sábado, 23 de febrero de 2013



CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO EL VIENTO SE ENREDA EN TODAS PARTES

Querida Mariana: de todos los oficios y profesiones, llaman mi atención los de calle. Antes, acá en Comitán, la gente, en su casa, abría una puerta que daba a la calle y ponía un negocio. Aún hay muchos negocios así. Este tipo de comercios tiene su chiste. El comerciante espera. A veces me desespera ver cómo el comerciante, mientras espera, cabecea o, con un palito lleno de listones, espanta a las moscas. Un cuento de Cortázar (“Pesadillas”) comienza así: “Esperar, lo decían todos, hay que esperar…”. Siempre que veo a un comerciante acuden estas palabras a mi mente. Esperar. A veces, ¡Dios mío!, pienso en cuántos años llevan viviendo estos hombres y mujeres esta vida, esta rutina que es parte esencial de su vida: abrir, acomodar, limpiar, sentarse y esperar, esperar. Las grandes cadenas comerciales tienen otra dinámica, pero las misceláneas, las pequeñas tiendas de nuestro pueblo, parecen desiertos donde, de vez en vez, una corriente de aire levanta un poco de polvo. Los tenderos deben permanecer de ocho a ocho (a veces más horas). Deben estar al pendiente por si a alguien se le ocurre comprar una bolsa de jabón, un refresco, unas sabritas, cigarros, toallas sanitarias, rastrillos desechables o un kilo de azúcar.
Los que andan en la calle huyen de la espera. Practican la sentencia bíblica: si la montaña no viene a vos, andá vos a la montaña. Y ahí los tenés caminando todas las calles de Dios en busca de clientes. Los callejeros llaman mi atención y son sujetos de mi admiración porque se necesita un carácter especial para ir pregonando las bondades de los productos o servicios que ofrecen de casa en casa. Vos sabés que una buena temporada vendí “mis” cajitas pintadas en el Bazar de Los Sapos, en Puebla. Ahí también esperábamos, pero lo hacíamos a mitad de un callejón. Ahí, los comerciantes dan un paso hacia afuera y en lugar de estar en la penumbra de un local salen a la luz del Sol. Ese bazar es como el justo medio. Ahí la gente no entra, la gente ¡pasa!
En Comitán veo a mucha gente que sale y camina para ofrecer mil chunches y mil propuestas. Desde los Testigos de Jehová que van con sus Atalayas debajo del brazo hasta los que, en un carrito, ofrecen los raspados (como el Nuka, alias Francisco Nucamendi). Son los eternos predicadores, son los eternos buscadores de luz. Y los admiro porque, a su manera, son un poco como los pintores Impresionistas que un día mandaron a la fregada los encierros del atelier y salieron al campo en busca de luz. ¡Ah!, los vendedores de libros que ofrecen sus productos de casa en casa se parecen un poco a Van Gogh; los vendedores de nieves y de raspados se parecen un poco a Monet; las muchachas bonitas que salen en la noche y se paran en la esquina, tienen en su sangre un poco del viento de Pisarro. Cuentan que el escritor Goethe, en el instante de pasar a la otra vida (o a la otra muerte) dijo: “luz, más luz”. Parece, entonces, que la muerte no es más que ese destino de abandonar la espera. En la vida, la gente siempre espera. Quienes ofrecen sus productos y servicios en las calles se alejan del encierro del cuarto y de la cama, aunque, al final, regresen a ellos, porque es el sino del hombre.
¡Qué difícil trabajo el de los hombres cuyo trabajo está en la calle! Siempre pienso en el hombre que, a las seis de la mañana, toca la campana que anuncia el paso del camión de la basura. Cuando llueve, pienso en él; cuando hace mucho frío, también pienso en él. Lo hago desde la seguridad y calorcito de mi casa. Es el instante cuando siento mucha admiración por los callejeros, por todos esos hombres y mujeres que, por necesidad, abandonan sus casas y deben salir. Y ni qué decir de quienes no sólo salen de su casa sino de su ciudad. Antes pensaba en los traileros muy seguido. Lo hacía porque en la casa de mis papás se escuchaba cómo frenaban con el motor los camiones que, en la madrugada, pasaban por el bulevar. Los traileros, comentan, son felices de noche, se les facilita el manejo. Yo, que a veces he estado en carretera de noche, no sé en dónde le encuentran el chiste. No hay como la seguridad de la casa, como el calorcito de la ciudad propia.
