miércoles, 12 de agosto de 2009

LAS AZOTEAS DEL INFRAMUNDO



Aparecen con frecuencia en las caricaturas de Ahumada: “azoteas melancólicas”, las definió Arturo García.
Las de Ahumada son azoteas de una gran ciudad, pero, ¿cómo son las azoteas de los pueblos pequeños? En estos pueblos las azoteas casi están ausentes, porque no hay necesidad de subir para tender la ropa. Los tendederos se colocan a mitad del patio, ahí donde el viento corre a su antojo a ras de tierra. En las grandes ciudades, el amontonamiento de edificios hace necesario subir a las azoteas porque abajo no corre el viento. En los techos de los edificios altos, ahí donde colocan las “jaulas” para tender la ropa, el viento encuentra su pradera para correr a gusto. Por esto no fue raro que Paulo, mi sobrino, me dijera un día: “Tío, tío, subamos a volar papalotes”.
En Comitán, las personas mayores recuerdan los llanos “de por donde estaba el campo de aviación”. Ahí acostumbraban ir a volar papalotes, cuando eran niños. Cientos y cientos de metros cuadrados eran el terreno propicio para aventar los papalotes al cielo. Los niños corrían sin más límite que su propio cansancio. Cuando se agotaban, se acostaban en el pasto, colocaban sus brazos debajo de su cuello y miraban pasar las nubes por encima de ellos. Imaginaban que las nubes también eran papalotes y no faltaba el nostálgico e ingenuo que creyera que el niño dios jugaba esos papalotes. Y otro niño, más ingenuo, preguntaba dónde, en Comitán, se compraban esos hilos invisibles.
Paulo me jaló del brazo y subimos a la azotea del edificio de cinco pisos. Yo había llegado a la ciudad de México en un viaje de dos días. Mi afecto Adolfo Gómez Vives me había invitado a presentar su primer libro de poesía en la casa del poeta Ramón López Velarde, y mi primo Armando me dio posada en su departamento.
La azotea del edificio de Armando era una azotea común y corriente de una gran ciudad, una “azotea melancólica”. Todo estaba preparado en filas: en una estaba la serie de jaulas; en otra los lavaderos de cemento con sus llaves en forma de interrogación; y en una más el promontorio de tinacos negros rotoplas; todo envuelto en un globo lleno de humo. En las azoteas vecinas se repetían los escenarios: cables de luz, antenas torcidas, platos de señal satelital, lazos como tendederos de donde colgaban pantalones de mezclilla, camisas, camisetas con hoyos y pantaletas con telas desteñidas en la zona de la entrepierna. La melancolía era como un trapo sucio puesto a secar.
Mi sobrino se colocó en un extremo de la azotea y corrió dos o tres metros tratando de elevar el papalote, pero no lo logró porque no había viento y porque los tinacos eran un impedimento para correr de manera libre.
¿A qué juegan los niños de la ciudad de México? No pueden jugar a ser pájaros, ni papalotes. No alcanzan estos anhelos ni siquiera en sus sueños. Por esto, a veces, suben a las azoteas y juegan a que juegan, porque saben que no pueden jugar en realidad. No pueden hacer más. Por esto y por algunas otras nieblas, las azoteas de México son como mujeres limosneras en las puertas de los templos.
Paulo me preocupa, no quisiera que se contagiara de melancolía. Cuando venga a Comitán lo llevaré al campo y lo veré correr mucho, mucho, y lo veré elevar un papalote sobre estos inmensos cielos, sobre el centro de su corazón.