viernes, 6 de enero de 2012

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO TODO COMITECO ES PILEÑO





Querida Mariana: mis barrios han sido El Centro y Guadalupe. De niño viví a media cuadra del parque central y luego viví en el barrio de Guadalupe, a partir de los diez años, más o menos. Vos conocés la casa, sigo viviendo en Guadalupe. Sin embargo, La Pila ¡también es mi barrio!
Como creo en el símbolo de cada palabra, pienso que haber vivido en El Centro marcó mi sino. De igual forma, Guadalupe me ha señalado una vía para fluir. ¿Sabías que Guadalupe es una palabra que los árabes llevaron a España y significa “río”? El Centro tiene que ver con el concepto de Mandala Budista y con el punto energético más importante del Universo. Si alguien pidiera que sintetizara mi búsqueda diría que soy alguien que trata de fluir hacia el Centro.
La otra mañana bajé a La Pila. Como estaba de vacaciones tuve todo el tiempo para sentarme y ver cómo, en Comitán, la luz del mediodía juega resbaladillas en los techos de teja; tuve tiempo para platicar un poco con doña Lupita, la señora que vende “imagencitas” a la sombra del árbol mayor. Luego me senté al lado de los chorros (las canaletas son diez y esto también es un símbolo).
Vos sabés que cada barrio tiene sus peculiaridades y su carácter. El Centro está lejos de ser lo que es La Pila. Mi prima Rocío tuvo un novio que vivía en La Pila y la tía Rosalinda decía: “Isshh, qué fiero, el novio de la Rocío es pileño”. Lo decía así como suena, con desprecio. Los del Centro siempre han mirado desde arriba a los de La Pila y no por meras cuestiones topográficas, sino porque el barrio ha sido bravo y peculiar. Si alguien de fuera me forzara a hallar un símil diría que su fama viene de que hubo un tiempo en que fue como El Tepito, de Comitán. El barrio fue asiento de cantinas y de burdeles. Claro, la tía Rosalinda tuvo que tragar su propio vómito cuando el novio de Rocío se tituló y, de inmediato, alcanzó una Dirección en la que se llamaba Secretaría de Comercio, en la ciudad de México, y de la cual llegó a ser el mero mero Jorge De la Vega Domínguez, nuestro paisano (éste sí, vecino de El Centro). Cuando el novio de Rocío venía de vacaciones, la tía Rosahipócritalinda no sabía cómo halagar al sobrino político y con medio mundo hablaba primores de él. Por esto, cuando el noviazgo zozobró, la tía tuvo que tomarse cuatro litros de té de tila para calmar la inflamación de su coraje y vergüenza y volvió a tronar contra el licenciado: “¡Qué se podía esperar, si es pileño!”.
Sin embargo, todo comiteco reconoce que La Pila es nuestra ruta de fe. La presencia de San Caralampio en el barrio no es gratuita. Bien pudo construir su casa en San Sebastián, San Agustín o, incluso, en Santo Domingo, pero eligió su santuario en La Pila porque ahí brota el agua y el agua ¡es el Centro de la vida!
En La Pila, diez chorros manan de manera permanente como si fueran el pecho de madre iluminada. Si en el Macondo, de Gabriel García Márquez, llovió más de cuatro años sin pausa, en La Pila llueve desde siempre. Cerré los ojos al lado de los chorros, querida mía, y escuché ese sonido de aleteo donde las gotas caen tercas como si invocaran al diluvio universal. El sonido caía como caen las flores de tenocté cuando hace aire, caía con cascabeleo de lluvia, y todo fue así hasta que el goteo rutinario dio paso a otro sonido que latía debajo. El sonido de cascada mínima se deshizo y el sonido de un río subterráneo apareció. Más allá del chorro está la corriente que conduce el agua de La Pila ladera abajo. Entendí que la vocación del agua no sólo está en el milagro de la evaporación para tocar los dedos del cielo, sino también en formar parte de ese complejo nudo subterráneo que da vida a la tierra. Entendí que esa corriente invisible, pero audible, también me formó de niño. ¿De dónde brotaba el agua que llenaba los tanques en la casa de mis amados tíos Guillermo y Juanita Bermúdez? ¡De dónde más! ¡De esos chorros eternos que esa misma mañana llenaban mi espíritu con pétalos armoniosos!
Los hombres que en La Pila, en los años cincuentas del siglo pasado, abrieron sus cantinas y las mujeres que ahí abrieron sus prostíbulos sabían que en ese lugar estaba el Centro y que los hombres y mujeres de todos los tiempos tienen como misión vital hallar ese punto de armonía donde todo fluye de manera natural. Los bolos y calenturientos no bajaban a remendar vicios, sino que bajaban, como iluminados, a querer tocar la puerta que da al infinito. Por eso yo le creía a Milito quien, con la botella de ron en la mano, me decía: “Ah, niño, si caso es gracia ni chiste esto de beber trago. Tiene su esfuerzo”.
Todos los que entonces bajaron a bañarse en los tanques o bajaron a pedir la misericordia de Tata Lampo lo hicieron convencidos de que ahí está la hendija por donde se cuela el milagro de la vida. La Pila, mi niña bonita, es el atrio del templo del prodigio. Si un día querés oler a qué huele Comitán bajá a La Pila (claro, esta prueba de aroma no lo vayás a hacer cuando hay feria porque entonces vas a aspirar sólo el tufo de los orines).
