. ¡Qué pena!

sábado, 20 de agosto de 2016

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO UNO HACE LO QUE PUEDE




Querida Mariana: escribí una Arenilla que titulé “Lo que no fui”. Óscar Bonifaz la leyó y me dijo: “Ahora quiero leer lo que sí fuiste”.
Niña mía, todo mundo ha hecho mil cosas en el transcurso de su vida. El padre Raúl, de niño, fue aprendiz de sastrería.
Si recuerdo algunos oficios que mi papá ejerció me doy cuenta que vamos de uno a otro lado buscando el oficio que, por fin, se acomode a nuestros deseos y a nuestras pasiones.
No todo mundo logra laborar en lo que le gusta. A veces, ni modos, hacemos oficios que no deseamos, pero que la necesidad nos empuja a realizarlos.
Yo, como mero ejercicio literario, escribí esa Arenilla donde dije todo aquello que no fui. Dije que no fui alpinista, que no fui carnicero, que no fui corredor como Usaín Bolt, que no fui bombero, que no fui actor de cine, ni médico, ni millonario como Carlos Slim. No somos muchas cosas, no ejercemos mil oficios que sí ejercen otros. Pero, a la vez, en el transcurso de la vida, sí practicamos oficios eventuales.
¿Vos cuántos oficios has realizado? ¿Sabés cuántos oficios ha realizado tu papá? Todo mundo, a lo largo de su vida, realiza oficios diversos o trabaja en varias dependencias.
Cuando estudiaba arquitectura en la Universidad del Valle, en la Ciudad de México, trabajé como dibujante en el Patronato Nacional de Promotores Voluntarios. Era un trabajo bonito, pero, en ocasiones, agobiante, porque llegaba el jefe y nos decía que urgía una serie de láminas porque el jefe mayor se reuniría al día siguiente con la esposa del presidente de la república. ¡Al día siguiente! Así que en ese momento pedía yo paga para ir a comprar hamburguesas porque tendríamos que trabajar toda la noche. A las seis de la mañana, con ojos como faros de auto chocado, colocábamos todas las gráficas en una camioneta y nuestro jefe inmediato las llevaba a las oficinas centrales. Algunos compañeros se bañaban en la oficina, otros pedían permiso para ir a sus casas y volver a las diez u once. Yo me subía al auto e iba a la universidad, porque tenía clases.
En ese tiempo también trabajé la serigrafía. Sucede que, en una ocasión el Patronato realizó una campaña de salvamento de ballenas en las costas de Baja California. En el departamento donde trabajaba se hizo el diseño que sirvió para carteles y para la impresión de playeras. Una mañana, mi jefe me envió a un taller por el rumbo de Neza para que fuera por unas playeras para ver cómo estaban quedando. Entré a la nave, inmensa, llena de luz por los tragaluces del techo, y busqué al encargado del departamento de serigrafía. Vi entonces cómo hacían el trabajo de estampado. Nunca había visto tal proceso, se me hizo fantástico y sencillo. Cuando volví a la oficina le dije a mi jefe que hiciéramos negocio, le propuse que montáramos un taller de serigrafía, así, todos los trabajos de impresión que requiriera el Patronato podríamos hacerlo nosotros. Él se entusiasmó y yo me dediqué a aprender ese oficio. El día que mi jefe me dijo que hiciéramos el presupuesto yo le notifiqué que regresaría a Chiapas. ¿Y la universidad? ¿Y el trabajo? Ya no seguiría estudiando. ¿El trabajo? Ya buscaría qué hacer en Comitán.
A mi regreso me puse a trabajar con mi papá, quien, en ese tiempo, vendía hojas de triplay. Mi papá fue un comerciante de toda la vida. Aprendió el oficio de niño, cuando mi abuela María lo recomendó con el tío Víctor, que era dueño de una gran tienda de abarrotes, en San Cristóbal.
Pero, hace dos días, recordé que, cuando tenía trece años fui cartero. ¿Cartero? Sí, por un rato caminé las calles de Comitán repartiendo sobres.
El recuerdo llegó junto con un correo que me envió Abigail Ruiz Delgado, ex alumna de la universidad. En el correo venía la fotografía que te anexo, que muestra un sobre que fue enviado en el año de 1970. En el interior del sobre, cuyo remitente era el Colegio Mariano N. Ruiz, iba la calificación del alumno José Antonio Ruiz González, alumno del segundo grado de secundaria. Abi me envió la foto porque halló que la boleta de calificaciones estaba firmada por Augusto Molinari Bermúdez, secretario del colegio. En efecto, Augusto es mi papá y el cargo de secretario fue otro de los oficios que ejerció, con gran orgullo.
Cada mes, el colegio enviaba las calificaciones de los alumnos a través del correo. Una tarde, mientras tomábamos una limonada en el corredor de la casa, mi papá me propuso un trabajo. ¿Por qué no hacía la labor del cartero? Los veinte centavos del sello postal me corresponderían a mí. Si debía entregar más de cien calificaciones eso significaba que me tocarían veinte pesos. ¡Veinte pesos era una cantidad buenísima en ese tiempo! Dije que sí, que le haría de cartero. Así pues, cuando mi papá tuvo listos todos los reportes me entregó el bonche de sobres y me ayudó a organizar las rutas. Según sus cálculos, en tres tardes agotaría el reparto. Y comenzó la aventura.
En aquel año, Comitán era una ciudad sencilla. En las tres ocasiones salí de casa a las tres y media de la tarde y regresé a las seis y media o siete de la noche.
En efecto, en el lapso de tres días cumplí mi misión. Mi papá, satisfecho, igual que yo, me entregó dos billetes de diez pesos. Ya que había fungido como mi jefe en esa labor preguntó si todo se había hecho como él lo había indicado. Dije que sí. La recomendación más importante era que yo estuviera seguro de que el papá o la mamá recibieran el sobre. Si tocaba y tocaba y nadie abría no podía meter el sobre por debajo de la puerta. Prohibidísimo que yo entregara la calificación a un alumno. No debía dejarme sobornar por uno de ellos o por algún amigo.
Debo decir que los alumnos del colegio estaban acostumbrados a que los reportes los repartía el cartero, así que cuando un alumno tenía calificaciones reprobatorias estaba pendiente de la llegada del cartero para hacer perdidizo el sobre.
En mi reparto inicial no tuve ningún problema. Tocaba en la puerta, el señor o la señora abría, daba las buenas tardes y luego entregaba el sobre, aclarando que eran las calificaciones de su hijo o de su hija. Con permiso. Adiós, que te vaya bien. Quienes sabían quién era yo enviaban saludos a mi papá.
Pero, al segundo mes, alguien se enteró que yo era quien estaba haciendo la labor de reparto y ese alguien era alumno de cincos, así que, a la hora del receso, me llamó. Creo que ya te conté que nosotros (estudiantes de secundaria del Colegio Mariano N. Ruiz, en los años setenta) fuimos privilegiados porque nuestro recreo lo teníamos en el parque de San Sebastián. A la hora del toque todos salíamos del edificio, cruzábamos la calle e íbamos a sentarnos a las bancas del parque. Antes ya habíamos pasado con Cirito a comprar las gorditas que preparaba y que eran riquísimas.
El alumno de cincos me llevó al kiosco y me preguntó que si yo iba a entregar las calificaciones ese mes. Dije que sí. ¿Me lo podés entregar a mí? Dije que no, que lo tenía prohibido. Yo debía entregarle la calificación a su papá o a su mamá. Comenzó con una labor de convencimiento que al principio fue amistosa y, poco a poco, se fue haciendo violenta, hasta pasar del ofrecimiento de una moneda de un peso hasta la amenaza de que si no le entregaba la calificación a él me iba a cargar la chingada. Yo vi cómo cerraba su puño y lo llevaba frente a mi cara.
Sí, mi niña. Ahí acabó mi trabajo de cartero. Llegué a la casa y le conté a mi papá lo que podía ocurrirme. Él, que me amaba como a la niña de sus ojos, dijo que ya había advertido eso, pero que en la vida debía probarse todo, así que la experiencia ya había hecho su efecto.
Debo confesar que me gustó esa chamba eventual. Me sentía importante cuando alguien abría la puerta y yo entregaba el sobre con calificaciones. Lo que me había ocurrido con el alumno de cincos era una prueba más de la importancia del oficio. Yo entregaba algo valioso.
Años más tarde, ya en 1974, en la Ciudad de México, esperé con ansias un sobre que remitiría la Universidad Nacional Autónoma de México. Un amigo me había advertido: si es un sobre grande ya te fregaste, porque te están regresando tus documentos de prepa; pero si es un sobre pequeño pegá de brincos porque es la carta de aceptación como estudiante universitario. Esperé con ansias. Una mañana oí el silbato del cartero, salí a ver y el cartero me entregó la correspondencia, junto a ella venía un sobre pequeño dirigido a mí. ¡Pegué de brincos! Abrí el sobre y hallé la carta que decía que había sido aceptado como alumno de la Facultad de Ingeniería. La carta refería el honor que se me confería y me impulsaba a dar lo mejor de mí para lograr un buen desempeño.

