martes, 31 de enero de 2017

EN TIEMPOS DE MUROS




Tío Pepe es un exagerado. Una vez se enojó cuando Alicia, en respuesta de dónde había conseguido los tsitzimes, dijo: “Los pepenó, mi hermano Adrián”. ¡No lo hubiera dicho! El tío dijo que él era siempre muy positivo y que en su casa nunca debían decir Pepe no, sino Pepe sí. Alicia rio, pero yo la llevé a la cocina y le expliqué que el tío Pepe era muy estricto, muy exagerado, así que más le valía tomarlo en serio.
Es tan exagerado que, ahora con las declaraciones de Trump, se ha vuelto un nacionalista a ultranza. Exige que todos los comitecos nos unamos y dejemos de consumir dulces extranjeros, que sólo comamos dulces locales, ¡ah, pero eso sí!, está prohibido comer esos dulces que se llaman trompadas, porque suena como si dijéramos Trumpada, que mejor comamos puros chimbos, pero que sí es mucha la gana, en lugar de decir trompada, digamos Peñada, en apoyo al presidente de la república.
De igual manera exige que talen esos árboles que están sembrados en el campo de fútbol de los zanjones, que se llaman Dólar, y que plantemos una variedad que se llame peso mexicano.
Cuando alguien nos pregunte si vamos a ir al cine digamos, con todas sus letras: “A güevo”, o “Como dijo el padre Naty” y que, ¡jamás!, volvamos a decir esa derivación posmoderna de “A Wilson”. Que los Wilson se vayan por donde vinieron.
Que los rucochavos que vivieron su adolescencia en los sesenta nunca vuelvan a mencionar la palabra Beatles, que cuando alguien les pregunte cuál fue el grupo musical más fregón del siglo pasado digan: Los escarabajos (Y digo que el tío es un exagerado, porque ya está en contra de todo lo que suene a inglés, sin importar si proviene del país de Trump o si viene de Inglaterra, que nada tiene que ver en el ajo).
Pobres los lectores. El tío Pepe está exigiendo que no vuelvan a mencionar el nombre de Jack London, en todo caso, si alguien quiere leer la novela “El colmillo blanco”, que diga que es un libro de un tal Londres. ¿Alguien quiere leer una novela de Heming-way? Que diga que lee un libro de un tal Jemin camino.
Que nadie salude con el clásico anglicismo hello. Que si es mucha la gana de sentirse pipirisnai (chic) diga jaló, así, con tilde en la o, para que suene bien comiteco.
Levanta la mano como la tiene levantada Belisario Domínguez en la estatua que está en el senado y exige que, a partir de hoy, todos los Bryan se llamen Caralampio, por default.
Que los shorts se llamen justanes y que los creídos, en lugar de decir good bye, digan, como decían los comitecos en los años sesenta: jusbay.
Que los wc se llamen lugares para fueriar y que cuando alguien se refiera al presidente de los estados unidos de Norteamérica diga “El chocante” y con ello ya todo mundo entenderá.
Que todos los pantalones tengan cierre y no ziper; que en lugar de tomar corn flakes en las mañanas todo mundo tome laminillas de maíz (pero no transgénico).
Que nadie chatee, sino que todo mundo argüendee y, por favor (lo dice con tono de orden), que nadie vuelva a repetir esa frase chocante de los hippies de “Make love, not war”. Que acá en Comitán se diga “Echá cotz, no ‘tés jodiendo”.
Alicia tomó la decisión de no regresar a casa del tío. Dijo que no tenía necesidad de oír estupideces de un viejo tonto.
Yo nada digo. O bueno, ¡sí!, digo que el tío Pepe es de otros tiempos, de tiempos en que los jugadores de la selección de fútbol consideraban un honor pertenecer a ella y defendían con dignidad el uniforme, porque simbolizaba a nuestro país. El tío Pepe es de tiempos donde el civismo era un valor importante; de tiempos en que no teníamos necesidad de importar nombres, los José se llamaban Pepe y no Joseph y los Donaldos se llamaban así y no Donald’s.

lunes, 30 de enero de 2017

LOS VERSOS MÁS TRISTES





Ya no tomo bebidas alcohólicas. Soporto poco a los borrachos. Cuando bebía fui más impertinente que los fastidiosos borrachos de hoy, pero no creo en eso de que debo pagar por culpas pasadas. Quienes padecieron mis impertinencias en el pasado deben tener un bono adicional y serán recibidos en las habitaciones más exclusivas del cielo. Yo, bien puedo estar en una habitación modesta del infierno.
No soporto a los borrachos, pero el otro día pasé por la cantina de la segunda y Romeo estaba en la ventana y me llamó con un apuro inusitado. “Vení a mirar quién está acá”. Me sentí obligado a entrar, Romeo ha sido un amigo afectuoso que, siempre, me ha dispensado un trato especial. A veces comentamos lecturas de libros, es un buen lector. De haber sabido que Romeo ya estaba muy borracho hubiera seguido caminando de frente. Entré, pero con la convicción de no estar más de cinco minutos. Cuando saludé a Romeo supe que ya estaba muy tomado. Romeo llamó al mesero y pidió que me sirviera una cerveza. Dejé que el mesero cumpliera la orden. Romeo me jaló hacia su silla y me dijo al oído: “¿Ya viste quién está allá? ¡Neruda!”. Luego lo repitió en voz alta, altísima. Vi hacia donde Romeo señalaba. En una mesa distante estaba un hombre gordo, con barba, tomando una cuba. Parecía estar solo, porque las demás sillas estaban arrimadas a la mesa. Romeo hablaba ya de manera estropajosa. Su mirada parecía estar detrás de un cristal, estaba opaca. “¿Qué estará haciendo acá en Comitán?”, preguntó Romeo, de nuevo a gritos. Alcé los hombros. El mesero trajo la cerveza, la abrió, sirvió un poco en un vaso y éste lo dejó frente a mí.
Me sentí incómodo. Pensé cómo hacerle para retirarme de ahí. Romeo estaba ya muy tomado. Yo sé que los borrachos comienzan a hacer impertinencias y éstas, a veces, se convierten en ofensas. Romeo me abrazó y me dijo, a gritos, que le pidiéramos a Neruda que declamara esa de “Puedo escribir los versos…”.
El juego tomaba un camino inusitado. Vi que el hombre se movió de manera incómoda en su silla. Vi con más atención al hombre y, salvo su gordura, no tenía ninguna semejanza física con el poeta.
Romeo tomó su cerveza, chocó mi vaso y dijo: “¡Salud, salud por los poetas del mundo!”. Tomé mi vaso y lo alcé. Romeo, sin tomar algo, dejó la botella con un movimiento brusco. El golpe sobre el tablero metálico de la mesa hizo que el hombre al que Romeo confundía con Neruda nos viera de nuevo.
“¡Neruda, pinche comunista de mierda!”, dijo Romeo y quiso pararse, pero yo lo evité. No lo hubiera hecho. Romeo me vio y dijo: “¿Lo vas a defender, ah?”.
Dios mío, pensé qué hacer. Por fortuna no hubo necesidad de más. Apenas iniciaba a pensar qué hacer, cuando el hombre gordo, chaparrón, se acercó a la mesa donde estábamos y, dirigiéndose a Romeo, dijo: “Siento mucho no ser el que usted cree. No, señor, no soy Neruda”. Tendió la mano y se presentó: “Soy Carlos Slim”. Romeo levantó la mirada perdida y balbuceó: “Mucho gusto”. “¿Puedo invitarles una cerveza?”, preguntó y Romeo, con un hilo de baba cayendo de su boca, dijo que sí, que era muy amable. Carlos Slim llamó al mesero y pidió que nos sirvieran otra ronda. Pagó y se retiró del local.
Romeo cerró los ojos y sostuvo su cabeza en la mano izquierda. “Ya se fue Neruda”, dijo. Yo, no sé por qué (o sí sé bien) dije: “Yo también me voy”. “Sí -dijo él- andá detrás de él y pedile que te recite esa de Puedo escribir los versos…”
Dejé de beber alcohol hace muchos años. No soporto a los borrachos.

