lunes, 31 de octubre de 2016

IMAGINÁ QUE TE LLAMÁS SEDA





Imaginá que sos seda, que naciste en China. Antes eso sería un privilegio, porque ahora, corrés el riesgo de no haber llegado en la Nao y que seás “Made in China”, lo que significa que no sos original sino tela de poner y botar.
Ha cambiado la vida. Antes, la seda China era codiciada, por su tersura, porque era el camino de luz pintado por el gusano. ¿Mirás qué prodigio? Codiciábamos el hilo hecho por un gusano, lo que, viéndolo bien, es toda una enseñanza de vida: el gusano más modesto puede crear obras de arte. Ahora, todo es al contrario, una simple oruga boba hace un performance y todo mundo la alaba.
Pero, bueno, como estamos en el juego de la imaginación, imaginá que sos esa tela que estimuló, por ejemplo, la imaginación del escritor Alessandro Baricco, quien escribió la novela “Seda”, donde narra cómo un comerciante, francés, parece, adquiere huevos de gusanos de seda. Los críticos han señalado que tal novela es de una gran belleza por la perfección de sus líneas. Baricco la escribió como si su pluma fuese un hilo de oro y escribiera sobre un pergamino de seda, con gran cuidado, para que ninguna mancha entorpeciera el camino de la literatura.
Imaginá que sos un lienzo de seda, un lienzo con el que jugás a la hora que estás con tu pareja en la habitación. La seda, todo mundo lo sabe, por su tersura se adapta al cuerpo como si fuese una extensión. Si tu pareja está desnuda, bocarriba, sobre la cama; si recibe los rayos de sol de las cinco de la tarde, hora en que el sol es como una gota de miel o un río de ámbar, vos podés acercarte y colocarte sobre sus pechos, cubrile, nada más, la mitad, la parte donde los pezones se asoman como gatitos traviesos; con los dedos rodeá sus areolas y soplá por encima de la seda para que el aire caliente logre abrir los labios de sus pechos, no te retirés hasta que ella abra bien su boca y, como un habitante del desierto, pida agua, agua.
Imaginá que jugás por todo el cuerpo de tu pareja, imaginá que resbalás (es el término correcto) por su ombligo y más allá; imaginá que tus dedos (de seda) juegan por en medio de los muslos y son como cabras que se sostienen en la ladera para no caer, para no caer en la tentación de acercarse al lugar donde el deseo, como si estuviese en caldero, nace tierno, ávido, suplicante.
Imaginá que sos seda auténtica, que provenís de la misma estirpe de esa tela empleada por los integrantes de la familia imperial. Porque, si sos de seda, sos tela especial para príncipes y princesas, casi casi como si fueses cotón chuj.
Dejá que el mundo te admire, tendrás que soportar (esa es la palabra) el tacto de medio mundo, porque deberás admitir que hasta el gusano más infecto se asombrará ante la belleza de tu agua y de tu aire. Dejá que medio mundo te toque, dejá que sueñen con tu piel de nube, dejá que, por un instante, al menos sientan lo que es estar cerca de la gloria y del deseo. Porque, lo sabés, no hay tela que propicie el deseo con tanta intensidad como la seda, por ello, las nobles, las muchachas bonitas, más bonitas, te usan en la entrepierna, para que las hojas de sus libros que no están escritas puedan contar las historias más tiernas y más eróticas jamás soñadas. Tu piel seduce al tacto, llama a la flama más retorcida, al sueño más encumbrado, al deseo más escondido. Sos capaz de convocar tantas leyendas que con tus pasos se llenarían cientos de kilómetros de la muralla china.
Imaginá que sos seda y que tu piel es apenas una línea de luz que ilumina la mano que te toca, el labio que te besa, la palabra que te nombra.
Imaginá que sos tela, pero tela de príncipes y de princesas. Imaginá y volá, volá como si tus alas fueran de dragón y tus garras de paloma tenue.

sábado, 29 de octubre de 2016

CARTA A MARIANA, A RITMO DE JAZZ





Querida Mariana: Los caminos de la literatura son fantásticos, porque llevan a otros caminos, también soberbios. Así es la vida, la vida también tiene muchos senderos por donde caminar. La ventaja de la literatura es que los caminos sugeridos no acarrean los problemas reales que sí acarrea la vida real, por eso, parafraseando al papá de la escritora Ana García Bergua, que decía que “El cine es mejor que la vida”, un lector apasionado puede, con todo el derecho del mundo, decir que “La literatura es mejor que la vida”, aunque, todo mundo sabe que la vida es la materia prima del cine y de la literatura.
Si nosotros hiciéramos un recuento de la literatura escrita en estas regiones veríamos que mucho de ella tiene su sustento en la vida vivida en Comitán. Los escritores tratan de hacer una versión mejorada de la triste vida cotidiana.
Una vez escribí que mucha gente dice que Comitán es un pueblo aburrido, porque no suceden grandes cosas. Romeo, creyéndose un Jesús redivivo, pide a Dios que perdone a esa gente, porque “no saben lo que dicen, ni lo que hacen”. Romeo dice que lo cotidiano de este pueblo es lo que lo hace uno de los pueblos más hermosos del mundo. Y yo, en parte, estoy de acuerdo con Romeo, porque, como dijo un amigo, cuando lo cotidiano desaparece, es como si un tarro de café rebosara y cuando el café se riega mancha el mantel de la mesa.
Pareciera que estar en armonía es estar muy cerca de lo cotidiano, en donde no sucede algo eventual, porque lo eventual puede ser signo de gran tragedia. Si leemos con atención el periódico vemos que muchas notas refieren a instantes en donde lo cotidiano se extravió y apareció algo inusual: un accidente, un terremoto, un robo. Claro, Romeo dice que lo cotidiano también desaparece cuando aparece algo prodigioso: el nacimiento de un hijo, un premio de la lotería, la graduación estudiantil, pero Romeo recalca que todo acto prodigioso trae una torta de clavos debajo del brazo.
Cuando salimos de casa queremos que nada extraordinario suceda. Queremos llegar con bien a nuestro trabajo y en éste también queremos que todo suceda con extraordinaria normalidad. Pero no siempre es así, a veces salimos de casa y a mitad del trayecto comienza a llover y no sacamos paraguas, el colmo resulta cuando metemos el pie en un charco o cuando un auto pasa veloz y nos moja de pies a cabeza, quedamos como pollos con las plumas húmedas pegadas al cuerpo. Nunca falta (¡Señor, señor!) un bicicletero (que otra cosa es ciclista) que conduce en sentido contrario y a la hora que nosotros bajamos de la banqueta, porque ya comprobamos que no viene carro alguno en el sentido correcto, se nos echa encima, porque el animal (perdón burros, caballos y demás congéneres) cree que no debe respetar el sentido de circulación. No sabe el animal (perdón gatos, chuchos y demás congéneres) que su bicicleta es un automóvil y debe respetar las normas de vialidad. No lo sabe. Ahí termina la tranquilidad.
Cada persona tiene su concepto de armonía y tranquilidad. Cada uno de nosotros pide que no sucedan eventos fuera de la normalidad, y estos eventos son diversos. ¿Qué es lo normal, lo deseable, para un portero de fútbol? Que no le metan gol. Pero lo deseable para quien está frente a él es ¡meter gol! Tal vez este ejemplo bobo sirve para decir que el velador pide llegar con bien a su casa cuando, a las cinco de la madrugada, cierra la puerta de la bodega que vigila; pide que no se tope con algún malandrín, pero el delincuente lo que pide es que se tope con un inocente velador para que le entregue los cien o doscientos pesos que lleva en su cartera toda raspada.
Esto que escribo, Mariana mía, no sólo sucede en la vida, sino también en la literatura, en los cuentos y en las novelas, pero en el mundo de la ficción jamás rebosa el café, jamás mancha el mantel. El lector se mete en esos caminos maravillosos de la ficción, pero lo hace desde la tranquilidad de su casa. Está sentado en el sofá, junto a la ventana donde se filtra el sol de la tarde, donde toma una taza de té caliente, donde el gato (recostado a sus pies, sobre un tapete) duerme y lo acompaña. Ahí, el lector se entera que los personajes viven actos donde la armonía es rota. Por ejemplo, hace cinco minutos, antes de ponerme a escribir esta carta para vos, leía un cuento escrito por Joyce Carol Oates, donde una muchacha (apenas mayor de veinte años) dice que: “Habían pasado ya siete semanas y dos días”. Drewe, que así se llama la muchacha, “había contado, una y otra vez, los días desde su último periodo”. ¿Mirás? La muchacha (quien es amante de un hombre de cuarenta y dos años, catedrático de la Universidad de Wisconsin-Madison), abandonó la zona de confort donde lo cotidiano pone sus huevos y entró al laberinto donde los polluelos de lo inesperado brincan de contento. Nosotros, lectores, podemos hacer mil conjeturas: “Se lo tiene bien merecido, por calenturienta” o “Tonta, ¿por qué no se cuidó? Habiendo tantos métodos anticonceptivos”. Cuando termine el cuento, yo dejaré el libro, me acercaré a la ventana y miraré la orquídea que tiene una flor amarilla y que hace contraste con el gris de la pared. Dos días después no volveré a pensar en la muchacha de Wisconsin y ella (perdón que lo diga, es una bobera), como es un personaje de ficción, se evaporará en su confusión. Pero, ¿qué sucede con la vida real? No quiero ni decirlo. ¿Conocés alguna amiga que esté metida en este sendero? Sí, seguro que sí, se da con gran frecuencia. Los que estamos fuera de ese camino, quienes caminamos en senderos paralelos podemos censurar y decir: “Tonta, ¿por qué no se cuidó?” o “Se lo tiene bien merecido por calenturienta”. ¿De verdad tenemos derecho a emitir tales juicios? Sí podemos hacerlo cuando estamos metidos en los caminos de la literatura, pero no tenemos derecho alguno a emitirlo cuando se trata de la vida real, porque no sabemos de qué manera afecta tal eventualidad la vida del otro. Como dicen los viejos: “Sólo el que carga el bulto sabe cuánto pesa”.
La literatura, siempre, es una versión mejorada de la vida. Por eso, los lectores amamos las historias que los libros contienen, porque no afectan para nada la vida real (en apariencia, claro, en apariencia). Todo nos toca tangencialmente y hace que nuestras vidas planas, torcidas, conozcan vidas interesantes y enderecen nuestros caminos.
Ningún lector asume culpas ajenas. El personaje de la novela, en las prisas por llegar a tiempo a la cita, olvida, sobre la cómoda, un papel importante; cierra la puerta de su departamento y cuando va a mitad del trayecto recuerda el papel, pide la parada, el chofer del autobús, molesto, dice que se detendrá hasta la parada oficial, porque ve que el tipo insiste en pedir la parada. Cuando el autobús se detiene, el individuo corre con dirección hacia su departamento, tiene que correr casi diez cuadras. Ya no llegará a tiempo a la cita, pero sabe que de nada le serviría llegar a tiempo sin el documento, es como si llegara a tiempo al aeropuerto pero sin el pase de abordar. Por fin llega a la puerta del edificio, sube las escaleras, casi corriendo, mete la llave en la cerradura, abre, corre hacia el cuarto y halla al gato encaramado sobre la cómoda. Busca, levanta cajas, retira botellas, busca debajo del reloj despertador. ¡Nada! El papel no está. Mira que la ventana está abierta. Hace viento. ¿Tiraría el viento el papel? Se agacha, busca debajo de la cómoda, siente un piquete, retira la mano, se golpea contra la base de la cómoda, mira su mano, tiene un rosetón rojo, sabe que un animal lo picó. ¿Una araña? ¿Venenosa?
Y de todo ello me entero, sentado en el sofá de la casa, mientras afuera llueve. Yo, en ese momento, estoy a salvo de charcos, de derrapones, de ser mojado por algún auto que pase veloz y caiga en un bache lleno de agua.
La literatura está hecha de la vida y la vida está hecha de los retazos que transforman lo cotidiano en la gran aventura.
Me gusta la literatura porque ahí sí caben todos los seres humanos. Los tímidos, los frágiles, los que parecen abandonados de Dios tienen poca cabida en la vida, pero en la literatura alcanzan dimensiones sublimes. Los personajes sencillos son capaces de llenar de luz las más brillantes páginas de los libros. Porque en éstos se reconoce que todo ser humano es la página sublime de la historia. Los desposeídos, los que son relegados en las grandes urbes, en la literatura tienen una presencia gloriosa. Ellos no lo saben, porque los miserables, en muchos casos, no saben leer ni escribir. Pero en los libros ellos son dueños de la gloria, ahí están sus cielos. Por esto, benditos escritores que los hacen visibles, que les dan el lugar que les corresponde en la tierra. Benditos escritores que dan territorios a los desposeídos.