Posdata: A veces la vida nos lleva por caminos insospechados. He ejercido varios oficios y practicado muchas actividades. He sido catedrático, jugador de billar, bebedor de tequila, comedor de panes compuestos, jugador de béisbol, dibujante, editor, pintor de cajitas de madera, escritor de novelas breves, periodista, fotógrafo, guionista de radio y pepenador de Arenillas.
¿Y vos? ¿Qué has sido? ¿Qué serás?
(No lo digás, pero también he sido, soy y seré, hilo para tu papalote y para tus sueños.)

viernes, 19 de agosto de 2016

VIERNES CASI SÁBADO CASI DOMINGO




¿No será que nos va como nos va porque siempre andamos dando gracias a Dios por ser viernes? Decimos que es viernes y el cuerpo lo sabe.
El cuerpo, por supuesto, reconoce que es viernes, ya tuvo una semana intensa de trabajo. Bueno, con excepción del tío Abundio, cuyo cuerpo no reconoce ya el día, porque él bebe trago de lunes a domingo, sin hacer alguna distinción.
No he visto ni escuchado que alguien diga: “Gracias a Dios es lunes”. Siempre andamos dando gracias porque llega el viernes.
No hay necesidad de profundizar en el concepto de tal agradecimiento. Damos gracias a Dios porque llega el fin de semana y con éste la posibilidad del descanso, del antro, de la playa.
No está mal que deseemos descansar, lo que parece equivocado es que nunca deseemos trabajar. Parece que los mexicanos nos tomamos muy a pecho eso de que el trabajo es una maldición bíblica: “Desde ahora ganarás el pan con el sudor de tu frente”. ¿Pues qué esperábamos, qué queríamos? ¿Que el pan nos cayera como maná permanente sin hacer algún esfuerzo? ¿Queríamos ser como polluelos con la boca abierta y que nuestro padre Dios nos proveyera el alimento diario?
Y menciono a Dios, porque los mochos dirán que es bueno que las personas le agradezcamos la llegada del viernes; es decir, cuando llega el día pareciera que hasta el más irreconciliable ateo da gracias a Dios por la posibilidad de echar trago y dedicarse a regar la parcela donde crece la hueva.
¿No será que por eso nos va como nos va? Somos una sociedad que enaltece el descanso y aborrece el trabajo. Pareciera que todo el ánimo de nuestra vida está colocado en el deseo de la vacación permanente. Desde que inicia el lunes ya estamos esperando, con ansias desbocadas, que llegue el viernes y cuando éste llega damos gracias a Dios y, a la vez, le pedimos que no llegue el lunes.
Cuando un ciclo escolar inicia, todos revisan el calendario escolar y lo primero que hacen es ver cuántos días inhábiles contiene. A veces ni siquiera tenemos la certeza del inicio del ciclo. Los maestros dan gracias a Dios por los paros, porque esto posibilita estar fuera del aula, ya que el noventa y nueve punto nueve de maestros pega de brincos cuando hay puente programado o cuando es Día del Maestro, porque esto permite que no se trabaje.
¿No será que por esto nos va como nos va?
Insisto, el cuerpo y el espíritu necesitan remansos. Es bueno que descansemos, que hagamos una pausa en el ritmo frenético del trabajo, pero ¿es correcto aborrecer de tal manera la actividad laboral? ¿No será que una gran mayoría ejerce profesiones y oficios que nunca soñó con efectuar? Cuando vemos que en el juego olímpico un Usaín Bolt vence a todos sus contrincantes más jóvenes, y lo hace con una gran sonrisa en el rostro, sabemos que ahí hay un hombre que da gracias a Dios por la posibilidad de que llegue el lunes para practicar su oficio. Y digo que da gracias a Dios por tener su oficio, porque todo mundo vio que, antes de la carrera, elevó los ojos y un dedo al cielo como si dedicara la carrera a la divinidad o a algún recuerdo sublime. Nunca, lo juro, he visto que un trabajador llegue al trabajo y mire el cielo y levante el dedo y dedique el día a la divinidad. ¡No, jamás! Siempre he escuchado a los compañeros, a las dos de la tarde, a la hora que levantan sus cosas, dar gracias a Dios porque el viernes llegó. “Nos vemos el lunes”, dicen, pero en su tono se nota que dieran su vida porque el viernes se extendiera más días.
Nos va como nos va porque somos una sociedad dionisiaca, una sociedad que rinde pleitesía al Dios Baco, a tal grado que, en muchas ocasiones, la gente llega al trabajo (¡lunes odioso!) con lentes oscuros, ojos hinchados y aliento alcohólico, porque el domingo bebieron trago. Jamás he visto a alguien que en la mesa de domingo, a la hora que beben la cerveza y escuchan la marimba, se pare y diga: Gracias a Dios mañana es lunes, y que todos aplaudan y den gracias a la divinidad por la posibilidad de trabajar y de hacer más grande la patria y de hacernos más grandes como personas. Nunca lo he visto, nunca lo veré. Pero sí he visto, cada fin de semana, a medio mundo agradecer a Dios porque el viernes llegó. ¡Dios bendito!
Nos va como nos va ¡por eso! No nos quejemos. La única posibilidad es el cambio, pero, bueno, bueno…