sábado, 28 de enero de 2017

CARTA A MARIANA, DONDE LAS ARDILLAS REVOLOTEAN COMO PALOMAS





Querida Mariana: ¿Qué instrumento musical prefieren las palomas? ¿Es un atrevimiento decir que las palomas prefieren el sonido de las campanas? Digo esto porque he visto bandadas en los campanarios de los templos y cuando las campanas suenan, las palomas vuelan y las veo volar contentas, dichosas, y luego regresan al campanario y a los techos de los templos y caminan como si fueran pavos reales. Mi prima Roseta decía que las palomas volaban al ritmo que el badajo marcaba, como si las palomas fueran soldadescas y recibieran órdenes del trompetero. Y cuando lo decía recordaba que en la primera o en la segunda guerra mundial las palomas mensajeras sobrevolaron territorios enemigos para llevar las noticias de los ejércitos aliados. Pero, en realidad lo que hacían era huir del estruendo de las bombas lanzadas por los cañones. Buscaban espacios donde la paz era el nido codiciado.
¿Qué sonidos seducen a los mirlos, a los venados, a los elefantes, a las tortugas, a las ardillas? No lo sé bien a bien.
La única certeza es que a los animales no les gusta el escándalo de los cuetes. El ruido del turrupe (que así llamaba el maestro Bernardo Villatoro al cuete, porque tiene tufo, es ruidoso y peligroso) es un sonido que lastima la dignidad de los animales.
Roseta dice que a los venados les gusta el sonido del aire cuando pasa por entre las hojas de los árboles. Yo recuerdo el sonido del aire que escuchaba cuando iba a los Lagos de Montebello con mis papás (hablo de los años sesenta, de cuando no había carretera asfaltada; de cuando nos trepábamos en un camioncito que se desplazaba por caminos de terracería en medio de árboles que provocaban humedad y sombra). Cuando llegábamos a la zona de Los Lagos y todo mundo ayudaba a bajar la mesa y las sillas, yo caminaba hacia el bosque por un sendero, me paraba y cerraba los ojos. El sonido del viento circulando por las frondas era como un sedante. El aire caminaba casi silencioso, por eso cuando estaba fuera del bosque no escuchaba sus pasos, pero cuando el aire pasaba por en medio de los laberintos de los árboles el roce de las manos del aire era como un canto de concierto. Roseta dice que los venados toman agua en las orillas de los riachuelos y luego van al interior del bosque a escuchar el rezo del viento. Dice que esa es la vida de los venados, que ese es su gusto.
¿Y los elefantes? ¿Qué sonido cautiva el espíritu de los elefantes o de las jirafas? ¿El sonido de un tambor lejano en el corazón del África?
En casa, mi Paty tiene un cotorro australiano (debo decir que es el único animalito en el mundo que dice pichito. Cuando llego de la calle, el pájaro me recibe diciendo: pichito, pichito, pichito, pichito. Lo hace sin descanso, casi hilando la to final con el pi de inicio. Esa seguidoña es un rezo sensacional. Mientras lo dice va de un lado a otro de su jaula, se mueve como si tuviese parkinson en todo el cuerpo y con más intensidad en su colita, que para como si fuese una señorita de alta sociedad). El guazú (que así lo bautizó Paty) disfruta cuando, el domingo a las doce del día, pongo en la televisión el concierto que ofrece la OFUNAM. A veces pienso buscar alguna grabación que tenga sonidos de instrumentos individuales para ver cuál de todos es su predilecto. ¿Le satisfará el piano? ¿Tal vez el violín sea su consentido? A mí me gustaría que un experto en animales me dijera cuáles instrumentos prefieren. Por ejemplo, ¿un canario qué prefiere? ¿El tambor? ¡No! El tambor está descartado. Tal vez, el canario se sienta muy bien cuando alguien toca una flauta. ¿Y una ardilla? ¡Ah, querida mía, dejá que te cuente la historia de la ardilla que le encanta escuchar el sonido de labios chasqueando!
La historia es muy sencilla. ¿Mirás los personajes que están en la fotografía que te anexo? Ahí está don Silvino Cano y la ardilla muchachita (porque es hembrita). Ambos son vecinos de San Sebastián. Don Silvino, desde saber cuántos años, tiene su estudio musical frente al parque, y la muchachita, desde hace unos cinco o seis meses corre de una rama a otra de los árboles viejos de ese parque. Ambos son esa parte esencial del paisaje urbano. Si uno de los dos no estuviera, el parque tendría otro color, como de hoja seca. La presencia de don Silvino y la presencia de la muchachita hacen que el parque sea más afectuoso, más de sonrisa de ardilla.
Y digo que la historia es muy sencilla, porque, cuenta don Silvino, una tarde apareció en el parque una ardilla (el barraco, dice don Silvino). ¿Quién sabe de dónde llegó? Nadie lo sabe a ciencia cierta. Tal vez este macho reconoció que hace años, varios años, el parque de San Sebastián no sólo era visitado por los comitecos, sino también por los pajaritos (los llamados garbanceros), uno que otro zanate, uno que otro colibrí y, ¡maravilla!, ardillas. Sí, varias ardillas convirtieron al parque en su hogar permanente. Pero, de igual manera, una tarde, esas ardillas desaparecieron quién sabe por qué. Este es un enigma como el de la desaparición de los mamuts o de los dinosaurios. Claro, acá no ocurrió la caída de un meteorito, tal vez algún cabrón los corrió a punta de pedradas o los metió en un costal y fue a venderlos en el mercado. Se sabe que nunca faltan los cabrones que se roban las plantas de los parques o los cables de cobre. De igual manera nunca faltan los que atrapan loros o secuestran perritos para ir a venderlos.
Pero, por ahora, ¡qué bueno!, el parque de San Sebastián cuenta con una pareja de ardillas (la muchachita y el macho) que, parece, ya tienen crías. Don Juanito, que es el bolero del parque, asegura que ya ha visto a dos o tres ardillas pequeñas, que andan con las colitas levantadas, muy orgullosas de haber nacido de tales padres y de tener como su lugar de origen el parque histórico donde se prendió la flama de la libertad de Chiapas y de Centroamérica. ¡Nadita!
Una tarde llegó el macho y, como si fuese Adán en el Paraíso, don Silvino vio que estaba solo y dijo: “No es bueno que este barraquito esté solo, le haré una ayuda idónea”, y fue a comprar una ardilla hembra (a quien bautizó como la muchachita), y la ardillita llegó y vio que ese espacio de San Sebastián era el Paraíso y conoció al varón y he acá que procrearon crías para celebrar los cincuenta años de la parroquia.
Y digo que soy testigo de que a la ardilla le gusta el sonido del chasqueo de los labios, porque todas las tardes don Silvino sale del cuarto, que siempre tiene las puertas abiertas porque hasta ahí llegan los clientes que hacen contrato para que la Marimba Tradición Chiapaneca amenice los guateques, cruza la calle, llega hasta un arriate y comienza a emitir un sonido con su boca. Don Silvino (tiene el don en su nombre) silba, silba, de manera casi inaudible, pero el oído sensible de la ardilla capta ese sonido armonioso y baja moviendo la cola como metrónomo y llega hasta donde la mano del hombre le ofrece un pedazo de elote. La muchachita atrapa la comida y sube hasta lo más alto del árbol y ahí, con las dos manitas, desgaja todos los granos de maíz. ¡No deja uno solo! Cuando termina, desde la altura, suelta el olote y éste, por la bendita ley de la gravedad, cae al piso. El sonido es sordo, rotundo. No sé si algún paseante ha recibido un olotazo, como antes lo recibían los asistentes al Cine Comitán que se sentaban en luneta, porque los de gayola, como ardillas, aventaban los olotes desde arriba. El trozo de elote queda sin un solo grano. La muchachita y el macho hacen honor a su condición de roedores y dejan limpio el olote.
Es emocionante escuchar el sonido que hace don Silvino al chasquear sus labios, asimismo el sonido que hace la ardilla al triturar los granos de maíz, y el sonido de piedra que se escucha cuando la ardilla suelta el pedazo de olote y cae al piso. Son tres sonidos que se han agregado a los tradicionales de San Sebastián. Porque este parque tiene sus sonidos propios que le vienen de tradición: ahí está el de la marimba, cuando don Silvino ensaya; ahí está el sonido de los pasos de Ciro, el maravilloso sacristán del templo; ahí los sonidos de los pasos de hombres y mujeres que usan el parque como sucedáneo de la pista de carreras. En San Sebastián hay un rumor como de mar cada vez que las mujeres caminan para ir a misa y, por supuesto, aparecen los sonidos de las campanas que vuelan como palomas incansables a la hora de convocar a los fieles. Hay otros sonidos discretos que pueden captar los oídos sensibles: el sonido de los labios de la muchacha bonita a la hora de chupar la paleta de chimbo o a la hora de besar de lengüita a su novio. A veces se escucha (es una pena, pero es así) el sonido de la botella de charrito a la hora que el teporocho la tira al lado de la banca metálica.

Posdata: Si alguien se sienta en la rotonda donde está el busto de Josefina García y cierra los ojos puede escuchar los pasos de las ardillas corriendo por entre las ramas. Es un sonido que no debiera perderse, que debiera procurarse. Ojalá que el parque tenga más, muchos más, Silvinos que protejan a las ardillas, que les den de comer y procuren su armónica convivencia.
¿Qué instrumento musical prefieren escuchar las muchachas bonitas como vos o como Roseta? ¿Las ardillas bonitas se solazan con el sonido del chasquido de los labios?

viernes, 27 de enero de 2017

DEFINICIÓN DE ESTANQUE





Cuando alguien, en una sobremesa, propone decir cuál es la palabra que más nos gusta, Elena siempre dice palabras que comienzan con es. Dice que le resulta fantástico que haya palabras que siempre reafirman, a través de un tercero, lo que son, que se enorgullecen de ello. Por ejemplo, le encanta nombrar la palabra esfumino, pero, por encima de todas, le fascina pronunciar estanque. Siempre pregunta:”¿A poco no es bello escuchar que alguien confirma su condición de tanque?”. ¡No hay posibilidad de duda!, dice. Es como si alguien preguntara: ¿Es tanque?, y el otro respondiera: “¡Claro, bobo! ¿Qué no ves que lo estamos diciendo? Estanque”.
Si uno busca una definición de diccionario encuentra que estanque es “Un depósito artificial de agua con fines ornamentales o prácticos, como la cría de peces o de riego”, pero también existe una segunda acepción que elimina lo artificioso de lo artificial y concede al estante una condición natural; es decir, un estanque puede ser “Un depósito de agua que se forma en una depresión del terreno”.
Recuerdo que una vez, siendo niño, Marcos me invitó a jugar a su casa. Llegué muy formal, bien vestido (porque mi mamá siempre me enviaba así cuando iba a casa de algún amigo, para que la mamá de éste viera que yo era un niño bien). Marcos abrió la puerta y, sin darme tiempo de otra cosa, me jaló y me llevó al sitio de la casa, donde había un promontorio de arena que serviría (me explicó) para la construcción de un gallinero. Marcos buscó un palo y me dijo que cavara. ¿Qué?, pregunté. Sí, confirmó él: ¡cava!, y, tal vez pensando que yo ignoraba el significado de la palabra, dijo: ¡Haz un hoyo!, y, ya considerándome un verdadero estúpido, con sus dos manos hizo la mímica de tener una pala y abrir un agujero en la tierra. Yo estuve a punto de decirle que el palo estaba muy lejos de ser una pala, pero como se trataba de jugar, tomé el palo y lo enterré en el suelo, le di vueltas, como si batiera chocolate. El resultado fue infame. ¿Cómo sacaba la tierra que había aflojado? Porque, todo mundo sabe, que para hacer un hoyo hay que retirar la tierra sobrante, casi casi como si fuese un escultor y desechara el mármol sobrante. Marcos se acercó y, de manera violenta, me quitó el palo, dijo: “No, así no lo haremos nunca”. Aventó el palo, se hincó y comenzó, como gato, a escarbar con sus manos. Me ordenó: “¡Híncate!”. Y yo me hinqué. Comencé a escarbar la tierra, la dura tierra, a retirar terrones y a hacer un amontonamiento a mi lado, igual que lo hacía él. Al final, después de varios minutos, sudados, empolvados, con las manos agrietadas, con las caras rojas, como metal sobre yunque, terminamos un hueco con un círculo de cincuenta centímetros y unos quince de profundidad. Marcos se paró, dijo que ya estaba y corrió hacia la casa. Yo me paré, vi mi ropa y pensé en la regañada que me esperaba en casa. Marcos volvió con una cubeta y una bolsa de plástico con agua. La bolsa contenía un par de pececitos que se movían de un lado hacia otro de las paredes transparentes. Marcos traía la bolsa en la mano derecha, subió ésta a la altura de sus ojos y vio a los pececitos. Dijo: “Ya les hicimos su estanque” y me vio. Me dijo que llevara agua. Tomé la cubeta, fui al tanque que estaba en un esquinero del sitio, al lado de un árbol de limón. La superficie del agua estaba llena de florecitas blancas. Metí la cubeta y la saqué casi llena. Llevé agua dos o tres veces, hasta que el estanque quedó lleno casi al borde. Marcos abrió la bolsa de plástico y la metió en el estanque. Los dos pececitos salieron de la bolsa y nadaron en el agua de nuestro estanque. “¡Lo hicimos, lo hicimos!”, dijo Marcos. Me tomó de las manos y comenzó a darme vueltas en un baile absurdo. Yo reía, pero, no sé por qué, no estaba alegre. Pensaba en mi mamá. Marcos suspendió la danza y se hincó frente al estanque y buscó a los pececitos, el agua ya estaba turbia, la transparencia del plástico y la claridad del agua habían desaparecido. Yo vi que el agua de nuestro estanque había bajado. Sin ser un experto supe que el agua estaba siendo chupada por la tierra, de manera muy rápida. El agua se estaba consumiendo. Le dije a Marcos que sacara la bolsa de plástico. Pensé llenarla con agua de nuevo para poner a los pececitos, pero vi que Marcos lloraba, tenía entre sus manos a un pececito que ya no coleteaba, que ya se había convertido en pescado.
Cuando regresé a casa hallé a mi mamá en la cocina, preparaba la cena. Me vio y abrió los ojos como si fuera un pescado. “¿Qué te pasó?”, me preguntó. Y yo iba a decirle que había hecho un estanque, pero bajé la mirada y, llorando, dije que me había caído en un charco. “¡Cuándo no! ¡Cuándo no!”, dijo mi mamá, y me llevó a la recámara para cambiarme de ropa.
Igual que a Elena a mí me gustan las palabras que comienzan con es, por ejemplo: estulticia. Cuando la digo me paso todo el día preguntándome: ¿Qué es tulticia?

