viernes, 8 de agosto de 2014

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE UN HOMBRE CAMINA




El hombre camina, en un descanso. Está a punto de subir. ¿Va a mitad de la subida? El paso que está a punto de dar es un paso decidido. Tal vez piensa que es bueno que existan esos descansos. Si todo fuese escalón tal vez se cansaría. Sólo de ver la fotografía provoca cierto agobio. Los sabios dicen que la subida es lo más difícil. Caminar por lo planito no tiene chiste, bajar tampoco tiene mayor gracia. El verdadero reto es la subida. Los sabios insisten en que el ascenso vale la pena, pero no falta el tipo que en la punta del Everest se cuestiona para qué sirvió la subida. Sobre todo si se sabe que deberá bajar. Nadie se queda en la cima del Everest. Este hombre no asciende la montaña más alta del mundo. Apenas sube por una colina que, en Comitán, se conoce con el nombre de El cenicero. Mariana siempre se sorprende ante este nombre. Es así porque ella no conocía más que esos chunches que aparecen en las mesas para tirar la ceniza de los cigarros.
Un día llegó una compañía constructora, metió máquinas, como dinosaurios metálicos, y construyó este graderío. Antes sólo eran veredas, veredas por donde los niños bajaban resbalando. El lugar es una hondonada donde, cuentan los ancianos, la gente llegaba a tirar la ceniza. Los niños aventureros daban cuenta exacta de ello, porque, después de un recorrido por el cauce, regresaban todos tiznados a sus casas.
El hombre sube porque debe hacer algo en otra parte. Siempre es así. Antes la zona no estaba tan poblada. Todo era ladera de una montaña. Sólo llegaban a la zona quienes aventaban la ceniza o quienes se iban de pinta de la escuela. Una vez, un grupo de niños avanzaba en medio de las piedras cuando alguien tropezó y cayó. Extendió sus manos para amortiguar la caída, cayó sobre un cuerpo. El hombre (el cenizo) despertó. Los compañeros del niño corrieron y se escondieron detrás de los árboles. Ya el cenizo había cogido de la mano al niño que, como serpiente, se retorcía en intento de desasirse. El cenizo se carcajeó, como si estuviese loco (en realidad era un loco que había convertido al cenicero en su hogar). “¡Ayuda, ayuda!”, pidió el niño. El cenizo reía más. Pero luego se quedó callado y el niño también hizo silencio. El cenizo lo vio y le preguntó: “¿Vos sos mi hijo?”. El niño dudó. ¿Qué era lo más conveniente? ¿Decir que sí, que era su hijo o negar? Si aceptaba era posible que el cenizo no dejara irlo jamás, pero si lo negaba podía ser que el hombre lo viera como una presa desconocida. “Sí, sí”, respondió de manera tímida el niño. El cenizo lo soltó. El niño sobó su mano. La tenaza del hombre lo había marcado. El hombre metió la mano en la bolsa del pantalón y sacó un billete ajado y se lo dio al niño. “¿Qué hago con esto?”, preguntó. El cenizo se recostó sobre la sábana de ceniza y le pidió que fuera a comprarle una botella de trago. El niño se paró, con las manos se limpió parte de la camisa y del pantalón. Los demás niños lo esperaban. En cuanto alcanzó a sus compañeros, estos corrieron. El niño los siguió. Comenzaron a ascender, en medio de piedras, acezando. No pararon hasta llegar a lo más alto. Se acercaron y vieron en el fondo al hombre, confundido entre el manto negro, era como una piedra, como un cadáver de perro. “Vámonos ya”, dijo el mayor del grupo, pero el niño con el billete en la mano dijo que no, que debía ir a comprar la botella de trago. “¡Pendejo! -dijo el mayor del grupo- ¿Cómo puedes creer? Te va a volver a atrapar”. “No, no”, dijo el niño y explicó que no podía dejarlo solo. “Es mi papá”. De nuevo el mayor le dijo que no bromeara. “Tu papá es don Armando”. “Sí, sí”, dijo el niño, pero explicó que ese hombre creía que él era su hijo y había confiado en él. “Pero qué pendejo, haz lo que quieras”, dijo el mayor y jaló a los demás del grupo. “Espérenme, espérenme”, dijo el niño, corriendo hasta alcanzarlos. “¿Entonces qué hago con el billete?”. El mayor lo tomó y dijo que alcanzaba para comprar nieve para todos. Caminaron. Caminaron por donde está a punto de llegar el hombre de la fotografía. Ahora El cenizo ya no está. Algunos cuentan que murió como un perro abandonado. Otros cuentan que cuando el niño creció fue por él, lo llevó a su casa y lo cuidó hasta el día de su muerte. No dudó en lo que debía hacer, incineró el cuerpo del hombre y regó sus cenizas en el cenicero. Pero algunos dicen que esto tampoco es cierto.