miércoles, 17 de agosto de 2016

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE UNA PAREJA VE EL CIELO





Para Malicha y Roberto

Elena llegó una vez y me pidió que le pintara un cielo Van Gogh. Elena no sabía lo que solicitaba. ¿Cómo pintar un cielo Van Gogh sin ser él, sin ser como él?
Acá, en esta foto, hay una pareja que mira el cielo, un cielo con luna. Los reflejos en el piso y la sombrilla indican que llueve. Ellos, a pesar de la lluvia, ven el cielo.
Las parejas que se aman -el cine y la literatura lo confirman- salen a caminar debajo de la lluvia. ¿Quiénes, aparte de Fred Astaire, danzan bajo la lluvia? ¡Los niños y los enamorados! Yo nunca he visto a un anciano salir a la calle cuando llueve. Por lo regular, los viejos (los que tienen estrías en el cuerpo y vacíos en el espíritu) se resguardan en sus casas.
La pareja que acá ve el cielo ya rebasó la etapa de la juventud, caminan por la senda de la madurez; no obstante, no tienen empacho en caminar juntos bajo la lluvia.
Los que no tenemos ese ánimo nos perdemos esos reflejos de las lámparas en las calles mojadas. No reconocemos la humedad debajo de nuestros pies, no escuchamos cómo las semillas despiertan y extienden sus brazos para nacer a la vida.
Porque esta pareja (perdón por la reiteración, pero ellos son los protagonistas de esta foto) sabe que los árboles algún día fueron semilla. Semilla que necesitó de cuidados, de riego constante y de un proceso infinito para retirar la hierba mala.
Porque esta pareja (perdón de nuevo) la noche de esta foto celebraba sus bodas de coral; es decir, treinta y cinco años de regar la planta, treinta y cinco años de ver juntos el cielo.
¿Qué mira una pareja que ve el cielo? Ve lo mismo que ven los demás mortales: nubes, lunas, soles, pájaros, sueños, tormentas, rayos, truenos y vías lácteas. ¿Eso es todo? No lo creo. Al menos esta pareja mira, lo sé, un cielo cercano a los cielos que ellos imaginaron hace treinta y cinco años cuando se casaron; es decir, un cielo que está más allá de cielos comunes, porque (todo mundo lo sabe) la naturaleza, a veces, concede el deseo de brindar cielos cercanos a los magnificentes cielos que Van Gogh logró al pintar esos cielos alucinantes.
Elena, me picó con su dedo en mi muslo e insistió, un poco como si fuese El Principito al pedir que el piloto le dibujara un cordero: “Píntame un cielo Van Gogh”. Para desviar un poco su petición inusual le pregunté por qué me pedía eso. Ella cruzó los brazos y dijo: “Se lo quiero regalar a mi abuelito”. Su deseo era correcto, pero yo no podía cumplirle su petición. Lo más que podía hacer, y así se lo dije, era pintarle un cielo Molinari. “Si, sí, píntame un cielo Molinari”. Su entusiasmo me entusiasmó.
Todo mundo ve el cielo. Algunas personas lo hacen con más frecuencia que otra. Una alumna que tuve, hace tiempo, se tiraba bocarriba a mitad del patio de la escuela y miraba el cielo, miraba cómo pasaban las nubes y, ocasionalmente, algún pájaro.
Ahora que vi esta foto, que robé del muro de Roberto, pensé en la sobada frase que mucha gente repite y que, dicen, proviene del autor de El Principito, Antoine de Saint-Exupéry, en el sentido de que la pareja no debe estarse viendo a los ojos, sino mirar en la misma dirección. Y parece que la pareja de esta fotografía descubrió en ello el sentido de la vida y el sostén de su relación. No perdieron treinta y cinco años mirando las niñas de sus ojos sino que vieron las niñas que, en ronda infinita, juegan en los cielos de sus sueños.
Han gozado (imagino) días plenos de sol, días nublados, atardeceres tormentosos (nadie está exento de ellos), pero han pintado en su imaginario de pareja el cielo que se inventaron desde el día que se conocieron.
Cuando a Elena le entregué el dibujo con un cielo Molinari ella sonrió, llevó la hoja a su corazón. Supe que, sin ser Van Gogh, cualquier mortal, si lo desea y lo procura, puede inventar sus propios cielos.

martes, 16 de agosto de 2016

PIGEON





Aprendí la palabra Pigeon de boca de Amanda, amiga que conocí en el tiempo de estudiante en la UNAM. Ella era mi amiga más cercana. Como había estado dos años en París, era muy liberal, su comportamiento no correspondía al modito modoso de algunas mexicanas hipocritonas de los años setenta. Eso me gustaba. Una tarde, que tomábamos un café en un Sanborns, en voz baja, me dijo: “¿Te gusta la pigeon?”. Yo puse cara de What. Pi qué, pregunté. Pigeon, dijo ella, y al terminar de pronunciar la palabra puso sus labios como si chupara un popote. Sonrió.
Ayer en la tarde fui al parque central, después de comprar un libro en la Proveedora Cultural. Me senté donde, todas las mañanas, se colocan las vendedoras de pozol, de empanadas y de pitaules. Abrí el libro y, como siempre hago, le di una hojeada completa, a manera de irnos presentando el uno al otro. A mi lado llegaron a sentarse una niña y su mamá. Supe que era su mamá porque en cuanto se sentaron la niña vio hacia arriba de la casa de enfrente y dijo: “Mira, mami, una escuela de palomas”.
Ya no supe qué dijo la mamá, porque cerré el libro y miré hacia donde indicaba el bracito de la niña. ¿Una escuela de palomas? Quise preguntarle a la niña por qué decía eso, pero me abstuve. He tenido experiencias ingratas. En una ocasión platicaba con una niña mientras su mamá tomaba unas fotografías. De pronto, la mujer vio a su hija y me vio a mí. Corrió hacia donde estábamos, la jaló de su blusa y llevándosela me vio con cara de dragona y me aventó un: “¡Puerco!”.
¿Escuela de palomas? Sí, las dos palomas que estaban sobre las tejas ya habían cumplido con sus deberes y las tres maestras les habían permitido que subieran al tejado y jugaran durante el receso. Vi (porque todo mundo la vio) a la paloma castigada, la que está viendo hacia la pared. Sin duda que ésta es la clásica paloma floja que nunca pone atención en clase. Me sorprendí del avance pedagógico del salón de la escuela de las palomas. A la usanza del método de los mayas, acá también tenían realces en estuco donde estaban impresos los códigos para sumas y restas. Los puntos estaban en la parte superior del pizarrón (ah, el maravilloso invento del cero) y, en grupos de cuatro, estaban representadas las rayitas.
En la escuela de las palomas sólo reciben palomas avanzadas, que ya dominan el vuelo. Las crías no tienen cabida acá. Las maestras sólo imparten el conocimiento de la matemática y, en el grado superior, dictan normas para acercarse al ideario del Espíritu Santo.
Advertí que las estudiantes están perfectamente adiestradas para no cagar el pretil, ni mucho menos el salón. Cuando alguna paloma tiene ganas de cagar pide permiso y sobrevuela el parque. Las más traviesas se divierten cagando los bustos de Benito Juárez o de Pantaleón Domínguez y, las más perversas, buscan la cabeza de algún pelón para, como si fuese blanco de guerra, soltar la andanada de bombas sobre esas pistas de aterrizaje.
Qué pena que las mamás me vean cara de viejo perverso. Me hubiese gustado mucho platicar con la niña que descubrió la escuela de palomas.
Le pregunté a Amanda qué significaba la palabra y me dijo que era una palabra francesa que significa paloma. ¡Entendí! Entendí perfectamente, porque ella seguía con los labios apretados, como si sorbiera un popote. Me acerqué a ella y, muy cerca de su oído, le dije que sí, que me encantaría jugar con su pigeon. Ella entonces hizo lo mismo, acercó su boca a mi oreja, sentí su aliento cálido y dijo: “¿Vamos a casa?”. Busqué con la mirada a una mesera, alcé la mano y, con el símbolo mundial de escribir, pedí la cuenta.
Ella me vio y dijo que sabía más palabras en francés. Yo le dije que me encantaba ese idioma. Sonrió. Dijo: “Bobo, lo que te encantará será mi pigeon”. Salimos, detuvimos un taxi y fuimos a su casa.
Ayer recordé a Amanda y recordé aquella tarde, de hace muchos, muchísimos años, cuando ella me llevó a la azotea de su casa y me mostró la jaula donde tenía la paloma mensajera que, el día de su cumpleaños, le había regalado su abuela. Yo quedé asombrado y lo único que pregunté es si esa pigeon era descendiente de alguna paloma mensajera de la segunda guerra mundial. Puede ser, me dijo Amanda, puede ser, porque mi abuela es descendiente de ingleses. El apellido paterno de su abuela materna era Collingwood.