jueves, 26 de enero de 2017

UN MURO INVISIBLE




¿De qué lado del muro estás? Decí que estás de este lado, de este lado del muro. Porque siempre es así. Cuando hay un muro hay gente de este lado y del otro lado. Los muros dividen, separan. Alguien podrá pensar que la separación es nefasta, es brutal. Si pensamos en el Muro de Berlín, por ejemplo, pensamos en la terrible realidad que vivieron las familias que fueron obligadas a separarse. Pero no siempre es así. Hay ocasiones en que los muros son necesarios, porque del otro lado del muro quedan los monstruos. Pensemos en las ciudades amuralladas que se convirtieron en tales para evitar que los maleantes siguieran delinquiendo. Los del otro lado del muro eran los nefastos.
¿De qué lado del muro estás? Decí que de este lado del muro. Porque de este lado estamos los soñadores, los que construimos día a día el país.
¡Cuidado! Hay personas que, en apariencia están de este lado del muro, pero no son de los nuestros. Llamémosles infiltrados, agentes secretos, hipócritas, corruptos, vende patrias, porque están de este lado, pero su corazón y su espíritu están del otro lado del muro. Deberían estar de aquel lado.
¿De qué lado del muro estás? Decí que de este lado del muro. Acá en donde el sol es como un colibrí que no se cansa de libar en la flor de la esperanza. Decí que estás acá y que acá seguirás sembrando las utopías tan necesarias para tiempos de tormentas.
Hubo un tiempo en que los piratas llegaban a las costas y se apoderaban de las prendas más amadas de los pobladores. Eran delincuentes que no tenían patria, que erraban por los mares y cuya única posesión era un barco, cáscara de nuez a la deriva. ¿Te parece conocida esta historia? ¿La comparás con algo que ahora está cercana a nuestros tiempos? Piratas errabundos.
¿De qué lado del muro estás? Decí que estás en este lado. Acá en donde los niños juegan con columpios, donde el cielo sigue siendo un campo de entrenamiento de gaviotas y de chinchibules. Decí que siempre estarás de este lado, acá en donde los campos huelen, todavía, gracias a Dios, a manzanilla y a canela.
No había muro. Ahora lo hay. ¡Qué bueno! Porque de este lado quedamos los que tenemos alas, los que acompañamos con coros la voz diaria del universo.
¿De qué lado del muro estás? Decí que de éste. Acá en donde las recetas son herencia de las abuelas y los legados son los cuadernos de los abuelos. Acá en donde los libros de historia cuentan leyendas y las leyendas cuentan historias.
Ahora hay un muro. ¡Qué bueno! De este lado quedamos los que abrimos ventanas en todos los cielos.
¿De qué lado del muro estás? Decí que de este lado del muro. Y acá construirás tus deseos y darás forma al techo donde tus hijos crecerán alejados de los garfios de los monstruos y de los delincuentes.
Sólo tené cuidado, porque acá, de este lado del muro, hay muchos infiltrados. Buitres con piel de oveja que hablan amores de esta tierra y comprometen su palabra con el corazón de los nobles, pero, que en realidad son como aquéllos que, cínicos, confiesan: “Amamos a los mexicanos, pero primero están los intereses de nuestra nación”.
¿De qué lado del muro estás?

miércoles, 25 de enero de 2017

COMITÁN Y PARÍS, CIUDADES GLORIOSAS





Comitán, ¿desaparecerá algún día?
Vila-Matas dice que “París no se acaba nunca”. El escritor español dice que esta frase la tomó de Ernest Hemingway, quien la escribió en su libro “París era una fiesta”. Esta frase es un poco como aquella muy conocida que, con tono de yucateco, decimos en México: “Si el mundo se acaba me voy a Mérida, lindo”. Hay lugares que, creemos, nunca terminarán. De hecho París estuvo a punto de acabar en la segunda guerra mundial. Los libros de Historia Universal consignan que en 1944, los nazis (claro, por orden de Hitler) tenía un plan perfectamente calculado para acabar con París. En puntos claves colocarían explosivos para terminar con los edificios más emblemáticos: la Torre Eiffel, el Jardín de Las Tullerías, la Catedral de Notre Dame, el museo del Louvre, entre otros. ¿Podemos imaginar a París sin estos edificios? ¿Alguien, ahora, puede imaginar a París sin el Louvre, sin la torre? Pero, tal como profetizan Vila-Matas y Hemingway, París ¡no se acaba nunca! ¿Podemos decir lo mismo los comitecos respecto a nuestro pueblo? ¿Podemos decir: Comitán no se acaba nunca?
La historia dice que los encargados de cumplir la orden de mutilar a París no la hicieron. Parece que imperó el amor y la admiración por esa ciudad magnífica.
No se descubre el hilo negro al decir que París es París no sólo por sus edificios sino por todo lo que le da su nombre; es decir, si los nazis hubiesen cumplido su nefasta amenaza, en este 2017 París seguiría viva, porque, no está de más decirlo, París es su identidad cultural. Los franceses, al término de la ocupación alemana, habrían reconstruido su ciudad. Si bien siglos de historia habrían zozobrado, muchos siglos más de esplendor habrían renacido. La capacidad humana es infinita. ¿Qué hicieron los japoneses cuando vieron devastadas Hiroshima y Nagasaki? Levantaron líneas de luz sobre el abismo de oscuridad.
Comitán, gracias a Dios, no ha sufrido la epidemia de la guerra, pero ¿podemos decir que no acabará nunca? La pregunta podría parecer gratuita y boba. Tal vez, el ánimo impelería a decir, al modo de Vila-Matas y de Hemingway, que ¡Comitán no se acaba nunca!, pero, quienes vivimos acá advertimos, sin advertirlo bien, que hay intentos soterrados de colocar explosivos en algunos lugares emblemáticos. No me refiero, por supuesto, a explosivos reales, sino a movimientos culturales que están socavando nuestra identidad. Iván Iváñez, chilango radicado en Comitán desde hace ocho años, dijo el otro día en la radio que advierte un fenómeno de extinción de nuestros modismos.
Todo mundo sabe que el lenguaje define a las civilizaciones. Es a través del lenguaje como damos existencia a los objetos y a las relaciones humanas. Sin el lenguaje recularíamos en la cadena evolutiva y los seres humanos seríamos simples changos.
Nuestros complejos están minando, poco a poco, nuestra torre, nuestro museo y nuestra catedral; es decir, lo que somos, por lo que somos.
Movimientos neo nazis aparecen en el mundo. Estos grupos (sin necesidad de usar explosivos reales) están destruyendo las identidades culturales e imponiendo su propia forma de pensar. Basta ver el rebumbio que se genera ahora con la presencia de Donald Trump en la presidencia de los Estados Unidos. Pareciera que los intentos de este presidente son los de fracturar los edificios más emblemáticos de las ciudades.
Muchas voces en nuestro país nos alientan a volver la vista hacia lo nuestro, hacia lo mexicano, hacia lo que nos ha costado siglos y siglos construir. ¿Tendremos la capacidad, los mexicanos, para hacerlo, para evitar el derrumbe de nuestros edificios de identidad más simbólicos?
¿Y los comitecos? ¿Cuándo comenzaremos a apuntalar los edificios de nuestra cultura?
Cientos de historiadores han demostrado que los Estados Unidos de Norteamérica están hechos de retazos, que no tienen una historia que los soporte, como sí ocurre en el caso de nuestro país.
De igual manera, Comitán es un pueblo que tiene su cimiento en profundas raíces históricas. ¿Podemos ahora decir que Comitán no se acaba nunca? ¿De verdad?

martes, 24 de enero de 2017

ROSELIA





Se murió Roselia, la campanera. El pueblo lamentó su ausencia. Roselia era una de las pocas campaneras en el país. Cuando menos en el pueblo, antes de ella, los repicadores habían sido hombres.
“¿Y ahora qué vamos a hacer?”, le preguntaron al párroco las integrantes de la congregación Hijas de María. Él, con las manos en la frente, sólo movió la cabeza en sentido negativo. Estaba devastado ante la noticia de que Roselia había resbalado del escalón más alto de la escalera de piedra del campanario. Como si fuera un coco, su cabeza se abrió en dos. Por ahí se le escapó el alma.
Rosendo, quien siempre ha sido un cabrón, comentó con los amigos, a la hora de la cerveza: “Dicen que las beatas le preguntaron al padre: ¿Qué vamos a hacer? ¿Qué van a hacer ellas? ¡Nada! La pregunta es: ¿Qué va a hacer él? Se quedó sin su novia”. Todos hicieron silencio. Roberto pidió otra ronda y, dos minutos después, todo mundo había olvidado el comentario de Rosendo.
Pero el pueblo sabía que Roselia se había convertido en campanera porque profesaba una admiración exagerada al padre Eugenio y éste había cedido a la petición insólita. El padre Eugenio llegó al pueblo cuando murió el padre Juan, que había sido el párroco por más de treinta años. El padre Juan había envejecido a la par que el pueblo se modernizaba. Por esto, cuando el padre Eugenio llegó con sus veintitantos años de edad, causó conmoción entre las beatas jóvenes y maduronas y la fila para confesarse se hizo más grande que nunca. Todas le llevaban algún detalle, como pasteles, galletas, mole o tostadas, pero él no aceptó ninguno. En la misa del primer domingo que ofició, dijo, a la hora del sermón, que tenía una dieta muy estricta y que, además, su misión era dar, no recibir, pero, el muy cabrón (comentó Rosendo) dijo que si los feligreses querían mostrarle su afecto bien podían dar su generoso donativo en efectivo que él se encargaría de repartir entre los pobres más pobres de la iglesia. Así, a partir de ese día, las mujeres compitieron por ver quién era la más dadivosa. Casi tenían la seguridad de que el padre sería complaciente con la mujer que ofreciera más dinero. Rosendo decía que el curita (así lo trataba) antes de decir Ave María Purísima extendía la mano para recibir los billetes, como si fuera cajero de un banco.
Cuando murió don Elpidio, el viejo que había sido el campanero de la iglesia los mismos años que el padre Juan había sido el párroco, el padre Eugenio, en misa de siete de la mañana, preguntó si alguien sabía quién podía sustituir al campanero. Desde la última fila, Roselia se puso de pie, levantó la mano y dijo, con su voz de muchacha de dieciocho años: “Yo, padre, yo seré la campanera”. A todo mundo sorprendió la osadía de Roselia, pero al padre Eugenio más, por la contundencia de la oración: Yo seré. Rosendo dice que el curita se atolondró y tuvo necesidad de colocar ambas manos sobre el barandal del púlpito.
Roselia era la muchacha más perseguida del pueblo, tenía ojos como de lago y sus muslos y trasero parecían los de una potranca de pura sangre. Los muchachos esperaban en la rotonda que rodeaba a la ceiba y cuando entraba al templo se sentaban detrás de ella para verla en plenitud. A la hora que los fieles se paraban y rezaban el padre nuestro, con las manos abiertas como flor y con los ojos cerrados, los muchachos quedaban sentados y no despegaban sus miradas de las nalgas de Roselia. Por eso, todos se decepcionaron cuando, al día siguiente de la petición, vieron que Roselia daba los toques para la misa de siete. Supieron que habían perdido. Rosendo dijo que el curita les llevaba ventaja porque, sin duda, su cuerpo lo bañaba con agua bendita, y cuando lo dijo se pasó la mano por la entrepierna.
¿Cómo el padre aceptó la propuesta de Roselia? Él sabía lo que iba a provocar, porque conocía el dicho de pueblo chico ¡infierno grande! ¿Qué iba a decir la gente? Lo que Rosendo, como si fuese maíz para palomas, regó por todas las calles; lo que medio pueblo, en voz baja, criticó: “¿Cómo era posible que una mujer diera los toques para llamar a misa?”. Tal vez esto último fue lo que motivó a aceptar la propuesta de la muchacha. Lo que Rosendo pregonaba no tenía mayor peso específico. El padre sabía que el viento siempre levanta hojas secas. Así que cuando llevó a Roselia a la sacristía y, sentados ambos frente a frente, le preguntó por qué quería ser quien tocara las campanas y ella, con una sonrisa de chupamirto, le dijo que soñaba con hacerlo, porque quería estar más cerca de Dios, él aceptó. Roselia se hincó ante él, le besó las manos y agradeció. Le pidió, por favor, que grabara los toques que al día siguiente iba a hacer, para que constatara que el sonido sería igual que el que el difunto don Elpidio lanzaba a los cuatro vientos. Así que la mañana siguiente, subieron juntos y el padre grabó, con su celular, el primer toque de las cinco y media. Después que Roselia dejó la cuerda y se sentó al lado de él, le pidió oír sus toques. Él eprodujo la grabación y ambos sonrieron. El padre bajó los escalones de dos en dos porque debía vestirse para la misa. Desde la sacristía oyó el segundo repique y el tercero. Roselia, pensó, cumplirá su sueño y cada vez estará más cerca de Dios. Pero cuando recibió la noticia de lo que a la muchacha le había ocurrido (un año y tres meses después de haber iniciado su labor) se persignó y quiso borrar ese pensamiento que resultó funesto vaticinio.
“Y ahora, ¿qué vamos a hacer?”, repitieron la pregunta las mujeres. Entonces, el padre, ya más sereno, dijo que no se preocuparan en buscar sustituto o sustituta. Roselia seguiría siendo la campanera por el tiempo que él siguiera atendiendo la parroquia.
Al día siguiente, a las cinco y media de la mañana, se oyó el primer repique. Sonó con la misma intensidad que lo hacía el viejo Elpidio, con la misma alegría con que lo hacía Roselia.
Desde entonces, cuando hay que convocar a la comunidad, el padre conecta el celular a las bocinas y reproduce la grabación realizada la mañana siguiente en que Roselia levantó la mano y dijo, con su voz de muchacha dulce: “Yo, padre, yo seré la campanera”.

