miércoles, 12 de enero de 2011

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA PARA QUÉ SIRVEN LAS MAMÁS




Querida Mariana: es molesto comenzar una carta enviando disculpas, pero ésta es una de esas. Y es así porque el título puede parecer ofensivo o denigrante por el uso del verbo servir. No es mi intención ofender, pero ya sabés que el ajo es maravilloso para la salud, mas ofende el olfato del otro a la hora del fajecín.
He escuchado a compas que dicen: “Yo tengo mamá prestada”, cuando otro les mienta la madre. Sí, Mariana, nuestro pueblo tiene cierta confusión, cree que la mamá sirve para mentarla a cualquier hora y por cualquier motivo. Las mamás, ¡qué pena!, sirven como pretexto de ofensa. Por esto, mi niña bonita, digo que las mamás sirven para otros cielos y para otras nubes.
No sé la tuya (y esto, insisto, no tiene implicaciones negras), pero la mía sirve para llenar de luz mi espacio. Es, como dijera el poeta, “una lámpara de inagotable aceite”. Es el cordel con que Dios me bendice todas las mañanas.
Yo, Mariana, a diferencia de otros, ¡no tengo mamá prestada! ¿Has visto esos anuncios que cuelgan al frente de negociaciones con tradición? Pues mi mamá ostenta, orgullosa, un cartel donde anuncia: “Mamá de Alejandro, desde 1957”. Con esto cualquiera se da cuenta ¡que hay una gran experiencia afectuosa! Bueno, con decirte que dos o tres amigas, cuando conocieron y trataron a mi mamá, me pidieron que “se las prestara”, a pesar de que ellas tienen las suyas. ¡Te digo, Mariana mía, hay confusión en las cabezas! Ellas no se dan cuenta que tienen su propio cielo a la vuelta de la mirada.
Yo, gracias a Dios, nunca he padecido confusión semejante. En un librincillo que, hace años, me publicó el Instituto Chiapaneco de Cultura, bajo la dirección del Doctor Andrés Fábregas Puig, escribí la siguiente dedicatoria: “A mi madre, porque aunque muchos insisten que no tengo, ¡tengo y mucha!”. Sí, Mariana, desde 1957 yo tengo la bendición de tener mucha madre. Y por esto, lo entiendo, hay compas que me la mientan de vez en vez. ¡Por supuesto que no me enojo cuando me la mientan, al contrario! Sigo la prédica católica de no usar su nombre en vano. Siempre que hablo de mi mamá lo hago como si orara, como si invocara la mejor luz del universo, porque esto es ella para mí: ¡la mano izquierda de Dios!
Cuando ella corta la manzana para mi desayuno; cuando me coloca la bufanda antes de salir a la calle; cuando prende el calentador para mi baño; cuando me pide que no escriba acerca de los bloqueos porque los taxistas pueden molestarse; cuando lava mis calzoncillos; cuando me prepara un té para el dolor de garganta; cuando va a misa a pedir por mí; cuando teje un suéter para que yo lo estrene; cuando se sienta y me platica de sus recuerdos de infancia; cuando plancha mis camisas; cuando me pide que no la abrace tan fuerte; cuando hace ponche y me separa un poco antes de ponerle azúcar; cuando me pregunta a dónde iré y a qué hora regresaré; en ese instante yo respingo y me enojo y estoy a punto de decirle: ¡Mamacita, por favor, ya tengo cincuenta y tres años!, pero, luego, me muerdo la lengua y entiendo que esa edad no es más que la medida de su cariño y de su afecto. ¡Claro, lo entiendo! Si fuera una advenediza; es decir, una madre con antigüedad de dos o tres años ¡no tendría ningún derecho!, pero es mi madre desde 1957. Entonces ella sabe cómo debe hacerse el nudo para no desenredarse. Me dejo consentir porque sé que ella no aspira más que a ver contento a su hijo. Esa ha sido su misión en la vida y la ha cumplido puntualmente en cada instante, ignorando el lodo que le he embarrado cuando corro bajo la lluvia, sin darme cuenta que ella me acompaña siempre.
Mi mamá, Mariana, me sirve para sentir a Dios a mi lado. Soy hijo único y no presto a mi mamá y cuando alguien me la mienta sé que el otro impreca a Dios y Dios, Mariana, es infinito y el polvo no mancha su carita.
Pd. No vayás a creer que siempre pensé que mi mamá era la máxima bendición en mi vida. Como todo hijo he sido cabrón y hubo un tiempo en que pensé (¡ah, bendita confusión!) que las mamás eran para brincar sobre ellas, como si fuesen charcos o cuerda para torcer destinos. Un día (¡ah, bendita luz!) el veinte me cayó y, desde entonces, sé que mi mamá es la mano izquierda de Dios. Y, bueno, ya me despido, “A-Dios”.