lunes, 27 de julio de 2009

EN DONDE LAS ARAÑAS TEJEN SUS REDES



“Renovarse o morir”. ¿Fallecerán los libros? Hoy, la gente exige renovación en todos los campos. Mis alumnos me exigen renovación, me demandan “dinámicas”, me piden lleve “láminas” al aula. En broma les pregunto si las quieren de zinc o de asbesto. Ya no les alcanza el libro, no les basta la lectura. Ahora todo lo quieren con efectos especiales, un poco como si el maestro fuera otro payaso de Televisa dispuesto a ponerse de cabeza sobre el escritorio a fin de que los estudiantes aprendan “de manera entretenida” la ley de la gravedad.
Ya el monstruo globalizador les hará su gusto a los jóvenes que creen que la lectura es aburrida. El e-book está a la vuelta de la esquina. En apariencia es un invento maravilloso: contendrá miles de libros digitalizados. Pero esto es sólo el anzuelo. Los lectores que actualmente se aburren ante “tanta letra” se aburrirán lo mismo con el e-book. En ese instante los fabricantes “renovarán” el e-book convirtiéndolo en un chunche con mil efectos especiales. El e-book terminará siendo una simple sucursal del Internet revuelta con la televisión. El lector que lea “Rayuela” podrá ver a Julio Cortázar bailando al lado de Octavio Paz; olerá el olor a mate; verá cien dibujos del rostro imaginado de La Maga, por cien artistas jóvenes; y -en línea- podrá conversar en glíglico con miles de muchachas bonitas inscritas en las páginas porno.
Al principio de este escrito iba a proponer la renovación de los libros a fin de evitar su muerte. Los libros de hoy se diferencian en muy poco de los que editó Gutenberg. Iba a proponer un libro “atractivo” para lectores aburridos, pero estaba cayendo en el juego de los jóvenes que demandan a los adultos más concesiones basadas en la ley del menor esfuerzo. Ahora todo mundo es como el cartero Jaimito -del programa televisivo Chavo del ocho-, quien, sentado en el restaurante de doña Florinda, repartía las cartas desde ahí “para evitar la fatiga”. Estaba dispuesto a proponer libros con cómics adentro; con imágenes tridimensionales; con páginas rascahuele; con dispositivos mecánicos que dieran vuelta a las hojas, de manera automática; con palabras móviles; con pasatiempos; con figuras de origami; con cajitas felices de McDonalds; con videos integrados; con arena de mar; con botellas de vino y de champaña; con hamacas amarradas a palmeras; con aire de la zona de los Lagos de Montebello; con música disco de los setentas; con sorteo de muchachas bonitas; con tiritititos de fútbol; con prendas íntimas usadas de Thalía y de Brad Pitt; con música de Michael Jackson; con taquitos de camarón con huevo, del parque Morelos; con un vaso de comiteco; o con una autopista para viajar a ciento veinte kilómetros por hora debajo de la lluvia. Pero ya no lo propongo porque este mundo no puede hacer más concesiones.
El libro debe seguir siendo el mismo objeto prodigioso que ha sido siempre. No debe contener más estímulo que la palabra. Ahora que lo pienso, tal vez ésta sea su mayor virtud, la cualidad que lo haga pervivir por muchos siglos más. Ya está cercano el día en que los jóvenes se aburran también con tanta innovación. No les quedará más que voltear a ver las cosas simples y ahí se toparán con el libro, con la magia de la imaginación. De todos modos, si esto no fuera así, el libro no morirá nunca porque siempre habrá miles de despistados que prefieren viajar por “la libre”. Las carreteras viejas, las que no se han renovado, nos brindan el encanto de recorrerlas a una velocidad de sesenta que permite apreciar el bosque, las montañas y los hilos de humo que salen de las casas de los pueblitos que se desparraman a uno y otro lados de la carretera. ¿Han visto cuántos accidentes ocurren en la “autopista” de San Cristóbal a Tuxtla? Antes, viajábamos por la carretera vieja con precaución. El curverío impedía velocidades de más de ciento veinte kilómetros. Hoy los bólidos están a la orden del día en la nueva carretera. ¿Renovarse o morir? A veces, la renovación empuja la muerte. Que Dios nos libre.