lunes, 23 de enero de 2017

ELECCIÓN DE VIDA




Imaginemos que alguien me da a elegir un lugar para sentirme bien. ¡Hay tantos, pero tan pocos! Conforme he avanzado en edad mis preferencias han cambiado, pero hay lugares que han permanecido inalterados y otros que ahora desprecio. Por ejemplo, sólo como ejemplo, diré que hubo un tiempo en que me sentí bien en las cantinas, al lado de mis amigos. Claro, esto era a la hora de sentarme y pedir la primera cerveza y recibir el caldo caliente de mollejas y el chile al pastor y las tostadas de manteca. A la hora en que la plática sabrosa era como el vuelo de un colibrí. Después de cuatro cervezas y seis cubas, preparadas con brandi y refresco de cola, el espacio se me movía, en forma literal y en forma metafórica. El espacio que había sido luminoso se convertía en un espacio casi asqueroso, resbaladizo, donde el vómito y la miseria aparecían como hongos en medio de la lluvia.
Digo esto, porque Samy, me pidió, al igual que lo hizo con Verónica y con Ornán, compartir con ustedes un texto que hablara de mi relación con las librerías. Ahora digo, pues, que las librerías son espacios que han permanecido inalterados en mi vocación de vida. Con esto afirmo que ahora ya no soporto las cantinas. Llaman mi atención como un mero fenómeno sociológico, pero no acudo más a ellas.
¿Qué espacios siguen estando en mi relación de lugares donde la armonía es como un té de limón? Mi casa, lugar donde mi mamá sigue siendo como la gallina que cuida a sus pollitos; los templos católicos, son espacios también deseados, claro, a una hora en que no hay misa, a una hora en que está casi vacío y la luz de las veladoras imprime un tono de ámbar al ambiente y el silencio que ronda es como si Dios caminara en puntillas.
¿Algún otro espacio? Bueno, a veces los bosques cercanos a Comitán. Mas debo confesar que ya no encuentro el sosiego de otros tiempos, de los tiempos en que caminaba por caminos circundados por pinos de la mano de mi papá. Sé que la mano de él era el hilo que me sostenía como si yo fuese un papalote volando sin temor a caer. Ahora, los bosques, antaño llenos de armonía, se convirtieron en aquellos bosques tenebrosos de los cuentos de infancia. Cuando camino por un sendero lo hago con temor. Me provoca miedo pensar que algún malhechor pueda cortar de tajo la armonía que pareciera bordar el sol de mediodía. ¿Les digo algo? Ahora veo a los bosques como si siempre estuvieran llenos de sombras y de niebla.
¿Qué más? ¿Mi ciudad? Igual que me pasa con los bosques, ya no la disfruto como antes. No diré lo obvio: la ciudad ha cambiado, y ahora los cláxones, las sirenas de las ambulancias, el exceso de autos arrojando humo y las bocinas con música de reggaetón, me causan desasosiego. Durante muchos años, el día uno de enero salía de mi casa a las seis de la mañana para caminar las calles de Comitán. Lo hacía como un disfrute y como un ritual de buen augurio. El primer día del año debía iniciarlo bebiéndome el cielo de mi pueblo. Los dos o tres años recientes he caminado, como león enjaulado, en el patio breve de mi casa. ¿Por qué ya no salí a caminar? Porque imagino (debe ser la edad que me está empujando a la mesura y a la paranoia) que algún trasnochado me echará a perder mi caminata, así como algunos borrachos me echan a perder mi tarde cuando estoy en el parque de San Sebastián y llegan a importunar mi sosiego.
¡Hay tantos lugares para sentirse bien, pero son tan pocos! No me gustan los templos llenos de gente con complejo de culpa; no me gustan los estadios donde las multitudes beben cerveza y avientan los vasos llenos de orines; no disfruto las salas de cine donde los espectadores mueven, con sus pies, la butaca delantera, que es la butaca donde estoy sentado. Ya no disfruto las caminatas en senderos luminosos donde, a la vuelta de cualquier árbol, está oculto un malandrín.
¿Qué lugares son mis favoritos? Mi casa y los que son como mi casa, y estos últimos son los libros y los lugares donde éstos se amontonan como si fueran tsizimes antes de la lluvia. Me gustan las bibliotecas y las librerías. Más éstas, porque, cuando menos en este país, son menos visitadas. Lo sé, esto no es bueno para la patria, pero es bueno para mi ánimo individualista y mi propensión a no tender esos puentes llamados relaciones sociales.
Sí, me gustan las librerías. Siempre me han gustado. Desde los lejanos años sesenta en que acudía a la Proveedora Cultural a comprar, cada semana, un ejemplar de la Colección Básica Salvat; hasta ahora en que acudo, con renovado gusto, a la Librería Lalilu, en Comitán.
¿Por qué me gustan las librerías? Porque, ya lo dije, no son estadios donde los de la Perra Brava se quitan las camisas y muestran sus torsos grasientos y sudorosos; porque no son templos donde los feligreses aparentan ser buenos y se dan los clásicos golpes de pecho; porque no son parques donde cualquier ignorante se acerca a dar testimonios de miseria para apelar a la compasión. Me gustan las librerías porque no son como los prostíbulos donde una muchacha ofrece su cuerpo por mil pesos, siempre y cuando no haya un beso en la boca de por medio. Me gustan las librerías porque son la casa de los libros y los libros son como mi casa, como lo más amado, como lo más tierno, como la reja donde está atrapado el sol hasta en tanto los lectores no abran la jaula para que se libere e ilumine la oscuridad.
Me gustan las librerías porque hay miles y miles de voces que no lastiman al oído. Cuando camino entre pasillos, entre estantes llenos de libros, siento que cada uno de éstos me llama, pero en silencio, con comedimiento.
En las librerías no hay aspavientos, no hay cuetes, no hay balazos. Cuando entro a una librería encuentro la vida decantada; ahí está acunada de una manera tierna, irreverente, sorda, desnuda e inmunda. Está colocada de tal manera que la vida no tiene nada que ver con ese mercado infecto que vemos todos los días afuera.
Gracias a las librerías la vida está acomodada de otra manera, en otras secciones. La vida puede ser una secuencia de países: India, Francia, México… y México puede ser una secuencia de nombres luminosos que suenan como una trompeta Fabio Morábito; y Alemania puede ser un tambor Günter Grass. La vida puede ser poesía, cuento, novela y ésta puede ser negra o histórica, pero la historia jamás alcanza los tonos de negro que sí alcanza afuera.
Las librerías pues, son esos espacios donde, como si fuesen señalamientos Julio Cortázar, la vida está dividida en el lado de acá y el lado de allá. En el lado de allá viven los demás, y en el lado de acá vivimos nosotros y nosotros somos los que volamos sin volar y soñamos sin soñar.

sábado, 21 de enero de 2017

CARTA A MARIANA, PARA CELEBRAR LA AMISTAD




Querida Mariana: Tengo muchas preguntas acerca del mundo, pero dos son las que más me intrigan: la primera es: ¿Cómo Einstein logró determinar la fórmula de la relatividad del tiempo?, y la segunda es: ¿Cómo mis amigos se hicieron mis amigos?
Como mirás, la primera interrogante está en el terreno de lo inabarcable, en cambio, lo segundo pareciera más cercano a encontrar una posible respuesta.
Y lo digo, porque hoy es cumpleaños de una amiga. Y yo, que soy tan escaso de amigos (y de amigas, sobre todo), celebro esta relación, la celebro con cuetes (virtuales, para no joder el oído de los perritos y de los gatos) y con una copa de comiteco (también de manera virtual, porque vos sabés que hace años que no bebo ni una gota de alcohol).
Einstein dice que la Energía es igual a la masa de un cuerpo por la velocidad al cuadrado. ¡Dios mío! ¡Qué complicado! No sé qué pensaría mi abuelita Esperanza, quien, siempre que me servía un vaso de chocolate frío, decía: “Pa’que tengás harta energía, hijo”. En física, con el maestro güero, aprendí (no sé si lo aprendí bien) que la unidad de la energía es el julio (Quique siempre bromeaba diciendo que agosto era la unidad que medía la hueva. Lo decía porque era el mes de vacaciones). Es decir, el cuerpo que tiene dos julios posee más energía que el que posee un julio. Complicado, pero simpático. Dicha unidad se presta al cotorreo. La mujer que está casada con Julio ¿tiene más energía que la que está casada con Miguel? Si una mujer está casada con Julio y tiene un amante que se llama igual que el esposo ¿tiene más energía que la mujer fiel? ¿Cómo yo podía determinar cuántos julios me daba mi abuelita en ese vaso de chocolate? ¡Imposible!
Por esto, digo que es más sencillo tratar de averiguar en qué momento, por ejemplo, Javier se hizo mi amigo. Aunque, ya lo dije al principio de esta carta, también es imposible determinarlo. No hablo de los demás, no hablo de vos, hablo de mí. Tal vez vos sabés en qué momento un amigo se hizo tu amigo, pero yo, que soy tan despistado y tan oscuro para cosas prácticas, me resulta un misterio determinar el instante en que la luz de la amistad se hizo, como un día se hizo la luz del universo. Ahora mismo recuerdo que en una ocasión, un poco en broma, Javier me dijo que fuéramos a tomar una cerveza a “La Jungla”, que era nuestro paradero más recurrente, y yo, no sé por qué, tal vez por algún compromiso, le dije que no podía. Javier, con su modo de trapecista caminando sobre el piso, dijo: “Ten cuidado, no permitas que se extinga la llama de nuestra amistad”. Es el Javier y sus frases de etiqueta.
¿En qué momento Javier se hizo mi amigo? ¿En qué momento me hice amigo de él? Esta es la primera interrogante. ¿Quién tira la primera piedra de la amistad? Y (todo mundo lo sabe) el que tira la primera piedra (virtual) es porque está libre de culpa; es decir, la amistad es una relación sin pecado.
¿En qué momento me hice amigo de mi amiga que cumple dos años ahora? No lo sé. Lo único que sé es que mi amiga nació adulta, nunca fue bebé. Qué raro, ¿verdad?
Sí, vos sabés de quién estoy hablando, de la Librería Lalilu, local que hace dos años abrió sus puertas en Comitán y que se ha convertido en un espacio lleno de luz. He intentado, así como me sugirió Javier una tarde, procurar el afecto de ese espacio a fin de que “no se extinga la llama de nuestra amistad”.
Sé que ahora vos me estás mirando con cara de güet desorientado y te estás preguntando ¿cómo un hombre puede ser amigo de un espacio físico? Yo digo que sí es posible, porque si reviso las características que me unen a Lalilu encuentro muchas semejanzas con las que Javier me ha procurado.
A Javier lo conocí (o debiera decir que él me conoció) cuando entré al Colegio Mariano N. Ruiz para estudiar la secundaria. Javier tenía, digamos, derecho de posesión, porque él estudió su educación primaria en dicho colegio. Yo, como sabés, estudié mi primaria en la gloriosa Fray Matías de Córdova. Cuando llegué al colegio llegué a un espacio donde Javier ya había vivido más de seis años. ¿Mirás? ¡Seis años! Una gran parte de vida. Entiendo que Javier, entonces, había hecho varios amigos en ese tiempo. ¿Cómo, entonces, yo, que llegué de fuera, que no tenía mayor conocimiento de quién era él, me convertí (no sé cómo) en uno de sus mejores amigos? Este es el misterio que me acompañará toda mi vida, porque sé que jamás podré solucionarlo. El caso de Javier es un ejemplo, porque, de igual manera, no sé cómo Quique, Jorge, Miguel y Pedro se hicieron mis amigos.
No te enojés, pero con vos me pasa lo mismo, no podría decir cómo vos y yo nos hicimos amigos. Ethel Beautelspacher, narradora chiapaneca, dice que las amistades se forman en la coincidencia de espacios. A mí me llamó la atención una historia de 1968, cuando se efectuaron los Juegos Olímpicos en México. Un deportista de no sé qué país conoció a una edecán mexicana, se hicieron novios y se casaron. Creo que ambos no olvidan el instante, porque estuvieron colocados en un momento histórico único. Esta historia confirma la teoría de doña Ethel, pero ¿qué sucede ahora que vivimos inmersos en una realidad virtual? Hay historias (he visto películas y leído libros que aluden al tema) donde un compa que vive en Japón conoce a una chica mexicana a través de las redes sociales, se hacen amigos y luego él o ella viajan al país del otro y se casan. La coincidencia de espacios se ha expandido, ya no es preciso que Alejandro entre al Colegio Mariano para conocer a quien será uno de sus grandes amigos, sino que ahora basta una pantalla para “entrar” al mundo completo.
Los cronistas comitecos dan cuenta del instante en que la historia de Comitán se modificó, dicho acto ocurrió cuando se construyó la carretera internacional, en 1950. Algunos de los ingenieros y camineros que llegaron a Comitán se casaron con mujeres de acá, por la famosa coincidencia de espacios. Es decir, para que una amistad surja debe de existir esa coincidencia de espacios y de tiempos. ¡No, no! No es cierto, los lectores sabemos que es posible tener amigos ya muertos. Los escritores no tienen fecha de caducidad. Yo tengo pocos, muy pocos amigos reales, pero tengo muchos virtuales. Cientos de escritores son mis mejores amigos. Ahora leo a Dazai Osamu, escritor japonés que se suicidó en 1948. Lo tengo acá a mi lado. Mientras escribo esta carta veo la foto de portada de su libro “Recuerdos”, está sentado sobre un banco de madera frente a una barra de alguna cantina japonesa. Tiene los pies subidos a otro banco, de tal suerte que pareciera un niño malcriado que nunca estuvo con los pies en la tierra mientras vivió. En la introducción hay una declaración de Dazai que dice: “Pronto comprendí que el alcohol, el tabaco y las prostitutas eran un método excelente para librarme del miedo a los seres humanos”. ¿Mirás? Hay seres humanos que encuentran a sus mejores amigos en personas, objetos o espacios insólitos. Cuando la amistad es con otra persona no hay tanta sorpresa, el asombro comienza cuando alguien tiene a objetos o espacios como amigos entrañables. ¿Qué pensar de alguien que diga que su mejor amigo es un libro? ¿Qué de alguien que diga que su mejor amiga es una biblioteca? ¿Qué pensás de mí cuando digo que me alegro por los dos años de vida de mi amiga, la librería Lalilu?
En estos tiempos, de nuevo por la maravilla del Internet, es posible que entremos al portal de la librería Gandhi y pidamos libros que nos llegan por mensajería (dos o tres días después) o que, ¡maravilla de maravillas!, compremos un libro electrónico y cinco minutos después tengamos en nuestro dispositivo el libro en cuestión. ¡Nunca imaginé, en los años sesenta, años en que conocí a Javier, que viviría tiempos en que en un chunche electrónico, del tamaño de una libreta, podría tener más de cinco mil libros! ¡Más de cinco mil! Ahora podemos hacer eso, pero en cuestiones de amistad siempre será precisa la cercanía. Nunca seré tan amigo de la librería Gandhi como lo soy de la librería Lalilu. La amistad necesita de la presencia del otro. Julio Cortázar, uno de mis mejores compas, siempre está a mi lado.