Posdata: Los caminos de la literatura son fantásticos, como fantásticos son los caminos que vos y yo caminamos, los que nos dicen que la vida, más que en la vida real, está en la página del libro, en la mente y en el corazón de los escritores excelsos.

jueves, 27 de octubre de 2016

EL AFANTE DE JUAN




Juan quería un elefante, un elefantito. El papá de Juan fue a la tienda de juguetes y pidió aquél, el que está al lado de la jirafa azul, sí el elefantito azul con motas amarillas. ¿Sabe? Es para mi hijo Juan. Sí, desde que tenía dos años pedía un afante. Sí, así lo decía, un afante, y mostraba el libro que su tía Elena le obsequió, un libro que contenía animales de todo el mundo. Mi Juan siempre quiso un afante. Yo se lo prometí, le decía, mientras le servía la papilla de manzana, que un día. Cuando Juan tuvo seis años y llevaba el libro abrazado contra su pecho por toda la casa, dijo que los elefantes, ya había dejado de decir afante, vivían en África, entonces, un día trajo a casa un libro que tenía un mapa de aquel continente y me llamó a la sala y me dijo que me sentara y que cerrara los ojos, ahora los podés abrir, yo los abrí y miré una fotografía donde estaban señaladas las regiones del África donde habitan los elefantes y dijo que él quería ir al África, sí, le dije, cuando seás grande irás al África y a Europa y a… ¡No!, dijo, yo no quiero ir a Europa, porque en Europa no hay elefantes, ¿verdad? No, le dije, en Europa hay otra clase de animales. Quiso saber, entonces, qué tipo de animales había en Europa y como yo no sabía bien a bien le dije que ahí habitaban perros y gatos. Ah, dijo Juan, qué chiste. Perros y gatos hay acá en Comitán. No tiene chiste ir tan lejos para ver animales tan de la calle, tan del callejón e insistió en que quería ir al África para tener un elefante. Así lo dijo, ¿puede creerlo?, dijo que quería ir al África para tener un elefante. Sí, le dije, un día, cuando seás grande, irás al África y ya no mencioné nada de Europa ni nada de Sudamérica porque intuí que en Argentina o Chile o Uruguay tampoco hay elefantes. En el libro que había traído de la escuela estaban perfectamente señaladas las regiones africanas donde habitaban los elefantes. Juan, esa tarde, dijo que no tomaría su avena con plátano si yo no le prometía que lo llevaría al África para que tuviera un elefante, yo dije que sí, que prometía llevarlo al África, lo hice para que comiera la avena con plátano. Y él comió la avena y rio, no sabe cómo rio, rio como si fuera una cascada de esas que aparecían despeñándose en el libro de África. Y yo me senté en el sofá de la sala de mi casa, apagué la luz y pensé que, tal vez, mi Juan tenía esa obsesión del elefante, porque yo, de niño, de la edad de él, iba al cine y pagaba la entrada de gayola y ahí, en la penumbra de la sala, me emocionaba con las películas de Tarzán, el rey de la selva, quien viajaba columpiándose en lianas o montado arriba de un elefante, porque Tarzán, ¡qué maravilla!, con un grito mandaba a pedir que los elefantes llegaran, como si su garganta tuviera una campana que al tañerla le dijera a los perros y a los gatos que las croquetas ya estaban dispuestas en los platos para que las comieran. Y entonces dije que por qué no, sí, por supuesto que sí, cuando Juan estuviera más grande, llevaría a Juan al África y yo buscaría el elefante de Tarzán, pero el tiempo pasó, Juan creció y por una u otra razón fuimos postergando el viaje. Cuando él cumplió treinta y dos años, ya teníamos el dinero para viajar a Kenia, ya estaba haciendo las reservaciones del hotel, pero la mamá de Juan se enfermó y todo el dinero tuvimos que invertirlo en la recuperación de su salud, al final de nada sirvió porque la mamá de Juan murió y entonces, como sucede muchas veces en la vida, nos quedamos sin ir al África y sin la mamá de Juan. Una tarde, Juan me dijo que, cuando menos nos quedaba la esperanza de ir al África un día, porque me llevarás, ¿verdad?, preguntó y yo dije que sí, que iríamos al África para que él tuviera un elefante. Me senté en el sofá de la sala, apagué la luz y pensé que cuando menos a mí, sólo a mí, me quedaba la esperanza de que cuando muriera alcanzara a Rosa, la mamá de Juan, porque yo creo en el cielo, ¿usted no? Creo que allá los muertos se encuentran y viven lo que no vivieron en vida. Esa noche un pensamiento me llegó: ¿Habrá afantes en el cielo? No, no, ¿verdad? En el cielo no hay elefantes, parece que los elefantes sólo viven en la tierra y en ésta sólo en el África tienen su casa.
Juan, desde siempre, quiso un elefante, un elefantito. Cuando Juan cumplió un año de muerto, el papá de Juan fue a la tienda de juguetes y pidió aquel, el que está al lado de la jirafa azul, sí el elefantito azul con motas amarillas. ¿Sabe? Es para mi hijo Juan. Sí, desde que tenía dos años pedía un afante. Juan murió un día antes de que cumpliera cincuenta y un años de edad, cuando ya el papá de Juan había, de nuevo, completado el costo del viaje. Ahora, el papá de Juan, por fin, le cumplirá su deseo. Le llevará el afante a la casita color de rosa donde ahora duerme para siempre.

martes, 25 de octubre de 2016

EL FIN DEL MUNDO





¿Qué sucede con los que se comen el mundo? A cada rato escucho que alguien dice: “Fulanito de tal está dispuesto a comerse el mundo”. Lo dice en ánimo de advertir que el mencionado tiene muchos deseos de volverse exitoso.
Parménides Ochoa, narrador tamaulipeco, tiene un cuentito donde un muchacho dice que quiere comerse el mundo. Lo dice frente al espejo del baño, lo dice convencido de su talento pictórico. Sueña con exponer en las más afamadas galerías de Nueva York. Mientras imagina que sus amigos lo ven por televisión y leen las revistas donde él aparece en las portadas, escucha un ruido, como de cucaracha, adentro de un bote de crema de afeitar. Levanta el bote, lo mueve en su oreja y escucha que el ruido se intensifica. Aprieta el botón del bote y echa un poco de crema sobre su palma izquierda. Con espanto, ve que una mancha oscura se mueve en medio de la espuma blanca. Horrorizado agita su mano una y otra vez para eliminar la espuma, misma que cae al suelo. Desde su altura, el muchacho observa que la mancha, como si fuera un globo, comienza a crecer y crecer y crecer, casi hasta topar con el techo. Conforme la mancha crece, él parece minimizarse. Está pálido, ha enmudecido, por eso tarda en responder cuando la mancha dice: “Soy el genio y puedo cumplir tu deseo de comerte el mundo. ¿Lo deseas en verdad?”. El muchacho se recarga en la pared para no caer. ¿Está soñando? ¡No! Frente a él está el genio que cumple los deseos y él, sin duda, le cumplirá su sueño de llegar a exponer en las mejores galerías de Nueva York. ¡Será famoso! Traga saliva y dice que sí, que sí quiere comerse el mundo. El genio, como si fuese lámpara, emite una luz cegadora y, en seguida, desaparece. Sobre el piso sólo queda una mancha gelatinosa, como si la espuma se hubiese derretido. El muchacho se hinca, alarga la mano, temiendo que la espuma vuelva a inflarse. Mas nada sucede. La espuma se ha derretido por completo, el piso ya está casi seco. No puede pensar más, porque ya su mamá toca la puerta, urgiéndolo a salir. El muchacho abre y pregunta si ya está listo su desayuno. La mamá dice que sí, lo aparta, porque le urge entrar al baño. El muchacho va a la cocina, se sienta en el antecomedor y comienza a comer la tortilla de huevo que le preparó su mamá. Toma el control que está sobre la mesa y prende la televisión. En la pantalla aparece el conductor del noticiario matutino, su cara muestra un asombro como si el mundo se estuviera acabando. Y en efecto, esa noticia está dando: “…medio continente africano ha desaparecido…”. El conductor se enlaza con el corresponsal en Sudáfrica y él comenta que toda la parte del norte del continente ha desaparecido, como si “un tiburón gigantesco se lo hubiera tragado”. El muchacho se atraganta. Ve el plato y mira que él ha comido la parte superior de la tortilla que, coincidentemente, tiene forma del continente africano. Toma cubierto y cuchillo y hace un corte a la mitad de la tortilla, le pone un poco de salsa verde molcajeteada, la lleva a su boca y la traga. El conductor del noticiario dice que está recibiendo un reporte urgente, parte de Etiopía y toda Kenia han desaparecido también. El conductor dice que el Presidente de los Estados Unidos de Norteamérica ha convocado a los líderes del mundo a una reunión urgente. El muchacho, sólo como una travesura, sin ponerle ningún aderezo, y sin la ayuda de cubiertos, toma el fragmento restante y con sus dedos lo lleva a su boca y comienza a masticarlo. Apaga el televisor. Está casi seguro que en ese momento en el noticiario dan la noticia de que toda África ha desaparecido.
Su mamá entra a la cocina y le pregunta si estuvo rica la tortilla y él dice que sí, como si fuese gato se relame, y pide que le prepare otra para la cena, que tenga papas, dice, mientras entra al baño, dispuesto a lavarse los dientes, porque ya es hora de que vaya a la escuela.
¿A quién contarle el don recibido? ¡A nadie! El muchacho cree que su petición fue exagerada o mal entendida por el genio, pero, algo en su interior, hace que se envanezca, porque, en efecto, ¡tiene el mundo en sus manos!
Sale, grita: “¡Nos vemos en la tarde!”, tentado a completar: “Si decido que el mundo siga”. En el descanso de las escaleras se topa con un viejo que sube a duras penas y le pide ayuda. El muchacho dice que no tiene tiempo, a la hora que lo dice, siente que el viejo lo toma del brazo. La mano del viejo es una tenaza. El anciano se quita la capucha que le cubre el rostro y dice: “Soy el genio y estoy dispuesto a cumplir tu deseo. ¿Quieres tener todo el tiempo?”. El muchacho no puede hablar. El dolor que siente en el brazo es muy intenso, la mano del viejo es como un cascanueces que está a punto de destrozar sus huesos. Pide que deje de apretarle el brazo. El genio dice que está dispuesto a cumplir su deseo. ¿Quiere que deje de apretarle el brazo? El muchacho dice que sí. El genio, como si fuese humo, se evapora. Al muchacho le duele el brazo, intensamente. Se lo toca con la mano izquierda, se lo soba, pero en el lugar que se sobó se le hace una hondonada. Oh, dice, aterrado, se lleva la mano a la boca y siente un vacío, se toca de nuevo y el vacío se hace más grande. ¡No!, quiere gritar, pero la voz ya no le sale, porque sus cuerdas bucales han desaparecido junto con su boca, junto con su barbilla. Desesperado, se desmadeja y cae sentado sobre un escalón, se lleva ambas manos a las sienes, pero un segundo después se arrepiente. Ya es muy tarde, parte de su cerebro desaparece. Su cabeza, como si fuese un péndulo se hace a un lado, al lado que está completo, el más pesado y choca contra el barandal. El dolor es agudo, quiere sobarse pero lo evita. Piensa levantarse, se apoya sobre el escalón, pero su brazo se va y con él su cuerpo entero cae hasta, tres pisos más abajo, hasta chocar contra el suelo, donde se hace un hueco que cruza la tierra, el espacio.
Gracias a ello, el mundo siguió su marcha. En el momento que el muchacho murió, el anterior conjuro quedó deshecho y quienes prendieron el televisor escucharon la noticia donde el conductor del noticiario decía que había ocurrido un milagro y África, como si fuese una ballena gigantesca, había emergido de las profundidades y era un territorio nuevo. Y así termina el cuentito de Parménides.
Por eso digo: ¿qué sucede con todos esos que sueñan con comerse el mundo?