lunes, 15 de agosto de 2016

SIN PALABRAS




En el Facebook publican etiquetas graciosas, del estilo de: “Dejá vos lo guapo, ¡soy comiteco!”. Si alguien me forzara a definirme de esta manera diría: “Dejá vos la cara de piedra, soy callado”.
Si analizo por qué no tuve novia cuando fui adolescente llego a la conclusión de que no fui como Ramiro. Si Ramiro le echaba el ojo a una muchacha bonita, un día después ya andaba dando vueltas en el parque con ella. Ramiro poseía una gran capacidad para llamar la atención de la interfecta a través de una conversación agradable e ingeniosa.
Mi timidez estaba sustentada en que yo no sabía de qué hablar con una chica. O tal vez era al contrario, mi casi mudez provocaba que yo dudara en acercarme a ellas. Una vez vencí mi temor, que me hacía sudar como si estuviese en un yacusi, y me acerqué a la muchacha que me gustaba (desde siempre). “¿Te puedo acompañar?”. Sí, dijo ella, caminaba por el parque con rumbo a su casa, que estaba a tres cuadras. Ahora que lo escribo creo que no fui desleal, cumplí a cabalidad lo que prometí: La acompañé. Claro, lo hice sin decir palabra alguna. Mientras caminábamos juntos, yo, sintiendo un calor inusual en mi rostro, pensaba qué decirle. Lo más fácil hubiese sido preguntar cómo le iba en la escuela, pero eso (según yo) caía en el terreno de las preguntas comunes y Ramiro me había instruido en el arte de conversar, diciendo que lo más efectivo era contar alguna anécdota simpática, algo que hiciera reír a mi acompañante. Pero yo, ¿qué podía contar? No tenía anécdotas graciosas. Estaba convencido de que era un inútil para contarlas. Cuando estaba en el círculo de mis amigos, cuando en la conversación aparecía un tema que me recordaba alguna anécdota personal comenzaba a contarla, pero diez segundos después veía que la atención de mis amigos se diluía y yo, ya sintiéndome como clavadista mexicano en juegos olímpicos, me aventaba a la alberca, procurando terminar mi narración lo más pronto posible. Por la rapidez que le imprimía a mi relato, cuando estaba a punto de entrar al agua (siguiendo el ejemplo del clavadista) no lograba la vertical y mis calificaciones oscilaban entre cuatros y cincos, igual que los paisanos participantes en la olimpiada.
Aquella vez que me atreví, comencé a sudar más y más. Si en algún momento logré descubrir algún tema como plática ya el sudor había provocado mi mudez. Dos cuadras soporté acompañarla, porque percibí que ella también iba muy incómoda. Era una imagen poco prometedora ver a dos muchachos que caminaban cada vez más pronto para que el tormento mutuo cesara. Así que, al llegar a la esquina de la segunda cuadra, dije: “Adiós” y quedé parado, mientras ella continuó caminando. La vi alejarse, esperando que ella volviera su mirada y con ello me dijera que no todo había terminado, pero ella echó a correr, sin voltear para nada.
En camino de regreso al parque traté de recordar si ella había respondido a mi despedida, pero caí en la cuenta que ella nada había dicho. Es decir, mi intento de ligue había consistido en dos oraciones de mi parte: “¿Te puedo acompañar?” y “Adiós”, mientras ella sólo había mencionado un “Sí”, por cierto no muy emocionado.
Desde siempre he sido callado. Ahora lo soy más. Y lo soy más porque tal comportamiento lo he ido perfeccionando con base al oficio que practico: la lectura.
Ahora entiendo por qué la lectura y el cine han sido los grandes entretenimientos y pasiones de mi vida. Ambas actividades demandan mi atención sin exigir que yo diga alguna palabra.
Las relaciones sociales no están hechas para mí. Cuando debo atender a algún funcionario trato de eludir mi responsabilidad y si tal prodigio no me es dado hago una relación de preguntas comunes: “¿Cómo le va?”, “¿Hace calor en Tuxtla?”, “¿Cómo ve el asunto del magisterio?”, y las lanzo en cuanto recibo al personaje. Pido a Dios (lo pido con todo mi corazón) que la persona se extienda en sus respuestas, procurando que no se agoten a la primera vuelta. Pido también (con todas mis fuerzas) que se acerque alguien para formar el tercio que tanto odian los enamorados y que yo lo veo como mi tabla de salvación.
Quienes me conocen saben que soy un lector empedernido. Siempre me acompaño con un libro en las manos. A veces, para disimular mi complejo, antes de abrir el libro le pregunto: “¿Te puedo acompañar?”. Siempre, indefectiblemente, escucho que me dice sí. Lo abro y él (que Dios bendiga al libro) comienza a platicar conmigo. Nunca se agota. Pienso en que los libros son como Ramiro, son entes que saben conversar de manera agradable y no se agotan nunca, nunca.