Posdata: Javier dice que a veces escribo Arenillas muy largas y que él se aburre y no las lee. Yo digo que dice eso porque en su juventud fue un gran lector, pero de historias de vaqueros. Él siempre compraba en la Proveedora Cultural (la maravillosa librería de nuestra juventud) libros vaqueros, que eran escritos por un tal Marcial Lafuente Estefania. Nunca le he preguntado por qué le gustaban tanto esas historias de vaqueros del viejo oeste.
Nunca entenderé cómo Einstein dio con la fórmula, ni sabré cómo las amistades aparecen de pronto. Lo único que sí sé es que el tiempo es relativo, cuando uno está con amigos la vida sonríe apacible, cuando estoy con vos todo fluye como verso de Walt Whitman. De igual manera, cuando voy al jardín de mi amiga Lalilu o camino viendo los cientos de libros que están en sus libreros siento como si el mundo de afuera, casi siempre agresivo y apresurado, perdiera esencia y me siento bien. A final de cuentas uno hace amigos para sentirse bien. ¿Hacer amigos? ¿Cómo se hacen? ¿En qué momento hice amigos? ¡No lo sé!

jueves, 19 de enero de 2017

CARTA A MARIANA, DONDE ESTÁ MI FOTO DE CARITAS



Querida Mariana: Hubo un tiempo en que los papás llevaban a sus hijos bebés a los estudios fotográficos, los llevaban para que el fotógrafo profesional tomara una serie de fotografías que luego, como en un collage, daba como resultado una impresión de formato mediano que se colgaba en la pared principal de la sala de la casa.
Digo que hubo un tiempo, porque ahora los papás (con los celulares) toman mil fotos de sus hijos, sin necesidad de recurrir a los profesionales.
Aquellas fotografías eran llamadas Fotografías de caritas.
Muchas de esas fotografías aún pueden verse en las paredes de las salas. En dos o tres caritas, el bebé está sonriente, en otras aparece serio y, en una más, está llorando. Todas estas expresiones se lograban en una sesión. Colocaban al niño en un respaldo, el papá lo detenía y la mamá, detrás del fotógrafo, le hacía “caritas” para que él sonriera, para que él se pusiera serio; le daba una paleta para que estuviera feliz y, sin avisarle, se la quitaba para que el niño llorara. El fotógrafo le colocaba un par de lentes para que apareciera como intelectual o, tal vez, como una premonición de que más grande tendría presbicia. Jamás entenderé por qué los papás permitían que sus hijos fueran obligados a llorar frente a la cámara para luego colgar el retrato como prueba de esa torpeza o tortura. Siempre me provoca un sentimiento agrio pensar en la paridad de términos: cámara fotográfica y cámara de gases, como sinónimos de tortura.
Yo, igual que miles de niños, también tuve mi fotografía de caritas. Es una fotografía que está arrumbada, porque en mi casa no hubo la costumbre de colgar las fotografías familiares en las paredes de la sala. Tal vez porque la familia era escasa, fue como en la Sagrada Familia: Padre, madre e hijo. Tal vez en casa creímos que bastaba una foto familiar colgada en el oratorio, porque la imagen que presidía el recinto era precisamente la de María, José y Jesús.
Ahora, sólo para vos, te mando copia de un collage que hice con fotografías que me fueron requeridas para documentos oficiales. Este ejercicio me permitió observar dos cosas a simple vista: una, que perdí mi sonrisa precisamente por obligaciones burocráticas; y dos, que la vida es un paseo donde hay sol y lluvia, luz y oscuridad, terrenos tersos y caminos empedrados.
Aunque no lo creás, la primera fotografía corresponde a mi certificado de primaria. Ahí sonrío (tal vez porque creí que ya regresaría a casa, no sabía que días después entraría a otra escuela y que los molestosos, como alergia, me seguirían). Parece que las normas de las fotografías para documentos oficiales no eran tan estrictas, porque ahora las fotos deben ser con la vista de frente y con la frente descubierta. No lo expresa, pero tal postura militar, obliga a no sonreír, a permanecer ante la cámara como si uno estuviera en un presidio. Estar ante un fotógrafo profesional es estar ante un pelotón de fusilamiento.
Hay instantes en que no me reconozco. En todas las fotos ¡soy yo! Soy lo que fui. Este ejercicio de foto de caritas me pone ante la realidad del tiempo. Puedo recordar, con alegría, con temor, con desidia, con pánico, la altura que había alcanzado en cada momento. Digo altura porque la vida es un constante subir hacia algo que pensamos que es la cima de una montaña. La subida no es sencilla, en el trayecto, los seres humanos nos topamos con elementos naturales que parecieran puestos a propósito para evitarnos la subida. Hay gente amable que nos ofrece un vaso de agua porque mira que vamos escalando como si fuésemos cuches tratando de subir por un tobogán; pero, también, hay cabrones que nos toman de la mano y nos llevan a los abismos y nos avientan. Por fortuna, la naturaleza es sabia y provee ramas donde podemos detener la caída o, si caemos, hace camas de juncia para que el golpe no sea tan duro.
Ahora, cuando alguien, de manera afectuosa, toma su cámara y me dice que yo sonría ¡no lo hago! No lo hago porque imagino que él es un fotógrafo profesional que espera el momento en que yo comience a llorar y ahora, no puedo evitar pensarlo, sentirlo, no está mi papá para que me detenga por detrás.

Posdata: Sólo es una foto, me dice el fotógrafo, e insiste en que yo me relaje, porque se nota que estoy tenso y pongo una cara de piedra ante la cámara, pero yo sé que ahí está concentrada la vida y quisiera que ese instante revelara un soplo armonioso, que fijara el momento en que han aparecido manos sencillas para ofrecerme un vaso de agua limpia, pero no puedo hacerlo porque, insisto, veo al fotógrafo como un cruel ejecutor.

martes, 17 de enero de 2017

¿GIRL SCOUT?




Si el lector ve con atención mirará que Rosario Castellanos no puede volver la cabeza. No puede ver qué sucede en su lado izquierdo, ni en el derecho, ni, mucho menos, volver la cabeza para ver qué pasa en la parte posterior. Tiene como tortícolis, como si hubiera dormido mal. Tiene el cuello tieso, tieso, como si fuese un pedazo de carne salada. Por eso, siempre mira hacia el frente, hacia donde está el Teatro de la Ciudad. Rosario no puede girar la cabeza y ver qué provocaba tanto alboroto, tanto ruido a su lado. Algo intuyó cuando escuchó que los pájaros que, por lo regular, arman borlote sano en las frondas de los árboles y en su cabeza, volaron como si un avión de guerra volara muy cerca de sus cielos. Rosario no alcanzó a ver que varios hombres y mujeres levantaron la carpa que acá se ve.
¿Será que esa incapacidad física no le permitió a Rosario advertir el instante en que su rostro era taladrado por el aire? ¿Será por eso que no se dio cuenta a qué hora el aire, poco a poco, se fue llevando partes de su rostro? ¿Para qué el aire se llevó el bronce? ¿A poco el aire hace nidos para sus polluelos con trozos de bronce? Bueno, tal vez el bronce del rostro de Rosario Castellanos tiene la levedad de la poesía, la ligereza de la luz, y esto permite que sus trozos sean como nubes para nido de las crías del aire.
¡Qué bueno que Rosario esté en la inmovilidad total! Qué bueno, porque así no se dio cuenta del instante en que colocaron esa tienda a su lado. Porque su casa debería solo estar llena de flores, de pájaros, de buenas intenciones, de sonrisas con aroma de juncia. ¿A quién se le ocurrió colocar este adefesio en el entorno de la comiteca más universal? Este tipo de tiendas son más propias de lugares donde el hacinamiento es la regla. Estas tiendas de campaña son para lugares donde las mariposas no hacen su santuario; estos adefesios son para lugares donde construyen túneles o los conscriptos son enviados para aprender la técnica de pecho a tierra. Estas carpas son más propias para festejos a mitad de la calle. Uno, con un poco de imaginación, puede imaginar que adentro hay mesas, hieleras, desechos de comida, catres donde algunos hombres, con camiseta a mitad de los prominentes vientres, duermen con la baba escurriendo, porque ellos atienden una cenaduría que abre sus puertas (¿cuáles?) en la tarde de festejo patrio, ya que esta carpa se colocó un día de celebración tricolor, porque por ahí, en el cielo, se escurren unas banderas mexicanas de plástico, de esas que hacen en China.
Cuentan que el pueblo donde creció Rosario Castellanos y donde bebió todo el numen de su producción literaria está considerado como un pueblo mágico; es decir, un pueblo que respeta sus tradiciones y se distingue de los demás pueblos que son pueblos planos sin gracia. ¿Qué pensaría Rosario al enterarse de esto y ver que su casa, el lugar donde está su ermita, huele a fritangas, a chorizo lleno de grasa, a humo?
Parece que en el pueblo de Rosario todo es confuso. Hay personas que la confunden. Algunos concesionarios del transporte se unieron y crearon un Sitio de Taxis Rosario Castellanos; un grupo de empresarios de la construcción le impuso el nombre de Rosario Castellanos a un fraccionamiento de casas de interés social; deportistas aficionados a la pesca celebran cada año un Torneo que lleva el nombre de la escritora.
Ahora, según se ve en esta fotografía, la confundieron de nuevo. Creyeron, tal vez, que Rosario Castellanos fue integrante de las Girl Scouts y levantaron una casa de campaña en el patio de su casa.
Esto es como si un grupo de personas levantaran una tienda de campaña al lado de la gruta de la virgen de Lourdes.
¿Por qué hay personas que insisten en colocar basura al lado de arroyos de agua limpia?