lunes, 24 de octubre de 2016

CARTA A MARIANA, DONDE SE DA LA NOTICIA DE UN VIAJE





Querida Mariana: El otro día vi la foto que acá te anexo (y que robo a Richard Riding) y pensé en el viaje que Julio y Carol realizaron. Uno de los viajes más sorprendentes que una pareja realizó, tan prodigioso como el viaje que Cristóbal Colón emprendió un día. El viaje de Julio Cortázar y Carol Dunlop, todo mundo lo sabe, tardó un poco más de treinta días; es decir, tardó un mes. ¿Cuánto tardan los viajes más sorprendentes? ¿Cuánto tardó el viaje de Marco Polo? Yo conocí a Jaime, quien era aficionado a las sustancias extrañas, y que “viajaba” casi todos los días. Un día, como dicen los que saben, se quedó “en el viaje” y ya no volvió. Muy joven leyó un libro de Jack Kerouac, pero no entendió la metáfora del viaje y lo tomó como si el viaje fuera un tobogán indescifrable. Hay de viajes a viajes.
Y pensé en el viaje de Julio y Carol, porque Richard y Julia realizan un viaje que se antoja increíble.
Siempre que me entero de viajes que salen de los viajes rutinarios pienso en el origen. ¿En qué momento a Cristóbal Colón se le prendió la llama de la aventura? ¿En qué momento Julio y Carol decidieron viajar de París a Marsella como si fuese el viaje más largo del mundo? El viaje de Julio y Carol, todo mundo lo sabe, se dio en una autopista moderna, cuyo trayecto se realiza (cuentan) en seis o siete horas, en condiciones normales. Y digo condiciones normales, porque lo que realizaron Julio y Carol entró en el terreno de la anormalidad maravillosa, esa anormalidad que hace que la vida sea el Gran Viaje.
¿En qué momento Julia y Richard pensaron en iniciar el viaje que realizan? En condiciones “normales”, ¿cuánto tarda un viajero en realizar un viaje de México a la Patagonia, por la carretera internacional? No lo sé, pero, por lo regular, los viajeros hacen sus planes privilegiando el punto de llegada. Siempre hay un destino (en la más amplia concepción del término). Millones de viajeros, en este momento que vos leés esta carta, viajan por todo el mundo. Rocío hace dos días viajó a Barcelona, por motivos de estudio. Se trepó en un avión en el aeropuerto de Tuxtla Gutiérrez y luego abordó el que lo llevó de México a Barcelona, España. Bastaron dos días para arribar a su destino. Ahora mismo, millones viajan por negocios, por placer o por alguna tragedia personal. A estos viajeros les urge llegar a su destino. Cristóbal Colón no tenía la certeza de su lugar de llegada, lo mismo sucedió con Marco Polo. Al contrario, Julio y Carol sí supieron a donde llegar, pero decidieron (en buena hora) no llegar pronto, sino demostrar que el sentido del verdadero viaje no es el destino sino el trayecto. Julia y Richard son la versión siglo XXI de Julio y Carol. Éstos hicieron el viaje trepados en Fafner, una camioneta Volkswagen, cerrada (como las combis que ahora son tan usadas para el transporte público); Julia y Richard son más valientes, realizan el viaje en bicicleta. Cuando Colón enfrentó un huracán tuvo una cabina para resguardarse, Marco Polo la tuvo más difícil, pues tuvo que improvisar una tienda para enfrentar la tormenta. Cuando Julio y Carol desafiaron una tromba se resguardaron en el interior de su combi; Julia y Richard sí la tienen difícil. ¿Dónde duermen? ¿Qué hacen a la hora que la lluvia los bendice con su mano de cristales puntiagudos, congelantes?
No sé cuándo Julia y Richard decidieron este maravilloso viaje, pero sí sé que ya llevan más de cinco meses viajando, montando la bici. Ellos viven, pero con su vida, sin ser su intención, envían muchísimos guiños: uno de ellos es que quien se atreve a viajar vive la vida a plenitud. ¿Cuántas montañas han subido, bajado? En cada una de ellas han impreso su huella, una huella tan valiosa como la del primer hombre que pisó la luna. Armstrong dijo, al descender del Apolo a la superficie lunar: “Es un pequeño paso para un hombre, pero un gran salto para la humanidad”. ¿Qué han hecho Julia y Richard? Ellos han dado miles de grandes pasos que parecen pequeños ante tanta inmensidad. ¿En qué momento decidieron hacerlo? ¿De dónde, ¡Dios mío!, obtuvieron las fuerzas para iniciar uno de los viajes más insólitos de este siglo?
Una tarde de estas, sólo como juego, varios amigos jugaron a nombrar a la mujer del año. Ya saben, no faltó el que, sumiso, deslizó el nombre de la esposa de un eminente y gris político (una amiga dijo que se trataba de nombrar a la mujer del año, no a la mujer del caño, todos rieron); otros votaron por una escritora renombrada; por la paisana que descuella a nivel nacional en el plano de la jurisprudencia; uno más propuso el nombre de una deportista; y, detrás de la fila, muy al fondo, alguien dijo: ¡Julia! Su nombre no atrajo las miradas ni suscitó comentarios. Al final, ya se sabe, no hubo acuerdo, porque cada uno tenía su candidata y varias de ellas eran merecedoras de tal título.
Pero para dar un final feliz al juego, Julia podía llevarse tal título hipotético, porque es la única comiteca que, hasta el momento, ha realizado el viaje más sorprendente, Julia es la versión femenina de Marco Polo. Sabe que pedaleando llegará a la Patagonia, pero no tiene prisa. Ella y Richard van poco a poco, arando el aire, porque reconocen que la semilla germina sólo cuando se planta amorosamente.
¿En dónde están ahora? Hace rato estuvieron en Perú. El vuelo México-Perú tarda seis horas. Ellos, los intrépidos, han tardado más de tres mil seiscientas horas. Es, sin duda, el vuelo más largo que un ánade comiteco se ha atrevido a hacer. Julia es la comiteca del año, y, como al lado de una gran mujer siempre está un gran hombre, algo de este nombramiento le toca a Richard.
¡Salve Colón!, ¡salve Marco Polo!, ¡salve Julia!, ¡salve Richard!, ¡salve Julio!, ¡salve Carol!, ¡salve Neil!, ustedes formularon un sueño e hicieron del sueño la fórmula para descubrir el mundo. Julia y Richard han demostrado que son un par de hermosos atrevidos. Ellos tienen un destino, pero para llegar a él han torcido el destino y han hecho de su vida el pretexto para realizar el ¡gran viaje!
Y digo esto, querida Mariana, porque yo escribo esto desde mi escritorio, bajo techo, tomando un té. No sé vos.

Posdata: Y si se trata de dar premios, ¿cómo mirás que a la foto de Richard le sea concedido el galardón 2016 para la mejor fotografía de la naturaleza?

sábado, 22 de octubre de 2016

CARTA A MARIANA, CON AROMA DE LIBRERÍA




Querida Mariana: la noticia en Comitán es la nueva librería. ¡Claro que es la noticia, la noticia del mes, la del año! En un país donde los índices de lectura son bajos y en un estado que ostenta los últimos lugares en educación, es noticia sorprendente que en nuestro pueblo se inaugure una librería del consorcio Porrúa.
Tal noticia hizo que recordara a los libreros que han existido en nuestro pueblo, libreros comitecos. En mi infancia conocí a don Ramiro Ruiz Alfonzo, propietario de la Proveedora Cultural, espacio que siguen manteniendo sus herederos, primero estuvo en manos de don Alonso y doña Carmelita, yerno e hija de don Rami, y ahora Alonso, uno de sus nietos, es quien atiende el negocio.
¿Se vale decir que por un tiempo corto también fui librero? En los años ochenta firmé un convenio con EDUCAL y abrí una librería que ofrecía el catálogo de ese fondo editorial. La librería la abrí en un local del Pasaje Morales, mismo lugar donde Pepe Morales Cantoral (que en paz descanse) también tuvo una librería pequeña. En esta librería compré la novela “Muerte en la carretera”, novela policiaca de Rafael Ramírez Heredia, quien, años después, sería mi maestro de cuento en un taller que impartía en la ciudad de Tuxtla Gutiérrez, taller auspiciado por el Instituto Chiapaneco de Cultura.
Los libreros más recientes que he conocido son Sol y Samy, propietarios de la Librería Lalilu, que abrió sus puertas hará cosa de dos años y que fue uno de los actos celebrados por todos los lectores comitecos.
Debo reconocer que don Rami no fue el gran librero, digo que no lo fue, en el sentido clásico del hombre que ama y conoce de libros, ideal que poco a poco se ha perdido, él amaba los libros, pero no era experto en literatura.
Ya te conté que en una ocasión estuve con el escritor Sergio Pitol, en Xalapa, lugar donde radica. Me había recibido en su casa un día antes, día en que me sugirió la lectura de “Las puertas del Paraíso”, novela escrita por el polaco Jerzy Andrzejewski. Novela que es un prodigio y que Pitol tradujo al español. Yo, ni tardo ni perezoso fui a la librería Gandhi, de la capital veracruzana y compré la novelilla. Así que, cuando nos topamos en una calle, al día siguiente, el escritor me halló con el libro sugerido en mis manos. Celebró que hubiese aceptado su sugerencia y me invitó a que lo acompañara a la Feria del Libro que se celebraba en esos días en el patio y corredores de un edificio bellísimo (un amigo me dice que es el Colegio Preparatorio, de aquella ciudad). Cuando entramos al recinto muchas personas reconocían al famoso escritor y lo saludaban. Como era el año de 1999 los celulares aún no eran la plaga de hoy, porque de lo contrario, estoy seguro, muchos hubieran pedido tomarse la selfie con él. Llegamos a un stand que atendía uno de sus conocidos. Pitol se acercó a una muchacha (bien bonita) que hojeaba un libro. Pitol reconoció la portada, fue a un estante metálico, bajó dos libros, y le dijo a ella que esos dos eran como el encuache perfecto para el libro que hojeaba y le dio sendas síntesis. La muchacha escuchaba casi como si estuviese parada en el título de la novela de Andrzejewski: “en las puertas del paraíso”, y, al final, le dijo al librero que llevaría los tres. Yo, recargado en un pilar, registré este instante maravilloso. Cuando Pitol se despidió de la muchacha y de su amigo, me dijo que siguiéramos viendo los demás estantes y me comentó dos cosas, la primera, que, por desgracia, ya son escasos los verdaderos libreros, los que decimos que aman y conocen lo que ofrecen; y la segunda, que ahora (en ese momento) había un escritor brasileño que estaba de moda, pero que era malísimo. ¿Quién? ¡Ya adivinaste, mi niña! El tal Paulo Coelho. Concluyó diciendo que me sugería a Rubem Fonseca. En lo íntimo sonreí. En casa de mi tía Eloy, en la mesa de noche, tenía una antología de los cuentos de Rubem Fonseca, publicado por Alfaguara. Supe que andaba en el camino certero, estaba al lado de Pitol (autor que conocí por sugerencia de mi amigo Gustavo Ruiz Pascacio, una de las voces mayores de la poesía chiapaneca), llevaba a Jerzy en las manos y tenía a Rubem Fonseca sobre el buró. Tutto bene, dijeran mis ancestros italianos. ¡Todo bien!
Digo que don Rami no fue el gran librero, pero fue el viejo afectuoso que siempre que tendió su mano la tendió con un libro abierto como flor. Él no se equivocó en el nombre de su negociación: Proveedora Cultural. Supo que su negocio consistía en proveer de cultura a este pueblo lleno de cultura, pero escaso en lectura (‘pa que rime). En los años sesenta, Comitán no tenía más librerías, pero, los de entonces, los comitecos sabíamos que esa pequeña puerta, apenas ventanuco, también conducía al paraíso. Los de mi generación crecimos al amparo de ese árbol chaparrón, pero enormísimo, al que nuestro cariño lo designaba con el apócope de Rami, don Rami. Los niños de entonces comprábamos ahí las figuritas para llenar los álbumes, las revistas de monitos (Los Supersabios, de Germán Butze; además del Memín Pinguín, de Yolanda Vargas Dulché), y libros, muchos libros. Los primeros libros que compré fueron los de una colección que se llamaba Biblioteca Básica Salvat. Cada semana aparecía un ejemplar y la colección completa reunía cien títulos, cien títulos de novelas, cuentos, poesía, teatro y temas científicos. Llegué a completar la colección. Fui fiel visitante de la Proveedora durante cien semanas; es decir, compré un libro cada semana por el lapso de casi dos años. De ahí entonces me aficioné a leer un libro por semana. Actualmente mantengo un promedio de cuatro o cinco libros al mes. Desde la secundaria recibí el don, la gracia divina de la lectura, actividad intelectual que me ha proporcionado las horas más bellas y felices de mi vida.
Siempre he sostenido que pasar de la revista de monitos a los libros es tan fácil como dar un paso y luego el otro. Grandes lectores de todo el mundo comenzaron su pasión leyendo cómics.
En los dos últimos años los comitecos hemos tenido la bendición de contar con dos grandes libreros: Sol y Samy. Ellos son dos de los ideales de Pitol: gente que ama a los libros y conoce de libros.
¿Imaginás a alguien que no supiera nada de productos del mar vendiendo en el mercado de La Viga, que es el mercado especializado en venta de mariscos y pescados, de la Ciudad de México? ¿Que no supiera la variedad de pescados, que no supiera sacar el callo de hacha de su concha? ¿Que no supiera separar la tinta del pulpo?
Pongo este ejemplo del vendedor de pescados y mariscos porque yo nada sé de esta vaina aguada. Yo no me atrevería a atender un local de venta de camarones, bueno, vos sabés que no lo haría no solo por desconocimiento sino por el olor. Odio el aroma de los pescados. Me causan escozor los ojos de los pescados que me ven como si me acusaran de algo. Me dan ganas de cerrarles los ojos, los ojos de los muertos son ventanas infectas. Me dan escalofrío los cadáveres de pollos que cuelgan en los mercados, que cuelgan de las patas, con el culo para arriba.
Digo que todo mundo debería conocer el área de su profesión, pero, vos sabés que no siempre es así, por desgracia. Hay mucha improvisación en este mundo. En el mundo de los libros (tan magro) sucede lo que Pitol diagnosticó: es escaso el número de verdaderos libreros, amantes y conocedores de ese maravilloso objeto llamado libro.
El destino me bendijo con la presencia de don Rami en el instante en que todo estaba por decidirse, en el momento que conocí el libro y supe que ahí estaba el mejor modo de vivir. Ya no tenía necesidad de pensar a qué deseaba dedicarme cuando fuera grande. Supe que desde la edad de doce años me dedicaría a ser lector por siempre, porque el libro era el agua de mis lluvias, el aire de mis campos, el cielo de mis cielos.
Un día de estos me topé con un simple vendedor de libros y pregunté si tenían en existencia el libro más reciente de mi amigo Fabio Morábito, escritor excelente, y cuando vi que buscó en la pantalla y anotó el nombre de Favio Moravito supe que estaba frente a un ignorante en vaina de libros y ya no quise saber si amaba realmente el trabajo que estaba haciendo.
A mí me sucede lo mismo que le sucede a Ethel Krauze, muy buena escritora. En su libro “Cómo acercarse a la poesía” cuenta cómo conoció a un muchacho hermoso en Acapulco y quedó prendada de él, pero cesó el encanto en cuanto recibió una carta de él con una pésima ortografía.
Me sucede lo mismo. No puedo leer un texto que esté plagado de errores ortográficos. Sé que las erratas aparecen en todas las hojas, pero cuando el error es reiterativo yo, como torero chambón, elijo la graciosa huida.