El otro día me topé en el parque central con un amigo paletero. No sé cómo se llama, ni cómo le dicen de apodo (porque debe tener uno, ¡seguro!, y debe ser más conocido por el sobrenombre que por el nombre). No sé desde cuándo lo conozco, pero tiene muchos años. Siempre lo he visto empujar un carrito de paletas. Ahora tengo confusión. No sé si él es el paletero que vendía paletas de rábano. Hubo un paletero en Comitán que gritaba: “Paletas, paletas de fresa, de vainilla, de coco, ¡de rábano!”. Nunca me acerqué a pedir una de rábano. Nunca comprobé si en efecto era cierto lo que pregonaba. Creo (también en ese tiempo lo creí) que era una manera de llamar la atención. Un poco como lo que hacía el tío Chilo que salía a las calles a vender llantas para pájaros. Toda la gente se burlaba de él. ¡Loco, loco!, le gritaban los muchachitos. Los muchachitos se escondían detrás de los postes y, con ligas, le disparaban pedazos pequeños de cáscara de naranja. ¡Loco, loco!, le gritaban. El tío Chilo no se inmutaba, con una gran dignidad caminaba y ofrecía ¡llantas para pájaros! Cuando regresaba a casa, su mamá le preparaba un té de hojas de limón y le sobaba los pies con alcohol. El tío Chilo ponía las manos detrás de su cuello y cerraba los ojos. A mí nunca me pareció un oficio loco. Si los aviones, a la hora de aterrizar, bajaban el tren de aterrizaje, ¿qué de raro tenía ofrecer llantas para pájaros? Ahora pienso en aquel paletero y pienso ¿qué de raro tenía ofrecer paletas de rábano?
Los callejeros son como los libros abiertos, tal vez por esto los callejeros me caen tan bien. No hay cosa más triste que un libro de biblioteca. Los libros de biblioteca son como los comerciantes que en sus negocios de llovizna ¡esperan! Los libros de biblioteca siempre están en espera de que una mano los salve del naufragio eterno. Hay libros, lo sé, que nunca han sido abiertos. No sé si en la biblioteca de tu papá exista algún libro que todavía conserva el forro de plástico, señal de que nunca ha sido abierto. Hay libros que vienen con las hojas pegadas porque los pliegos son encuadernados tal como fueron impresos. Esos libros son bien bonitos, porque te dan chance de ir cortando, con un abrecartas, todas las páginas. Bueno, de estos libros he visto muchos en bibliotecas particulares. Los he visto ¡pegados! Por esto, insisto, mi niña viento, me encantan los libros abiertos, los libros que son como los comerciantes callejeros. Son bellos los libros que reciben la luz del sol y, de vez en vez, el chipichipi de la lluvia discreta. Me encantan los libros que son primos hermanos de los pintores Impresionistas.
Y admiro a los callejeros porque yo no soy de calle. ¡Nunca lo he sido! Las mascotas de casa también los convertimos en animalitos huraños. El Misha y la Pigosa no salen. El Misha es un gato príncipe que no conoce el disfrute de las azoteas vecinas. Lo más que hace es pasear por el patio breve de casa. La mayor parte del día la pasa durmiendo sobre unos cojines de la sala. Por esto, me fascinan los animales que son libres y andan en la tundra o en la selva. Los animales de calle están expuestos a sufrir inconveniencias. A veces veo gatitos a media calle o perros a mitad de la carretera ¡despanzurrados! ¡Pobres!, pienso. Y entonces camino con cuidado por las calles de Comitán. No levanto la vista del suelo. Veo dónde hay lajas, porque puedo resbalar. Cuando estoy en casa (pienso) estoy menos expuesto a sufrir un accidente. Aunque esto de los accidentes está a la orden del día en todos lados. Cuando menos lo pensás puede caer un fragmento de meteorito en tu cuarto o a un pájaro (diría tío Chilo) le falla el tren de aterrizaje y no puede sacar las llantas y termina incendiado a mitad de la sala de tu casa.
