jueves, 28 de febrero de 2019

PIES DESNUDOS




Gloria me dijo el otro día que en “Nevelandia” estaba prohibido tirar colillas de cigarros al piso. Esto parece una práctica sana y digna de aplaudirse. En todos los espacios públicos y privados debería estar prohibido tirar colillas al piso. Pero la explicación de Gloria aludía a que en los altos del restaurante “Nevelandia” se efectuaban bailes, a los que asistían las sirvientas de Comitán (por eso muchos le llamaron “Gatolandia”) y la prohibición no tenía qué ver con la higiene y limpieza sino con una cuestión práctica: Era para que las sirvientas no se quemaran los pies.
Sara, la sirvienta que yo conocí en mi infancia, no tenía los pies desnudos. Ella usaba unos zapatos de plástico, de color verde o naranja. Si recuerdo estos colores significa que ella tenía dos pares de zapatos, ¡dos pares! Tal vez uno de estos pares los usaba para el día domingo, tal vez eran sus zapatos de día de fiesta.
Y digo esto, porque sí conocí a compañeros de escuela que llegaban a clases con los pies desnudos. Ahí están como prueba las fotografías de grupo con el maestro. Una fotografía que conservo, del segundo grado de primaria, en la escuela pública Fray Matías de Córdova, es como un muestrario de la diversidad social que, en ese tiempo, acudía a esa escuela. Los estamentos sociales estaban bien diferenciados. Hay algunos muchachos (dos o tres) que ese día de la foto se presentaron con traje, así aparecen, todos muy limpiecitos, con corbata y zapatos lustrados. Ven con gran suficiencia hacia el lente de la cámara; otros (la mayoría) llegaron esa mañana con una vestimenta que hoy llamaríamos casual: camisa limpia, pantalón (dos o tres con suéter) y zapatos con un trapazo; y dos o tres aparecen con sus pantalones limpios, pero remendados, y sin calzado, ahí aparecen sus pies descalzos.
Tal vez, digo sólo que tal vez, si algún fotógrafo hubiese tomado una placa del grupo de una tarde de baile en “Nevelandia” habríamos hallado la misma segmentación: dos o tres estarían con trajes sastre, con cabello engominado y con zapatillas doradas; la mayoría con sus trenzas bien hechas, con vestidos impecables y zapatos de plástico (como los que usaba Sara); y dos o tres (o tal vez más) aparecerían con sus vestidos limpísimos, pero con dos o tres zurcidos visibles, y descalzas (eso sí, con los pies recién lavados, tallados con piedra pómez).
Estoy hablando de finales de los años sesenta del siglo XX. Si nos remontamos más allá en el tiempo, encontramos fotografías del estudio de don Benjamín Crocker donde aparece una familia muy limpia en su vestimenta, pero sin zapatos (con excepción del patriarca).
En los años setenta yo recuerdo a dos personajes de Comitán que no usaban zapatos: Mario, el mocoso; y Caralampio, empleado de la Ferretería Chiapas. Recuerdo las plantas de esos pies como una corteza rugosa y dura. Así recuerdo las plantas de los pies de los dos o tres compañeros que tuve en la escuela primaria. Ellos, por su condición social, vivían en lo que llamábamos “las orilladas” de Comitán. Sus pies, todas las mañanas, tardes y noches, debían caminar por lugares en los que las piedras y el lodo eran los elementos cotidianos. Ahí, en esas calles donde siempre corrían aguas negras, con cadáveres de chuchos, con desechos, había también cristales de botellas quebradas. Una vez un compañerito dejó de asistir a la escuela, nos enteramos que, al correr por la calle donde vivía, un cristal se le había enterrado en uno de los pies, la herida había sido profunda, había manado sangre a profusión. Cuando regresó a la escuela, cojeaba tantito, le seguía molestando la herida, que llevaba una venda sucia, llena de polvo, húmeda.
Tal vez, digo sólo que tal vez, lo mismo sucedía en los bailes (las tardeadas) de Nevelandia. Algún muchacho, sin dolo o con éste, aventaba una colilla prendida al piso y a la hora del baile, alguna muchacha bonita la pisaba. No sé si el ardor la obligaba a levantar la pierna y sobarse, o la vergüenza le daba valor para seguir bailando como si nada, con el rictus de dolor en su rostro. En cualquiera de los dos casos, la sonrisa de mariposa volaba.
Hablo de otros tiempos. El país sigue con muchas miserias, pero cuando menos el país está calzado, cuando menos en el entorno cercano. Hoy veo fotografías de grupos escolares y encuentro que el ciento por ciento de los niños usa calzado, algunos zapatos son de marca exclusiva otros son zapatos más modestos, pero la totalidad del grupo está calzado.
Hace mucho tiempo que no veo a alguien en la calle sin calzado. Los pies desnudos ya no andan por estos rumbos. No sé por qué en este instante pienso que, después de todo, hemos dejado la jodidez extrema. Pienso que hoy los niños de las orilladas pueden correr sin tanto riesgo. No sé. Hoy los riesgos son otros. No sé. No sé si estábamos más jodidos antes, con los pies desnudos, o ahora, con los espíritus sin protección. No sé.

miércoles, 27 de febrero de 2019

CARTA A MARIANA, CON DOS O TRES LADRILLOS




Querida Mariana: El poeta René Morales estuvo en Comitán hace poco tiempo. Llegó para presentar su libro “Texas, I love you”. Cuando le tocó hablar dijo, entre otras cosas, que había laborado algún tiempo en la diplomacia mexicana y (no digo sus palabras de manera precisa) comentó que conoció a funcionarios inteligentes, dijo que en la diplomacia mexicana laboran personas cultas.
Le creo a René. Yo nunca he estado por esos territorios, pero de lejos sé de muchos mexicanos inteligentes que han laborado en consulados y embajadas.
A mí me interesa de manera particular la imagen de Rosario Castellanos y el papel que desempeñó cuando fue embajadora de México en Israel. Por ahí comenté que, según Andrea Reyes, cuando Rosario recibió la invitación para ser embajadora aceptó de inmediato, pero puso dos condiciones: que se le permitiera seguir impartiendo cátedra universitaria y continuar con sus colaboraciones periodísticas en el “Excélsior”.
Rosario fue embajadora y continuó con sus colaboraciones periodísticas y dio cátedra en la Universidad Hebrea de Jerusalén.
En la Secretaría del Campo (¿así se llama?) hay muchos expertos en la materia, pero muchos no poseen la alta cultura de la literatura, por ejemplo. Son lectores, pero no leen novelas ni cuentos. En cambio, en la Secretaría de Relaciones Exteriores sí hay grandes conocedores de literatura. Ahora recuerdo, por ejemplo, al poeta Hugo Gutiérrez Vega, quien laboró en la Embajada de México, en Inglaterra. ¿Y qué decir del embajador de México en la India: Octavio Paz? Sí, René tiene razón, en la Secretaría de Relaciones Exteriores ha pasado una pléyade (una catazumba) de grandes personajes de la intelectualidad mexicana. Entre éstos aparece el nombre de Rosario.
En la columna periodística del 24 de enero de 1973, Rosario Castellanos escribe: “Este año decidimos, mis alumnos y yo, examinar juntos algunos textos: los que Samuel Ramos, Octavio Paz, Jorge Portilla y Carlos Fuentes han escrito sobre lo mexicano”.
¿Mirás, querida Mariana, qué portento? La señora embajadora, gracias a su terquedad, hizo lo que pocos embajadores han hecho: Sembró la semilla mexicana en la joven intelectualidad israelí, terreno propicio para poblar bosques. Rosario llegó al aula universitaria y compartió lo mejor del pensamiento mexicano. Los embajadores tienen como encargo difundir la cultura de sus pueblos en los pueblos ajenos y distantes. Rosario cumplió con creces.
Imagino a Rosario caminando por los pasillos de la Universidad Hebrea, la imagino, con falda y saco, apurada, entrando al salón, con libros abrazados, libros que contenían las miradas de algunos de los intelectuales más importantes de su país. La imagino, en cualquier instante, ya sentada ante el escritorio de la cátedra, hablando de la música, del carácter, de los juegos, de las pasiones, de la riqueza culinaria y demás hierbas culturales de su país; la imagino, así como quien no quiere la cosa, hablando del pueblo en que ella creció, de las calles de Comitán, de los balcones, de los patios de las casas y de la injusticia que cometían los hacendados con la servidumbre de los ranchos. La imagino recordando a su nana y contando las leyendas de los brujos de Chactajal. Ella, en Israel, daba a conocer la cultura mexicana.
Rosario cumplió con su encargo diplomático, lo hizo con pasión. Supo que su encomienda estaba sustentada en lo que había hecho desde siempre: el periodismo y la cátedra universitaria. Ella, escritora soberbia, supo que no podía renunciar a esos dos pilares fundamentales de su edificio intelectual.
Gracias a Andrea Reyes, quien se dio a la tarea de hurgar en archivos para rescatar las publicaciones periodísticas, ahora, los lectores de Rosario tenemos la oportunidad de conocer la labor que desarrolló en Israel.
Posdata: Tiene razón René, en el servicio exterior mexicano hay inteligencia; tuvo razón Rosario, su labor estaba ligada a generar luz, a través de su palabra, en el periódico y en la cátedra.

martes, 26 de febrero de 2019

PURA ESPECULACIÓN




¿Por qué a Yalitza no le otorgaron el Óscar?
Porque en la primera escena de la cinta, ella no hace más que echar agua en la cochera y cargar una cubeta.
Porque, en seguida, le dice al perro que lo bañará y entra a su cuarto y cierra la puerta.
(Porque se tarda en el cuarto, mientras en la pantalla se ve cómo unos canarios enjaulados brincan y pían, como si fueran soporte de la acción. Tal vez el razonamiento del jurado fue que si hubiese un premio para reconocer el trabajo actoral de animales, no lo darían ni al perro ni a los canarios, porque ahí no había actuación, sino simple respuesta a un comportamiento natural.)
Porque, a continuación, ella sale del cuarto y se limpia las manos en el mandil, vuelve la mirada y ve al chucho que sigue ahí en el patio de la casa setentera de la colonia Roma, de la Ciudad de México.
Porque entra a la casa con escoba y cubeta y hace el aseo de los cuartos; porque escucha una canción de Leo Dan en la radio, la fastidiosa “Te he prometido que te he de olvidar” (que en la versión original se escucha Teprometido quetedeolvidar y, mientras tiende las camas, ella canta.)
Porque ella baja rápido y carga un bonche de ropa y se quita el mandil ya que debe ir a la escuela por el niño de la casa, corre, ya se le hizo tarde.
Porque al regresar a la casa, con el niño, su compañera le dice que responda al teléfono.
Porque saca un bonche de platos mientras la compañera le pregunta qué le dijo Fermín, quien es el tipo que, a la postre, la embarazará.
Porque en este momento de la cinta, el jurado comenzó a comparar las actuaciones de las otras artistas nominadas y se dio cuenta que la actuación de Yalitza se pasa de natural; es decir, es tan creíble su actuación que nada trasmite. Si acaso hubiese tenido un buen guion a la mano, tal vez hubiera desplegado su creatividad actoral. Yalitza se concreta a limpiar, cargar ropa, servir y a responder Sí, señora, a todo lo que dice ¡la señora! Su actuación parece un mero testimonio de vida ante la cámara
No le otorgaron el Óscar, porque en la siguiente escena, ella lava la ropa en un lavadero de la azotea y, mientras escucha una canción del aún joven Juan Gabriel, esa canción infumable de Yo quisiera tener todo y ponerlo a tus pies, también la canta, al ritmo con que sus manos enjabonan y tallan.
No se lo dieron, porque luego se limpia las manos en el mandil y se recuesta en una mesa de cemento con celosías translúcidas, por donde se filtra la luz e ilumina la estancia de la casa. Ahí se establece uno de los diálogos más largos entre ella y uno de los niños: El niño juega a que no responde porque dice estar muerto. Cuando el niño le pregunta qué hace, ella, siguiendo el juego, dice que no puede decirle porque está muerta.
No ganó el Óscar porque sus parlamentos son breves, mínimos, ausentes. Los críticos alabaron su actuación porque dijeron que la caracterización del personaje es perfecta, ya que así es el carácter de una mujer que representa a la servidumbre, pero el jurado del Óscar no tuvo elementos para aquilatar su propuesta actoral, porque para limpiar, detener chuchos, cargar cubetas, lavar ropa, servir y decir Sí, señora, no se necesitan grandes recursos actorales, basta con tomar el plato, colocarlo en la mesa, sentarse en el piso, acodarse en el sofá y sentirse integrada a la familia a la hora que ve un programa de televisión.
No se lo otorgaron, porque en la siguiente escena va a la cocina para servir un té que le han pedido y escucha una canción de José José, la sobadísima que dice Espera un poco, un poquito más y ahí, por primera vez, no canta. Canta a la hora que acuesta a los niños, a la hora que le dice a la niña que sueñe con los angelitos.
No se lo dieron, porque, en todo el día, no hizo más que cargar platos, limpiar el patio, ir por el niño a la escuela, levantar la caca del chucho, lavar ropa, escuchar la radio y apagar las luces, cuando todos en casa ya duermen. Los críticos alabaron la verosimilitud de las acciones, el verismo que se demostró en la cinta al retratar de manera tan fiel la vida sorda, excluyente, con dádivas de cariño, repetitiva, agotadora, de una sirvienta; pero el jurado del premio cinematográfico no halló más que planos estéticos que son más propios de una cinta casera, sórdida, plana, y no a una historia con historia de ficción.
Yalitza no ganó el Óscar porque el jurado comparó los diez primeros minutos de la actuación de todas las candidatas y pensó que la actuación de la ganadora, Olivia Colman, mostraba más matices artísticos, más posibilidades de interpretación, era más fina su propuesta. El cine, después de todo, es un arte basado en el movimiento, en la acción.