Posdata: El universo tiene coincidencias bellas. Cuando atendí la librería Educal tuve un cliente frecuente. Cada mes adquiría tres o cuatro libros. Era mi cliente consentido. ¿Sabés quién era? Hugo, el papá de Samy, el maravilloso librero de Lalilu. Desde entonces ya estaba escrito en el cielo que dos estrellas iluminarían estos cielos hermosos de nuestro pueblo.

jueves, 20 de octubre de 2016

DE LA SERIE “PORQUE LA TELE TAMBIÉN BORDA NUBES” (4) CUARTO OSCURO





Le enseñé la foto a Paulina y preguntó: “¿Y luego qué hizo el colibrí?”; luego fui al escritorio de Joaquín y él dijo: “¿Es Irán Castillo? Esa chamaca está bien buena”. Entendí lo que entiende todo el mundo: vemos cosas diferentes. Porque, a diferencia de Paulina y de Joaquín, a mí me llamó la atención el cuarto oscuro. Hacía años que no veía un cuarto oscuro ni pensaba en él. En estos tiempos de formatos digitales, salvo los fotógrafos profesionales, nadie visita un cuarto oscuro. Es más, estoy seguro que muchos jóvenes no saben qué es un cuarto oscuro. Acá, en este fotograma, está la esencia del cuarto oscuro, en el primer plano se observa un frasco con revelador y, al fondo, el lazo donde eran colgadas las fotografías a través de pinzas, y la luminosidad del foco rojo que impedía que las fotografías se velaran.
En un taller de creación literaria, en mil novecientos ochenta y tantos, el conductor nos motivó a escribir un cuento que se desarrollara en un cuarto oscuro. En ese tiempo aún no existían las cámaras digitales, por lo que el concepto de cuarto oscuro lo teníamos bien aprehendido. Los integrantes de taller éramos diez (por ello, Alan decía que nuestro taller era un taller de diez), seis escritoras y cuatro escritores.
Un mes después expusimos nuestros textos. De los diez trabajos, ocho planteaban tramas eróticas, jugaban con la propuesta de usar el cuarto oscuro para hacer algo más que revelados de fotografías. Nos quedó muy claro (en medio de lo oscuro) que dicho espacio despertaba pensamientos sensuales. Siempre ha sido así. Cuando una pareja se halla en un cuarto en penumbra, de inmediato, como si fuese primavera, un cosquilleo aflora entre el árbol de los cuerpos. El conductor del taller, con su sonrisa acostumbrada de nieve a punto de derretirse, cerró un ojo y dijo que era revelador que cinco de las escritoras y tres de los escritores hubiesen elegido el camino de la seducción. Sí, usó la palabra revelador, tal vez en consonancia con el espacio empleado como entorno del acto de creación. Como cosa rara, mi cuento se fue por otro sendero (no por mojigato, sino porque, la primera imagen que apareció cuando el conductor sugirió el tema fue una foto que, como si fuese un cuadro antiguo, revelara una fotografía en tono sepia detrás de la reciente a todo color). Mónica, la única chica que no eligió el tema erótico (no por mojigata) planteó un cuento fantástico en el que Azul, chica universitaria, fotógrafa de una revista de modas, es encerrada en un cuarto oscuro. ¿Cómo escapar? La chica revisa el archivo fotográfico de su captor y halla que una fotografía muestra una puerta abierta a mitad de un paisaje desolado, de un desierto. ¿Era esa fotografía la posibilidad de escape? ¿Era una señal divina? Azul dudó. No, no era posible. Eso era una utopía, una posibilidad que entraba al terreno de lo imposible. Pero Azul toma la fotografía, una pinza y la coloca en un lazo que está colgado frente a la puerta del cuarto oscuro. En ese instante, el captor le grita desde afuera, Azul calla, se esconde, el captor abre, la busca y no la encuentra. Ella está escondida detrás de una mampara, el tipo avienta frascos, sillas, pasa frente a ella, pero no la ve. Ella no sabe por qué no la descubre, si está frente a sus ojos, pero él se aleja y mira la foto con el paisaje, mienta madres y grita que la muy cabrona, la muy perra, se escapó por ahí, entonces, Azul, en un acto reflejo, sale de su escondite y, con sus brazos, le da un empellón al tipo que pasa por la puerta y cae de bruces en la arena del desierto. Azul, entonces, cierra la puerta.
El conductor del taller pidió que los otros compañeros le dieran sus textos, porque, dijo, estaba en proceso de revisión de cuentos para hacer una antología. Mónica y yo fuimos excluidos. El conductor del taller, en muchas ocasiones, era implacable en sus juicios y sus acciones. En una ocasión se paró, golpeó la mesa, interrumpió la lectura del integrante número once y lo corrió, le dijo que nunca sería escritor, le pidió, casi le exigió, que no volviera al taller. Fue cuando el taller se convirtió en un taller de diez.
En la salida, Mónica me llamó. Nos sentamos en una banca, debajo de la sombra de un árbol, ella prendió un cigarro y dijo, sin verme: “Mierda. No eligió nuestros textos porque no eran cuentos de putería”.
Hacía muchos años que no pensaba en un cuarto oscuro. Ahora tengo la duda de qué pasaría con el colibrí. Y digo que sí, que Irán Castillo es una actriz muy linda. ¿Qué haría Joaquín si la encontrara sola adentro de un cuarto oscuro?

miércoles, 19 de octubre de 2016

¿Y SI BOB DICE NO?





¿Qué pasa con quienes están por encima de honores? Ahora está de moda canonizar a hombres y mujeres virtuosos. A la iglesia católica le conviene subir a personajes ilustres a los altares.
Un año reciente, el papa nombró santa a la madre Teresa. Mechitas dice que si la madre viviera y se enterara que el papa había decidido nombrarla santa, ella, con respeto, pero con decisión, se postraría ante el sumo pontífice y le pediría que, por favor, no le hiciera eso.
¿Qué pasa con quienes están por encima de honores? Mechitas dice que poseen el valor de la congruencia. Si la madre Teresa se asumió como una mujer humilde al servicio de los demás, la congruencia dictaría que no aspiraría a esos honores mundanos, porque, en esencia la santidad es un mero producto terrenal, alejado del territorio de los cielos.
Mechitas concluye diciendo que la madre Teresa estaba por encima de esos homenajes, ella aspiraba a servir a Dios y punto; es decir, a la iglesia le conviene esa canonización para mantener viva la llama de la santidad, de la esperanza, y mantener llenas las alcancías que colocan en sus templos.
Armando me dijo ayer que si ya me había enterado: es posible que Bob Dylan no acuda a la ceremonia de entrega del Nobel; no sólo eso, existe la posibilidad de que no acepte tal honor. Mientras Armando me decía eso, yo recordaba a Mechitas con el ejemplo de la madre Teresa. ¿Es posible que Bob esté por encima de ese honor? Armando dice que es posible, porque Bob se ha caracterizado por ir contracorriente del establishment.
Mi amigo dijo que imagináramos los dos escenarios. El escenario A muestra a Bob, de frac, recibiendo la medalla de manos del rey de Suecia; el escenario B muestra a Bob rechazando tal honor. El rechazo lo hace a través de una misiva firmada por su jefe de relaciones. Dicha carta explica que agradece el honor pero declina aceptar porque él, durante toda su vida, ha enaltecido, a través de su canto, las cosas sencillas de la vida; ha procurado que las sociedades sean más justas. Su canto es el aire y el camino; el sol y la nube. En esa misiva estaría explícito el rechazo a hacer el juego al protocolo donde la nobleza se erige como la dadora de prebendas. Porque quien acepta el Nobel acepta que su vida cambia por gracia del rey.
¿Qué pasa con quienes están por encima de honores? Son personas que caminan con dignidad y que son congruentes con su ideario de vida.
Ah, qué difícil comportarse con dignidad y ser, como dice el epígrafe del cuento El Perseguidor, de Cortázar: “fiel hasta la muerte”.
La mayoría de personas tenemos un precio y, al final, vendemos (hipotecamos) nuestra dignidad y nuestra congruencia. Las personas que están por encima de honores terrenales son contadas con las ramas de los abedules en desiertos.
Armando casi casi ya está apostando porque Bob Dylan rechazará el premio. Dice que lo hará por cuestiones de mercadotecnia y porque será una lección de dignidad y de congruencia. Armando se pregunta: “¿Necesita Bob el Nobel de Literatura o es la Academia la que, ahora, necesita de Bob?”. Mi amigo no tarda ni un segundo en responder. Coincide con Mechitas. La madre Teresa no necesitaba el honor de su santificación, ella ya era grande, enorme. Bob es grande -dice Armando- y será más grande si rechaza el Nobel.
Cuando me pregunta qué opino, yo callo. Esperaré la decisión de Bob. ¿Dará la lección de dignidad y congruencia que Armando vislumbra?
El silencio del cantante poeta demuestra que hay gente que no se muere por los premios. Ellos son los dignos. Los indignos son los que se arrastran mendigando premios.