lunes, 16 de enero de 2017

CUANDO EL CARIÑO SE PASA DE TUESTE




Mi padre se llama Augusto. En Comitán, algunos le decían Agusto, unos más le decían Tito. ¿De dónde el Tito? ¿De Augustito? Si a todo mundo se aplicara esta idea, entonces a Armandito, bien podrían decirle Dito. ¿Cómo, de manera afectuosa, le dicen a Emerenciano? ¿Emerencianito? ¿Y si lo llevan al colmo del afecto le dicen Anito?
Puede ser que así sea, porque a Roberto, también le dicen Tito, por lo de Robertito.
Algunas tías, ya en exceso de cariño, le decían Guto a mi papá; y había una tía, en especial, que derramaba miel y le decía Agutito, en una maravillosa combinación de Augusto y Tito.
Hay personas que aceptan lo empalagoso del cariño. Algunos no. Mi papá siempre recibió con manos abiertas todo el cariño de sus cariños.
Mi amiga Esperanza se enerva cuando su madrina Catalina le dice Lancha y la mamá de la madrina, ya en grado extremo de empalago, le dice Lanchita. ¿Cómo -grita Esperancita- se le ocurre compararme con una lancha?
Juan, que también es conocido como Juanito, dice que a él sí le molesta ese trato en diminutivo. Dice que los Franciscos deberían firmar una petición para que el Congreso decrete la prohibición de llamarles Pacos. ¿Cómo Pacos?, pregunta. En Comitán es tradicional hacer unas “dobladas” con frijol o chorizo con huevo para los “días de campo”, que se llaman paques o paquitos. Los paquitos son tortillas dobladas. Juan dice que le molesta escuchar que a don Francisco le digan don Paquito, como si fuera una doblada de chorizo con huevo. ¡Que el Congreso decrete que, cuando menos en Comitán, el nombre de paquito se aplique, única y exclusivamente, a esas delicias gastronómicas y no a las personas que son tocayas del de Asís!
¿Y a las Patricias?, insiste Juan. Pocas personas las mencionan con su nombre completo, porque ante el diminutivo Paty, el Patricia suena agresivo. Pero el colmo está cuando alguien llama Patita a la Paty. ¿Patita? ¿Como si fuese hembra del pato, del patito? Además, agrega Juan, pata también designa a la extremidad inferior de los animales. ¿Qué de cariñoso puede tener que alguien le diga extremidad inferior de animal a una mujer?
Mi tía Josefa se infartaba cada vez que su mamá la regañaba y le decía ¡Pepa! En Comitán, sin duda en muchos otros pueblos de América, la semilla de algunos frutos se llama pepa y, algunas mentes perversas y juguetonas, llaman pepa a la vagina de la mujer. ¡Ah, mi tía Josefa, hacía corajes de antología! Pero eso no quedaba ahí, porque tenía una amiga, muy afectuosa, que también era como un chimbo de dulce y empalagoso, y le decía: Pepita.
¿Cuántas Pitas existen? Miles, miles. Las Pitas vienen de las Lupitas y de las Pepitas.
¿Y Pitos? Menos mal que estos no están tan difundidos. En Comitán a los Caralampios les llaman Lampos o Lampitos. Si se aplicara la misma lógica, terminarían, en el extremo del cariño, siendo llamados Pitos.
Algunos comentan que los excesos son malos. El dicho popular menciona que ni tanto que queme al santo ni tanto que no lo alumbre. En cuestión de cariños pareciera que debería aplicarse esa norma. A veces el exceso de cariño puede resultar empalagoso, casi ofensivo.

sábado, 14 de enero de 2017

CARTA A MARIANA, DONDE SE SUEÑA UN SUEÑO





Querida Mariana: Yolanda me dijo que en un libro de autor japonés halló una receta para el insomnio: “Colocar una hoja del árbol del sueño debajo de la almohada”. Yo, como vos, sin duda, pensé de inmediato en el poema de nuestro paisano Jaime Sabines que en unos versos dice: “Pon una hoja tierna de la luna debajo de tu almohada y mirarás lo que quieras ver”.
¿Cómo se llama esa coincidencia universal? Existe algo como una memoria colectiva que tiende puentes entre la cultura japonesa y la chiapaneca. Claro, hay una diferencia sutil, abismal. El autor japonés habla de un elemento cultural real: hay un árbol que se conoce como el árbol del sueño cuyas hojas, colocadas debajo de la almohada, ayudan a ahuyentar al insomnio tan jodón. En el caso del poema de Sabines, un elemento irreal (la hoja tierna de la luna) sirve para mirar lo que uno quiere. En ambos casos, eso sí, se trata de invocar al sueño, en el caso japonés el sueño real y en el caso chiapaneco ¡el sueño que ayuda a soñar!
En Japón hay un árbol que le llaman el árbol del sueño; en México, los artesanos realizan unas obras bellísimas que se llaman Árboles de la vida.
Siempre que escucho mencionar al árbol de la vida recuerdo un cuentito de Adrián Armenta, autor bajacaliforniano. El cuentito de Adrián (creo que el cuento se llama, precisamente, Árbol de la vida) narra, en síntesis, la historia de una mujer que, después de dos años de casada, no logra embarazarse, por más que hace la tarea todos los días, con gran emoción. En el vestíbulo de su casa (que en realidad es casa de su mamá, doña María) hay un crucifijo antiguo de madera que, en un conato de incendio que no pasa a mayores, se quema. La mamá se apesadumbra más de la cuenta, en cuanto ve que el crucifijo no tiene remedio, porque quedó como un fragmento de carbón, le pide a su hijo Armando (quien espera el resultado de las becas para hacer un posgrado en Londres) que le compre un nuevo “árbol de vida”. Armando no sabe que, para su mamá, Cristo es como el árbol de la vida, así que interpreta de manera literal la petición y, a través de Internet, compra un árbol de la vida en una tienda de artesanías de la Ciudad de México. Cuando el servicio de mensajería le avisa que ya llegó esa maravillosa artesanía que hacen los artesanos del centro del país, Armando va a la oficina, firma el registro de entregas y al regresar a su casa coloca el árbol de la vida sobre una mesa de cedro, en el vestíbulo, en el mismo lugar donde estaba el crucifijo. Doña María casi se infarta cuando Armando le quitó la venda de los ojos que le había puesto para revelarle la sorpresa. “¿Dónde está el Señor?”, preguntó ella y después de varios minutos se desenredó el malentendido.
A mí siempre me sorprende la fastuosidad barroca de los árboles de la vida. Tienen mil representaciones hechas en barro y pintadas a mano, con un colorido indescriptible. Los árboles de la vida tienen muchos elementos de la fauna mexicana (venados, conejos, tapires, cerditos y cuches pasmados), tienen figuras que representan elementos de la flora (claveles, hojas, muchas hojas, margaritas, y árboles en miniatura); asimismo tienen figuras de juguetes populares (ruedas de fortuna, máscaras como las que usan los chiapacorceños en la fiesta grande, trompos, canicas, dados, pirinolas y mil objetos más); y, por último, tienen figuras humanas que representan a hombres, mujeres y niños. Una vez, en Puebla, vi un árbol de la vida que tenía elefantes, jirafas, ballenas, sirenas y muertes. Me llamó la atención que un árbol de la vida contuviera la muerte, pero un segundo después supe que era lo más certero: La muerte es parte esencial de la vida. No sé, pero no creo que en Japón exista una representación tan bella como esos árboles de la vida que hacen los ceramistas prodigiosos del estado de México.
En el cuento de Adrián, Armando corrige el error y compra (de nuevo por Internet) un crucifijo lo más parecido al que se consumió en el breve y tonto incendio. Pero para que el vestíbulo de la casa no esté vacío, doña María permite que el árbol de la vida quede ahí. Apenas han decidido esto cuando suena el teléfono fijo. Armando fue a levantar el aparato, su rostro se iluminó, apareció algo como una mariposa llena de colores. Colgó y le dijo a doña María que le habían concedido la beca. Por la costumbre, doña María se persignó ante el árbol de la vida, creyendo que aún estaba el Cristo. Se sonrojó cuando se dio cuenta del error. De ahí en adelante, como una coincidencia extraña, las buenas noticias comenzaron a aparecer, como si (así lo pensó Miriam) la llegada del árbol de la vida hubiese sido un amuleto de buena suerte. Cuando el crucifijo llegó, después que Miriam retiró el árbol de la vida, doña María fue la encargada de colocarlo en el clavo que seguía en la pared y que había desaparecido temporalmente detrás del árbol. Doña María estaba contenta. Iba a persignarse cuando el teléfono sonó, le dijo a Miriam que respondiera. Miriam levantó el aparato y conforme los segundos transcurrieron su rostro comenzó a congestionarse, como si fuese una autopista con un gran embotellamiento. Colgó. Doña María se acercó y preguntó cuál era la novedad. Miriam estaba conmocionada. Dijo que había llamado alguien del Instituto y que, por los recortes que se daban en el país, habían cancelado becas del programa de posgrado. ¿Cómo se lo diremos a Armandito?, preguntó doña María, pero Miriam no escuchó la pregunta, pensaba que lo sucedido con las llamadas había coincidido con el cambio de las figuras del vestíbulo. Tomó a su mamá de los hombros, con ambas manos, la vio fijamente y le pidió algo inusual. ¿Podían colocar de nuevo el árbol de la vida sobre la mesa? Doña María no entendió, seguía pensando cómo recibiría Armando la noticia tan demoledora. Al ver el titubeo de su mamá, Miriam tomó el árbol de la vida, inspiró profundamente y, como si fuese una reliquia antigua, colocó el árbol de la vida sobre la mesa. En ese instante, ambas mujeres oyeron el sonido de la llave en la cerradura de la puerta de calle: era Armando, quien entró, dejó el suéter en el perchero, abrazó a su madre, saludó de beso a su hermana y, con el brazo en alto, les mostró un papel: era su confirmación para la beca, explicó que su alegría radicaba en que hubo un recorte de becarios, pero él, gracias a la calidad de su propuesta, no había sufrido modificación alguna. Miriam vio a su mamá, quien se limpió las lágrimas que no habían aparecido por la emoción de la última noticia, sino por el fango de la previa. Miriam pidió la hoja, la leyó y, al terminar, le dijo a Armando que confirmara el dato, porque… y le explicó lo sucedido. ¡Nada! Nada había pasado, Armando llamó al Instituto y ahí le confirmaron que su beca no había sufrido modificación con el recorte, la encargada del departamento insistió en que era un afortunado.
En la noche prepararon una cena especial para festejar la beca de Armando y la noticia del embarazo de Miriam. “¿Cómo se dio el milagro?”, le preguntaron a Luis, el esposo de Miriam, y él, viendo a su esposa, dijo que ella era la del prodigio. Entonces todos volvieron la mirada hacia donde Miriam, con un mandil impecable, cortaba los trozos del pastel a servir, y repitieron la pregunta, Miriam dejó el cuchillo sobre la mesa, se limpió las manos sobre el mandil y dijo: “No sé si me lo crean, pero yo le pedí a Dios con mucha fe y lo hice frente al árbol de la vida”. Todos aplaudieron.
A la hora que todos los invitados se habían retirado, doña María y Miriam limpiaron la mesa, dejaron los platos en dos torres, al lado de los vasos sucios y de la botella de vino que sólo quedó con un rescoldo. La señora le dijo a su hija que se sentaran, se sobó los muslos y dijo: “Estuvimos muy contentos, pero me cansé”. Miriam asintió, iba a servirse el resto de vino en un vaso, pero luego se arrepintió. “Lo que dijiste en la mesa fue una broma, ¿verdad?”, dijo doña María. Miriam puso cara de inocente. “No te hagás, lo que dijiste del árbol”, insistió la mamá. Miriam dijo que no y sonriendo dijo que ella se refería también al Cristo, ¿qué no árbol de la vida, llamaba ella al Cristo? Doña María dejó de sobarse las piernas, subió sus brazos a la mesa y comenzó a barrer con su mano derecha las migajas de pan. Quedaron en silencio. Miriam interrumpió esa burbuja y, como si la cortara con una hoja de papel, dijo que tenía un mes de embarazo. “¿Cuándo hiciste la petición?”, preguntó su mamá. Miriam sonrió, dijo que antes que el cristo se quemara. Entonces doña María modificó su rostro, como si una mariposa de piedra apareciera ante sus ojos, contrajo sus labios y entrecerró los ojos. Miriam se paró, la abrazó y dijo que recordara el incendio que acabó con las imágenes de la iglesia de El Carmen, en San Cristóbal. La señora colocó sus manos en el regazo y sonrió.
Y ahí acaba el cuento. Bueno, la última línea dice que Miriam pensó que había mentido. En realidad había hecho su petición a la divinidad el día que Armando puso el árbol de la vida sobre la mesa de cedro.