lunes, 25 de febrero de 2019

TÍTULOS




Con Romina nunca nos aburríamos. Las tardes eran lentas (como son en pueblos de provincia), pero a nosotros nos parecía que se iban como agua entre las manos. ¡Nos faltaba tiempo! Siempre fue así. Nunca sometimos al juicio popular nuestros juegos, porque tal vez los otros opinarían que eran tontos, raros y aburridos; además no hallábamos el porqué andar justificando en qué usábamos nuestras tardes. El abuelo José iba todas las tardes al casino a jugar dominó, a tomar café y un aperitivo. Jamás alguien lo jaló de la manga exigiéndole que dijera por qué jugaba lo que jugaba; la tía Eugenia todas las tardes jugaba canasta con sus amigas, como si fuese una dama inglesa, a las cinco de la tarde tocaba una campanilla y una sirvienta con librea entraba con el servicio de té y galletas de almendras. De igual manera nunca justificó su desbordada pasión por jugar cartas.
Nosotros jugábamos juegos sencillos. Nos encantaba entrar a la biblioteca del abuelo José, subirnos a la escalera y buscar los títulos más sugerentes entre las miles de novelas que tenía sobre estantes de cedro. Entrar a la biblioteca era toda una experiencia, entrábamos en la tarde, después de comer y de hacer la tarea, a la hora que el abuelo tomaba su bastón de caoba, se ponía el sombrero, se enrollaba la bufanda a cuadros y se despedía con un “Nos vemos más tarde. Pórtense bien.”
Los demás nietos tenían prohibido entrar a la biblioteca. Sólo Romina y yo éramos los privilegiados. Una tarde, mientras fumaba uno de los puros que le enviaba un amigo desde La Habana, nos llamó a la biblioteca, abrió los brazos y dijo: “Acá está todo lo que una persona culta debe saber. Afuera no hay nada.” Dijo que nosotros, Romina y yo, podíamos entrar cuantas veces quisiéramos, podíamos tomar los libros que deseáramos, podíamos hacer lo que se nos antojara. Sólo nos puso una restricción. A las siete de la noche debíamos retirarnos, abandonando la biblioteca tal como la habíamos encontrado: ordenada, limpia, pulcra, casi impoluta, porque a las diez de la mañana, todas las mañanas, dos de los sirvientes entraban con plumeros, trapos y esencias a limpiar de manera impecable todos los libros y libreros.
Nosotros nos apurábamos a hacer la tarea en la mesa del comedor y en cuanto terminábamos pedíamos permiso al abuelo para entrar a su recinto sagrado, él (ya listo para ir al casino), movía su brazo derecho como haciendo una reverencia y abría el aire para darnos paso.
Jugábamos a elegir títulos de las novelas. Recuerdo muchísimos títulos hermosos. Hay escritores que escriben libros bellísimos que adornan con títulos igualmente bellos. Títulos que, en apariencia, son sencillos y que sin embargo sintetizan un mundo apasionante. Recuerdo muchísimos. Muchos de los libros de la biblioteca del abuelo estaban encuadernados con pastas negras o rojas y letras doradas. Pero, los más recientes (los que estaban en la lista de espera para pasar al taller del encuadernador) tenían sus portadas originales. A Romina y a mí nos encantaba ver esas portadas que, a veces, también coincidían en belleza. Había algunas portadas que estaban por debajo de la belleza de los títulos. Lo lamentábamos. Romina y yo decíamos que, por ejemplo, tal libro debía tener una portada así o asa. A veces, incluso, hacíamos bocetos de cómo debían ser las ilustraciones y siempre coincidíamos en que, a pesar de que nuestros dibujos no eran profesionales, superaban con mucho a los que ilustraban esos libros.
Todas las tardes jugábamos a hallar los libros con títulos más bellos, bajábamos los libros del librero y los colocábamos en la alfombra, casi casi como la tía Eugenia tendía las barajas sobre la mesa de juego, con un tapiz verde.
Recuerdo muchos títulos, muchísimos. Ahora podría pasarme tardes completas escribiendo esos títulos. Recuerdo, por ejemplo, un libro de pasta azul, en el que un pájaro se posaba sobre el pecho de una chica con los ojos cerrados y los labios entreabiertos. El libro se llamaba “Acerca de los pájaros”. No recuerdo el nombre del autor, porque una regla del juego era precisamente ignorar los nombres de los escritores. Nos quedábamos solo con los títulos y éstos los plagiábamos para nuestros juegos.
Una vez que colocábamos los libros sobre la alfombra verde olivo, que hacíamos una flor con esos pétalos, jugábamos. “Acerca de los pájaros”, decía Romina y decía que tenían alas, movía sus brazos en el aire; decía que ella era una paloma y zureaba y movía su cabeza como la mueve una paloma a la hora que, en el parque, picotea los granos de arroz. Yo decía que era un colibrí y movía mis brazos con rapidez y acercaba mis labios a su cuello y decía que libaba la miel.
Así pasábamos la tarde, en la penumbra de la biblioteca, hasta que veíamos, a través de los ventanales que daban al jardín, que la noche llegaba. Prendíamos la luz y regresábamos los libros a sus lugares originales. Romina volvía a ponerse la blusa y el suéter y yo hacía lo mismo con mi camisa. Salíamos. Salíamos lamentando que las tardes duraran tan poco, mientras que Ernesto, uno de los sirvientes, decía que vivir en ese pueblo era muy aburrido, que nunca había qué hacer.
Ahora mismo podría escribir miles de títulos bellos de libros bellísimos; sería como el recuento de las tardes que Romina y yo jugamos emocionados.