martes, 18 de octubre de 2016

SONRÍA




Al final queda el derecho a elegir, pero a veces es imposible hacer nuestra santa voluntad. Digo esto, porque, en ocasiones, el destino nos coloca frente a actitudes autoritarias, militares, casi dictatoriales. Por ejemplo: en el sillón del dentista. “Abra más la boca”, y ahí estamos haciéndole caso al médico. “Apriete con fuerza”. “Escupa”. “Trague”. ¿En qué momento podemos hacer uso de nuestra capacidad de decisión? En cualquier momento, el paciente tiene el derecho de pararse, tirar la toalla que el dentista colocó en el pecho, rebelarse y salir del consultorio, hastiado de tanta orden. Pero, el dolor de muelas es intenso. Sabemos que, para calmar el dolor, es preciso seguir las indicaciones al pie de la letra. Acudimos al dentista porque no había de otra y ahí estamos abriendo, apretando, escupiendo y cerrando la boca a la hora que el médico indica. No conozco a alguien que vaya a ver al consultorio por gusto. Bueno, debe haber muchos, pero son minoría contra los que van sólo en el último momento y porque la necesidad es imperiosa. Puede ser que existan muchachas bonitas que, arrobadas ante la belleza física del dentista, van, se tumban en el asiento y se fascinan ante las órdenes de: “Abre”, “traga”, “aprieta”.
Ante la necesidad plegamos nuestros derechos, los estiramos al máximo. “Firme acá”, dice el abogado. Como el joven desea terminar la relación con su esposa para casarse con la nueva, firma donde el abogado tiene puesto el dedo a fin de que el divorcio se consume. No hay de otra. Es preciso seguir la indicación al pie de la letra.
“¡Quítese el pantalón y bájese el calzoncillo!”, dice el médico y no queda de otra. ¿De veras no queda de otra? ¿El paciente lo hace con gusto? ¡No! Si por el paciente fuera abandonaría el consultorio de inmediato, pero, está ahí porque tiene una dolencia física que, en apariencia, el médico subsanará. Y ahí está, el pobre hombre, poniéndose en posición prono, rogando a todos los dioses para que el tacto no sea doloroso.
Vaya pues, no queda más que aceptar dichas sugerencias que suenan a órdenes. Pero lo que parece inconcebible es que uno deba aceptar las indicaciones del fotógrafo de la revista, como si él fuera el salvador de vidas. Y sin embargo, el fotógrafo profesional (nadie duda de ello) se comporta como un dictador. La primera orden es demoledora: “¡Sonría!”. A mí, que soy cara de piedra, me harta esa “indicación”. ¿No se supone que el fotógrafo (profesional) debe, a través de sus fotografías, revelar el carácter de la persona? ¿Obtener la verdadera personalidad? ¿Por qué, entonces, obliga al modelo a vender una imagen falsa? Entiendo que la fotografía comercial debe vender un producto. Una modelo de lencería debe atender a cada una de las indicaciones: “Sonríe”, “abre tus labios”, “coloca tu mano como si, incidentalmente, tocara un pecho”. Sí, así debe ser. A la modelo la contrataron para eso. Los actores deben hacer lo que el director de cine les indica; los actores porno (perdón), asimismo, deben hacer lo que el productor les indica. Las actrices porno casi casi deben seguir las indicaciones como si estuviesen en el sillón del dentista: “Abre”, “traga”, “no escupas”. Pero, ¿por qué el escritor entrevistado, y que debe pararse ante una cámara, debe seguir las indicaciones del fotógrafo? ¿Por qué?
Un día sugerí que el fotógrafo me siguiera y que tomara fotos donde yo mostraba mi personalidad de niño. Como estábamos en el parque central de Comitán, pensé abrazar un árbol; sentarme en un banco de bolero; tirarme al piso, bocarriba, y abrir los brazos; hincarme frente a una muchacha bonita que pasara por ahí y, dramatizando, ofrecer mi corazón; detener el auto que condujera un amigo y subirme al cofre del coche; hincarme frente a la fachada del templo de Santo Domingo; meterme a la fuente que no tenía agua y hacer como que nadaba. ¡No! No, me dijo que no. Que me parara frente a él y que, por favor, sonriera. Ah, no me conocía. Menos sonreí. Terminó molestándose, yo también estaba molesto. Hubo un momento en que estuve a punto de hacer uso de mi derecho y de dejarlo solo con su cámara. Pensé: “¡Que le tome fotos a alguien de su familia!”. Pero no lo hice, porque me había comprometido. Y el compromiso, después de todo, era un honor para mí, era un honor que un periódico de tanto prestigio se fijara en mí para hacerme una entrevista. Sin decirlo, parece que llegamos a un acuerdo, él siguió haciéndome indicaciones de dónde pararme sin obligarme a hacer caritas y yo me paré donde él instruyó. Al final me dijo: “He tomado diez y en todas sale usted igual”. ¿Qué esperaba? ¿Que en la foto número ocho yo me convirtiera en Brad Pitt, en Juan Villoro?
Cuando se publicó el reportaje vi las dos fotos que ilustraron la entrevista. Las dos fotografías eran de gran calidad, excelentes. El fotógrafo sabía hacer su trabajo, pero, en el fondo, pensé que hubiesen sido más bonitas las fotos que había propuesto, las fotos donde yo era más yo.
¿Tenemos que seguir las indicaciones al pie de la letra? No. Al final nos queda el supremo recurso de elegir. Bien podemos decir ¡no! Negarnos a las indicaciones del médico, salir del hospital, abrir los brazos y recibir el abrazo del viento.
Esta última decisión nos recuerda que somos dueños de nuestros cuerpos y de nuestras vidas.

lunes, 17 de octubre de 2016

52 DÍAS VIVIDOS





En la vida hay instantes muertos. Días que no recordamos, días que son como lastre para lo que llamamos vida.
Yo, cuando menos, tengo conciencia de cincuenta y dos días vividos a plenitud. Días que he compartido con personas que no conozco, que tienen un título hermoso, pero indefinible. Son personas sin rostro. Y digo que ostentan un título hermoso, porque cuando estoy del otro lado de la página me convierto en uno de ellos, yo también soy lector; pero, además, soy escritor.
Ayer entré a mi blog: areni-ya.blogspot.com y hallé que he escrito dos mil quinienta Arenillas.
Hice entonces un recuento, metí ese bonche de Arenillas en un costal y lo llevé a la báscula que usa don Romeo para pesar los bultos de café.
¡Dos mil quinientas Arenillas! No son todas las que he escrito. Hay muchas más, pero estas son las que he subido al blog, a manera de bitácora de vida.
En promedio, porque las Cartas a Mariana me llevan mucho más tiempo, a cada Arenilla le dedico media hora en su escritura, sólo en la redacción. Los escritores saben que una cosa es el tiempo de escritura y otra es el proceso de creación. La última novelilla que escribí la redacté en mes y medio, pero, por supuesto, fue incubándose en un periodo de muchos meses más.
Así pues, si hago caso a la Media digo que he empleado mil doscientas horas de mi vida en la redacción de las dos mil quinientas Arenillas; es decir, cincuenta y dos días sin hacer alguna otra cosa. Imagino que un día me senté frente a la computadora y redacté durante cincuenta y dos días seguidos. No me levanté para ir al baño, para platicar, para leer, para comer, para caminar por el parque, para ver alguna película, para impartir mis clases, para soñar, para dormir, para abrir la ventana y mirar nubes, para dar de comer al Misha o para ver cómo teje mi mamá o para decirle a mi Paty que la Pigosa tiene “pú” nuevo. No hice más cosa que mover los dedos, con rapidez, para capturar en la pantalla lo que mi mente dictó de manera febril, enfebrecida. Cincuenta y dos días, atrapado; cincuenta y dos días, a bordo del barco a mitad del mar en plena tormenta. Cincuenta y dos días, vividos, maravillosamente vividos.
Si el relato bíblico menciona que Jesús estuvo durante cuarenta días y cuarenta noches en el desierto en oración, en ayuno y alejado, como dijera el cantante, “de la falsa sociedad”, yo, durante cincuenta y dos días de mi vida he hecho lo mismo (salvadas las distancias ante ese personaje único y trascendental). Ahora comprendo la grandeza de Jesús. Él ayunó, yo he hecho lo mismo. Durante esos cincuenta y dos días, hipotéticos días seguidos, he ayunado y me he fortalecido. No he comido más que la miga que cae del cielo, el pan que reparte la diosa de la creación. Todos los escritores acudimos al desierto para ayunar y orar.
Digo que estos cincuenta y dos días han sido plenos, como si hubiese sido un periodo sabático donde dejé lo urgente para atender lo esencial.
¿Qué pepena un escritor en el desierto? ¿Qué, donde no hay más que arena? No sé los demás, pero yo he pepenado arenillas, mi talento no me ha dado para pepenar algo más robusto, más luminoso, pero esas nubes brevísimas me han servido para matizar mi cielo y para, de vez en vez, volar uno que otro papalote.
He vivido cincuenta y dos días sin hacer otra cosa que escribir, no he hecho más. Durante ese tiempo he dejado a mis amigos, a mi Paty, a mi mamá, a mis hijos, a mis mascotas, a mi gente y a mi pueblo. He dejado todo, porque así lo exige esta actividad. He dejado de vivir para vivir. Como el granjero que mira el terreno sembrado con maíz, miro el terreno arenoso donde, con cuidado, he sembrado Arenillas. Cualquiera diría que soy un tonto: ¿Cómo sembrar Arenillas en medio de la arena, en el desierto? Tal vez no soy tan tonto, tal vez he pensado que las Arenillas no necesitan mucha agua para sobrevivir, para, tal vez, algún día ¡dar frutos!
Todo mundo ha dicho y todo mundo sabe que el oficio de escritor es el oficio más solitario del mundo. Para crear es preciso retirarse, aislarse. Yo lo he hecho durante cincuenta y dos días continuos, cuando menos. Falta la contabilidad de los libros de cuentos, de las novelas breves, de los cientos de dibujos, de las decenas de cajitas pintadas. Me he aislado. Por eso digo que soy escaso para los demás. Pero éstos son felices sin mi presencia, sin mi cara de piedra. Jodo poco. Me entrego mucho.
Si hay un periodo que pueda decir que me ha servido para llenarme ha sido este periodo de cincuenta y dos días donde no he hecho algo más que dar gracias a la vida ¡por la vida!
Esto ha hecho que yo me acostumbre a la soledad de la creación. Por ello, ahora me resulta difícil relacionarme con los demás. Se me hace un exceso seguir dándome cuando ya me di a través de mis obras. En fin.