Cuando camino por las calles reconozco a los hombres que están acostumbrados a andar por las calles desde niños. Se mueven sin ningún problema. Por ejemplo, los boleritos que bolean frente a la fuente del parque central crecen a cielo abierto. El destino les ha señalado que serán hombres que vivirán la mayor parte de su vida en las calles de Dios. No, no creás que les vaticino un futuro miserable. ¡No! Digo que será muy difícil que puedan asumir un trabajo que implique el encierro del escritorio. Están acostumbrados al bullicio de las calles. Así como reconozco a los callejeros también reconozco a los gatos caseros. Estos hombres y mujeres pertenecen a mi club, el de los escasos, el de los que crecimos adentro de casas. Nos cuesta movernos, el sol hace que entrecerremos los ojos y huimos al mínimo aviso de lluvia. Las multitudes nos imponen. Somos incapaces de movernos al ritmo de esas avalanchas maravillosas. En la romería de San Caralampio nos toca el papel de espectadores. Jamás se nos ocurrirá disfrazarnos y compartir el guateque con los demás.
Mi amigo el paletero ¿cuántos años lleva ofreciendo paletas en la calle? ¿A qué hora sale de su casa? ¿A qué hora regresa?
Ustedes, los jóvenes, no entienden bien a bien la niebla que cubre a los hombres y mujeres que tienen que caminar porque ese es su oficio. ¿Existen todavía los repartidores de telegramas? No creo. Tal vez ya se extinguieron. Tiene años que no recibo un telegrama. Pero diré que hubo un tiempo que era costumbre escuchar un silbato para recibir una carta o un telegrama. Los telegramas son los abuelos de los tuiters. Pero, en aquel tiempo no recibías el mensaje en un celular. No, era necesario que un hombre, con impermeable (en caso de lluvia), llegara hasta tu casa y tocara la puerta para entregarte un mensaje. Se cuenta que algunos carteros fueron mordidos por perros. Todo por andar en la calle.

Posdata: admiro a los callejeros. Admiré a mis amigos que ponían dos piedras a mitad de la calle y jugaban la cascarita de fútbol, sin pensar en el peligro de los carros que por ahí pasaban. Admiré a los amigos que bajaban a La Pila para enamorar y “soltar” serenatas a las muchachas bonitas de ese barrio bronco. Los admiré desde el balcón de su casa. Siempre vi la calle desde el balcón de la casa. Es una bobera decirlo, pero diré que a veces me imagino como un pájaro adentro de una jaula. Me acostumbré a ir de un lado para otro, pero dentro de una jaula. Por eso la vaina de los viajes ¡no va conmigo! Me produce urticaria salir de Comitán. Me gusta estar en la sala. Me gusta oír el más reciente disco de Natalia Lafourcade que hace un homenaje a Agustín Lara. Me gusta estar en el patio con una taza de té. Me gusta recostarme en una poltrona y leer un libro de Vila Matas o releer algún libro de Julio Cortázar.
Cuando, de vez en vez, debo salir, desde lejos veo a los hombres y mujeres que se mueven como peces en esos mares que son los ríos que van a dar a las calles. Soy un hombre que no sube a montañas. Pero, ¡ah, cómo admiro a esos hombres y mujeres que suben al Everest cada mañana!
Por eso a veces te impacientás. Quisieras que te acompañara a tus viajes, a tus salidas. Me da pena y me pone triste, pero soy un viejo que no cambia de hábitos tan pronto. Mi niña, pedacito de almendra, cuando te vas con tus amigos me quedo triste, como rama de árbol enjuto. Quisiera ser de esos hombres que suben a motos, se ponen un casco y desafían al potro del viento en las carreteras. Lo siento. Soy escaso. Nunca fui vendedor de paletas en la calle. Siempre he visto el mundo desde un balcón. Lo siento.