viernes, 11 de noviembre de 2011

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO DE YALCHIVOL A LA CRUZ GRANDE SÓLO HAY UN PASO




Querida Mariana: los seres humanos tenemos necesidad de nombrar a los objetos. Es un poco como si lo no nombrado careciera de esencia. Por esto, todo en el mundo tiene su nombre. Claro, nuestra inventiva es limitada. Miles de sillas diferentes se llaman simplemente silla. Sería bueno que cada silla se llamara diferente, pero ello se antoja imposible. ¿Y si cada persona (los siete mil millones de la tierra) tuviese un nombre diferente? ¿Imaginás lo que sería el mundo sin nombres repetidos? Como cada individuo es único, sería genial que los nombres fuesen exclusivos. Tal vez, entonces vos no te llamarías Mariana, ni tampoco Cielo (porque ya habría un cielo), ni Azucena (porque así se llamaría una flor del patio de doña Axxemina). Tal vez te llamarías Yusasinet y así tendrías un nombre único. En el Internet habría un catálogo con todos los nombres de los hombres y mujeres del mundo, a fin de que no se repitiera un nombre a la hora de los bautizos. Los Parlamentos y Congresos prohibirían el uso de números intercalados en los nombres (las letras siempre han sido más humanistas que los números; por esto los robots tienen nombres como 3CPo).
¿Todos los colibríes del mundo hispano se llaman así? No, en los nombres existen ciertas diferencias dialectales, que –gracias a Dios- hacen más personales los nombres de las cosas. Acá en Comitán, por ejemplo, a los colibríes los llamamos “chupamirtos”. ¿Mirás qué genialidad? Quién sabe a quién se le ocurrió bautizarlos así, pero debió haber sido una mañana luminosa en que uno de esos animalitos alados libaba el néctar de una flor de mirto, al lado de una cerca de piedra en el sitio de alguna casa comiteca. ¿A quién se le ocurrió llamar rosa a la rosa? ¿A quién temperante al temperante? ¿A quién amor al amor, odio al odio, luz a la luz? ¿A quién se le ocurrió llamar Comitán a este pueblo maravilloso? Tal vez alguno de los cronistas pueda darnos luces acerca de esto último, pero no podrá decirnos quién fue el primero que llamó viento al viento.
Una tarde, mi tío Alfredo me dijo que la oscuridad se llamaba tal y desde entonces dicha palabra la embarré en mi cerebro y la uso ante la ausencia de la luz; de igual manera, porque alguien me dijo que lo contrario de la sombra es lo luminoso, amo el instante en que la claridad entra al cuarto y, como si fuese uno de los tres mosqueteros (bueno, cuatro), con su espada convierte en girones el vestido negro de la noche.
Cuando a algún fuereño, en los años setenta, se le preguntaba cómo se llamaba la pila, respondía: “Ray-o-vac”; sólo los comitecos sabemos que La Pila es ¡San Caralampio! (¿Será por esto que el santo es rete milagroso, porque tiene la pila bien puesta?).
Los nombres nos evocan a los objetos y a las personas. Cada pueblo tiene sus propios referentes para jalar el hilo de la nostalgia. A muchos comitecos no les dirá gran cosa el nombre del río Sena, pero revuelcan su corazón en juncia cuando escuchan el nombre del Río Grande, aún cuando éste es apenas una tripa sucia en comparación con aquel majestuoso río que lleva las aguas de Sartre, de Balzac, de los cubos alucinados de Picasso y de las gárgolas de la Callas.
¿Cuáles son los nombres que calientan el espíritu de los tuxtlecos, de los coletos? Así como ellos, los comitecos poseemos nombres de espacios que nos amarran cordeles de luz. El martes pasado, Alejandra Laguna Irecta, Ana Karina Ponce Morgan, Dora Patricia Espinosa Vázquez y yo jugamos a decir los nombres más cercanos a nuestras esquinas. Nos dimos cuenta que esos nombres son como faroles que iluminan nuestros cuartos, como luciérnagas que incendian nuestros fogones. Esa tarde te extrañé. Me hubiese gustado jugar con vos el juego de los nombres más cercanos a la ceniza de tu volcán. ¿En dónde andabas?
¿Cuáles son los nombres que están más en la periferia de nuestro centro? Cuando tocó mi turno, yo mencioné la casa donde viví de niño, lo dije como si dijera ¡París o Nueva York!, lo dije silabeándolo, con un ligero cantadito comiteco, como si bajara nubes, de poco a poco. Dije que la “casa de mi papá” era la brasa más querida. Y ahora que te escribo pienso que esa casa ni siquiera era de mi papá, porque era rentada; pero también pienso que fue más de mi papá que de alguien y fue más mía que de nadie (casi a diario, cuando paso por el frente de esa casa que está a media cuadra del parque central, me paro, miro la fachada, luego cierro los ojos y veo los balcones que ya no tiene; la duela de madera que ya desapareció; el ruido de las botellas de refrescos que ya cedió su espacio a otros lamentos. ¡La veo tal como era y tal como sigue eterna en mi corazón!) Ahora mismo te pregunto: ¿cuál es el nombre del espacio que más toca el patio de tu nostalgia, qué palabra te define como comiteca? ¿Me lo decís?