Posdata: Cuando Yolanda me dijo lo del árbol del sueño me preguntó si yo conocía algún árbol que fuera el árbol del deseo. No, le dije. Tal vez existe. Tal vez los árboles del deseo son los libros de poesía. Tal vez las hojas con poemas deben colocarse debajo de las almohadas para soñar con la brisa que aparece cuando una pareja se acaricia y toca el árbol de la vida, el árbol que invita a soñar más allá o más acá del sueño real.

viernes, 13 de enero de 2017

DEFINICIÓN DE OFICIO





¿Todo mundo tiene oficio? La tía Alondra siempre dijo que su marido “No tenía oficio ni beneficio”. Él, todas las mañanas, leía el periódico y, en la tarde, iba al billar a jugar carambola.
Cuando a Pancho Pitirijas le preguntaron cuál era su oficio, él, con voz de barítono cansado, dijo: “Verijero”, cuando el juez preguntó en qué consistía tal actividad, el viejo sonrió y dijo que era “La hermosa actividad de rascarse la verija todo el día”, y soltó una carcajada que provocó el llanto de todos los niños que habían llevado a apuntar al registro; es decir, para Pancho, rascarse la zona cercana a los testículos era un oficio tan relevante como el de astronauta, por decir lo menos.
De acuerdo con el diccionario de la RAE, oficio es: “Ocupación habitual”. El diccionario dice que beneficio es: “provecho”.
Si la tía Alondra supiera lo anterior caería en la cuenta que su marido tenía un oficio (bueno, varios, cuando menos dos) y por ejercerlos obtenía beneficios.
De ahí concluimos pues que todo mundo tiene un oficio y recibe un beneficio por practicarlo. Pancho Pitirijas, el famoso verijero, dedicaba la mayor parte del tiempo a estar en la hamaca rascándose la parte cercana a los huevos (no dudo que, en momentos sublimes, casi gloriosos, la mano de Pancho se deslizaba a los testículos y se los acariciaba con mano experta).
Claro, uno entiende que hay de oficios a oficios. Esto desde la perspectiva de la sociedad capitalista. Para las élites está más bien visto el oficio de un alto jerarca de la iglesia católica (digamos el arzobispo) que el oficio de un modesto herrero. No importa que el alto prelado sea un prepotente discriminador que se tiende como alfombra a la hora que lleva la comunión a la mamá de un gobernador y desprecia al indígena que solicita la bendición de una imagen religiosa. La sociedad considera que el oficio del arzobispo genera más beneficios que el del herrero. Pero, ¿qué sucede cuando la lectura se hace a partir del interés personal?
Pancho Pitirijas nunca hubiera cambiado su oficio por otro. El esposo de la tía Alondra tampoco habría aceptado un canje, así hubiese sido el de presidente de la república. El tío Doberdaín (así se llamaba) era feliz, como pocos en el mundo. Uno entiende que la tía se refería a que los oficios de su esposo no reportaban beneficios económicos a la casa y ella era la que tenía que trabajar (haciendo pasteles y gelatinas) para soportar los gastos de la casa. El tío no aportaba un solo centavo. A veces, mientras la tía preparaba la masa, compartía sus dudas conmigo: ¿Cómo le hacía el tío a la hora que, sin duda, los amigos se prorrateaban para pagar el juego de billar o la ronda de cervezas con botana? ¿De dónde el tío agarraba dinero para ir todos los domingos a la matiné del Cine Comitán? ¿De dónde el gasto que, cada domingo, daba a sus dos hijos? ¿De dónde? La única posible respuesta es que la mamá, que era maestra pensionada, le daba dinero a su huevón consentido, porque, eso sí, el tío era el hijo favorito de la mamá y ésta justificaba su desidia hacia el trabajo diciendo que su Doberdaín había nacido con los pies planos. ¿Y?, preguntaba la esposa.
Los sabios dicen que la felicidad está en relación directa con el beneficio que se obtiene al ejercer un oficio y que tal beneficio está imbricado con la satisfacción espiritual y no con los beneficios materiales recibidos.
Cuando llegaba a casa de tía Alondra, veía al tío Doberdaín sentado en un sillón, con las piernas estiradas, leyendo el periódico. Siempre lo miré sosegado. La noticia más impactante, la más terrible, sólo le provocaba una sonrisa. Su dicho era: “Todo pasa por algo y esto también pasará”. A las tres de la tarde se peinaba, se cubría con su chamarra de Chiconcuac, se ponía el sombrero y caminaba con rumbo al billar donde ya lo esperaba la palomilla de amigos. Ahí tomaban cervezas y jugaban carambola. La vez que entré al billar corriendo para darle la mala noticia de que la tía se había caído en las gradas y se había golpeado en la cabeza, él, con calma, dijo a sus amigos que se verían mañana, tomó su sombrero y su chamarra, me tomó del brazo y dijo: “Todo pasa por algo y esto también pasará”.
El tío, al menos durante los últimos treinta años de su vida (murió a los sesenta y dos), no tuvo más oficios que el de leer periódicos y jugar carambola por las tardes. Bueno, también fue a la matiné del Cine Comitán hasta que cerraron el cine.
Todo mundo ejerce oficios en la vida.

jueves, 12 de enero de 2017

CARTA A MARIANA, DONDE BRINCA EL SEUDÓNIMO




Querida Mariana: A Pancho Pitirijas le encanta hacer comparaciones. La más reciente es: “Así como se dice que si no vas a La Villa y a Xochimilco no fuiste a la Ciudad de México, así se dice que si no comés pan compuesto y no tenés apodo ¡no sos de Comitán!”. La comparación es inexacta, pero el Pitirijas lo dice con gran emoción, como si hubiese inventado una frase al estilo Octavio Paz.
Todo mundo está de acuerdo con lo que Pancho dice, sobre todo en lo segundo. Comitán tiene una gran fama por ser un pueblo poneapodos. Ya en dos o tres ocasiones conté que Enoch Cancino Casahonda, poeta autor del conocidísimo Canto a Chiapas, dijo que en Chiapa de Corzo el apodo era ofensivo y en Comitán era ingenioso. Bueno, algunos piensan lo mismo que Enoch, pero otros dicen que en nuestro pueblo hay apodos que se pasan de ingeniosos y caen en lo ofensivo.
No sé si vos ya te diste cuenta de una característica del apodo comiteco: Tiene relación directa con los estratos sociales, mientras más encumbrando en la escala social el aludido menos tolera el apodo. No es una regla, pero pongo dos ejemplos que dan constancia de esta singularidad.
Se cuenta (Laco Zepeda lo contaba botándose de la risa) que a Comitán llegó un abogado que se encargaría de una oficina pública y conociendo la fama de los comitecos buscó al encargado de poner los apodos más certeros, se apersonó en su casa y le pidió que, por favor, dada la “relevancia de su cargo” no le fuera a poner apodo. El poneapodos le dijo: “Ah, llegaste tarde bolocoy”. ¡Ya le había trabado el apodo de Bolocoy! El abogado pensó que por la trascendencia del puesto burocrático no era conveniente que le trabaran un apodo. Los que ostentan una profesión creen que se denigra su actividad con la imposición de un apodo. ¿Qué puede pensar el otro cuando le recomiendan que vaya a ver al doctor cazueleja, al licenciado coymut, al contador enchilada, al ingeniero caite?
En cuanto a lo segundo te pongo un ejemplo de pueblo: En un programa de radio que conduzco me pidieron, los dos invitados, que no dijera su nombre de pila, porque “nadie los iba a conocer”, casi suplicaron que los mencionara por sus apodos. A mí no me gusta mencionar los apodos, pero en esa ocasión debí aceptar su petición, dije a la audiencia que estaban con nosotros ¡el ventarrón! y ¡el avión! Los dos sonrieron, sabían que la audiencia comiteca los identificaría de inmediato. Lo mismo me sucedió con un destacado bailarín comiteco: “No vos, no escribás mi nombre, poné Pistache, si no nadie me conocerá”. Va, pues. A petición del paciente: ¡no damos pastillas, recetamos inyección!
¿Cómo calificar este suceso? La única explicación que le encuentro es el estatus social. Los ricos creen pertenecer a una raza diferente y consideran una altísima falta de respeto que alguien se refiera a ellos a través del apodo; por el contrario, el pueblo que ejerce oficios más modestos no tiene ningún empacho en jugar con los motes, aceptarlos, prohijarlos y enaltecerlos, a tal grado que, en muchos de los casos, el apodo sustituye al nombre, como en el de los ejemplos que anoté arriba.
¿Te has dado cuenta que en los deportes más populares es donde brinca la mayor cantidad de apodos? En el fútbol soccer abundan (basta mencionar que uno de nuestros más famosos futbolistas mexicanos, calidad de exportación, se conoce más por su apodo que por su nombre. A mí me produce risa cuando escucho su apodo pronunciado por cronistas deportivos ingleses: “Chicharrito”). En la lucha libre y en el boxeo abundan los apodos: “¡Pelearán a diez rounds! En esta esquina: Rubén Olivares, “El Púas”… (Tenía, bueno, tiene, un cabello que parece alfombra de puerco espín).
Los sociólogos no concordarán con lo que digo, tampoco los exquisitos intelectuales que encuentran clasismo en una opinión similar, pero de algo estoy seguro: El apodo no nació en los interiores de los palacios; el apodo creció, como una mata fresca, en la villa, y es usado por los villanos (no en el sentido peyorativo, sino en el sentido original de habitante de una villa, de un pueblo).
En lo que sí estarán de acuerdo los sociólogos y los exquisitos intelectuales es en que el apodo es digno de un análisis más a profundidad. Nos ayudará a entender por qué somos como somos.
Posdata: Traicionaría el espíritu de esta carta si la suscribiera como Alejandro. La firmo como El Molcas, o con alguno de los mil doscientos treinta y dos apodos que me han puesto los alumnos y ex alumnos que han compartido aula conmigo.
Y vos, querida Mariana, ¿tenés apodo? ¿Lo heredaste de tu papá, de tu mamá? ¿Te molesta que te digan apodo? El Pancho Pitirijas se siente orgulloso de su apodo. A veces ya no recuerda cuál es su apellido.