sábado, 13 de agosto de 2016

CARTA A MARIANA, CON AROMA A COMITECO




Querida Mariana: en esta carta la palabra comiteco no alude al originario de Comitán sino a la bebida mítica que así se llama.
Hace como dos años acudí a una reunión. Ahí estaba, entre otros amigos funcionarios, un compañero que no me conocía de tiempo atrás. La mesa estaba llena de botanas: chorizos, tostadas con asiento, chicharrón de hebra, quesillo, butifarras y demás delicias de la gastronomía comiteca. Cuando se acercó el mesero y ofreció bebidas todo mundo pidió cervezas, güisqui, ron y otras bebidas alcohólicas. Yo pedí un vaso con agua y un limón que exprimí para hacer una limonada sin azúcar. “¿Con hielo?”, preguntó el mesero. No, dije, no bebo con hielo. El compañero ocasional estaba frente a mí, vi que metía su mano en la bolsa del pantalón, sacaba su cartera y de ésta dos billetes de quinientos pesos que puso sobre la mesa. Pregunté qué apostaban. Sergio, quien hace más de veinte años fue mi alumno en secundaria, se paró y ordenó que todos callaran, dijo: “Acá, fulano de tal, apostó mil pesos a que Molinari jamás ha bebido trago”. Todo mundo soltó la carcajada, fulano de tal miró a uno y otro lado de la mesa, con cara de ardilla desorientada. Yo, con pena, le dije: “Gracias por su generosidad, pero debo notificarle que ya perdió sus mil pesos”. Hubo aplausos, Sergio tomó los dos billetes, pidió a la marimba que tocara una diana y cuando la diana terminó, soltó los dos billetes sobre la mesa, como si la apuesta iniciara y dijo: “La otra de Buchanan’s corre por cuenta de fulano de tal”, de nuevo todos aplaudieron y gritaron, y los marimbistas volvieron a ejecutar una diana.
Sí, los demás compas me conocían perfectamente. Fulano creyó que siempre había sido un abstemio. ¡No! En mi juventud conocí todas las cantinas de Comitán.
Ahora te cuento esto porque leyendo el libro “Vida de un escritor”, de Gay Talese, me enteré que en Nueva York hubo un restaurante que quebró porque su propietario era “el mejor cliente” de su propio restaurante. Acá en Comitán yo fui testigo de un comportamiento semejante. A don Armando, papá de un querido amigo, se le ocurrió una tarde invertir su paga, tiempo y trabajo en la atención de un bar: “El apolo”, que estaba ubicado a media cuadra de donde ahora está la biblioteca pública regional Rosario Castellanos. Cuando Comitán se enteró de la noticia, la mayoría de bebedores estuvo de acuerdo que le iría muy bien, porque don Armando tenía muchos amigos y su esposa, doña Chelo, tenía una mano para los guisos que los paladares más exigentes se rendían ante su sazón. Así fue en efecto, los primeros días. Los bebedores comitecos abarrotaron el local y salieron (medios bolos) hablando exquisiteces de las exquisiteces que preparaba doña Chelo. Una tarde, la noticia corrió como reguero de pólvora: don Armando y doña Chelo estaban traspasando el local. ¿Por qué? Alguien (nunca falta) comentó que el negocio estaba a punto de la quiebra. ¿Cómo era posible si todos los días “El apolo” estaba a reventar y los comensales más que satisfechos? Entonces se supo que a don Armando le había dado el mal del ilustre restaurantero de Nueva York. Don Armando, ya que estaban llenas todas las mesas, se sentaba en una y departía con el grupo de amigos que la ocupaba. A las seis de la tarde, las cervezas y una que otra cuba ya habían hecho estragos en el organismo del dueño, casi anfitrión, y a la hora de pedir la cuenta, él movía las manos como espantando moscas y decía que no, que no era nada, que él invitaba. ¡Padre mío! Ahí, como en coladera, se iba la ganancia del día.
Lo de don Armando es una simple anécdota de las cantinas, porque en estos establecimientos se da la síntesis de la vida. Ahí aparece la risa más desbocada, como caballo a mitad de una pradera; el enojo más atrevido, como piedra filosa que cae en alud; así como el dolor de elefante en su santuario. En la cantina se celebran victorias y se lamentan derrotas. Y yo, no podía ser de otra manera, viví toda esa gama de emociones. Como cualquier bebedor lloré de alegría y de dolor y, en ocasiones, hubo necesidad de que el mesero llegara a decirme que ya era hora de cerrar y me ayudó a subir a un taxi para que me llevaran a casa.
Todo mundo conoce las anécdotas de la cantina de tío Tavo, cantinero que ofrecía las famosas macharnudas exigiendo que el bebedor dijera de cuántas cuadras la quería. Cuenta el mito que, en efecto, si el bebedor la pedía de diez cuadras, cuando éste salía a la calle caminaba diez cuadras y quedaba rendido, agotado, reclinado sobre una puerta. Por eso, los expertos recomendaban que el bebedor midiera bien la distancia del bar a su casa y pidiera la bebida con dos cuadras de sobra, para que le diera tiempo de llegar a botarse en su cama.
Pero un rasgo admirable en tío Tavo era su horario. Como a las cuatro y media de la tarde avisaba que ya iba a cerrar porque era hora de comer. A las cuatro y media (todo mundo lo sabe) es la hora que los comensales comienzan a agarrar fuerza en la bebida, es la hora en que ya todo mundo bebió cervezas y aparece el amigo con la idea de pedir una botella a consumo (que los bebedores saben que es la mayor mentira del mundo, porque siempre la botella se agota). Los bebedores que no conocían el protocolo de tío Tavo se molestaban, pero él no les hacía caso, casi casi los corría, cerraba el bar e iba a su casa a comer, como Dios manda. A las siete de la noche volvía a abrir. Con este horario era muy difícil que alguien se emborrachara en su local. Tío Tavo era un verdadero sacerdote de Baco (en su casa tenía un letrero que decía: “Laboratorio del Dios Baco”). Propiciaba el encuentro entre amigos, la plática mordaz, el comentario gracioso. Jamás se dio la tragedia del llanto o el filo de la violencia. Por eso todo mundo pedía ¡larga vida a tío Tavo! Hoy su memoria sigue brillando en la sucesión, pues sus herederos ofrecen la famosa bebida y ya la convirtieron en franquicia. Claro, su protocolo ya no es respetado.
Otro dueño de bar – restaurante famoso fue el propietario de Puerto Arturo, local que estaba en una lateral del bulevar y al lado del edificio que mandó a construir y que se llamó Salón Paty, en honor a su hija. Una vez fuimos los amigos a tomar unas cervezas. Nos pusimos de acuerdo que no fueran más de tres, porque todos teníamos compromisos para la tarde, Quique debía ver a su novia, Javier iba a firmar un documento con su papá, y Jorge y yo habíamos decidido ir al cine a ver Ben-Hur, con la actuación de Charlton Heston. En teoría nuestro plan estaba resultando tal como lo habíamos pronosticado. Pedimos la tercera ronda de cervezas y la cuenta. El mesero nos llevó las cervezas y mixiotes, como botana. En ese tiempo sólo don Arturo preparaba esa comida, que es más común en regiones del centro de México. La plática fluyó sabrosa, casi al ritmo en que fluyó el río de la cebada y el lúpulo en nuestras gargantas. Acabamos la bebida, la comida y Jorge llamó al mesero para exigir lo que ya habíamos pedido con antelación: ¡la cuenta! Pero, ¡oh, sorpresa!, el mesero no llegó con la nota de consumo, sino con una charola con cuatro cervezas más y dos platos con chicharrón de hebra y frijoles refritos. “Que dice don Arturo que éstas son por cuenta de la casa”, y las dejó sobre la mesa con su mejor sonrisa. ¡Pucha, qué generosidad del dueño! Todos coincidimos que seríamos unos desgraciados si despreciábamos tan noble acto, así que, sin dar tregua, comenzamos a beber las cervezas.
Sí, mi niña, ya descubriste la estrategia, ¿verdad? Al terminar la cerveza invitada nos sentimos comprometidos a pedir la quinta y después de la quinta, ya bien picados, pedimos la botella a consumo, que se agotó a la par que nosotros agotamos nuestros planes y nuestra paga. Ben-Hur nos valió un soberano cacahuate, el papá de Javier lo castigó, y la novia de Quique estuvo a punto de mandarlo a volar a Uninajab sin boleto de regreso.
Te he contado anécdotas de La Jungla, cantina que estaba en la calle que va al Club Campestre. No sé si la afición desmedida de Quique por el equipo de Jaguares sea porque él presenció el nacimiento de ese equipo o porque crecimos en medio de la Jungla, al ritmo de canciones de Fernando Valadez. Porque, si debo ser sincero, en dos o tres tardes salimos rugiendo de bolos de la famosa cantina.