Es una pena que su parque sea el más feo y triste de Comitán. Esto debe ser como una venganza de los dioses por la osadía cometida por los comitecos al haber derribado, en 1945, la hermosa pila que contenía el agua, alrededor de la cual se concentraban decenas de hombres que llenaban los barriles que luego ofrecían, con sus burros, en las casas del Centro del pueblo. ¡Ah, qué fiesta, qué chachalaqueo, qué revoloteo de trajes de manta se formaba en torno a la pila!
Ahora, en lugar de la pila, hay un kiosco que es como un despojo de esas escenografías en ruinas, donde Jorge Rivero o David Reynoso actuaron en maravillosas películas. Lo único que da testimonio de la gloria de este barrio es el árbol mayor: la ceiba. Si no fuese por este faro de vida, el parque sería como un dedo seco del vertedor de agua; y esto sería ¡la más grande contradicción del mundo!
Para sentirse bien en La Pila ¡hay que mirar para arriba o cerrar los ojos! Mirar hacia arriba para ver la fronda de la ceiba o el azul desparramado sobre los techos o el campanario del templo o el vitral donde nos mira el santo; o cerrar los ojos para oír cómo juega el agua. Pero si hay que abrirlos, entonces hay que sentarse en la barda que rodea a la ceiba y platicar con doña Lupita Martínez Herrera, quien, como cartas de lotería, desperdiga imágenes de santos y espejos para su venta. Mientras sigo presintiendo el latido de los chorros, doña Lupita me dice: “Vendo imagencitas. Hace dos días que no vengo, he estado cuidando al hombre. Lo operaron de la próstata. Le tengo que dar su comida”. Me lo dice mientras pregunta a dos señoras si tienen para cambiarle un billete de cincuenta. Advierto que las mujeres son sus conocidas. “Vendí un santito y di todo mi cambio”. Las mujeres le dicen que no tienen y agregan que van al mercado por si se le ofrece algo. Ella dice que sí, que quiere manzanas, pero que sólo tiene el billete de cincuenta y si lo da se queda sin algo para dar cambio. ¿Usted no tiene para cambiarme el billete?, me dice. No, no tengo. Bueno, está bien, dice doña Lupita, y mete su mano en el pecho y saca un billete doblado de cincuenta y lo da a las dos mujeres. Éstas le dicen que al rato le traen sus manzanas y su cambio. “¡Cómpreme’sté a San Pascual Bailón!”, me dice. Yo levanto uno de los espejos que no mide más de 15 x 20. Está quebrado. Reviso los demás espejos y veo que están estrellados o tienen las esquinas rotas. Los dejo. Pienso: ¿quién puede comprar esos espejos rotos? “Cómpremelo. San Pascualito es para los enfermos, para todo. En Tuxtla, por donde está el Niño de Atocha, ahí está San Pascual, en un cajón está su esqueletito”, me dice, mientras frota sus manos, una y otra vez, sobre el mandil de rayas. Yo sigo pensando en quién puede comprar esos espejos rotos. ¡Yo -digo- yo, claro que sí! ¡Estos espejos son mágicos! Alguien, quién sabe quién, ya los quebró, ya hizo el trabajo difícil. ¿Recordás el encantamiento que asegura siete años de mala suerte a quien quiebra un espejo? ¿Mirás qué prodigio? ¡Estos espejitos ya están quebrados, la maldición está sellada! Quien compra uno de estos espejos ¡jamás tendrá siete años de mala suerte! Todo mundo debería acudir a La Pila y comprar un espejito de doña Lupita y, de paso, si es católico, comprar una “imagencita” de La Virgen de Guadalupe o de San Pascual Bailón. Doña Lupita hace bonito al parque.
Pd. Mis papás eran amigos de don Humberto Villegas y de don Adolfo Cancino, vecinos del barrio e integrantes de la Junta de Festejos de La Pila, así que mi mamá me bordó un traje de huichol para que yo participara en el Concurso de Disfraces que organizaban con motivo de la feria. ¿Sabés qué? ¡Gané el primer lugar, por la percha y por el precioso trabajo de mi mamá! Sólo que a la hora de recibir el premio me enteré que era un triciclo. ¿Un triciclo? ¡Yo tenía un triciclo en mi casa! Lo que no tenía era la hermosa carreta de juguete destinada para el segundo lugar, ¡una carreta similar a la que usaron los primeros exploradores del oeste norteamericano! No sé cómo fue la negociación que realizaron mis papás, el caso es que, al final, el niño del segundo lugar pasó a ocupar el primero y, feliz, se llevó el triciclo. ¿Yo? Ya podés imaginar que, con la maravillosa carreta entre mis manos, me puse como tiuca frente a un plato de cereal de chocolate, imaginando que este cereal es su platillo favorito (ahora recuerdo esa carreta como uno de mis juguetes preferidos. Por esto, tal vez, nunca he sido apasionado de los primeros lugares. A veces la luz más duradera está en el que gana medalla de plata o de bronce).
¿Mirás entonces por qué digo que estoy hecho de La Pila? Muchos años después, el niño huichol entraría a un cuarto con una prostituta, en el burdel de Tía Maty, y no haría algo. Mi primera vez no fue en un prostíbulo sino en el cuarto de una muchacha bonita que me amó. Pero, bueno, mi niña bonita, esta historia, como dijera Nana Goya, ¡es otra historia! Estaba escrito que La Pila no sería el lugar de iniciación sexual, porque ahí estaba sembrado el hilo más tenue de mi infancia. Y los niños, mi niña bonita, tenemos prohibido hablar con desconocidas.