sábado, 23 de febrero de 2019

CARTA A MARIANA, CON SUEÑO INCLUIDO




Querida Mariana: Por favor, mirá la foto que anexo. Vayamos de atrás para adelante. Al fondo el cielo y una silueta montañosa. Un cielo de aluminio y unas montañas niñas, apenas levantadas del suelo. Perdón, debí decir que la fotografía la tomé en Yalumá. ¿Recordás dónde está Yalumá? Es una comunidad cercana a Comitán, que está a la orilla de la carretera que conduce a Altamirano. Luego, en la fotografía, se ve parte de un caserío y árboles, más cerca campos de cultivo (imagino que los campesinos de ahí siembran maíz; imagino que cuando cosechan el maicito hay fiesta y luego las mujeres desgranan las mazorcas y hacen masa y echan las tortillas al comal y sirven platos hondos con frijolitos caldosos, aderezados con cebollita, chile y un poquito de pepita de calabaza). Ya más cerca, en el terreno que es propiedad del dueño de la habitación desde la que tomé la foto, se ve una cerca y un gallinero. Si mirás con atención verás una gallina que está en el piso, caminando de prisa, como si su radar hubiese detectado un gusano. El gallinero tiene malla. En primer plano aparece un vano de lo que será una ventana. Ya es una ventana, pero falta que le coloquen su marco y sus cristales. Por el momento (¡qué prodigio!) sirve como soporte para dos piezas de barro.
Perdón, no dije que el lugar desde donde tomé la foto es el inicio de un sueño. Sí, los sueños también están hechos de ladrillos. Antes pensaba que los sueños eran materia intangible, que sólo estaban hechas con nubes. Recuerdo dos cosas del tiempo en que era niño. La primera es que mi abuelo Enrique me regañaba cuando veía que estaba como “ido”, sentado debajo de un durazno, viendo hacia el cielo. Me regañaba, me decía que no era bueno que estuviera soñando despierto; la otra cosa que recuerdo es que la tía Cande decía que soñar era bueno y que los sueños estaban hechos de nubes, que el país de los sueños en lugar de tierra tenía piso de nube y yo imaginaba que caminaba por el país de los sueños y mis pies se hundían en ese piso que era suave como de algodón, pero sin azúcar, porque el azúcar hace que todo sea como pastoso.
En esta foto podemos hacer un ejercicio de acercamiento. Que las nubes y las montañas niñas se acerquen y entren por la ventana y den sustento al sueño de Manuel. Porque no sé si ya dije que la construcción desde donde tomé la foto es propiedad de Manuel. Ahora estarás preguntándote quién es Manuel. ¡Ah, Manuel es un hombre maravilloso, sencillo, casi de pocas palabras, es un artista genial, es hijo de Yalumá! Allá tiene su casa, allá tiene su horno. ¿Horno? Sí, no vayás a pensar que es chef, no vayás a pensar que hace pizzas. Y digo esto porque cuando fui niño, en la casa había un horno que servía para que Sara (la Cleo de aquel tiempo, digo Cleo porque es el nombre de la protagonista de la película “Roma”, de Alfonso Cuarón) hiciera pan, un pan bien esponjadito. De la panza del horno de Manuel brotan piezas de cerámica. Manuel es uno de los grandes ceramistas de Chiapas. Y la noticia es que Manuel sueña. Así como soñaba el famoso José, de la Biblia.
¿Recordás a José, el soñador? De acuerdo con la Biblia, José era uno de los doce hijos de Jacob, era su hijo consentido. José interpretaba sueños, era muy noble, cada que le otorgaban un cargo lo cumplía con cabalidad. Terminó siendo gobernador de Egipto, la mano derecha del Faraón. ¡Nadita!
Bueno, parece que los soñadores caminan por los mismos suelos (cielos) por donde anduvo José, el soñador.
Manuel, de Yalumá (Manuel de Jesús Aguilar Díaz), sueña. Ha soñado desde siempre. Desde niño comenzó a jugar con el barro, modelaba figuritas con el barro. Una tarde de esas soñó con estudiar arte y fue a la universidad y estudió. Cuando concluyó su licenciatura regresó a su tierra. Y esto último no es una mera expresión. Digo que volvió a su tierra para escarbar en ella y volverla piezas artísticas. Él va por los caminos de Yalumá, más allá, y regresa con barro que luego modela y mete al horno para convertir la arena y la arcilla en un sueño hecho de tierra y de nubes.
Sí, los sueños de Manuel están hechos con barro y con nubes.
¿Sabés cuál es el más reciente sueño de Manuel? Hacer, en su comunidad, algo como un centro de arte, un lugar que sea estancia para artistas de otras partes del mundo. Cuando me contó su sueño yo asentía, decía que sí, que es un sueño magnífico. A ver, te cuento. En la foto se aprecia una ventana y una pared, estos elementos son parte de un edificio en construcción. Cuando Manuel finalice su proyecto, cuando la casa esté terminada, comenzará a invitar a ceramistas de todo el mundo para que realicen una estancia en Yalumá. ¡Ah, imaginé a artistas de Argentina, de Estados Unidos de Norteamérica, de Francia, de Guatemala, de Canadá, de Italia y de Chacaljocom yendo al lugar donde Manuel saca el barro! Imaginé a artistas de todo el mundo visitando Yalumá y creando obras; los imaginé compartiendo experiencias como lo hacen en muchos lugares del mundo. ¿Imaginás lo que esto significaría para Comitán? ¿Imaginás lo que significaría para Yalumá? Todos los habitantes se beneficiarían de estos intercambios culturales. Porque, cuando gente de otras partes, gente creativa, llega a estos lugares, la visión de la localidad se expande.
No sé en qué momento Manuel de Jesús comenzó a soñar este proyecto. No lo sé, ni le preguntaré, porque dicen que con los sueños debemos ser muy respetuosos. Si alguien llega y te cuenta su sueño debés oírlo atentamente, pero jamás preguntar algo. Los sueños están hechos de fibras muy delgadas, de estructuras endebles, por esto, sólo los grandes soñadores son los grandes constructores. Todo mundo sueña, pero no todo mundo hace realidad los sueños.
Un día, Manuel me platicó que fue a Oaxaca, fue al Centro de las Artes de San Agustín, en Etla. El CASA es un centro creado por Francisco Toledo, el artista vivo más importante de nuestro país. Manuel, igual que Toledo, es de pocas palabras, parece que, en lugar de gastarlas, las convierte en silencios llenos de luz. El lenguaje de Manuel está hecho con piezas de cerámica. Su lenguaje está hecho con barro.
No recuerdo un sueño semejante en la región. Recuerdo el instante en que Luis Aguilar trajo a Comitán a muchos escultores para participar en un simposio. Los escultores crearon sus obras en espacios públicos. Muchas personas de esta ciudad presenciaron el arte de creación. Los artistas saben que un acto generoso es compartir el momento de creación, así se siembra la semilla del arte en las nuevas generaciones.
En el CASA llegan muchas personas de todo el país, de todo el mundo. Toledo ha logrado, con su mano generosa, sembrar un enormísimo árbol en Oaxaca. No es casual que ahora, en ese estado tan olvidado de la mano de Dios (como Chiapas), con tantas carencias, con índices de desarrollo deplorables, exista un movimiento plástico de relevancia internacional. La mano de Toledo está presente en cada color que alfombra el suelo oaxaqueño.
¿Y si Manuel engendró su sueño en el CASA? ¿Y si él, una noche, con murmullos de grillos oaxaqueños pensó que era posible hacer un albergue con estancias culturales en su pueblo? ¿Quién imaginaría que en una comunidad tan pequeña, tan mazorca con granos niños, puede ser punto de convergencia de ceramistas de otras partes del mundo? Manuel lo imagina, él lo sueña. Así como José, el soñador, era muy hábil para interpretar los sueños, Manuel es muy hábil con las manos del corazón. Con ellas modela las bellas piezas de barro, con ellas construye sueños que parecen salidos de la mente de un visionario.
Él es un andasolo. Con el producto de la venta de sus obras coloca los ladrillos a sus sueños. ¿Qué haremos el día que su edificio esté listo para recibir a artistas de todo el mundo? ¿Echaremos cohetes, pondremos marimba, invitaremos una copita de mistela?
Pienso que varios inversionistas cultos deben apoyar este proyecto. ¿Cómo? Muy sencillo: Comprando obra. Luz del Alba hace su parte, ella es amiga de muchísimas personas, cuando vienen grupos de amigos, ella los lleva a Yalumá, comen elotes hervidos y luego van a la casa modesta de Manuel y les enseña la obra del artista comiteco. Muchos de los amigos compran obra, porque reconocen que las piezas de Manuel valen la pena.
Posdata: Manuel es un soñador. Baja las nubes del cielo y pepena el barro del suelo y modela lo que puede ser una de las obras más geniales de los últimos tiempos en Comitán y en Chiapas. Sus sueños viajan al lado de la más alta cumbre. ¡Uf, su sueño es genial!

viernes, 22 de febrero de 2019

MUJER HIJA DEL AIRE




A veces divido el mundo en dos. Ayer lo dividí en: Mujeres que tienen forma de New York, y Mujeres que tienen horma de Comitán.
La mujer horma de Comitán está modelada por el aire, por ese aire que pepenó el poeta Sabines a la hora que caminó por las calles de este pueblo.
Ella tiene cuerpo de nube y espíritu con aroma a tenocté. ¡Ah, qué bello es escucharla hablar! Todo mundo dice que ella no habla, ella ¡canta! Canta los salmos que la han cubierto desde siempre.
Su amado es un hombre bendito. Siempre juegan juegos eróticos, sublimes. Juegan a que él, su encuache perfecto, es un pepenador de estrellas y debe descubrir las nueve estrellas que están tatuadas en su cuerpo, porque ella, la mujer horma de Comitán, también, al igual que el pueblo, tiene nueve guardianes. ¿En dónde esta mujer cobija esos tesoros que son salvaguarda de la identidad de Comitán? Algunas son visibles, porque ella es generosa, dadora a manos llenas, deja que los demás (¡todos!) puedan ver el deslumbre de sus estrellas. Una de ellas está puesta entre las galaxias de sus pechitos. Cuando ella camina o corre o se agacha a recoger piedritas, la estrella que alumbra sus galaxias se muestra plena, luminosa, iluminada. A veces, cuando la noche es cerrada, oscura como cuando se perdió el cuch, ella se agacha tantito y su pecho es una tea que ilumina todo el campo, es tan intensa su luz que la luna se descontrola y se oculta, porque cree que el sol ya apareció. ¡Sí, ella es un sol! Un sol que ilumina todas las estancias de la casa. ¡Ah, qué mujer tan horno, tan oratorio, tan bajada y subida de Comitán, tan chorro de La Pila, tan toque de pito y tambor!
La mujer horma de Comitán está modelada por el aire de Sabines y por el barro de los ladrilleros de Yalchivol y posee el canto prodigioso de la tiuca.
Sí, tienen razón, ella tiene alas de colibrí y culito de tzisim.
A veces divido el mundo en dos. Mañana lo dividiré en: Mujeres que son como papalotes sin cola y Mujeres que son como el agua tibia.

jueves, 21 de febrero de 2019

LOS MELÓMANOS DEL MUNDO




No me provocan envidia. ¡No! Me provocaban ¡admiración! Admiro a quienes son melómanos. La música, dicen, es un idioma universal. Tal vez es así. Tal vez los habitantes de otro mundo, en otro planeta, distante del nuestro en millones de años luz, también hacen guateques y en primerísimo lugar hay un grupo de compas que tocan instrumentos y producen música.
Sí, admiro a los que no pueden vivir sin música. Ahora, cuando subo a mi auto y me dirijo a la universidad donde laboro, veo, con mucha frecuencia, a dos muchachos (ella y él, cada uno por su lado), que llevan audífonos y escuchan música mientras caminan. Sus audífonos son dos enormes orejeras, al estilo de los que usaba Jacobo Zabludovsky en su noticiario televisivo de los años setenta.
Esos dos muchachos (él y ella, por su lado) son como personajes de película, porque acompañan sus acciones con la música. Caminan o corren o se sientan en un parque, y mientras lo hacen tienen una música de fondo (la música de su preferencia). Es como si estuvieran en una película, porque el cine posee ese don, siempre hay lo que ahora se llama soundtrack, una banda sonora que potencializa las imágenes.
Por eso admiro a los melómanos. ¡Ah, me encanta que esos chavos potencialicen su vida con la música!
Yo nunca poseí ese don. En los sesenta iba a la casa de Pepe y veía cómo su hermana bailaba a mitad del cuarto en la segunda planta de su casa. El piso de los cuartos tenía parquet de madera, ella (la hermana) bailaba con los pies descalzos, movía todo su cuerpo, sus pies, sus brazos, sus piernas, sus muslos sudados, su cabellera y sus pechitos aún niños al ritmo de la música de un grupo que hacía furor en el mundo: Los Beatles. En la casa de Pepe, él y sus hermanos siempre escuchaban música, a tal grado que Alfredo quiso crear su propio grupo musical. Nunca lo logró. Eso fue una pena.
David, en Tuxtla (ya en los años noventa), tenía un cuarto con paredes de adobe, techo de lámina de zinc en el que se veía toda la estructura, como si fuese un esqueleto de madera, y piso de tierra, siempre húmedo. Ese cuarto era muy modesto, pero tenía un aparato que reproducía el sonido, que costaba más que todo el cuarto. Ahí, David se sentaba en un sillón, cerraba los ojos y escuchaba al grupo que en el último año se puso de moda: Queen.
En los años sesenta, el padre Carlos se paraba frente al tocadiscos, levantaba los brazos y con una batuta imaginaria dirigía a la orquesta que interpretaba la Novena de Beethoven o la Sexta sinfonía de Chaikovski. Yo veía cómo cerraba los ojos mientras ordenaba al que tocaba los timbales que los golpeara con un golpe enérgico.
Sí, siempre he admirado a esos hombres y mujeres que tienen a la música como una de las pasiones de su vida.
Jorge, en los años setenta, hacía sus tareas de arquitectura en un estudio que estaba en la segunda planta de la casa de sus abuelos y que daba a la calle. Mientras los camiones pasaban atestados de personas en la avenida Cuauhtémoc, en la Ciudad de México, él ponía un disco de cuarenta y cinco revoluciones en un pequeño tocadiscos portátil, de color naranja con vivos blancos. El sonido no era tan esplendoroso como el que salía de las bocinas del aparato que David tenía en su cuarto con piso de tierra, pero alegraba el instante en que hacía un diseño con cartulina ilustración. Recuerdo que, en ese tiempo, escuchaba una y otra vez y otra, la canción “Horse with no name”, del grupo América. Jorge era feliz y yo también. Pero en cuanto salía de la casa de los abuelos de Jorge yo olvidaba la música. Tal vez el ruido de los motores de los camiones, los gritos de los buhoneros, las carreras de los niños o el aullido brutal de las ambulancias, metía en una campana de vacío a esa maravilla de maravillas llamada música.
Una vez, ya en los años ochenta, subí por la escalera que llevaba a la sala de la casa del padre, lo encontré sentado en un sofá, moviendo las manos, dirigiendo la orquesta que acompañaba a Gabilondo Soler, Cri cri. Comenzaba su proceso de volverse niño, su regreso al origen a través de la música. Lejos habían quedado los tiempos de la música de concierto, lejos las grandes salas del mundo, lejos los gorgoritos prodigiosos de La Callas. El padre volvía a emocionarse al ritmo del chorrito que se hacía grandote y se hacía chiquito.
Siempre me he sentado en un sofá para leer, con pasión; jamás me he sentado en un sofá para escuchar música. No, este don no me fue otorgado. Escucho la música como un fondo del teatro de la vida. A la hora que Dios repartió los dones me otorgó el maravilloso don de la pasión lectora y eliminó la pasión melómana. Bueno, no se puede tener todo en la vida. No lo lamento. No. Por esto no envidio a los melómanos, los admiro.
Regreso a los años sesenta o setenta, gracias a la literatura. Quique, además, vuelve una y otra vez a ese tiempo a la hora que lee y a la hora que pone en su reproductor de discos la música de José José o de Napoleón o canciones de Serrat.
Sí, admiro a los que aman la música y la viven como si la vida fuera ella y ellos, juntos, siempre.