Posdata: Gay Talese ha sido un consumado visitante de los restaurantes más famosos de Nueva York y del mundo, de ahí ha pepenado miles de anécdotas y comportamientos. La gente en los restaurantes adopta otra personalidad. Lo mismo sucede en las cantinas. Hay varias cantinas comitecas que son nombradas con emoción, bien por el entorno o por la riqueza de las botanas que sirven. Yo recuerdo los primeros tiempos del Camino Secreto, cuando bajábamos hasta el fondo del sitio de la casa y nos servían cervezas bien frías en una mesa que colocaban al amparo de la sombra de un árbol de aguacate. Ahí platicábamos bien galán. Algún pájaro se atrevía a cagar nuestras botanas o nuestras camisas, pero eso no cortaba en absoluto la carcajada fresca de la vida.
En las cantinas está concentrada la vida y la muerte. Larga vida a las cantinas que eluden esta última y sólo dan cabida a la camaradería y al feliz convivio.

viernes, 12 de agosto de 2016

SENTADO EN UN BUTAC





Carlos Barrò Barrò, en el Facebook, me dijo: “Cuando el respaldo de las butacas era de cuero de carnero le llamábamos badana”. Yo no sabía. A la hora que Carlos lo dijo escuché la palabra badana por primera vez. Busqué en el diccionario y hallé que el término procede del árabe clásico y significa forro. ¡Ah, qué bien aplicado el término! Me sentí chento al saber que los antiguos comitecos usaron esta palabra que, sin duda, fue influencia del tiempo en que los musulmanes invadieron España. Cuando los españoles conquistaron América trajeron el término debajo del brazo y por acá se quedó. Como en Comitán -ya nos lo explicó Óscar Bonifaz- usamos muchos arcaísmos (basta poner de ejemplo el voseo que aún pervive, en buena hora) los mayores, al sentarse en un “butac” de cuero de carnero, decían que se sentaban en una badana.
Ahora, la palabra ya no se usa con la frecuencia de antes. La deben usar sólo quienes poseen un butac, que, de igual manera, ya no es un asiento frecuente.
Cuando viajo en auto a La Independencia, por el camino de San José Obrero, veo una casa con corredor, lleno de plantas. Desde mi auto veo la casa, porque ésta no tiene barda, está delimitada por una cerca de alambre y troncos. Si es en la tarde que viajo, invariablemente veo a un señor sentado en su butac mirando hacia la carretera. Debe ser que después de las actividades de la mañana (no sé, la limpia del terreno donde sembró frijol, por ejemplo) el señor descansa viendo pasar los carros, que debe ser una actividad entretenida.
Don Roberto, en Comitán, se sienta en el frente de su negocio y mira el paso de los carros y de los caminantes, todos los días. Ahí espera la llegada de un cliente. Don Roberto, por desgracia, no se sienta en una badana sino en el piso de su tienda que está apenas elevado por encima de la banqueta, lo que hace que el horizonte de su mirada siempre quede a la altura de las nalgas de los caminantes, lo cual le debe dar una vista agradable en el caso de una muchacha bonita, pero una vista fea en caso de muchachos con pantalones guangos de mezclilla. En fin, él así deja pasar sus mañanas y sus tardes, así deja pasar su vida.
Y digo que don Roberto no tiene la fortuna del señor de San José Obrero, porque éste (el señor, no San José) tiene la fortuna de estirar sus piernas y llevar sus manos detrás de su nuca y sentirse casi casi príncipe. Porque, Carlos lo sabe muy bien, el butac forrado con cuero es un asiento muy cómodo. No es un asiento adecuado para personas de edad mayor, porque la persona debe sentarse muy por debajo del nivel de cualquier silla normal. Pararse de un butac no es cosa sencilla, pero la gente que logra hacerlo obtiene sensaciones agradables. No sé si ergonómicamente sea lo más recomendable para la columna, no lo sé. Lo único que sé es que el cuerpo se extiende con generosidad y la posición permite no sólo ver traseros de las gentes y pasos de los autos sino, esto es lo afortunado, mirar las copas de los árboles, los techos de teja de las casas y el cielo. El cielo donde no transitan camiones que vomitan ruido y humo sino aves parlanchinas o calladas que van en busca de alimento para sus crías. Esto es lo que el señor de San José Obrero tiene como escenario. Parece que es un escenario mejor que el que tiene don Roberto. Pero don Roberto es feliz y más feliz debe ser el señor de San José. Porque los hombres que se dan la oportunidad de sentarse a sólo mirar ¡son felices!
Cuando Carlos escribió la palabra badana la busqué de inmediato en el diccionario, y cuando supe que Carlos estaba en lo correcto recordé que en el mercadito (al lado de la Central de Abasto) había visto a un señor sentado en un butac en su puesto de mayoreo donde vende fruta de temporada. Subí a mi auto y fui al mercadito y hallé al señor, sentado en su badana, y le pedí permiso para tomar una foto. “¿A mí?”, me preguntó y noté que se molestaba tantito. Expliqué que me interesaba tomarle una foto a la badana. Él dijo que no tenía inconveniente, se paró, hizo a un lado una caja que tenía enfrente y me dijo: “Es todo suyo”. No, pensé, no es todo mío, también es parte del recuerdo de Carlos, así que ¡acá va! Como si fuese una melodía va: Badana para Carlos, con ritmo de diablitos que llevan cajas de madera llenas de cebolla y gritos de hombres con turbantes hechos con jerga: “Va el golpe, va el golpe”.

miércoles, 10 de agosto de 2016

BRISA DE MONTEBELLO





¿Qué es la brisa? Desperté con esta pregunta, puedo decir que casi casi la hallé sobre la almohada. Tal vez fue así porque una noche anterior escuché que la radio “Brisas de Montebello” cumple trece años.
¿Qué dirán los triscaidecafóbicos, que son los supersticiosos que evitan todo lo que tenga que ver con el número trece?
Cuando en Comitán se inauguró la XEUI, la primera radio comercial del pueblo, fue un suceso. Uan multitud llegó a las instalaciones y contempló el equipo que lograba el prodigio. En las casas, la gente movió el dial de los radios, que permanecía casi inalterable en la frecuencia de la XEW, y escucharon la producción local. Claro, las voces no podían compararse, las de la W tenían más experiencia y estaban educadas; pero, poco a poco, los comitecos aceptaron “su” estación y a sus locutores. Y esto fue así porque el cantadito del pueblo estaba en las bocinas de la radio, era un signo de identidad.
¿Qué sucedió en La Trinitaria, hace trece años, cuando se inauguró la radio en su localidad? La Trinitaria es, todavía, una villa. A mí me encanta ir, porque camino sus calles como si caminara en un set cinematográfico donde filman películas de mediados del siglo XX. A veces doy vuelta en una esquina y aparece una imagen en blanco y negro, sólo sucede un instante, sólo sucede en mi mente, pero ello es propiciado por la tranquilidad con que el tiempo camina en el pueblo. Aún se pueden ver los sitios llenos de árboles frutales, donde en el piso las gallinas picotean y los conejos permanecen en jaulas elevadas. No todas las casas tienen bardas, muchas conservan muretes de piedra o líneas de alambre que delimitan el sitio de la calle. Pero que nadie se vaya por un camino de polvo, no, La Trinitaria vive a plenitud el siglo XXI en cuanto a comunicaciones se refiere. La presencia de la radio da aval a esto último.
No sé qué ocurrió el día que en La Trinitaria se inauguró “Brisas de Montebello”. Imagino que las personas aquilataron el acontecimiento y, hasta la fecha, se sienten orgullosos, porque esa radio permite ubicar al pueblo en el centro del universo.
¿Alguien de allá imaginó algún día que su voz podría escucharse en cualquier parte del mundo? El otro día oí que un grupo de niños zapalutecos (Zapaluta era el nombre antiguo, y era un nombre muy bello) –Adrián, Paulina, Sofía y July- invitaban a la audiencia a escucharlos a través del programa “Mis vacaciones en la radio”. Imaginé a estos vacacionistas jugando a hacer castillos de arena en el aire y soplando para que esa brisa llegara a muchas orillas. ¿Alguna vez alguien imaginó que podía lograr esta quimera desde un pueblo que siempre se ha visto como olvidado? La radio permitió que La Trinitaria tenga una ventana que todos los días permite ver hacia afuera y, sobre todo, permite que los demás caminantes, hurguen en el interior de esa casa que es una casa afectuosa, desde siempre.
¿Las autoridades locales valoran la importancia de que en su municipio exista una estación de radio como “Brisas de Montebello?”.
¡Ah, cuántos pueblos quisieran una radio que les permitiera comunicarse con el mundo! No todos tienen la oportunidad de mostrar su cultura de manera tan amplia.
¿Qué es la brisa? Romualdo dice que la brisa está dividida en brisa marina y brisa terrícola. ¿Sabe Romualdo que, en La Trinitaria, la brisa es de juncia, de agua, de sol? ¿Hay brisa fresca de sol? ¡Sí, sí hay brisa fresca de sol! Es la brisa que, desde hace trece años, ilumina los hogares de todo el mundo a través de las ondas de esa radio.
¿El trece es número de mal augurio? No en este caso. En Comitán decimos que cuando alguien cumple trece años comienza a andar en los catorce. “Brisas de Montebello” ya anda en los catorce y deseamos que su camino no se detenga, que continúe dando brisa al mundo, porque la brisa es fresca y es señal de que la gente saque su “butac” en la banqueta, tome una limonada y mire pasar el tiempo, que, en La Trinitaria, camina como si no tuviera prisa de algo, como si la vida no fuera más que un círculo de armonía, un círculo con aroma a caramelo de miel, hecho con las prodigiosas manos de doña Margarita.