sábado, 15 de octubre de 2016

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA QUE MI MESA DE REGALOS NO ESTÁ EN LIVERPOOL





Querida Mariana: Los príncipes están en extinción. La exquisitez está a punto de desaparecer. En el mundo de libros se llama Edición Príncipe a la primera edición. Los bibliófilos se hinchan de orgullo cuando, en sus bibliotecas, poseen una edición príncipe. Y esto se llama así porque, dicen los que saben, la palabra príncipe viene de una palabra latina que significa “lo que va adelante o va primero”; es decir, la palabra príncipe no sólo puede aplicarse al hijo de un rey, sino a todo aquello que es primigenio. Mis amigos se enojan y me molestan cuando yo les digo que soy un príncipe. ¡Lo soy! Soy el primero de los hijos de mis padres, fui el primero, estuve por delante de los que no nacieron.
Vos pensarías que como soy príncipe mi mesa de regalos está en Liverpool. ¡No! Esto de la mesa de regalos en Liverpool está de moda. En Comitán ni hay sucursal de dicha tienda, pero ahora, los novios nos sugieren entrar al Internet, hacer una visita virtual y adquirir uno de los regalos que ellos eligieron. El compa que es prole es el clásico compa que va a Liverpool y pregunta al dependiente que atiende la mesa exclusiva: “¿No tiene’sté una cosita así como de doscientos pesos?”.
Soy príncipe y mi mesa de regalos está en otros espacios. Porque, en realidad, a mí no me atrae mucho lo que sí atrae a otros. Los obsequios materiales me abruman. Cuando alguien, por agradecimiento, me obsequia algo me pone en un brete. Sostengo el regalo en la mano y no sé cómo agradecerlo. Porque, vos lo sabés, hasta para agradecer hay modos sutiles y graciosos. ¿Qué puede esperarse de mi cara de piedra?
Una vez me dio gusto una participación de boda, porque decía: “Su presencia será nuestro mejor regalo”. Ah, qué elegancia de pareja, ¡qué príncipes tan dignos! Cuando yo era niño iba a las fiestas de cumpleaños de los amiguitos y no existían mesas de regalos. Uno llevaba un pequeño “detallito”, un “cariñito”, que no se medía en pesos.
Hubo, hace tiempo, un comercial que decía: “Regale afecto, no lo compre”. Era un mensaje muy bello. Dicho mensaje rescataba la esencia de las cosas sencillas de la vida.
Mi mamá me cuenta que en una ocasión llegó un muchacho que trabajaba en carga y descarga de los camiones de Transportes Grijalva. Preguntó si mis papás podían apadrinar la boda. Se iba a casar. ¿Podían ser padrinos de música, junto con cinco parejas más? Mis papás aceptaron. Mi papá se encargó de reunir la cooperación de las parejas restantes. Cuando tuvo la paga, el muchacho llegó y dijo, muy serio, casi autoritario, demandante: “Quiero que la marimba sea Águilas de Chiapas” (ya en ese tiempo, años ochenta, la marimba de don Límbano Vidal era la marimba non, la más artística, la más cotizada, la más costosa). Mi papá le explicó que la paga sólo alcanzaba para cuatro horas. Al muchacho no le importó la explicación razonada de mi papá en el sentido de que si contrataban una marimba menos cotizada alcanzaría para más horas de guateque. Quería la marimba de don Límbano y su gusto fue cumplido. ¡Ay, Dios! Dice mi mamá que a las doce de la noche, a la hora que estaba más alegre el bailongo, don Límbano metió los bolillazos de despedida y comenzaron a guardar sus bártulos. Mis papás y los demás padrinos de música salieron vivos, sólo porque Dios es grande. Los invitados, ya bolos, comenzaron a gritar, a mentar madres a los padrinos de música. Mi papá dijo que podía “disparar” una hora más, pero mi mamá, más consciente, dijo que huyeran, porque la multitud ya estaba a punto de dispararles, en serio. Mi mamá tomó su bolso y jaló a mi papá, buscando la puerta, porque ya las personas comenzaban a rodearlos, pidiendo que la música siguiera y siguiera y siguiera.
Me cuentan que ahora los novios nombran padrinos de todo. Dios mío, hay padrinos de álbum de fotografías, padrinos de salón, padrinos de decoración del salón y del templo, padrinos de recuerdos, de pastel, de música, de bebidas, de la película del recuerdo y, me cuentan, en casos extremos, de invitaciones. ¿Así es la cosa? Sí, así es. ¡Dios mío! ¿De veras es así? Y para rematar con el ceremonial, los novios expresan que la mesa de regalos está en tal parte.
No sé qué pensás vos de esto, pero yo siento un agobio, como una cuerda que, poco a poco, va asfixiándome. No entiendo estos rituales, no los comprendo. O bueno, sí los entiendo, pero no los justifico.
A veces me dan ganas de preguntar a los padrinos si aceptan tal honor con gusto o lo aceptan como un compromiso, como una carga que deben llevar y hasta con cierto desagrado.
En el caso que te cuento del muchacho que trabajaba cargando y descargando camiones mis papás no tenían mayor trato con él más que el meramente laboral. El muchacho llegaba a la casa a dejar cajas con estambres para la tienda de mi mamá. No había ninguna relación afectiva. Pero, la aceptación se convirtió en algo que pudo ser dramático.
Conozco un amigo que se hace tacuatz con las sugerencias de la mesa de regalos en Liverpool. No envía regalo, no va a la ceremonia religiosa, pero eso sí, a las ocho y media de la noche, se aparece en el salón, da mil abrazos a los contrayentes, a los papás y suegros, busca la mesa donde están los amigos de confianza, llama a un mesero y pide un güisqui. Y baila, ríe, vuelve a abrazar a los novios, les dice que está feliz por la felicidad de ellos, brinda, les desea una “eterna luna de miel” y es uno de los últimos en salir de la fiesta. No acepta ningún padrinazgo.
Me cuentan, ¡Dios padre!, que algunas novias permiten (propician) que los invitados pasen a pegarles billetes con ganchitos o con cinta en el vestido. ¿De veras? ¿Cómo? ¿Por qué?
El tío Eugenio fue más sabio. Llamó a su hija y al futuro yerno y les expuso todo esto que acá narré. Dijo que no era digno de su familia. ¿Entonces? Dijo que era más digno que el novio se robara a su hija. ¡Pero, papá!, dijo la hija; ¡Pero, Eugenio!, dijo su esposa. No hay pero que valga, dijo el tío. Dejó sobre la mesa un sobre que contenía cincuenta mil pesos y boletos de avión, viendo al futuro yerno, dijo que ahí estaba ese dinero para que robara a su hija y la llevara a Huatulco. Ya estaba hecha la reservación en un hotel y estaba pagada la estancia por cinco días y cuatro noches.
Y el novio se robó a la novia y disfrutaron su luna de miel. Y cuando las amigas le reclamaron por qué no las había invitado, ella, muy orgullosa, decía que habían huido, un poco como era antes, cuando, en tiempo del tenocté preparaban su maletía y evitaban los protocolos engorrosos. Diez días después fueron al Registro Civil y formalizaron legalmente su unión. Quiere decir que no la pasaron mal en Huatulco. A la fecha siguen casados, ya tienen dos hijos y todo bien.
Mis mesas de regalos están en los lugares sencillos. Donde nada hay en venta. Sé que no todo mundo piensa como yo, pero digo que sería formidable que una pareja de novios, a punto de casarse, sólo por sentirse bien, escribieran en sus participaciones de boda: “Nuestra mesa de regalos está en Uninajab”, y los invitados subieran a sus autos o a las combis y bajaran a ese lugar de descanso y hallaran, al lado del amate, una mesa con frasquitos llenos de aire, pulseras hechas con juncia y puñitos de hojas secas. ¿Imaginás lo que ello propiciaría? El día de la boda, a la hora de salir del templo, todos los invitados abrirían los frasquitos para que el aire de Uninajab bendijera a la pareja para toda la vida. Los invitados formarían una fila y, una vez soltado el aire, colocarían sus labios en las bocas de las botellitas y soplarían para que una música de viento iluminara, para siempre, el camino que los recién casados están a punto de iniciar. Las damas de honor colocarían a los desposados las pulseras de juncia y macerarían las hojas secas para, posteriormente, abonar las plantas que están sembradas en el parque central. Todo lo harían en nombre de los novios para pedir al universo que los hilos de luz siempre tejan bordados sublimes en sus corazones.
Sí, ya sé, pareciera una cursilería. En este mundo complejo, los rituales exigen el glamur de una sociedad materialista, donde, al contrario de aquellos tiempos sencillos, ahora “el afecto se compra, no se regala”. Los tiempos actuales insisten en repetir el apotegma: “Tanto tienes, tanto vales”, cuando, en realidad, quien tiene mucho en cuestiones materiales tiene poco, muy poco corazón, muy poca sensibilidad, muy poco sentido del verdadero sentido de la vida.

Posdata una: Mi mesa de regalos está en la mirada asombrada de un niño cuando le cuento un cuento; en la sonrisa de mi madre cuando me sirve el plato de fruta que me preparó; en el aire enredado en los árboles del bosquecito que está en la universidad donde laboro; en los pechos de la muchacha bonita que se inclina para servirme el té en el restaurante; en las páginas del libro que leo; en los libros de las páginas que vuelan; en el vuelo del libro que pagino. Está en tu mano, en el movimiento que hacés a la hora que le decís sí a la vida.
Mi mesa de regalos no está en Liverpool. Lo que ahí venden se agota, se echa a perder, se oxida con el paso del tiempo. Los verdaderos regalos de la vida son infinitos, como infinitos son los senderos por donde camina el aire y por donde camina Dios.

jueves, 13 de octubre de 2016

AND THE WINNER IS ¡BOB DYLAN!





Sí, ya todo mundo sabe que a Bob Dylan le concedieron el Nobel de Literatura. Algo insólito. Por vez primera, en la historia del mundo, millones de melómanos aplaudieron la decisión y millones de lectores buscaron en el youtube textos del premiado y una que otra canción del laureado.
Una vez, Jaime Sabines dijo que aspiraba a ser declamado por la gente sin que ésta supiera el nombre del autor; es decir, la máxima aspiración era pasar a formar parte del dominio público, que las personas se apoderaran del poema y lo dijeran como si fuera suyo. Un poco como sucede con las canciones del Nobel de Literatura de 2016.
Los jóvenes de mi generación escucharon a Bob y lo admiraron (lo siguen admirando, ahora más). Pero yo, que no he sido aficionado a la música, desconocía a Bob, sin embargo, escuchaba con gusto esa canción famosa que se llama “La respuesta está en el viento”. Ah, qué bonita canción, tanto en su letra como en su canción. Muchas veces, cuando estaba en el bosque, al lado de decenas de pinos, canté el pedacito que aprendí de memoria: “…blowing in the wind”. No sabía quién era el autor de esa letra. No importaba.
Quienes aplauden la decisión de la academia dicen que Bob Dylan es un poeta; manifiestan que con este veredicto inesperado se regresa a los orígenes de la palabra oral, de cuando los juglares se paraban a mitad de las plazas y hacían barcos de aire y los soltaban en el mar infinito.
Todo muy bonito. Medio mundo celebra el triunfo de Bob y yo, con dos o tres más, celebro que Murakami no haya sido el elegido. Ganó una propuesta más inteligente.
Sólo tengo una pregunta: ¿Quién perdió? Es decir, sé que perdieron los ciento noventa y nueve nombrados en la lista de posibles. Pero, también, y esto me conmueve y me provoca cierto escozor, parece que el gran perdedor es el libro.
¿El libro? Sí, el libro. En años anteriores, los millones de snobs (como yo) corríamos a buscar un libro del elegido, del ungido. Este año no sucedió esto y, parece, las filas no se harán en las librerías. Porque, nadie puede negarlo, Bob es más reconocido como cantante que como poeta.
Los memes no se han hecho esperar, uno que me provocó desazón fue el siguiente: “A Borges no le concedieron el Nobel. Ah, no te enojés, tampoco se lo dieron a Agustín Lara”.
El libro fue el gran perdedor de este año. Porque, dicen dos de mis amigos, ahora escucharemos al ganador del Nobel de Literatura. Y sé que pocos, muy pocos, en comparación con años anteriores, se acercarán a buscar un libro de poesía de Bob.
¿Se puede mencionar lo positivo? Tal vez esta decisión abone en el mismo sentido que abonan las canciones de Serrat donde musicaliza poemas de Miguel Hernández, Machado e incluso uno de Sabines. Mucha gente pasó de los poemas de Benedetti interpretados por Nacha Guevara a los libros del autor uruguayo; y muchos se volvieron lectores cuando supieron que esas canciones de Serrat eran poemas de grandes escritores españoles. Tal vez este premio actúe como actúan los cómics, que son la puerta para llegar al espacio donde habitan los grandes autores literarios. Basta un paso para ir del cómic al libro. ¿Bastará un paso para ir del disco al libro de Bob?
Romeo imaginó una imagen cruel, pero cercana a la realidad: El lector snob que corrió a la librería en cuanto se enteró de la decisión y no halló ningún libro de poesía de Bob. El librero le dijo que no se preocupara, que fuera a Mixup, y el lector fue y halló muchos discos de Bob.
Sí, parece que el libro perdió este año. ¿Cómo se recuperará? Romeo me barrió, dijo que no me preocupara, que cuando Murakami gane, millones de lectores correrán a las librerías y todo volverá a la normalidad.