miércoles, 20 de febrero de 2019

CON NOMBRE




Me gusta el Nobel de Literatura, porque es un premio que no se entrega a la improvisación. El premio reconoce una vida entregada a una pasión.
Y digo esto porque hay premios corcholateros. En los pueblos de este país aún hay concursos de cuento que tienen rémoras provincianas. Si la convocatoria anuncia un primer premio con algunos miles de pesos, muchos escritores envían sus trabajos para someterlos al gusto del honorable jurado. En la fecha anunciada, la prensa da a conocer el nombre del premiado. El mensaje dice que perengano participó con el seudónimo tal. El escritor premiado no siempre es un escritor comprometido con el oficio, a pesar de que en las entrevistas diga que, desde pequeño, su mamá le leía cuentos y por ello se convirtió en un gran lector hasta llegar al momento presente en que sube al podio y recibe la rosa de plata y un cheque que lo declara un gran escritor.
Digo que me gusta el Nobel de Literatura, porque los escritores no someten su obra a concurso, son elegidos. Ellos están tranquilos en sus casas y hasta ahí llegan a decirles que son candidatos a recibir el Nobel.
Las convocatorias de concursos locales o regionales o nacionales siempre exigen un seudónimo, un nombre que no dé pistas de la identidad real del escritor. Esto, en apariencia de una intrascendencia feroz, es un pozo sin fondo. El honorable jurado premia a un escritor que no sabe quién es (bueno, hay algunos concursos en los que el Honorable se vende y sí sabe a quién está premiando). El hecho de que se premie una obra por su calidad literaria y no por el aval del nombre da, en apariencia, una huella de honorabilidad e imparcialidad. ¿Es así? Tal vez sí, pero es triste que un jurado premie un seudónimo y no un nombre, una obra, una vida entregada a la creación. El jurado premió a una escritora que tuvo el seudónimo “Fuensanta de los delirios”. ¡Que Dios perdone los excesos!
En algún momento de mi vida me tocó escuchar la molestia de una poeta chiapaneca que fungió como jurado de un premio importante de poesía. Ella dijo que cómo era posible que no hubiera llegado a sus manos la obra de una poeta amiga suya, conocida, valorada (ella sabía que su amiga había sometido su obra al concurso). Dijo que, sin duda, esa obra se había quedado atrapada en el primer filtro. Los primeros lectores del concurso habían ignorado la obra de una gran poeta. Esto obligó al jurado a elegir el que consideraron la mejor obra de las que les fueron entregadas. Sí, esto sucede a menudo en los concursos.
En los concursos literarios participan decenas de escritores, ¡decenas! Al jurado le es entregado un paquete con, digamos, diez obras finalistas, de entre las cuales deberán elegir la mejor. En muchos casos la obra realizada por un escritor que ha entregado su vida a la creación sublime, se queda atorada en el primer filtro, porque algún lector ignoró la trayectoria del escritor, ya que el seudónimo nada dice acerca de la pasión, y el lector, no muy avezado en obras creativas, desechó el engargolado y lo envió a la basura, cuando, en términos justos, debió ser la obra reconocida.
Me gusta el Premio Nobel de Literatura, porque se entrega a escritores reconocidos. Cada uno de los candidatos a merecer el reconocimiento está perfectamente identificado con nombre, obra y datos biográficos. Las obras corresponden a vidas entregadas a la literatura. El Nobel de Literatura premia a un escritor identificado, no a un seudónimo.
Tengo un amigo que no acepta, en las redes sociales, la solicitud de alguien cuyo perfil no está perfectamente identificado. Hay muchos internautas que no tienen foto de perfil, que usan nombres ficticios, nicknames, apodos. Esconden su verdadera personalidad detrás de un seudónimo. A mí me parece correcta el comportamiento de mi amigo: ¿Por qué debe tener amistad con un incógnito, con alguien que usa otro nombre?
En los concursos, todos los escritores deben ocultar su identidad detrás de un seudónimo, un apodo. El honorable jurado se ve sometido a entrar a un terreno resbaladizo que se llama objetividad y premia la obra que, a su real entender, se distingue entre las demás.
Mi amigo Juan dice que se ha dado casos en que se premia al burro que tocó la flauta. Esos escritores laureados jamás vuelven a tocar la flauta, se pavonean de una gloria pasada, de cuando obtuvieron el Primer Premio del Concurso Tal.
Me gusta el Premio Nobel de Literatura. Nadie se llama a engaño. El Honorable (bueno, ni tanto, porque luego anda metido en líos de faldas) premia la obra de un escritor conocido y reconocido. Cada año aparece un listado con nombres reales, con obras sostenidas.
Este año la Academia Sueca premiará a dos escritores, porque el año pasado, por cuestiones extraliterarias no se entregó. Este año aparecerá una lista con nombres de escritores apasionados y de dicha relación saldrán los dos escritores merecedores de la gloria. La Academia premia a escritores con nombre, con obra reconocida a nivel internacional. Sí, me gusta el Nobel de Literatura. Los premios tienen sendas oscuras (en Chiapas se conoció el caso de un “poeta” que hizo hasta la imposible por recibir un premio ¡y lo logró!, aun cuando su obra es menor. En esa ocasión, la obra de un verdadero poeta quedó relegada, porque, como todos, se debió someter a la exigencia de un aberrante seudónimo). Dentro de esa oscuridad, el Nobel también es un premio oscuro, pero, cuando menos, es menos confuso. El jurado saca la carta que tiene bajo la manga ¡a la vista de todos! ¡Ah, son unos magazos! Me gusta el Nobel de Literatura.

martes, 19 de febrero de 2019

HACIA ARRIBA




No me crean. El árbol es un ciprés. Imagino que le cortaron las ramas de abajo y dejaron únicamente las ramas superiores y el tronco. Lo hicieron así para que la enredadera subiera de manera fácil, como si fuera una ardilla o un pájaro carpintero. El árbol, como se ve, es enorme, bueno, no tan enorme como dicen que crecían los árboles en la Selva Lacandona en tiempos de Franz Bloom. Pero este árbol no está en la selva, ¡no! Este árbol está en un parque de San Cristóbal de Las Casas, donde (¡qué casualidad!) hay una escultura del Fray Bartolomé. Este árbol crece en la ciudad en que habitó don Franz. Tal vez es un homenaje a ese hombre que llegó de Europa y sembró su inquietud en estas parcelas. El árbol, digo, es enorme. Sorprende su verticalidad, su escasez de ramas. Las ramas sólo están en la parte superior, para que los pájaros tengan lugar para columpiarse.
No me crean. Digo que tal vez le cortaron las ramas más bajas para que la enredadera pudiera trepar con la intensidad con que suben las hormigas o los gusanos. La enredadera está pegada como una piel verde a la corteza del árbol, es como su caparazón, como su corazón.
Esta fotografía la tomé una tarde en que el sol comenzaba a ocultarse detrás de los tejados. Se escuchaba un rumor como de telar, como si el viento fuera una lanzadera y cruzara por en medio de los laberintos que existen en ese bordado de la naturaleza.
Digo que no me crean, por favor. No lo hagan. Pero, como estaba sentado muy cerca de este árbol podía escuchar como el aire caminaba por los senderos existentes entre las hojas de esta enredadera. Vi, juro que lo vi, cómo la enredadera brotaba del suelo y trepaba como un ejército de hojas sin control, pero con orden. Vi partes de la base del tronco que estaban pelonas, sin embargo, el tronco estaba completamente forrado de hojas, como si en la parte superior se multiplicaran como dicen que Jesús multiplicó los panes.
No me crean, pero escuché algo como una oración, algo que tenía que ver con algo superior, a pesar de brotar del suelo. Era una plegaria, una alerta, un “Mirame, miranos, alzá tu vista, seguí nuestro camino de ascenso”.
Era una oración sencilla, casi simple. Decía que debía concentrarme en las alturas. Debía reconocer lo obvio, todo salía del suelo y crecía hacia arriba. Nada me hablaba de raíces que van hacia el suelo, todo era un canto que se elevaba al cielo.
La enredadera que amorosa abrazaba al tronco y generosa se extendía a mi mirada, era una plegaria en ascenso. Desde donde yo estaba sentado todo me decía que viera hacia arriba, esa era la misión de esa camisa verde, de ese suéter pachoncito. Quién sabe cuántos años tardó esta enredadera en rodear al tronco. Ese tiempo, lento, de gota perenne, había bordado este tejido sólo para que esa tarde yo lo viera y escuchara su murmullo, su diálogo infinito: Mirame, miranos, alzá tu vista, seguí nuestro camino de ascenso.
Esa tarde, todo señalaba hacia arriba, hacia donde el cielo era una sábana azul, metálica, extensa.
Yo estaba en el suelo, pero todo me decía que viera hacia el cielo, hacia donde los pájaros volaban, hacia donde todo era liviano, suspendido, eterno. El árbol crecía hacia el cielo, la enredadera (frágil en su condición íntima) se abraza a ese tronco inmenso para lograr el mismo ideal, subir al cielo.
No me crean, pero esa tarde todo estaba dispuesto para que yo levitara tantito, abandonara apenas el suelo.
Estaba en la tierra que habitó Franz, el hombre que, en la Lacandonia, vio árboles mucho más altos, más hijos del cielo.