Luego a Paty le tocó el turno, a Ana K, a Alejandra y después la ruleta de nuevo apuntó su flecha hacia mí: ¡la escuela primaria Fray Matías de Córdova!, dije, sin dudar. Nombre que define el espacio donde me fue revelado el secreto para leer el mundo, para, a la vez, nombrarlo, borronearlo, modificarlo y, de vez en vez, convocarlo. Y esa tarde de martes se me reveló el patio del viejo edificio de mi querida escuela primaria y luego el nuevo patio, el que ahora está en la tercera calle norte poniente, allá por el rumbo de Importaciones Fox, donde a veces saludo a mi amiga Carito; por el rumbo de donde fue la casa de don Abelardo, el eterno sacristán de Santo Domingo; por el rumbo de la casa de mi tía Bety, donde comíamos pastel cuando era el cumpleaños de Gil; por el rumbo de la casa de mi tío Javier Bermúdez Tovar. Y si menciono estos lugares aledaños a mi querida escuela es porque esos patios también me son muy cercanos. Porque no sólo los nombres que señalan a las plazas y parques y edificios nos dan identidad. También los nombres de los lugares modestos nos otorgan un trozo del gran misterio. ¿En cuántas casas actuales existe el espacio llamado oratorio? En la casa de mi papá (la que construyó a una cuadra de donde ahora está la Matías de Córdova) existió un pequeño oratorio que era como una gran capilla. La imagen central era un grabado de La Santísima Trinidad y a los lados había una imagen de la Virgen de Guadalupe y de San Martín de Porres (tal vez por esto, mi mamá tiene la costumbre de ir a La Trinitaria, el primer día de cada año). Ahora digo ¡oratorio!, porque es un nombre cercano a mi espíritu cuando se arrodilla, porque a veces el espíritu es como una sombra de veladora.
Esa tarde de martes dijimos los nombres de los lugares más próximos a los árboles de nuestro jardín. ¿Cuáles son los nombres que definen los lugares más cercanos a los hombres de todo el mundo? Por lo regular no son los grandes nombres. Pienso que muchos parisinos no necesariamente dirán la Torre Eiffel cuando juegan el juego de los nombres; tal vez alguna calle solitaria o alguna buhardilla les dice más a la hora de franquear la aduana de la nostalgia. Lo mismo sucede con los comitecos. ¿Cuáles son los nombres que más nos identifican? Tal vez alguien por ahí diga que la “Manzana de la Discordia”, esa manzana que ya no existe porque Jorge De la Vega la mandó a tirar, y tal vez sea así porque ese alguien tuvo ahí su casa, porque ahí jugó de niño a las escondidas, a los quemados, a la obliga. Tal vez ahí trepó a los árboles y jugó al doctor y a la enfermera con alguna prima que siempre Dios manda para que jueguen los niños buenos.
Quienes fueron niños o jóvenes en los años sesenta tal vez dirán: “La Primavera” y a los jóvenes de hoy este nombre no les dirá algo, porque “Primavera” es el nombre de la margarina o una mera estación anual. Pero para aquellos niños de los sesentas, La Primavera es el nombre de un balneario que existía por el barrio de Yalchivol. Ahí, los niños y jóvenes llegaban a bañarse y era un poco lo que ahora es Uninajab.
Qué bueno que los comitecos de estos tiempos tengan a Uninajab; qué bueno que ya no repitan que dicho balneario es “el Acapulco de los pobres”, como algunos dieron en llamarlo, porque Uninajab es único. Hoy, me cuentan, el balneario tiene mucha semejanza con un vecindario de esos que abundan en la ciudad de México, porque, sin mucha sensibilidad, los propietarios no tuvieron la capacidad de preservar el aire natural que tenía, pero, de todos modos es bueno que ese espacio defina un poco el corazón de los comitecos. Quien llega a Uninajab recibe, sin saberlo bien a bien, la flama del quinqué de quienes, a principios y mediados del siglo XX llegaban a hacer “sus temporadas”. Cuentan que los paseantes improvisaban unos jacales que eran regados -generosamente- con juncia. ¿Mirás el prodigio de revelar los nombres más cercanos al corazón? A la hora que nombramos ¡invocamos!, y al invocar ¡bendecimos la palabra y bendecimos la memoria!
Pd. Una vez, hace varios años, jugué con un afecto el juego eterno de los nombres. Ella se llevó las manos al corazón y dijo: “Alejandro” cuando tocó su turno. Yo, riendo, le dije que ese nombre no era nombre de un espacio y ella me dijo: “Vos sos mi territorio más entrañable”. Uf, Marianita de mi corazón, mi ídem se paralizó por un instante, mientras los demás amigos, con sus risas y chanzas, obligaban a ponerme todo colorado. Ahora, con este recuerdo, recuerdo el recuerdo de su recuerdo y, sin importar en dónde esté o con quién esté, pido a Dios que bendiga todas sus parcelas y las llene de luz y de nombres tan afectuosos como los que los comitecos pronunciamos a diario.
Ahora estoy a punto de decir que tu nombre, Marianita de todas las juncias, es uno de los nombres más cercanos a mi corazón, pero no lo digo, porque ya mirás cómo somos los comitecos, luego, luego, comenzamos a hacer historias de más.