EL UNIVERSO CONDENSADO





¿Cómo puede llamarse a alguien que es atrevido en extremo? ¿En Comitán se aceptaría llamarle aventado? Porque aventado es el que se avienta y se avientan los atrevidos, los que se avientan en paracaídas desde la altura altísima de un avión o los que se avientan desde la proa de un barco para bucear en las profundidades del mar. Aventado fue Gonzalo, niño al que yo admiraba, porque se aventaba desde lo alto de los zanjones y llegaba al piso sin un rasguño. Yo nunca me atreví a eso.
El maestro Gustavo Álvarez ¿es un aventado? Yo siempre pensé que Quique ha sido un aventado, porque él se atrevió a acciones de las cuales yo fui testigo, pero desde la ventana. Quique, en una ocasión que tomábamos cerveza en la Ciudad de México, y, en medio de la nata de la nostalgia, recordábamos nuestro amado pueblo, dijo que él había sido boy scout, y, medio bolo, nos dio una cátedra de cómo hacerle nudos a una cuerda. Jorge, más “cuerdo”, después de que Quique hizo varios nudos que, como si fuese mago, le valieron el anuncio del respetable (conformado por los ya mencionados, más Miguel y yo) dijo que ya bastaba, porque, conociéndonos, al rato íbamos a querer usar la cuerda para hacer suertes como si fuésemos charros sobre caballo y el lugar donde estábamos era respetable.
¿De veras fuiste boy scout?, le preguntamos a Quique y él dijo que sí. Ahora me entero que el grupo se llamó “Grupo de Boys Scouts Número 1, de Comitán”. ¿Cómo me enteré? Porque Gustavo Álvarez le dedica a ese grupo un libro de haikús. Gustavo fue maestro de Quique, en la primaria del Colegio Mariano N. Ruiz. Sin duda, entonces, ahí coincidieron, el maestro como guía y Quique como fiel aprendiz.
¿Alguien de estos tiempos sabe en qué consiste ser boy scout? No sé cuántas agrupaciones subsistan en el país. Acá en Comitán, puedo afirmar casi con certeza, es una sociedad extinta. Y esto es una pena. En Puebla, durante los años que viví allá (principios del siglo XXI) hallé un grupo de boys scouts. En un parque que frecuentaba era común verlos con sus uniformes azules y un pañuelo amarillo sostenido al cuello a manera de corbatín. Yo, sentado en una banca, con un libro de Dante o con un libro de Cortázar, los veía divertirse y aceptar los dictados del guía. Varias veces imaginé a Quique y a Jorge, en algún campo cercano a Comitán, caminando a mitad del grupo, cantando, apoyándose en un cayado, subiendo una montaña. Fue, sin duda, su privilegio estudiar en la Mariano, porque ahí el maestro Gustavo organizó dicho grupo. En mi memoria también aparece el nombre del maestro Artemio Torres. Tal vez él andaba enredado en esa aventura, porque él, de igual manera, es un hombre muy aventado. Ya en la secundaria tuve el privilegio de estudiar en la Mariano y ahí me tocó que el maestro Temo me diera la cátedra de Historia Universal y además me invitara a formar parte del grupo de filatelistas. Ya no me tocó el escultismo, pero sí me tocó “caminar” muchos caminos del mundo a través de la cultura miniaturizada de los sellos postales. Y sé que el maestro Temo, igual que el maestro Gustavo, es un aventado, porque si no ¿de dónde su hija Julia habría salido tan aventada? Julia, lo digo para aquéllos que no lo saben, actualmente realiza el viaje más aventado que mujer comiteca alguna realizó jamás. Ella, junto con su pareja, una mañana, se subió a la bicicleta y comenzó el viaje hacia Sudamérica. Hace rato pasó por Perú. Ambos se dirigen hacia la Patagonia. El viaje es el más hermoso y soberbio que ningún comiteco se atrevió ni siquiera soñar.
Bien dicen que el mundo es de los aventados, el mundo es de los Artemios y de los Gustavos.
Y digo que Gustavo es un aventado porque es un escritor que trata de condensar el pensamiento y la belleza a través de esos poemas de ascendencia japonesa que son como perlas cultivas en el corazón. ¿Cómo hacer que un universo quede expresado en tres breves líneas de una brevedad suprema? ¿Cómo, sin que se asfixien, colocar diecisiete sílabas en tres versos? Todo mundo sabe que el haikú consta de un verso de cinco sílabas, le sigue uno de siete y concluye con uno de cinco sílabas. ¡Ah, qué prodigio!
Quique, Jorge y los demás niños scouts ¿subieron alguna vez al Junchavín? No lo sé. En aquella ocasión que tomábamos cerveza en un bar de la Ciudad de México, el alcohol nos llevó por otros recuerdos, por otras nostalgias.
El maestro Gustavo ¿a menudo sube a la Pirámide del Sol, allá en Teotihuacán? No lo sé. Pero imagino, sé, que él en la cima del mundo recuerda, con nostalgia, el pueblo que lo vio nacer: Comitán. Y digo esto, porque en su libro más reciente hay haikús dedicados al pueblo del tenocté. ¿Gustavo alcanza la cumbre de su pretensión a la hora de escribir? No lo sé. Pero como él es un aventado, digo que ha obsequiado una joya para Comitán, algo breve que trata de sintetizar el amor a su pueblo.
El maestro Jorge fue el amable conducto para recibir este libro que el maestro Álvarez me envió desde Teotihuacán, lugar de dioses. Libro que contiene los intentos de Gustavo por condensar el universo.
Copio ese haikú que él escribió y me despido.
“Comitán lindo
que tu luz no se apague
¡Que horade siglos!”

miércoles, 12 de octubre de 2016

LIBROS, LIBROS, A MIS DEDOS CRECEN




Llegaron a Comitán. Llegaron, como dice García Márquez que llegaron los gitanos a Macondo. Llegaron con sus panderos. Los comitecos salieron a husmear, abrieron las ventanas y comentaron la llegada de esos extraños, ya propios. Y digo propios, porque, desde hace varios años, los promotores de la lectura de Coneculta se adueñan del parque central. Nadie dice algo en contra. Todo mundo los recibe con afecto. Incluso los que siempre están contra la instalación de carpas en pleno parque, nada dicen. Y esto es así, porque saben que debajo de esas carpas montarán mesas y sobre éstas colocarán libros, que es como decir que exhibirán nubes y gatos que sonríen y hablan y cantan y bailan.
Llegaron a Comitán. Llegaron, como dice Mario Vargas Llosa que llegan las lluvias esperadas, sin aviso, sin anunciarse. Llegaron con sus atados de libros. Los comitecos, argüenderos de por sí, comentaron que los libros habían arribado. Y la gente, poco a poco, en silencio, caminaron por las calles empinadas y subieron o bajaron con rumbo al parque, porque ahí, como si fuesen pájaros, los libros habían hecho sus nidos.
Nunca nadie, en alguna parte del mundo, ha declarado huéspedes distinguidos a los libros, pero éstos se encaraman en todas las ramas de cientos de árboles, en espera de que alguien (mejor si es un niño) alce la mano y los corte como se cortan los mangos que se caen de maduros, de dulces, de buenos.
Porque, habrá que decirlo, no todos los libros son buenos. Se necesita que, como dijo Juan Gelman, el libro se abra como se parte la semilla, para que el catador descubra si el vino de ese odre es de buen año, de excelente cosecha.
Por eso, porque la experiencia de vida sólo se adquiere con el contacto, es que los hombres que cantan las bondades de los libros llegan a Comitán, una vez al año. Sólo de esta manera los niños de hoy, viejos del mañana, sabrán qué leer, a qué barco subirse o qué par de zapatos botar.
En Comitán no es común el oficio de vender libros. No es frecuente ver vendedores de telescopios o de naves interplanetarias, por ello resulta novedoso ver hombres y mujeres que abren sus tiendas de campaña y ofrecen pequeñas ventanas donde, sin telescopios, se logra ver miles de galaxias y, sin naves interplanetarias, puede realizarse viajes hasta topar con el infinito y, tal vez, más allá.
Llegaron, como dice José Saramago llegan los elefantes para recuperar su memoria. Porque el libro es el objeto más amado de todos los tiempos.
Llegaron, como antes llegaban las zacatecas y levantaban sus tiendas donde ofrecían trepatemicos, confites y las cajetas de membrillo y de durazno.
Y el parque, durante algunas tardes, se convierte en el patio de fiesta, sus cielos se llenan con manteados y con festones hechos con flores de cristal.
Si como el advenedizo dijo se trata de contar las cosas buenas, contemos que Comitán, una tarde ya esperada, se llena de vida a través del objeto que, como dicen que dijo Borges, es una extensión de la memoria y de la imaginación.
Las tardes en que los extraños, ya propios, se adueñan del parque, nadie se sorprende al oír que un niño levanta el brazo, señala el cielo y dice que ahí, en aquella nube se escondió un diplodocus o que, detrás del árbol de chío, está escondido Dobby, el elfo que aparece en Harry Potter. Nadie se extraña cuando, del interior de las carpas, asoma un titiritero y convoca a los niños a jugar a los encantados o a las nubes invisibles.
Llegaron a Comitán y abrieron sus manos para demostrar que la generosidad siempre es una flor abierta, un sol que está a punto de aparecer.
Llegaron como dicen que llegan las olas para empujar el agua del mar, como llega el viento para insuflar la vela de la barca. Llegaron como dicen que llega la flama para hacer la luz.

lunes, 10 de octubre de 2016

PRESENTACIÓN




¿Cómo se llama la fobia a los festejos? ¿Guatequefobia? No sé. Lo único que sé es que yo sufro ante la posibilidad de un festejo, tanto en los que soy invitado, como cuando a mí me corresponde ser anfitrión. Preferiría ser cancerbero del infierno antes que preparar una fiesta. Porque, cuando uno es diletante y no posee la suficiente capacidad de convocatoria, siempre aparece la incertidumbre de si alguien acudirá a la invitación. Conozco el caso de un amigo, tímido, oscuro, soso, que se quedó con todas las colaciones porque nadie, ¡nadie!, acudió a celebrar con él sus treinta y dos años de vida. Ahí está una fotografía que da cuenta exacta de esto que digo: está el amigo sentado, en una silla plegadiza, con la cabeza entre las manos y los codos sobre las rodillas, en medio de decenas de sillas, ¡vacías! Cuando vi la foto pregunté: ¿Entonces quién tomó la foto? Yo, dijo el que me enseñó la foto. La tomé escondido detrás de un pilar, pero en cuanto la tomé salí de inmediato. Ya nada dije. Sólo los expertos en relaciones sociales tienen la certeza de que sus fiestas serán un éxito. Los tímidos y escasos dudan, tienen elementos de sobra para que así sea.
¿Qué debe hacer el anfitrión? La norma de buenas costumbres advierte que el objetivo principal es que los invitados se la pasen bien. ¿Qué es pasársela bien? Mi magra experiencia dicta que si no hay traguito la mayoría de invitados dice que el festejo estuvo aburrido. Y la aburrición es lo que me provoca más temor. No por mí, porque yo nunca me aburro; sino por los otros. Y es que, entre otros complejos que poseo, siempre quiero que, en una lectura, nadie bostece, nadie se duerma, nadie se salga de la sala, nadie se infarte del tedio.
Cuando fui pichito no me importó el festejo, porque mi mamá era la encargada de organizarlo y yo (así lo creo) pasé de noche. Pasar de noche los tragos amargos convierte a los tragos en dulces, transparentes, inadvertidos.
Pero llegó el momento en que tuve conciencia de que los invitados llegaban por mí. ¿De veras? Recuerdo con especial entumecimiento un cumpleaños en que caí en la cuenta de que debía hacer algo para que los demás se divirtieran. Mi mamá había repartido gorritos y una gelatina. Vi a mis amigos sentados en el corredor de la casa, haciendo una fila donde lo que imperaba era la seriedad y el buen comportamiento. Todos mis amigos estaban peinados con gomina y vestían trajes especiales para la ocasión. Esa imagen me desesperó. Hubiese querido tener el carácter para levantarme (porque yo también estaba sentado en una de las orillas de la fila que parecía velorio) y gritar que se movieran, que saltaran en la cuerda, que jugaran pelota, que treparan a los árboles, que llenaran vejigas con agua y subieran al techo y las aventaran a los caminantes. Pero me quedé con las manos adentro de las bolsas del pantalón, con las manos sudorosas.
Me paré y le dije a mi mamá que ese festejo era un soberano fracaso. No te preocupés, dijo mi mamá, están tomando su gelatina. Ahora que acaben los invitaré a una función de cinito. Y cuando los amigos acabaron su gelatina mi mamá los invitó a pasar a mi recámara, donde había colocado sillas al lado de mi cama y dijo que les pasaría una función de cine. Encendió un proyector, que era de plástico, y proyectó sobre la pared una serie de filminas que contenían historias con caricaturas. Recuerdo una del señor Magoo, personaje que padece miopía, lo que ocasiona anécdotas como la que se contaba en esa ocasión donde cree que camina sobre la banqueta cuando, en realidad, camina sobre una viga que, sostenida por una grúa, levantan para llevarlo a lo alto de un edificio en construcción; cuando da el paso que lo enviará al vacío, aparece otra viga, suspendida, asimismo, de otra grúa, y salva la caída, así logra llegar hasta lo alto del edificio. Como en ese tiempo no había televisión en Comitán la función de cinito fue un éxito. Después mi mamá dijo que pasáramos a la mesa a partir el pastel y a cenar, y como ella siempre se ha distinguido por preparar unos guisos deliciosos mis amigos me cantaron con doble emoción las mañanitas un poco para justificar la glotonería que luego demostrarían. Al final de la cena todos se despidieron. Quedé triste. Mi mamá preguntó si había estado contento, dije que sí, pero luego le dije que no. Ella dijo que si no me había gustado no me prepararía nada para el otro año. Respiré tranquilo, saber que ya no habría más fiestas fue el mejor instante de ese cumpleaños, pero, al otro día, cuando llegué a la escuela, los compas que habían estado en la fiesta me dijeron que la fiesta había estado increíble. Dijeron que ojalá los invitara a la casa más seguido. ¿Podía mi mamá preparar unos bocadillos similares? Bola de chuchos, pensé, pero me sentí contento.
¿Y ahora? Esto es como una fiesta. Adriana dice que cada libro nuevo es como un hijo. Así que esto podría decirse que es un bautizo. ¿Qué se hace en estos casos? He visto que algunos papás literarios invitan a escritores famosos para que presenten sus libros o, si son más listos, se hacen acompañar de políticos importantes. Con ello garantizan que los amigos de los importantes y famosos acudan a la presentación y todo mundo celebra el momento en que el político importante toma la palabra y el acto se convierte en el más relevante del año. Pero, como yo soy muy escaso en cuanto a relaciones sociales y no poseo experiencia en la preparación de guateques, porque, ya lo dije, les tengo temor y me producen un estado de inquietud que linda con el desasosiego, me pregunté dos días antes de éste: ¿Qué voy a hacer? Tuve la certeza de que mi mamá y mi Paty me acompañarían y que, como aquella tarde, estarían formaditas esperando que algo ocurriera. Pero como ahora mi mamá no organizó esta fiesta no hizo pastel ni nada de los exquisitos bocadillos que prepara. ¿Qué ofrecer?
¡Una función de cinito! Sí. ¿Qué tal que invito a mis amigos a entrar al cuarto y enciendo el proyector y les paso una serie de filminas, no de míster Magoo, sino de ese enormísimo escritor que se llama Julio Cortázar y que es el autor que saqué a bailar en esta novelilla que ahora presento?
(Acá se presentó un prezi con imágenes de Julito)
Como ustedes saben, Julio Cortázar, en un viaje que realizó al país visitó Palenque. Los demás pueblos de Chiapas sólo fueron de paso.
En esta novelilla, que hoy presento, “El día que Julio Cortázar llegó a Chiapas” hago que él llegue a nuestro pueblo.
Les cuento. Un periodista que radica en la Ciudad de México se entera un día que en Comitán vive don Caralampio, que tiene cuarenta y nueve años. El personaje le llama la atención porque, con excepción de cuando tenía tres años y fue a la escuela, nunca salió de su casa. Ha vivido atendiendo un café que sus papás abrieron y le heredaron. Tiene contacto con la gente que llega a su café y su conocimiento del mundo se complementa con su afición al cine. Ha visto cientos de películas mexicanas. El periodista concreta una cita para entrevistarlo, porque, para asombro de todo mundo, un día don Caralampio sale de su casa, pero no para ir a la esquina o a algún pueblo cercano a Comitán, ¡no!, el hombre que nunca había salido de su casa sale para ir a Buenos Aires y a París. ¿Por qué? Ah, pues para investigar eso llega el periodista. De eso trata esta novelita. Del día que Julio Cortázar llega a la cafetería de don Caralampio y éste se entera que el escritor argentino escribió el cuento “El otro cielo”, cuento que, todo mundo sabe, es un prodigio de la literatura, porque cuenta la historia de un hombre que entra al Pasaje Güemes, en Buenos Aires, y…
Perdón, ¿ya ven cómo no soy un buen anfitrión? Ahora resulta que quiero contarles la anécdota del cuento, cuando, sin duda, ustedes lo han leído.
Les agradezco que me hayan acompañado en este festejo; agradezco su tolerancia ante mi ineptitud social; asimismo agradezco a Lalilu por prestar su patio para colocar el manteado y recibir a los invitados; de igual manera agradezco a la Universidad Mariano Nicolás Ruiz Suasnávar y a mi jefe, el maestro José Hugo Campos Guillén, por el apoyo para iniciar este proyecto editorial.
No hubo pastel ni bocadillos exquisitos preparados por mi mamá, para gozar de ello debieron haber estado en casa la tarde que cumplí siete años y mi mamá me preparó el festejo. Gracias por estar.