lunes, 18 de febrero de 2019

DISCRIMINACIÓN




El juego fue elegir entre perro o gato. La mayoría del grupo optó por el perro y mencionó, entre otras cualidades, la fidelidad. Sólo Arturo dijo que prefería al gato, dijo que este animal es un animal muy limpio, en cambio el perro caga en cualquier lugar. Y luego nombró la dignidad del animal, cuando uno llega a casa no se comporta como el perro que salta, se echa encima, mancha el pantalón del amo y ladra como si fuera una ambulancia o una patrulla. Dijo que hubo un tiempo que tuvo una novia y una perrita maltés. Cada vez que llegaba la novia, la perrita se le echaba encima, le mostraba los dientes y ladraba intensamente; la novia decía que la perra, que se llamaba Reyna, parecía celosa de ella, no la soportaba. La maltés la olía, porque apenas se escuchaba el timbre, Reyna sabía que detrás de la puerta estaba la novia. Sí, dijo Arturo, ella se fue. Elena aún preguntó si la que se había ido era la perra o la maltés. Todos reímos.
¿Así que preferís el gato?, preguntó Elena. Sí, dijo Arturo, por encima de todos los animales e hizo una enumeración de mascotas, entre las que se pasearon las cotorrras australianas, los loros y los tigres, porque Arturo dijo que tenía un amigo en la Ciudad de México, que tenía un tigre como mascota en su residencia.
Fue cuando Elena, siempre jodona, dijo que en realidad Arturo era gatero, porque le gustaban las gatas. Todos reímos. Todos sabemos que Arturo tuvo la costumbre, de joven, en los años setenta, de ir al Parque de Los Venados, en la Ciudad de México, lugar mítico en el que, los domingos, se llenaba de sirvientas, con vestidos chillantes, labios pintados y perfumes agresivos, estilo Siete Machos. Arturo decía que era el Parque de Las Venadas. Todo mundo, en los años setenta, a las sirvientas les llamaba gatas. En Comitán, así como no queriendo la cosa, también se discriminaba a las sirvientas, porque acá acostumbraban ir a las tardeadas que se realizaban en la planta alta de “Nevelandia”, lugar que llegó a ser conocido como “Gatolandia”.
Arturo no siguió con la broma, habló de la dignidad del gato. Dijo que su gato, “Quasimodo”, se pasa el día durmiendo sobre un cojín con ribetes dorados. Cuando él abre la puerta, de regreso a casa, el gato abre un ojo y lo ve desde su trono, ve que todo está bien, que Arturo lleva las bolsas del mandado, en donde, sin falta va la bolsa con croquetas para gato, y vuelve a cerrar los ojos. Cuando tiene hambre baja del cojín, de un salto, enérgico, plástico, con la belleza de todos los felinos del mundo, y se resbala por la pierna de Arturo, quien, sentado en el sofá, lee. No hay aspavientos, todo es medido. El gato sabe que Arturo, en algún momento, se pondrá de pie, tomará el recipiente de plástico y colocará un poco de croquetas, que Quasimodo devorará con dignidad, sin alzar la cabeza, concentrado, al estilo Zen. Al terminar subirá de nuevo al cojín y comenzará a lamerse, a limpiarse, porque la higiene es lo principal. Arturo termina diciendo que le encantan los gatos. ¡Y las gatas!, concluye Elena. Todos reímos.
Ahora, en el país, se ha volcado la discusión de la actriz de la película Roma, actriz que está nominada para recibir el Óscar. Ella, en la cinta, interpreta a una sirvienta, a una gata. Ella actúa por primera vez en una cinta. En realidad es maestra. Tiene los rasgos de una mujer indígena, morena, labios gruesos, cabello negro. Por ello, se ha volcado una serie de comentarios adversos, muchos de los cuales están dentro del terreno de la lógica: Algunos comentan que debió estar nominada como Actriz Revelación y no aparecer en el aparador de las actrices con trayectoria. Hay otros comentarios que son francamente discriminadores, como el del actor Sergio Goyri que se refirió a ella como “Pinche india”.
Vi el video en que Sergio declara lo que declara. Es un comentario entre amigos. Acá, la mala leche estuvo en la amiga que grabó el video, en el que finge enviar saludos a sus amigos virtuales. En realidad, lo que ella hace es hacer pública una conversación privada. Con ello, esta supuesta amiga de Sergio Goyri rompió el hilo supremo de la amistad: La fidelidad. Arturo dijo que la amiga de Sergio Goyri se portó como una perra (y lo hizo sin afán racista, lo dijo siguiendo el tema de las mascotas). Dijo que esa amiga hizo aspavientos, ladró de más, manchó el pantalón del amo, se cagó a mitad del patio. Arturo dijo que si ella hubiese sido una gata se hubiera comportado con dignidad, como lo está haciendo la actriz indígena, hubiese abierto un ojo y habría seguido durmiendo, dejando que los perros ladren. Los gatos tienen una gran dignidad, las gatas también.

sábado, 16 de febrero de 2019

CARTA A MARIANA, DONDE ESTÁ LA FOTO DE UN FOTÓGRAFO




Querida Mariana: El otro día, el escritor chiapaneco Aleks G. Camacho te escribió una carta. Me encanta saber que sos muy buscada por escritores y amigos. El género epistolar, un género literario ahora en desuso, está más vivo que nunca en estas tierras y vos sos la destinataria.
A veces, no sólo te escribo a vos, le escribo a otras niñas bonitas; a veces (ha sucedido) me topo con alguna muchacha en la calle y después del saludo y del intercambio de dos o tres chismes me pide que le escriba una carta. No le cumplo su deseo, porque no soy un facilote. Vos sabés que a mí me encanta escribir: escribo cuentitos, novelas breves y, también, las Arenillas, pero me cuesta mucho hacer textitos por encargo.
Pero no sólo escribo, sabés que también me encanta pintar, dibujar, leer y (esto no lo sabías) también me encanta la fotografía.
Sé que el dicho de zapatero a tus zapatos es la principal ley de la vida sosegada. Conozco a muchos amigos que realizan acciones que no corresponden a su vocación. Digo que me gusta la escritura y muchos amigos me dicen que es un don, así lo reconozco. Tengo amigos a quienes se les dificulta escribir dos o tres renglones. Yo no tengo inconveniente. Rossana me preguntó un día, mientras comíamos unos esquites, sentados en las gradas del Centro Cultural Rosario Castellanos, si tenía problemas con la página en blanco. Dije que no, digo que ¡no! Para mí, desde siempre, fue un acto muy sencillo meter la hoja en el rodillo de la máquina mecánica y comenzar a escribir. Por lo regular (esta es mi experiencia personal) a medida que avanza el texto aparecen ideas que jamás habían pasado por mi cabeza. Este es el prodigio de la creación, así que siempre “meto la hoja en blanco en el rodillo de la máquina” y comienzo a escribir (¡claro, ahora ya es la computadora y no la máquina mecánica, pero sigo viendo el acto de escritura con la misma ilusión de juego!).
Pero dije que aparte de escribir, pintar, dibujar y leer me encanta tomar fotografías. En los años ochenta, Quique me hizo favor de comprar una cámara profesional en un viaje que realizó a Canadá. Era una cámara de treinta y cinco milímetros, analógica, cuyo estuche contenía varios lentes, incluso un “ojo de pescado” que me permitía tomar fotografías con un ángulo de ciento ochenta grados. ¡Ah, qué divertidas me pegué con ese chunche! Recorría muchas calles de Comitán en busca del lugar no común, de la instantánea inédita, del momento sublime. A veces iba por el Río Grande o por Tinajab o por Jishil. El mundo de la fotografía, pienso yo, tiene también la característica del diálogo interior. He visto, sobre todo en los últimos tiempos, a muchos fotógrafos, que se reúnen para ir de “cacería de fotos”. Van en grupo, haciendo una gran chorcha. Cada uno elige el ángulo más idóneo. Veo que es una gran aventura. Yo nunca lo hice, ¡ni lo haría! Creo que la cacería de fotos exige la misma disciplina que exige la caza animal. Cuando, jóvenes, la plebe iba al rancho de Jorge o al de Quique y salíamos a la arriada para la cacería del venado, Quique nos iba señalando el lugar donde debíamos permanecer en silencio (a mí me exigía que no fumara). Ahí, en el lugar indicado quedábamos atentos a los ruidos, al rumor de pasos sobre hojas secas, a las sombras fugaces que aparecían sobre las ramas o detrás de los árboles. Nuestro corazón latía con más fuerza e interrumpía el silencio en la profundidad de la tarde. Habíamos ido en grupo, pero a la hora decisiva quedábamos solos. A mí esa soledad me aterraba, pero me hacía fuerte, sabía que en mis manos tenía un arma, pensaba que si una culebra asomara podía meterle un balazo.
¿Qué hacen los fotógrafos en grupo? Bueno, parece que hay algunos que, de pronto, deciden separarse tantito, dejan el camino por donde caminan los demás y se atreven a subir a un montículo o descender por una bajada llena de piedrones. Sé que el espíritu gregario los convoca, pero la musa de la fotografía los manda por caminos solitarios, por caminos en donde la creatividad se manifiesta.
A veces he visto documentales en los que aparecen los fabulosos fotógrafos del National Geographic. Estos fotógrafos se desplazan solos, se quedan por horas y horas en algún sitio, evitan que algo más los distraiga. Si un fotógrafo va con compas, la chorcha y el relajo son elementos a considerar como algo no recomendable. La socialización es parte de otras actividades, no del arte en que el instante prodigioso aparece una sola vez.
Ahora te envío la foto que le tomé a César Canales, quien es un gran fotógrafo. Durante los últimos diez o quince años de mi vida dejé de hacer fotografías con la pasión que tuve en los años ochenta, esto significa que mi fuerte no es dicha actividad. Ahora tomo fotos únicamente para ilustrar algún trabajo escrito o como un mero recuerdo. Pero, el otro día, estaba en el Turulete, tomando datos acerca del desarrollo de un acto organizado por dependencias del Ayuntamiento Municipal y vi a César pasar corriendo detrás de mí. Yo estaba en la segunda planta de El Turulete, recargado sobre el barandal, viendo el sitio de honor donde estaban las autoridades. César pasó como un ave solitaria, llegó acezando hasta el fondo del pasillo e hizo los movimientos que se ven en la fotografía: Hizo una inspiración sostenida, para evitar la intensidad del latido del corazón, y, con el ojo aguzado, comenzó a disparar sobre el objetivo. Sólo él estaba en ese instante, los demás fotógrafos permanecían a ras del suelo, él, a vista de pájaro, realizaba una toma insólita. Mientras él hacía su trabajo, yo saqué mi camarita y, sin buscar ángulo, casi con la misma emoción de la adolescencia cuando aparecía el venado frente a nosotros, disparé. Sabía que ese instante no volvería, deseaba tomar a César en plena acción. Ahora, en las redes sociales, hay muchas fotografías en las que aparece una leyenda simpática: “Así, como que no me doy cuenta”, con lo que se establece que el retratado sabe perfectamente que es objeto de la mirada del fotógrafo y casi casi posa. Acá, César, jamás supo que era objeto de mi lente. No lo supo, porque él estaba inmerso en su actividad profesional con todo su cuerpo y con todo su espíritu. Acá, en esta fotografía, se aprecia la intensidad de su cuerpo y de su alma. El ojo y la mano obedecen el dictado del cerebro, del corazón y de la cuerda de luz que proviene del pantano luminoso del acto creativo y que nadie, jamás, sabe explicar.
La actividad de César no le llevó más de un minuto, en cuanto terminó de disparar, pasó corriendo de nuevo en dirección hacia la escalinata, bajó y de nuevo siguió tomando fotos del acto, acto maravilloso que llevó el nombre de Primera Muestra Gastronómica con Tradición Hispánica y que, ante la invitación de dependencias del Ayuntamiento de Comitán, reunió a cocineros tradicionales de los municipios de la meseta comiteca tojolabal.
El instante fue sencillo, casi simple, César llegó y yo aproveché a disparar mi cámara. Sólo alcancé a realizar un disparo, pero bastó para congelar el instante de la creación. Mi intención fue simplemente “dar machetazo a caballo de espadas”; es decir, tomarle una fotografía a un gran fotógrafo. Una vez Rosario Castellanos escribió un poema que tituló “Autorretrato”. No eran tiempos de cámaras digitales ni tiempos de celulares con cámara, por eso, para tomarse la “Selfie” ella hizo uso de palabras. Cuando regresé mi camarita a su estuche, pensé que a César debía “hacerle” una fotografía al estilo de Rosario, con palabras, que son los elementos con los que, durante los últimos años, he construido mi casa. Pero me ganó la gana, y saqué mi camarita y le tomé este retrato con la herramienta con la cual él construye su mundo, un mundo de imágenes insólitas.
Conozco a César porque una mañana que estaba en el Museo Rosario Castellanos él se acercó y me dijo: “¿Te tomo una foto?”. Estaba solo, alejado de su grupo de amigos fotógrafos. Yo dije que sí y me dejé llevar, porque él me llevó a una habitación en penumbra y me dijo que me parara en un punto y viera hacia otro, hacia un punto en donde la luz se colaba. Él ya había visualizado la fotografía con antelación, sabía en dónde debía colocar al venado para hacer el disparo. La fotografía que él tomó no tiene nada qué ver con ésta que yo le tomé. Su fotografía es soberbia. En su momento agradecí la toma y su fotografía (mi retrato) la subí como foto de perfil en el muro de mi Facebook.
Posdata: Jugué a ser lo que él es, sin pretender ser como él. Sólo lo hice, porque él, dando el mojol en su chamba, siempre busca el ángulo insólito, siempre quiere mostrarnos aquello que los simples mortales no alcanzamos a ver, aunque esté frente a nuestros ojos.
Esto no es más que un mero juego, un “machetazo a caballo de espadas”, un espejo de venada que sueña ver.