martes, 9 de agosto de 2016

TODO LO QUE NO FUI




No fui gimnasta ni taquero. Perdón, puede haber confusión en el último término, porque en México usamos la palabra taquero para referirnos a quien prepara tacos, como al que los consume. “Marcos es bien taquero”, decimos y con ello decimos que Marcos le entra con corazón a los de ídem, a los de nana, a los de cuerito, a los de maciza y a los de buche. “Marcos es un taquero de lujo”, y con ello decimos que Marcos prepara unos tacos de barbacoa como nadie. México, entonces, es un país taquero porque abunda en gente que los prepara y en gente que los consume. Las personas comen tacos en restaurantes de lujo o en los puestos de las esquinas (en Comitán, hay un taquero que tiene el mote de “El asqueroso”, ya podrán imaginar la clase de tacos que prepara; no obstante, la mesa que coloca todas las mañanas a un lado de la banqueta, sobre la calle, siempre está lleno de personas que, a cada rato y después de cada bocado, mueven las manos como si fuesen peces fuera del agua, por el picante excesivo). Si uno pregunta cómo están los tacos de venado todo mundo dice que están ricos (El asqueroso siempre ofrece sus tacos así: “¡Acá están sus tacos de venado!”, en realidad los tacos son de carne de res).
No fui trailero ni merolico. No obstante que no fui merolico, me gusta pararme en las plazas a ver y escuchar a los merolicos. Mientras me pongo atrás de la raya, porque el merolico está trabajando, yo estoy pendiente de que no roben mi cartera. Se sabe que los merolicos tienen paleros que son como actores entrenados para avalar el producto que ofrecen o para robar las carteras a los espectadores que están embobados con el espectáculo. Es encantador ver cómo un merolico suelta aquello de: “Que no le digan que no le cuenten, porque a lo mejor le mienten” y ofrece, a través de un discurso motivante, la cura de la diabetes a través de un jarabe milagroso que, ¡en el nombre de Dios!, está endulzado con azúcar.
No fui corredor de autos ni alpinista. Aunque, a veces, sueño con ir a la central de autobuses y pedir un boleto de ida sin vuelta a la Argentina, sólo para subir a alguna montaña de Los Andes. Romeo dice que mi sueño es irreal desde el principio, porque no existe terminal alguna que ofrezca un boleto hasta Buenos Aires, pero yo digo que implementar una compañía con tal servicio sería un negocio redondo. Conozco a algunos amigos que han ido a la Basílica de Guadalupe en un tour. Suben, a las seis de la mañana, con la bufanda enredada en el cuello, en la Casa de la Cultura (porque el camión no tiene una estación apropiada) y viajan en grupo compuesto por cuarenta compañeros. Llegan a la Basílica, cumplen con su manda, se persignan ante la famosa tilma de Juan Diego (perdón, San Juan Diego), dejan una limosna de cien pesos (se entiende que ante la Virgen no pueden salir con su monedita de diez, ¿qué diría la Morenita?) y luego suben de nuevo al camión y realizan un viaje de esparcimiento por Veracruz, donde visitan el malecón y el acuario.
¿Puedo hacer una digresión? Ahora que escribí la palabra morenita, para referirme a la Virgen de Guadalupe, entendí por qué a Andrés Manuel se le ocurrió bautizar a su partido político con el nombre de Morena. Está buscado de tal manera que el Movimiento de Regeneración Nacional pueda asociarse a la imagen de la virgen que tres cuartas partes de mexicanos adoran.
No fui tenista ni nadador olímpico. No aprendí a nadar y sólo una vez he estado en una cancha de tenis y esto fue en Ciudad Universitaria, de la UNAM, una mañana que con Quique y con Coquis Pulido “fuimos” a jugar. Lo entrecomillo porque ellos fueron quienes jugaron (lo hicieron desde pequeños en el Club Campestre de Comitán), mientras yo me dediqué a ver cómo la pelota pasaba por encima de la red y el viento a través de ésta y me preguntaba qué pasaría si el juego consistiera en pasar la pelota a través de los cuadros de la red. Bueno, con decir que ni siquiera aprendí a nadar.
No fui basquetbolista ni corredor de cien metros planos. Por esto, nunca soñé con ir a una olimpiada y ahora en lugar de estar en Brasil veo los juegos en Comitán, a través de la televisión. Leo mientras la acción sucede. Sólo cuando el comentarista anuncia algo importante veo la pantalla.
Sé que las olimpiadas ocurren cada cuatro años, no es cosa de todos los días. Pero amo el juego que juego todos los días, desde hace más de cuarenta y cinco años: la lectura. Por esto, para no perderme el juego bonito de Brasil me siento frente al televisor y hago como que veo la pantalla; hago como que juego el juego de millones de telespectadores en el mundo, pero en realidad lo que hago es leer sin tregua ni descanso, porque la disciplina, así me lo enseña ese maravilloso tenista argentino llamado Martín Del Potro, logra llegar al Everest que cada uno aspira. Quique dice que Del Potro jugó tenis acá en Comitán, en alguna ocasión. Tal vez los Sánchez tienen algún registro fotográfico de ese momento impar.
No fui pescador ni carnicero; no fui médico ni bailarín. Soy un hombre sencillo que ejerce oficios sencillos, que nada tienen que ver con las alturas ni con el fondo del mar. Soy hombre de oficios terrenales, por eso digo que soy: pepenador de arenillas y de sueños que alguien, hace mucho tiempo, botó.