sábado, 8 de octubre de 2016

CARTA A MARIANA, DONDE SE CAMINA PASO A PASO





Querida Mariana: Caminamos. Algunos lo hacen con gran dignidad, como si caminaran sobre nubes. Otros, más totorecos, caminan como si fuesen güets, levantan las piernas como si el piso estuviera lleno de chinchetas con la punta hacia arriba. ¿Has visto cómo algunos caminan como faquires, como si fueran esos chamanes hindús que se acuestan en camas con clavos? Las puntas de los clavos no les preocupan, no les provoca ningún escozor. Tal vez estos compas son los que ya aprendieron que la razón de la vida es el camino y que, como decía la canción, “una piedra en el camino” enseña que el destino es rodar y rodar, siempre y cuando se hagan a un lado las piedras, para no tropezar, y se eludan los alambrados de púas, para no terminar con la piel en tiras.
Caminamos. Unos caminan como si fuesen Alejandro Magno y vieran a los demás desde la altura de una torre; otros, con las manos adentro de las bolsas del pantalón, caminan como si fuesen de esos mendigos que, debajo de los puentes, no hacen más que tentalear el piso para buscar una botella de Charrito.
Comitán, lo ha dicho mucha gente, es una ciudad para caminar. Creo que todas las ciudades, pueblos y comarcas del mundo son para caminar (salvo esas moles de cemento donde ya los automóviles son los dinosaurios que regresaron para dominar la tierra).
Esto que diré te puede parecer una bobera, pero tiene su encanto. A veces voy en auto en una carretera y me dan ganas de orinar (ya estoy viejo y mi vejiga también). Busco, entonces, un espacio para estacionar el carro y bajar a hacer lo que debo hacer. Camino. Camino apenas diez pasos, pues urge hallar un arbolito que disimule mis miserias y no ofenda a los que viajan en otros autos y tienen sus caras repegadas a los cristales para extasiarse con el paisaje y con el verde de Chiapas. La urgencia me obnubila, bajo el cierre y hago lo que debo hacer, mientras cumplo con la urgencia, el paisaje se me presenta con toda su bendición, el aire es como una mano que limpia mi rostro y el aroma de los pinos suaviza el cristal de mi corazón. El ¡ah! que sale de mis labios lo propicia el alivio de mi vejiga y la piedra de viento que se deshace generosa frente a mí. Cuando vuelvo al auto ya tengo conciencia que camino (porque al buscar el arbolito casi corría) y sé que esos pasos son la pausa que hizo la diferencia.
¿Cuánto has caminado? Yo llevo cincuenta y nueve años caminando. He preferido caminar a correr. A veces he querido volar, pero la fuerza de gravedad me ha enseñado que mi vocación (como la de medio mundo) es caminar, caminar con la dignidad que sea posible.
No podemos ser como Nacho Loco que, cuenta la leyenda, caminaba de San Cristóbal a Comitán y cuando llegaba a este pueblo, daba media vuelta y emprendía de nuevo la caminata para regresar a San Cristóbal. No podemos hacerlo, porque los reparos sociales nos lo impiden. Es una pena (según cuenta la leyenda) que Nacho no tenía conciencia del prodigio de su caminar, porque su apodo indica que estaba loco y si caminaba lo hacía por lo mismo. ¿Sólo los locos caminan de un lado para otro sin saber bien a bien por qué lo hacen? Entonces, medio mundo tiene una cercanía rotunda con los Nachos del mundo.
Caminé de noche. Caminé de noche la Ciudad de México (en los años setenta) y caminé de noche, muchas noches, nuestro Comitán. Caminé nuestro pueblo en mi adolescencia, cuando salíamos del Club de Leones, después de estar en el festejo de los quince años de una amiga. Debía, a esa hora, subirme el cuello del saco, porque el viento de la Ciénega era una sábana helada. Caminé a las once de la noche, cuando, el sábado, terminaba la función de box que veíamos en la tele en blanco y negro, en la casa de Jorge. El Comitán de esas noches era un Comitán apacible, como una rama de mirto, con aroma a tenocté. A veces me topaba con algún bolo que cantaba su tristeza alegre, y como yo también iba entonado porque habíamos bebido cervezas con Miguel, Javier, Quique, Memo, Jorge y Armando, también cantaba. A mí me gustaba cantar esa canción de Alberto Cortez que habla de un árbol y que se llama “Mi árbol y yo”, la que dice: “Mi padre y yo lo plantamos / en el límite del patio / donde termina la casa…” Y es que en la casa mi papá había sembrado un árbol en el sitio y yo (cuando menos) había pasado la cubeta con agua para que la regara.
Pero llegó un día que dejé de caminar por las noches. Un poco por mi edad, me fui haciendo viejo (ahora, ¡el colmo!, vos sabés, me acuesto a las ocho), pero otro poco por la inseguridad. A veces (me da pena decirlo) hasta en las tardes me da temor caminar por las calles de la ciudad. Antes disfrutaba la tranquilidad de las calles. En una ocasión jugué con una amiga el juego de la calle solitaria. Por el rumbo de la Cruz Grande existe una calle que está entre dos avenidas, la calle es como un pasaje corto, no más de cien metros. A mí me encantaba recorrer ese espacio. Esa tarde invité a mi amiga a recorrerla. Llegamos y yo le dije que pusiera atención, que comprobara que nadie habitaba las casas de esa calle. Nos sentamos en la banqueta y pasaron los minutos y la calle estaba vacía, seguía vacía, mientras en las dos avenidas la gente caminaba y los autos pasaban. Conforme los minutos pasaron comencé a creerme la historia. ¿De verdad por ahí no iba a pasar ni un chucho? Pues no pasó ni un chucho. Mi amiga estaba fascinada. Comencé a contarle entonces la historia de cómo los habitantes de esa calle dejaron de vivir ahí. Inventé un cuento, un cuento fantástico. Ella, como niña de quinto de primaria, abría los ojos maravillados y no perdía palabra de lo que yo decía. Cuando puse el punto final a mi historia la puerta de la casa donde estábamos sentados se abrió, mi amiga y yo volteamos, vimos una mujer envuelta en un chal que le cubría la cabeza. Mi amiga me abrazó y cerró los ojos. Temblaba. Mi historia decía que los habitantes de esas casas las habían abandonado porque el fantasma de una mujer ciega se aparecía en los patios y reclamaba sus ojos. Las personas juraban que la mujer ciega llevaba un cuchillo en la mano derecha y extendía el brazo izquierdo, en medio del aire, intentando atrapar a la persona con que se topaba. Oímos que la puerta se cerró, volteé, pero ya no vi a nadie. Pensé que la mujer había entrado de nuevo, pero mi amiga juró (hasta la fecha sigue haciéndolo) que la mujer había desaparecido, que era el fantasma del callejón. Mi amiga, sin abrir los ojos, me pidió que nos saliéramos de ahí. Yo sentía un cordel helado recorrer mi espalda.
Hay tardes en Comitán que el pueblo está como aquel callejón: vacío. Ya no es agradable esa tranquilidad. Causa desasosiego (por decir lo menos) caminar por espacios donde no hay personas caminando, espacios donde se advierte unas sombras detrás de los postes en penumbra. Mario me dijo que el otro día un amigo fue asaltado por un individuo que le mostró una navaja. Su amigo le pidió al delincuente que no se alterara, advirtió que iba a sacar su billetera (para que no pensara que iba a sacar un arma blanca, igual a la que él tenía en la mano) y ofreció su celular. El delincuente se conformó con los dos billetes de cincuenta y el teléfono móvil. Guardó el producto del robo y echó a correr. El amigo dejó que avanzara unos metros y él hizo lo mismo, echó a correr, en dirección contraria. Mientras duró el atraco ninguna persona caminó por ahí, eran las cinco de la tarde (tarde llena de sol, de luz). El amigo, a la hora que echó a correr, vio que detrás de los cristales de una ventana, cuatro pares de ojos lo miraban. Esos vecinos habían sido testigos del atraco, pero permanecieron sin hacer algo. ¿Para qué meterse en camisa de cuatro varas?

Posdata: He caminado, mucho. Camino por el simple placer de hacerlo. A veces salgo de mi casa sin una ruta previa. Voy al parque central, camino con cuidado, porque ahora las banquetas están cubiertas de lajas resbalosísimas. Camino con sumo cuidado. Ya no puedo caminar con el caminar atrabancado de los jóvenes. Bajo por la “bajada” de Guadalupe, siento el viento que viene de la Ciénega, miro el árbol jacarandoso lleno de morados, aspiro el aroma que vuela de las florerías, doblo a la izquierda y, a la mitad de la calle, encuentro la peluquería de mi maestro Armando Aguilar, peluquero que me cortó el cabello desde niño. Salgo sin ruta previa, sólo la que dicta el corazón. De hoy en adelante haré la misma ruta, pero ya no entraré a la peluquería de mi maestro Armando, porque mi mamá me dijo que la otra tarde escuchó que las campanas del templo de Guadalupe tocaron a muerto. Dejó de lavar los trastes, levantó la cara y oyó. Dejó que el tañido se deshiciera. Pensó que esas campanas anunciaban la muerte de alguien. Al otro día se enteró que era misa en honor al maestro peluquero. “Si lo hubiera sabido habría ido a misa”, dijo mi mamá.
Si algo me causa ansiedad es ir a cortarme el cabello, me enerva sentarme frente a espejos que reflejan mi imagen, tener que decir algo con el hombre (o la mujer) que me corta el cabello. Un día te conté, mi niña, que tal ansiedad se diluía cuando hallaba a mi maestro Armando en su peluquería. Ahí él era quien hablaba, él quien me contaba cómo era mi casa, cómo era yo de niño y cómo él y mi papá fueron amigos.
Ahora caminaré, como siempre lo he hecho, sin ruta preestablecida, pero cuando pase por la casa de mi maestro extrañaré su presencia. Desde acá mando un abrazo respetuoso a toda su familia. Permitan que les diga que don Armando fue un hombre trabajador, un buen hombre.