viernes, 15 de febrero de 2019

CARTA A MARIANA, CON UN SENTIDO DE VOCACIÓN




Querida Mariana: En la contraportada del libro “Mujer de palabras. Artículos rescatados de Rosario Castellanos. Volumen III”, de Andrea Reyes, aparecen unas líneas que dicen que Rosario “puso dos condiciones para asumir el puesto (como embajadora de México en Israel): seguir como profesora de literatura hispanoamericana y continuar redactando su columna semanal para las páginas editoriales de Excélsior.”
¡Eso es defender, a hoja y pluma, el sentido de vocación! Está bien, parece que dijo Rosario, asumiré este alto honor de representar a México en Israel, pero sin dejar de realizar las dos actividades que me son vitales.
Esta es una probable traducción a su pensamiento vertical. Rosario no tenía una carrera diplomática ni por asomo era política. Ella era lo que puso como condición para aceptar el encargo: era catedrática y escritora. La palabra era el pan de cada uno de sus días. No podía quedarse sin ese alimento que era contrapeso para todas sus desgracias personales. Ella no era feliz con su matrimonio. La relación con su esposo era lo que ahora llamaríamos una relación tóxica y la relación con su hijo no era tersa, y esto no era así porque Gabrielito era un niño precoz. ¡Cómo no, si era hijo de dos destacados filósofos! La herencia es una línea de fuego, que alumbra, pero en ocasiones quema. En un artículo publicado el 21 de marzo de 1973, en Excélsior, Rosario escribe que una noche regresó de Jerusalén rendida y halló a Gabriel, quien, llorando, le dijo: “Mamá mala. Me quitaste a mi padre y a mis hermanos. Me quitaste a mis maestros, a mis compañeros y a mi escuela. Me quitaste mi patria, me quitaste todo. ¿Y qué me das a cambio?”.
¡Padre eterno! Gabriel nació en 1961; es decir, en 1973 es apenas un niño de doce años. En su reclamo hay un pensamiento de un adolescente mayor y no de alguien que aún está en la etapa de la pubertad. El reclamo es severo, durísimo. ¡Uf, qué fuerte! “Me quitaste a mi patria”, le recrimina el hijo a su madre.
Ella, así lo advertimos, puso como condición para aceptar el cargo de embajadora que no le arrebataran su patria, porque la patria de Rosario fue el territorio infinito de la palabra. Ella se protegió. El niño no pudo hacerlo, porque él, niño apenas, no tenía más patria que la de su entorno mexicano.
Cuando Rosario escucha lo que su hijo le reclama, ella piensa: “No tengo siquiera el consuelo de pensar que se ha aprendido de memoria este parlamento escuchado en boca de algún protagonista de telenovela porque aquí no hay telenovelas. Lo que dice es rigurosamente cierto.”
“Me quitaste todo”, le dice Gabriel a Rosario. Rosario, pajarito enclenque, piedrita pacha, no se hallaba bien en su papel de esposa ni de madre. Rosario no había nacido para ello. Hay mujeres que nacen, dice el poeta, “como paloma para el nido”, que tienen una maravillosa vocación de madre y de amante. Rosario jugó un juego que no le gustaba. Un día volvió la mirada y se halló convertida en esposa de Ricardo y otro día tuvo en brazos a Gabriel y supo que era madre y que debía aceptar tal condición y que debía jugar un juego que no era su juego. Ella, en su declaración queda de manifiesto, era una mujer destinada al juego de la palabra, de la imaginación; era una mujer destinada al vuelo, al vuelo de la palabra. Tuvo que tolerar vivir encadenada al suelo.
Y Rosario sobrevivió porque, a la par de ejercer con decoro su papel de diplomática, impartió cátedra en la Universidad Hebrea, de Jerusalén, y, sobre todo, porque jamás rompió el vínculo que había establecido con los lectores de México, a través de su columna periodística. Y esto lo agradecemos sus lectores de siempre. Ella no soltó jamás la palabra, como una niña sabedora que no tenía más muñeca que esa, la abrazó con ambos brazos y la protegió con su pecho. Dijo: Ella es todo para mí. Todo lo demás era un territorio desconocido para ella. Quiso ser una madre buena, pero no supo cómo hacerlo; quiso ser una buena amante para Ricardo, pero no le fue dado el conocimiento.
Posdata: Ella no buscó ser embajadora. Un día alguien tocó a su puerta (su amigo, Emilio Rabasa) y le dijo si quería ser embajadora de México en Israel. Ella aceptó, pero puso de condición que no le arrebataran la palabra, su única patria.

jueves, 14 de febrero de 2019

EN LA CUERDA DE LA NADA




Una novela de Margaret Atwood se llama “Nada se acaba”. No hablaré de la novela, porque aún no la leo. Hablaré del título. Por lo regular, el lugar común dice que “Nada es para siempre”, lo que significa que “Todo se acaba”. Margaret le da vuelta al cliché y dice lo contrario: Nada se acaba.
Los expertos en lenguaje podrían cambiar el sentido de la oración con una simple coma: Nada, se acaba. Esta coma modificaría todo, significaría lo que dice el lugar común: Se acaba la nada.
¿Qué es la nada? El término es complejo. Si tomamos el diccionario de la Real Academia de la Lengua Española hallaremos que la nada está definida de la siguiente manera: “Inexistencia total o carencia absoluta de todo ser”. Es complejo el término porque, en términos estrictos, la nada absoluta no existe. Todo es parte de un todo. Desde el instante en que el Big Bang creó el universo, la nada dejó de ser, se instaló en el terreno del ser. ¿Existe la carencia absoluta del ser? Parece que no. Pensemos en el tío Abundio, quien, mientras vivió, hizo la delicia de los sobrinos y nietos, porque todas las tardes, sin fallar, los reunía en el patio de la casa, en torno de la mecedora en la que se sentaba para contar historias de fantasmas. Cuando algún sobrino preguntaba si existían los fantasmas, el tío decía que ¡por supuesto!, y con un ademán enfático de brazo, decía: ¡El que tenga ojos, que vea! ¡Ah, sus relatos hacían las delicias de todos los niños! Con los ojos saltados, como si fueran de sapo, todos los niños escuchaban con atención el momento en que, por ejemplo, los niños de la historia se extraviaban en lo más oculto del bosque y no sabían cómo regresar a casa, hasta que un hombre con una mano pequeñita, como llavero, salía detrás de un árbol y, con voz como de niño tartamudo, les decía que él po po podía lle lle varlos a a a la la ca ca sa. Los niños dudaban, porque sus papás les habían enseñado que no debían confiar en extraños, pero como la tarde avanzaba y la noche se asomaba por encima de los árboles decían que estaba bien, que lo seguirían y lo seguían temerosos, igual de temerosos oyentes.
Todos los sobrinos y nietos gozaban cada tarde con las historias del abuelo, hasta que una tarde, Abundio hijo dijo que esa tarde su papá no contaría historias porque se sentía mal, se sentía agotado. Los niños, por primera vez en mucho tiempo, no supieron qué hacer, hasta que Romeo, el mayor de los nietos dijo que él les contaría la historia del dragón maldito. Todos dijeron que sí, que estaba bien. Romeo se sentó en la mecedora y comenzó a contar. Los demás lo escucharon con atención. Abundio hijo los vio desde la ventana de la cocina y pensó que Romeo había heredado el talento de su viejo y sonrió y fue al cuarto de su papá para contarle la hazaña, pero cuando entró al cuarto en penumbra escuchó algo como un ronroneo de gato. Pensó que su papá roncaba, así que caminó en puntillas. Al llegar a la orilla de la cama sintió algo como un dardo helado. El gato de la casa estaba echado sobre el vientre enorme de su papá. El gato no subía y bajaba, como debía ser en cada respiración del viejo.
Sí, los lectores ya adivinaron la conclusión de esta historia. El tío Abundio había muerto. Había pasado de la vida a la muerte en cosa de no más de dos horas, porque el tío se había sentido agotado a las cuatro y media de la tarde, media hora antes que los niños llegaran. A esa hora se había acostado. A las seis había entrado el hijo para decirle que Romeo era un gran cuentacuentos, que había heredado su talento. El médico, quien llegó a las siete y media de la noche, dijo que el tío había muerto por un infarto fulminante, contó que, sin duda, él había sentido un intenso dolor en el pecho, algo tan letal como un rayo, por esos sus manos habían quedado en posición artrítica, apretando su pecho. Mientras el médico hizo la revisión del cuerpo, el gato siguió ahí, recostado, sin moverse, ronroneando.
Al día siguiente el cuerpo fue incinerado. Abundio hijo regó la ceniza en el arriate donde estaba sembrado el tenocté. Fue a la hora que el cielo se llena de colores naranja y rojo, porque el sol se oculta.
Cuando, en primavera, el árbol se llenó de flores blancas, María (bien comiteca) bromeó y preguntó: “¿Ya puedo hacer mi maletía?”, en alusión a la leyenda que dice que, antes, cuando floreaba el tenocté las muchachas comitecas preparaban su maleta para huir con el novio; pero un segundo después, Rosa, muy seria, levantó una flor ya seca, con matices cafés, y dijo la misma frase de Margaret Atwood: “Nada se acaba”. Todos nos quedamos viendo. Sabíamos que ella hablaba del tío Abundio. Ahí estaba él. Sus cenizas se habían mezclado con la savia del árbol. Todos pensamos que él estará por siempre en la tierra, porque en el universo, a veces no lo vemos con claridad, nada se acaba, todo permanece, todos conforman el Todo, el Todo abraza a todos.
Hoy, Romeo, ya viejo, sigue sentándose en la mecedora del tío Abundio y la bola de chiquitíos se reúnen en torno a él para escuchar las historias fantásticas que les cuenta. A veces les cuenta la historia de un fantasma que se llama Abundio. Los viejos recordamos. Recordamos, porque como dice la Atwood “Nada se acaba”.