miércoles, 11 de enero de 2017

LA CENA




Lupita se paró, molesta, hizo a un lado la silla y dijo: “Son unos estúpidos”. Lo dijo sin aspavientos, casi como si colocara un mazo de flores en el florero, pero molesta. Se dirigió a la puerta de salida. Romeo, desde su silla, gritó (él sí con aspavientos): “Estúpida tu madre” y se echó a reír. Juan sólo había levantado la vista a la hora que Lupita se paró, luego había continuado comiendo la torta con ambas manos, la salsa le escurría por la boca.
Ahora estoy seguro que era la primera vez que Lupita llegaba a nuestras cenas. Sí, nunca antes había llegado, por eso ella no sabía cómo eran los modos de la palomilla.
Por eso ahora sé que cuando Alfredo entró al comedor con la charola llena de tortas, Lupita abrió los ojos como si viera un elefante entrar a un oratorio. Alfredo era el sirviente de la casa de Romeo y aceptaba la broma sin reparos. Lo vestíamos con una minifalda. Juan y Ramiro eran quienes más lo molestaban, pero Alfredo no hacía caso. Era una broma juvenil. Siempre que entraba todos reíamos. Nunca nos cansábamos de festejar su vestuario de sirvienta de casa de millonarios. Alfredo servía la cena siempre con el uniforme que le poníamos: zapatos tenis, calcetas blancas, minifalda que casi llegaba al inicio de sus nalgas, camisa azul, corbata blanca y un moño rojo en la sien derecha. Como eran los años setenta, Alfredo usaba cabello largo. Esto le daba un aire de muchacha proveniente de alguna región tojolabal, porque el color de su piel era del mismo color de la tierra negra del Señor del Pozo. Todos nos pasmábamos de la risa cuando lo veíamos entrar al comedor con sus piernas todas peludas.
Sí, esa noche fue la primera vez que Lupita llegó. No sé quién la invitó. La única que no faltaba a nuestras cenas del viernes era Romina, que, en ese tiempo, era la novia de Romeo. Romina iba a todos lados con nosotros. Los demás del grupo no teníamos novia de planta, así que ella era la única mujer en la palomilla, entraba al billar, iba con nosotros a la cafetería, jugaba dominó y cuando teníamos partido en las canchas donde ahora está la ETI, ella se sentaba en el suelo y era la encargada de cuidar nuestras ropas.
A mí me sorprendió la primera vez que vi a Romeo orinar frente a Romina. Habíamos salido del Club de Leones, de alguna fiesta de quinceaños (porque ese año acudimos a muchas fiestas, ya que las compañeras de la escuela cumplían esa edad. Nosotros teníamos dieciséis, con excepción de Romeo que ya estaba a punto de cumplir los dieciocho). Digo que esa noche salimos del Club y en el poste donde estaba la lámpara, a la puerta de la cenaduría de Tío Jul, Romeo se paró, bajó el cierre de su pantalón, sacó su pene y orinó frente a nosotros. A mí me sorprendió porque llevaba abrazada a Romina con el brazo izquierdo. Todo el acto para orinar lo hizo con la mano derecha. Mientras orinó no dejó de abrazar a Romina. Mientras Romeo soltaba el chorro yo desvié mi mirada y vi a Romina. ¿Qué pensaba ella? ¿Cómo permitía que su novio la tratara así? ¿Cómo dejaba que sacara su miembro frente a ella? ¿Ya se había acostado con él? Digo que eran los años setenta y los modos eran otros. Las novias apenas dejaban que los novios las tomaran de la mano y, de vez en vez, y muy en lo oscurito se dejaban besar o que les tocaran los pechos. ¿Dejar que el novio bajara la mano y que les jugara la panocha? ¡Imposible! Bueno, eso era lo que yo creía, lo que yo pensaba. Seguro que Romina dejaba que Romeo la toqueteara por todas partes, seguro que ella también tocaba a Romeo por todas partes. Cuando Romeo terminó de orinar vio a Romina y le dijo: “Dale sus tres sacudiditas” y rio. Yo, que no había dejado de verla, miré que ella sonrió y luego me vio. Yo desvié la mirada, vi hacia el piso. Romeo se guardó el pene. Todo era como muy natural. Yo dejé de ver el piso y, casi colorado (qué bueno que era de noche) comprobé que Romina seguía viéndome.
Sí, había sido la primera vez que Lupita llegaba a la cena. Se había sentado a mi lado. A mitad de la cena se inclinó hacia mí y me preguntó dónde estaba el baño. Yo, apenas levantado el dedo índice, indiqué que estaba ahí, a la derecha (era un medio baño que estaba al lado de la sala). Lo vio y me dijo, en voz bajísima, que la acompañara. Pensé: Pero, ¿por qué, si está ahí nomás? Vi su carita como de cenzontle asustado. Supe que no se sentía cómoda, intuí que pensaba había sido un error haber aceptado la invitación. ¿Quién la había invitado? ¿Por qué no estaba a su lado? La acompañé al baño. Antes de entrar me dijo que me quedara ahí en la puerta, por favor, que viera que nadie entrara. ¿Quién iba a entrar? ¿Qué pensaba que éramos nosotros?
Cuando Alfredo entró con su minifalda todos reímos, menos Lupita. Juan, como siempre, le dio una palmada en las nalgas y todos reímos, bueno, menos ella. Romina estaba sentada al lado de Romeo, quien tomó la botella de coca cola y le dio un trago generoso. Al final se paró y, desde la cabecera de la mesa, se colocó las manos como bocina y eructó. Todos reímos. Vi a Lupita, la vi dejar sobre el plato la torta que apenas había mordido y se llevó la servilleta a los labios. Ya no volvió a probar la torta. Cuando Romeo, desde la cabecera, le preguntó si no le había gustado, ella dijo que estaba indispuesta. Sí, pensé, Lupita está indispuesta. Romeo se echó para atrás, rio, con una carcajada de guajolote y movió su cuerpo hacia la izquierda y se echó un pedo sonoro. Todos reímos. Fue cuando Lupita se paró, molesta, y dijo que éramos unos estúpidos y fue cuando Romeo dijo que la estúpida era su madre.
Yo esperé a que alguien de nosotros se parara para ir detrás de Lupita. ¿Quién la había invitado? Nadie se paró. Juan siguió comiendo. Romina dijo algo de que Lupita era una rara, presumida. Santiago se inclinó sobre la mesa y le aventó a Romeo unas servilletas, dijo: “Para que te limpies la trompa, estúpido” y todos reímos.
Yo me paré. Pensé que iría detrás de Lupita. Romeo hizo a un lado la silla, puso sus manos sobre la mesa y me preguntó: “¿Adónde vas?”. Al baño, dije. “¡Ah, bueno!”, dijo Romeo. Entré al baño. Nadie más había entrado después de Lupita. Ahí estaba su bolso, ahí estaba el aroma de su perfume, sutil, discreto. Tomé el bolso y lo guardé debajo de mi chamarra. Volví a la mesa.
Al otro día fui a casa de Lupita. Toqué. El perro ladró, se paró en la puerta y rascó. Oí la voz de Lupita: “Suki, tranquila”. Casi oí el instante en que se hincó y abrazó a su perrita french. Abrió. Hola, dijo. Pasá, insistió. Dije que no, así estaba bien. Le di su bolso. Gracias, dijo ella. Bueno, dije yo, nos vemos. No, esperá, dijo y, con la misma voz tranquila, pero molesta, dijo que yo debía cambiar de palomilla. Romeo, dijo, no tiene la culpa, él es un puerco. El culpable sos vos, ¿cómo permitís que él…, y la interrumpí: Bueno, dije, gracias, ya me voy. Sí, dijo ella. Yo caminé. No escuché que cerrara la puerta. Después de diez pasos volví la mirada. Ella seguía ahí, me veía. Tenía cargada a su perrita. Levanté la mano y ella sonrió. Sí, pensé, Romeo es un puerco. Di la vuelta en la esquina y miré a Juan que salía de su casa. Me vio. ¿Adónde vas?, preguntó. Dije que a la casa. Vonós al billar, dijo. No, le dije, me siento indispuesto. Él bromeó, me empujó, afectuosamente, dijo: “Ay, la señorita está indispuesta”. Reímos, pero él dio media vuelta con rumbo al billar. Todavía escuché que dijo: “Hey, pendejo, tu casa está para este lado”, pero yo seguí caminando de frente, de frente.

martes, 10 de enero de 2017

CARTA A MARIANA, DONDE APARECEN NOMBRES




Querida Mariana: Hace tiempo, la Coca Cola lanzó una exitosa campaña publicitaria. La campaña consistía en ofrecer latas y botellas con nombres propios. Por ahí todo mundo anduvo buscando la botella con su nombre. No faltó el que buscó una lata con el nombre de su novia y se la obsequió. Las ventas del refresco se incrementaron.
¿Por qué a la gente le llama la atención ver su nombre impreso en un objeto? Los sicólogos deben conocer los impulsos a los cuales respondemos, pero, sin duda, un elemento que justifica tal comportamiento es el sentido de pertenencia. A los seres humanos les gusta sentirse incluidos, incluso, saberse especiales. Yo debo confesar que la primera vez que vi mi nombre en una revista me sentí chento. Compré la revista y se la enseñé a mi mamá. Mi prima Rome dijo que recortáramos la página, que la colocáramos en un marco y éste lo colgáramos en una pared de la sala. En el momento que lo escuché casi vi el cuadro a mitad de la pared, pero un segundo después la cordura volvió a mi espíritu y deseché la idea de inmediato. Desde entonces dejé de ensoberbecerme ante mi nombre. Sonrío cuando veo que el periódico donde aparece una Arenilla sirve para limpiar los cristales de las ventanas; recuerdo que en una ocasión que fui al mercado y pedí cinco chorizos, la muchacha los colocó sobre una hoja donde aparecía mi foto. Ella vio la foto y luego me vio a mí, dijo: Ah, es usted, y terminó de envolver los chorizos. Sin duda mi cara quedó llena de grasa de cuch.
La campaña de la Coca Cola no fue algo inusual. Los expertos en mercadotecnia dicen que los publicistas de la empresa refresquera retomaron la idea de Starbucks, pues en esta empresa tienen la costumbre de personalizar los vasos de café. Pero, en México sabemos que, mucho antes que el Starbucks, los taxistas, traileros y choferes de transportes públicos pintaban en los parachoques o en lugares visibles del automóvil los nombres de sus hijos. Padres orgullosos pintan los nombres de sus hijos para que ellos sean visibles y permanentes. Si (tal vez) sus nombres nunca aparecerán en periódicos o revistas, que sus nombres ¡estén en los autos y se muestren por todos los caminos!
El conductor de este camioncito tiene dos hijos: Diego y Alex. Por ello, una tarde fue al taller de un rotulista y le pidió que pintara esos nombres en la parte superior del cristal delantero. Le pidió que pintara una franja blanca (que también sirve para evitar el deslumbre) y colocara, en medio de dos angelitos negros (porque no se vale que sólo existan ángeles blancos), los nombres de sus hijos; pero, luego, cuando colocó un pescante superior, fue con el mismo rotulista y le pidió que pintara el rostro de Cristo y debajo los nombres de sus hijos. ¿Los de siempre? Sí, pero ahora píntelos con su nombre completo, porque Alex ya creció, ¿sabe? Que diga Alejandro y Diego. Pero, al rotulista se le olvidó preguntar si Alejandro iba con jota de jalea o con ge de gato y pintó Alegandro.
Quincho Vázquez, poeta enormísimo, juguetón del lenguaje, me decía Acercandro para no decirme Alejandro. ¿Qué decir ante el rotulista que dice Alegandro en lugar de Alejandro?
Fue un error del rotulista, porque ¿no se llama Alegandro el hijo del conductor, verdad? Un nombre semejante tiende un puente de inmediato con la palabra alegar. Si Quincho me decía Acercandro para acercar lo que estaba alejado, ¿fue intencional el juego del rotulista?
Los políticos también tienen su corazoncito y les encanta ver sus nombres en los puentes que se construyeron durante su administración; en los mercados, en las unidades habitacionales, en calles, avenidas, en aeropuertos, en medallas, en premios, en reconocimientos. Hay un intento por transcender, por inscribir sus nombres para la posteridad, para la eternidad. Sólo porque el exceso también tiene límites, no ha habido algún presidente de la república que rebautice lagunas, ríos o mares que recalan en las playas mexicanas.
Posdata: Fue un error de brocha, ¿verdad?, querida Mariana. Cuesta trabajo pensar que alguien se llame Alegandro. ¿Hay alguien que se llame Acercandro?