lunes, 8 de agosto de 2016

LOS AMBULANTES SEMI FIJOS





Me confundo cuando alguien dice: vendedores ambulantes. En Comitán, a los ambulantes los veo casi semifijos. Decir vendedores ambulantes en este pueblo es como decir nómadas a los sedentarios. ¡Qué confusión!
Los “ambulantes” llegan cada mañana y hacen uso de “su” espacio. Hay decenas de ejemplos, desde la señora, a quien le escurre el sudor en su cara, que es casi dueña de una esquina del parque central donde vende chicharrines; hasta el limosnero, viejo que se ayuda con un bordón porque tiene una herida en el pie que apenas disimula con una venda sucia, y al que uno de sus hijos lleva todas las mañanas y lo bota como si fuera un bulto de maíz o de frijol con gorgojo.
¡Ay, pobre de aquel que osara hacer la competencia en ese espacio de su propiedad!
No son ambulantes, se adueñan de espacios. ¿Cómo le hacen? No lo sé. Un día aparecen ahí y es casi para siempre. El otro día platiqué con una señora que vende elotes asados en una esquina y me dijo que su mamá había vendido elotes en ese mismo espacio, muy orgullosa me dijo: “Yo sigo la tradición”; es decir, ¡heredó la esquina elotera!
Cuando uno habla o escribe de vendedores ambulantes siempre sale alguien con la cantaleta de: “Todo mundo necesita trabajar para ganar el pan”. Es cierto, yo trabajo por lo mismo. Claro, no gano lo que gana el viejo limosnero de la esquina de Bancomer. Esto último tiene que ver con la misma cantaleta de que en este país los salarios profesionales son raquíticos (salvo los de los diputados y los de la casta sublime). Pero, más tarda alguien en salir en defensa de los, llamémosles semifijos, propietarios de esos espacios públicos, cuando alguien de la iniciativa privada también da argumentos válidos a favor de una competencia leal. Porque, todo mundo lo sabe, los semifijos, propietarios contumaces de espacios públicos, no pagan impuestos, no pagan luz, no pagan agua y no pagan renta. Los comerciantes fijos también trabajan para ganar el pan, y estos ven mermados sus ingresos porque sí pagan luz, agua, renta e impuestos.
En Comitán ha habido excesos. Una tarde, en una calle lateral a la central de abasto, llegó un grupo de “ambulantes” y, sobre la banqueta, construyó improvisados locales con madera y lámina de zinc y se instaló en lo que los compradores llamaron “El mercadito ambulante”. ¿Cuál ambulante, por el amor de Dios? Ya no eran eso, ni semi, sino retefijos. Los peatones debían caminar sobre la calle, porque la banqueta era espacio privilegiado para ellos. Hubo necesidad de que una noche la autoridad llegara con bulldozers y recuperara el espacio público por excelencia: la banqueta.
Cuando la autoridad no cumple con su obligación los “ambulantes” se adueñan de banquetas, plazas y, en ocasiones, ¡qué absurdo!, calles completas.
¿Qué hacer ante el problema de los ambulantes semi fijos retefijos? No sé. Pero, supongo, hay expertos urbanistas que, en el mundo, han hallado soluciones a este problema que crece como ronchas en piel expuesta al sol del verano.
El problema en Comitán cada vez es más severo. Es comprensible, pero no se justifica. En un país que no estimula la producción todo mundo busca dedicarse al comercio improvisado. En Chiapas, uno de los estados con menor índice de desarrollo educativo, las personas carecen de conocimientos y de voluntad para ser emprendedores. De ahí que las calles se llenan de gente que ofrece discos piratas; ropa y calzado chinos, que se deshacen a pocas semanas; frutas y vegetales fertilizados con químicos dañiños; tacos de carne asada en plena calle, con la consiguiente contaminación ambiental; y algunos que disfrazan los changarros porque quién sabe qué venden, unos dicen que no venden sólo polvojuan sino polvo del que usa Juan.
¿Qué hacer? No sé. Cuando era niño me sorprendí en un viaje que realicé con mi mamá a la Ciudad de México. Mi abuela Esperanza me levantó una mañana y me dijo que iríamos al mercado sobre ruedas. ¿Qué? Me paré de inmediato. Imaginé que iríamos en patines o en algún chunche con rueditas. ¡No, no! Así se llamaba el mercado. Cada semana un grupo de vendedores llegaba a un lugar determinado y ofrecía una variedad de productos. Productos que se encontraban en cualquier mercado. A mí me sorprendió esa imagen. Recordé el libro de historia de primaria que traía una imagen del mercado de Tlatelolco, en la época prehispánica. Me maravillé ante la cantidad de sabores, olores y colores de ese mercado improvisado. Al día siguiente pasamos por la misma calle y el mercado había desaparecido. Todo estaba limpio, impoluto. Mi abuelita me explicó que los vendedores estaban en otra parte de la ciudad. Regresarían a Tacubaya el miércoles siguiente, como todos los miércoles del año. Era un mercado ambulante.
Por fortuna, siempre he tenido un trabajo fijo. El Colegio Mariano ha sido mi casa desde 1981 (¡treinta y cinco años!). Pero también fui ambulante cuando radiqué en Puebla. Ambulante, no semi fijo ni retefijo. En la Plaza Los Sapos, todos los domingos montan un bazar de antigüedades y objetos de arte. La líder me permitió ofrecer y vender mis cajitas. Fue una verdadera experiencia. Desde las ocho de la mañana, mi Paty y yo montábamos el changarrito que no abarcaba más de un metro cuadrado y ahí estábamos hasta las cinco o seis de la tarde. Muchos turistas, nacionales y extranjeros, caminan por ese espacio todos los fines de semana. Es un verdadero mercado ambulante de chunches. Ahí vendí muchas cajitas (a turistas extranjeros sobre todo, por eso digo que mi obra no está expuesta en museos, pero sí en muchas residencias de Francia, Estados Unidos, Canadá, Japón y muchos países más, porque mis compradores me decían, con emoción, que hasta allá llevarían mi obra. Una japonesa que radicaba en USA me contó que en Japón la tortuga es considerada un animal simbólico. Al final me sugirió -casi me recomendó- que fuera a Estados Unidos, allá, dijo, mi obra sería un éxito). En ocasiones caminé por el andador de Los Sapos los días lunes y hallé un espacio limpio, agradable, armonioso.
Es decir, existen opciones para dar espacios a los ambulantes sin que se conviertan en semifijos, retefijos; sin que ellos comiencen a creerse dueños de los espacios públicos, que, como su nombre lo indica, son espacios sin propietario para que los ciudadanos podamos convivir. Creo que la palabra convivencia es la que no se ha comprendido en su totalidad. No podemos convivir de manera decente cuando el automovilista ignorante se estaciona en la entrada de mi cochera y hace caso omiso del letrero que indica que ahí es la entrada de un auto; no podemos convivir cuando la maceta que me obsequió la vecina y en la que mi mamá sembró una planta es usada como basurero por el inútil que ahí bota el vaso de unicel. No podemos convivir de manera decente en Comitán cuando los ambulantes se convierten en sedentarios y se creen dueños de lo que, por esencia, es de la colectividad.
¿Qué se puede hacer? Es posible hacer muchas acciones que dignifiquen la convivencia, pero falta que las autoridades y los expertos diseñen mejores lugares para vivir en armonía.
¿Cuándo?