miércoles, 13 de febrero de 2019

CERCA DEL INFIERNO




Cuentan que es la tradición. Cuentan que en la Entrada de Flores los diablitos participaban con matracas en una mano y dando vuelta a la cola con la otra.
De niño me confundía. ¿Por qué los diablitos tenían permiso para salir del infierno y subir hasta las calles del pueblo y participar en esa entrada de flores que era homenaje a un santo?
El 10 de febrero de 2019 tuve algo que definiría, al modo del cineasta Steven Spielberg, como “Encuentro cercano del Tercer Tipo”.
La película (lo sabe medio mundo) habla de un contacto extraterrestre. El contacto de Primer Tipo es un avistamiento; es estar, por ejemplo, de camping en algún bosque, al lado de una fogata y de casas de campaña de tela color naranja; de pronto algo luminoso se mantiene fijo en el cielo y uno de los integrantes del grupo alerta y señala con el dedo índice. ¡No, no! No es una estrella, tampoco una estrella fugaz, ni siquiera un globo, parece una nave extraterrestre.
El contacto de Segundo Tipo, por ejemplo, es la evidencia del rastro de aterrizaje de una nave interplanetaria. Siguiendo con el ejemplo del primer caso, se puede decir que la nave estuvo estática por varios minutos y luego se disolvió como si un hueco en el cielo se la hubiese tragado. Todos la vieron, por eso surgieron los comentarios acerca de experiencias extraterrestres. Pero, cuando la burbuja del morbo se desinfló, la tertulia siguió entre los terrícolas con guitarra, canto, tragos de alcohol, baile, desapariciones furtivas de parejas, hasta que el silencio se instaló en medio de un cielo estrellado, apenas roto por el aullido de un lobo o el regaño de un búho. A la mañana siguiente, alguien del grupo pasó golpeando la tela de las casas de campaña alertando que una parte del bosque estaba quemada, como si una nave gigantesca se hubiese posado en el terreno. Sí, pensaron todos, ¡sí!, dijeron todos: Fue el ovni. Estuvo cerca de nosotros. Pudimos ser objeto de una abducción. Y, entonces, las bromas se soltaron como globos: “Uf, qué asco ser poseída por un extraterrestre. ¿Quién sabe qué clase de pene tienen?”
El contacto del Tercer Tipo es lo que sucede en la cinta de Spielberg. Es la observación de una nave extraterrestre y un ser ajeno a la tierra.
Algo similar me sucedió el domingo diez de febrero de 2019. El primer contacto se dio en Las Siete Esquinas. Estaba sentado en una banqueta, buscando una pequeña sombra. La encontré al lado de una señora que tenía cargado a su hijo en los muslos y en su regazo. El niño, igual que todos los espectadores que presenciábamos la parte profana del acto, estaba contento. Miraba con emoción y alegría esa parte de la celebración en la que las personas participantes van disfrazadas con mil disfraces. El niño sonrió al paso de un grupo que imitaba a los huevos cartoons, o cuando pasó una comparsa con los personajes del Chavo del Ocho. El niño dijo adiós a Jaimito, el cartero, y gritó: ¡Chavo!, a la hora que pasó un muchacho con la clásica gorra con orejeras y los tirantes rojos. El niño estaba contento. De pronto, sin aviso previo, un hombre, disfrazado de diablo, con una máscara horrenda llena de cuernos, y manos con uñas como garfios, se paró frente a nosotros. El niño y yo estábamos a la altura de su panza, enorme, diabólica, peluda. El niño se hizo para atrás, la mamá lo abrazó más fuerte, pero dejó que el diablo, hijo de su demoniaca madre, acercara su mano. El diablo (supuse) jugaba, pero el niño ya estaba aterrado. Si el niño hubiese estado solo yo hubiera intervenido, pero como estaba protegido por su madre, dejé que todo transcurriera conforme el destino comenzaba a delinear su fatídica cuerda. El diablo acercó más su asquerosa mano, en un movimiento lentísimo, el niño ya no soportó más, volteó la cara hacia el vientre de su mamá y comenzó a llorar. La mamá lo abrazó más, mientras el demonio (sin tener plena conciencia de lo que había ocasionado al niño que había llegado dispuesto a disfrutar de esa mañana) siguió su camino. La mamá trató de mitigar la pena del niño, le dijo: “No llorés, él era un diablo bueno”. ¿Un diablo bueno? ¿Hay demonios buenos? Si esto es así, entonces hay ángeles malos, hijos de “toda su Luzbel”. Este animal, según la mamá, era un diablo bueno, ¿los diablos buenos molestan a los niños inocentes? Nada dije, pero quise decirle a la mamá que este tipo asqueroso que había hecho llorar a su niño no era un diablo bueno, ¡no!, era un estúpido, pero nada dije.
Ya en el atrio del templo, al lado de la mesa en que había decenas de vasos de cristal con agua de temperante para los fieles, tuve el segundo Encuentro Cercano del Tercer Tipo. Un demonio con tenis, con cara de estreñimiento y cuernos chiboludos, se acercó y me dijo: “Nos tomemos una foto”. Me sorprendí. Él me conocía, yo estaba en desventaja, porque no llevaba máscara y él sí. No lloré como el niño porque se me hizo fuera de lugar, sólo alcancé a balbucear: “Es una desventaja, porque no sé quién sos”. Él rio, sentí un tufo como de clutch quemado (que atribuí al mítico azufre, pero ahora pienso si no fue un pedo apestoso) y escuché que dijo: “¡Soy el diablo!”. No, pues así sí, nada más dije y miré hacia la cámara. Dos segundos después ya no lo encontré. Una mujer me dijo que había entrado al templo.
Volví a pensar lo que pensaba de niño: ¿Quién les da permiso a los diablos a salir del infierno? ¿Quién les da permiso para entrar a los templos? ¿Quién los autoriza a espantar a niños? Ya no seguí con el pensamiento, porque (ya viejo) sé que esto se da con frecuencia inaudita en nuestro país. Los demonios están sueltos.

martes, 12 de febrero de 2019

DE MOLINARI




Sí, nuestra revista, ¡ya tiene registro! Fue como ir al Registro Civil. Ella muy linda, con un vestido azul celeste, una trencita en el cabello que le ceñía la cabeza a manera de corona de laurel; yo, con chaleco y mangas arremangadas, como un homenaje a mi padre, quien siempre estaba en traje de trabajo.
Sí, fuimos al registro. Ella, bellísima, sonriente, agua limpia, firmó y prometió estar conmigo durante el resto de nuestras vidas. Ella, nuestra revista, se volvió de Molinari. Desde ese día se firma así: Arenilla de Molinari.
No formalizamos nuestra unión frente al altar (como hacen muchas parejas), porque no podíamos hacerlo. La religión tiene ciertos protocolos y rituales estrictos. No permite la poligamia. ¡Cómo permitir que yo tuviera dos afectos que firmaran “de Molinari”! Yo, perdón, tengo dos hilos dorados, a los que, como dice el tío Gumersindo, quiero con todo mi ser pecador.
Cuando mi Paty y yo nos casamos (por lo civil y por la iglesia, hace 36 años) me convertí, un instante después en Alejandro de Alcázar. Me sentí bien. Eso decía que le pertenecía en cuerpo (¡bendito Dios, qué rico!) y en alma (¡gracias a Dios, qué bendición!). Ella, bien bonita, igual que nuestra revista, desde ese día comenzó a firmar y a decir que era Patricia de Molinari.
Y ahora, emocionado, digo que tengo dos hilos de luz que son de Molinari. Nuestra revista es pichita. Cuando fuimos al registro con mi Paty, yo tenía veinticinco y ella un año menos (gracias a Dios, ella es una mujer mujer que ha vivido en plenitud sin esconder un solo día de su vida. Si le preguntan su edad la dice con el orgullo de haber vivido esta vida que tiene de todo, nos regala cielos iluminados y grietas llenas de oscuridades. La vida es así. A veces, alguna persona dice que mi Paty y yo somos ejemplo de pareja. Nada decimos, para no descolgar truenos, aceptamos la muestra de aprecio. Estos treinta y seis años han sido complejos, pero ahora sí como dice la tía Elena (que es esposa de tío Gumersindo) nos queremos con todo nuestro ser espiritual). Ella, siempre bonita, como charquito infinito de agua pura, me ha perdonado todas mis travesuras y yo he sido tolerante ante sus obsesiones. Muchas gente no entendería que ahora, mi Paty, celebre junto que otro afecto firme “de Molinari”. Pero así es, mi Paty de Molinari celebra conmigo que ahora exista una Arenilla de Molinari.
Yo también, en reciprocidad, desde el día que nuestra revista tuvo su registro, he comenzado a firmar “de Arenilla”. Firmo como Alejandro de Álcazar y como Alejandro de Arenilla, porque soy de ellas dos, les pertenezco. Cuando firmo de Alcázar, me siento como príncipe en un castillo, porque mi Paty es una princesa que a diario me llena de bendiciones; cuando firmo de Arenilla, me siento como ángel en una nube, porque nuestra revista ha sido lluvia para mi huerto y para las orillas benditas del mundo.
Ambas han sido una bendición. Las vivo con intensidad. Casi todo el tiempo pienso en ellas. Los ratos libres (¡faltaba más!) los dedico a la pintura, al dibujo, a la lectura o a la escritura. Claro, cuando no pienso en Arenilla de Molinari, mi escritura la hago pensando en otras nubes. Sí (niño juguetón al fin) me gusta ir al parque central a mirar muchachas bonitas que llevan otros apellidos. Casi siempre pienso en Paty de Molinari o en Arenilla de Molinari, cuando no es así escribo acerca de otras muchachas, escribo garabatos sobre otras pieles, sobre otros espíritus; es cuando, como trigo, brotan cuentitos o novelillas.
Mi Paty de Molinari ha sido grácil como plantita de menta, pero también es fuerte como el árbol sagrado de los Mayas. La luz que ella me injerta ha permitido que ahora nuestra Arenilla sea de Molinari, igual que ella.
Escribo, escribo mucho. Escribo acerca de mi Paty o acerca de nuestra Arenilla, que ahora, ¡bendito Dios!, es de Molinari. Así quedó registrado su nombre, así aparece, por primera vez, en la portada de nuestro más reciente número, ¡el nueve!
Desde ayer comenzamos a distribuir nuestra revista: Arenilla de Molinari. Comenzamos a repartirla en casas, la deslizamos debajo de la puerta. Comparto con el mundo, ¡faltaba más!, a mi Arenilla, la doy con emoción, porque sé que el esfuerzo de nuestros patrocinadores debe ser la semilla que prenda luz en territorios donde quiere anidar la oscuridad. ¡No lo permitimos, no lo permitiremos! A partir de ayer, Arenilla de Molinari está en muchos hogares y estará en muchos más. La Arenilla de Molinari es de muchos lectores, muchísimos. Me encanta saber que la Arenilla de Molinari también es de Pérez, de González, de Cordero, de Pascacio, de Albores, de Campos, de Rivas y de miles y miles de apellidos ilustres con lustre.
Sí, Arenilla de Molinari ya tiene registro nacional, es ¡marca registrada!
Nuestra religión permite que todos seamos amantes de ella. La Arenilla de Molinari es para todos los amantísimos lectores del mundo y en el mundo.

sábado, 9 de febrero de 2019

CARTA A MARIANA, CON UN HILO DE LUMINISCENCIA




Querida Mariana: Todos los días suceden miles de actos mínimos que ayudan a hacer más grande esta patria. El otro día te conté cómo un grupo de ex alumnos, en 1992, develó una placa en homenaje a sus maestros. Esa placa quedó como testimonio de agradecimiento. Quienes un día fueron niños crecieron, y al crecer volvieron la mirada y se dieron cuenta que en los salones de primaria tuvieron maestros que entregaron toda su capacidad y cariño para formarlos como ciudadanos útiles a la nación. No es sencillo estar de lunes a viernes frente a un grupo de niños con intereses múltiples. Los niños, por naturaleza, son incansables, curiosos, activos como hormigas, platicadores como chachalacas, caprichudos, malcriados, llorones, chantajistas; muchos viven situaciones desagradables en su hogar y están necesitados de atención y de cariño. ¡Dios mío! ¿Cómo le hacen los maestros para atender a tanto muchachito? ¿Cómo le hacen para tolerarlos, para soportarlos? Cuando es periodo de vacaciones, los papás buscan cursos de verano para que los niños no estén en casa, porque (entre otras cosas) ya no saben cómo controlarlos. No es sencilla la labor de los maestros. Deben cuidar como propios a niños ajenos. No sólo les comparten conocimientos, además hay que educarlos, porque (en muchos casos) los niños no fueron educados en casa. ¿En tu casa no leen? Aquí vamos a leer. ¿En tu casa son irrespetuosos? Acá vamos a enseñar el concepto de respeto. ¿En tu casa te pegan y te maltratan? Acá te vamos a aceptar. ¿En tu casa no te oyen? Acá te vamos a escuchar. ¡Uf, qué complicado!
La rutina hace que sea difícil reconocer la luz que a diario se extiende en los patios de las casas; es difícil comprender, por ejemplo, el afecto y cuidado que las madres otorgan a los hijos. Pero, cuando hacemos un alto en el trasiego diario y nos sentamos a ver cómo hay muchísima gente que no sólo cumple con su trabajo, sino que lo hace con pasión y entrega, entendemos cómo la patria, a pesar de todo lo que tiene en contra, camina y se sostiene.
Cuando uno llena algún formulario siempre aparece la pregunta: Ocupación. Antes, la mayoría de mujeres respondía: Ama de casa. Ahora, todas siguen siendo amas de su casa, pero muchas trabajan para ayudar al sostenimiento material de su hogar. Lejos están los tiempos en que el poeta Salvador Mirón dijo en el poema titulado “A Gloria”: “¡Confórmate, mujer! Hemos venido / a este valle de lágrimas que abate, / tú, como la paloma, para el nido, / y yo, como el león, para el combate.” ¡Ay, mi prenda! Ahora la mujer ya no sólo es paloma para el nido, igual que el hombre anda en el trabajo fuera de casa siendo un león en el combate diario.
Pero basta ver a las llamadas amas de casa (todavía hay algunas que se dedican en cuerpo y alma a atender exclusivamente su hogar) para entender la labor titánica que realizan en pro de su familia y, por ende, en pro de la patria. Conozco a mujeres que se levantan a las cinco de la mañana, para preparar el desayuno de los niños y del esposo. Todo el día están en friega. Ahí están esas madres lavando la ropa sucia, remendando los calcetines y los calzones gastados, viendo que los niños hagan la tarea en la tarde, planchando las camisas del papá, barriendo, trapeando, cuidando el jardín, alimentando a las mascotas, llevando al médico a los hijos agripados, yendo al mercado y cargando bolsas llenas de pan, de jitomates, de frijoles (que escogerán en la mesa y pondrán a cocer), de frutas, de aceite y mil objetos más. Muchas van a la salida de clases por sus hijos (los tiempos de inseguridad así lo reclaman. En el Comitán de los años sesenta, muchos niños caminaban solitos a su casa. Sólo los muy cuidaditos eran acompañados por la sirvienta). En la noche, después de todo un día de trabajo intenso, la mamá debe preparar la cena, guardar la basura, ver que los niños se laven los dientes y se pongan el pijama y, agotadísima, en ocasiones aún debe tolerar las calenturas del marido, a quien no le importa si ella tiene el mismo deseo.
No lo valoramos a cabalidad, pero en el ejemplo que escribí hay un acto mínimo (soberbio) que hace que esta patria se sostenga.
Bueno, también hay dos o tres fodongas que se la pasan jugando canasta, yendo al estilista, haciéndose manicure y que son incapaces de tomar una escoba o de estar pendientes de sus hijos. De igual manera, en las escuelas hay maestros que se la pasan “de a muertito”. Pero una mayoría de maestros mexicanos cumple con pasión su vocación de regar luz en esas plantitas para que crezcan sanas y se conviertan en árboles enormísimos.
El pasado 5 de febrero, el Colegio Mariano N. Ruiz (institución que fundó el padre Carlos J. Mandujano el 5 de febrero de 1950) comenzó una serie de actos para celebrar el camino hacia los setenta años de excelencia educativa. Con la participación de trece escuelas de educación secundaria de la zona 004 se efectuó un concurso de ortografía. La escuela, de por sí, llena de vida, se sublimó con la presencia de maestros y ciento trece alumnos que fueron elegidos en sus respectivas instituciones para participar en dicho concurso. A mí me sorprendió gratamente ver cómo los alumnos respondían la prueba, que era un juego, un juego de la inteligencia y de la capacidad de redacción. Cuando vemos (perdón, no debería decirlo) en las redes sociales a tantos adultos que escriben de manera desaseada, me confortó saber que en estas escuelas de la zona hay maestros que le echan un mojol a su diario quehacer y se preocupan porque sus alumnos lean y aprendan a escribir de manera recta (que eso significa orto).
Vos sabés, querida niña, que leo con gusto a Gabriel García Márquez (Premio Nobel de Literatura), que me gusta su novela “Cien años de soledad” y varios de sus cuentos y otras novelillas que escribió (la que sí es malísima es la de “Memoria de mis putas tristes”, en la que imitó al japonés Kawabata, quien escribió una soberbia novela que se llama “La casa de las bellas durmientes” y que es una genialidad), pero lo que hasta la fecha no tolero es la propuesta boba que hizo en una ocasión en un congreso. En un congreso efectuado en Zacatecas, Gabo propuso que “Jubiláramos a la ortografía”. ¡Qué bobera tan grande! Sobre todo, viniendo de un escritor con gran imaginación. Pero en el fondo había una justificación: El gran Gabo cometía muchas faltas de ortografía. ¡Uf!
Siempre he sostenido que todos cometemos errores en la redacción. No existe el texto perfecto. Si vos te dedicaras a leer con atención esta carta hallarías errores. Pero, en mi descargo, digo que mis textillos son más o menos limpios. Cuando escribo un cuento o una novelilla procuro que sean dignos. Mis lectores merecen todo mi respeto, trato de ser respetuoso, trato de escribir de forma “recta”.
El acto con que el Colegio Mariano N. Ruiz inició el festejo de celebración de setenta años, hacia la excelencia educativa, no pudo ser más emotivo. Ciento trece muchachos de educación secundaria de la zona 004 acudieron a jugar con las palabras, a escribirlas de manera aseada. ¡Ah, qué hermoso que ellos, sus maestros, directivos y padres de familia, caminen por la senda que los hará redactar en forma sencilla, agradable y prestigiosa! ¡Qué bueno que los muchachos de estos tiempos se preocupen por aprender lo que los sabios llaman “El bello idioma de Cervantes”! ¡Qué sabroso que paladeen un idioma que fue uno de los grandes injertos de la colonización!
Ese día, en un pequeño rincón de la patria, ciento trece niños dijeron ¡no! a la propuesta del Premio Nobel de Literatura, se atrevieron a decirle al gran escritor colombiano que no es bueno que los viejos que no aprendieron ortografía lancen propuestas bobas en busca de la jubilación. Nuestro idioma es bello y, por ejemplo, una simple tilde hace la gran diferencia. El otro día, en redes sociales, leí que alguien lamentaba el fallecimiento de una honorable mujer, y en su mensaje escribió “Lamento la perdida”, claro, él quiso decir que lamentaba la pérdida. Si le hubiésemos hecho caso a Gabriel García Márquez cualquier lector despistado podría escribir que le gustó mucho leer “Sien años de soledad”. Seguro que al escritor no le hubiese gustado porque el título habría cambiado todo su sentido: el centenario se habría convertido en una parte de la cara.
Posdata: ¡Bien por esos pequeños actos que hacen más grande la patria! ¡Actos mínimos que fortalecen la educación! La mañana del cinco de febrero, en un puntito de México, muchos niños jugaron con la palabra, jugaron a escribirla bien, a decirle a todo el mundo que la limpieza en la redacción es sinónimo de un pensamiento lógico y puntual.
Esa mañana, el Colegio Mariano N. Ruiz, de Comitán, se llenó de estudiantes con rostros iluminados. ¡Felicidades a todos!

viernes, 8 de febrero de 2019

5 DE FEBRERO



El 5 de febrero tuve el honor de ser el orador oficial en la Ceremonia del Centésimo Segundo Aniversario de la Promulgación de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, en la ciudad de Comitán de Domínguez, Chiapas. Paso copia del textillo que leí:


Buenos días.
Con el permiso de las autoridades y del pueblo.
Hoy es un día luminoso.
En Comitán, como en las demás ciudades de la patria, conmemoramos un aniversario más de la promulgación de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, conmemoramos a la Carta Magna, ¡al libro Madre! Los mexicanos reconocemos que en la Constitución están contenidos nuestros más elementales y sagrados derechos como ciudadanos, como seres humanos, como habitantes orgullosos de esta nación.
El 5 de febrero de 1917, un grupo de constituyentes dio a conocer el resultado de sus afanes y desvelos. Esos constituyentes privilegiaron el bien común, pensaron en los ciudadanos de entonces y proyectaron sus ideales en los ciudadanos del futuro, que somos los ciudadanos de hoy.
Esos constituyentes fueron visionarios. El año de 1917 está lejano en el tiempo, pero sigue estando muy cerca de nuestro ideal libertario.
Hoy es un día luminoso. Los cielos comitecos siempre han tenido una luz especial que ha hecho que sus hijos sean baluartes de las libertades, por ello no fue casual que hasta esta tierra llegaran a vivir dos mujeres que fueron hijas de aquellos constituyentes de 1917, quienes formularon el libro mayor. Hace dos años, cuando se cumplió el centenario de nuestra Constitución, en nuestro pueblo fueron reconocidas dos mujeres que vivieron en esta tierra. No fue casualidad que doña Antonieta Gutiérrez de Ortiz y doña María Antonieta Alonso de González llegaran a vivir a Comitán, la semilla buena siempre busca la tierra buena. Esta coincidencia histórica no hizo más que reafirmar que en Comitán somos fieles guardianes de los mejores actos de la patria. Los cielos de este pueblo cobijaron a dos hijas de constituyentes y sigue siendo savia vital de sus hijos y de los hijos de sus hijos. La semilla de la Constitución crece en esta tierra y abona nuestro suelo.
Hoy, conmemoramos un aniversario más de la promulgación de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos. Hoy reconocemos que en ella están contenidas las libertades máximas que buscan el bien común; pero también, no puede negarse, hay miles y miles de ciudadanos que no encuentran justicia porque la aplicación de la ley contenida en nuestra Constitución no es puntual.
En nuestro país muchas prioridades están pendientes, muchas injusticias crecen como cardos en cercos de alambres de púas, pero hoy, ¡es un día luminoso!
Hoy, la patria tiene esperanza, parece correr un viento más amable. El país, en las pasadas elecciones, votó mayoritariamente por un cambio. La expectativa era grande, lo sigue siendo. Los sabios nos han dicho que la empresa no es sencilla. Hay mucho por hacer en esta patria, pero el intento por hacer más digna esta nación ¡vale todos los esfuerzos! Hoy hay esperanzas de construir un país más justo, más ordenado. Lo mismo sucede en este pequeño corazón de la patria que se llama Comitán.
La Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos está ahí para salvaguarda de todos los ciudadanos. Cada que la vemos, que abrimos y revisamos su contenido, su portada nos recuerda el lema para el desarrollo de este pueblo: Unidos mexicanos nos susurra; ¡unidos mexicanos! nos recomienda. Comencemos a conocerla, a aprender nuestros derechos, a exigirlos. Hagamos de todos uno y de uno ¡todos! La Constitución nos concede el derecho de libre tránsito, de libre elección, de respeto a las diversas formas de pensar; la Constitución, sabia de origen, nos dice que si a los intereses personales anteponemos el interés supremo de la patria, ésta crecerá grande, infinita, eterna.
Hoy es un día luminoso, en Comitán, y en toda la patria.
Gracias.