sábado, 25 de octubre de 2014

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO UN VELIZ NO SIEMPRE ESTÁ FELIZ





Querida Mariana: hay rituales de fin de año. Uno de éstos dice que quien desea viajar todo el año por venir debe sacar, a las doce de la noche del treinta y uno, dos o tres maletas y dar una vuelta a la manzana. (Menos mal que ahora las maletas tienen llantitas.) Por eso, la última noche del año se ve a miles y miles de personas yendo de un lado para otro jalando maletas, como si las calles fuesen salas de inmensos aeropuertos.
Las maletas son chunches generosos. Sirven para guardar pantalones, camisas, blusas, desodorantes y mil objetos más que el viajero cree le serán necesarios. Los traslados por vacaciones son sensacionales. Incluso los traslados por necesidad no son tan malos. Se sabe que existe la esperanza del retorno. Los traslados que sí son fastidiosos son aquéllos que son de ida sin vuelta. Y entre estos últimos están los más oscuros: los cambios de residencia. Ir de un pueblo a otro es una experiencia ingrata. Las maletas no alcanzan. Son tantos objetos que cambian de lugar que es preciso hacer uso de cajas de madera o de cartón. Las bolsas que se usan para ir por el mandado pierden su vocación y se llenan con cepillos, rollos de papel higiénico, el alpiste de los pájaros y las croquetas del gato y de la perra.
Hace muchos años, Luis Roberto con toda su familia dejó Comitán. A su papá lo enviaron a otra plaza. Luis y yo éramos amigos. Él llegó a despedirse, me llevó dos revistas de Kalimán. Me las dio y no agregó más. Yo supe que era una manera de decirme que, a pesar de la distancia, seguiríamos juntos. (Aun cuando esto es un imposible. La gente que está distante, poco a poco, se olvida de lo que deja.) Luis se fue y (como ya dije) poco a poco nos olvidamos. Ahora, cuarenta y pico de años después no sé qué fue de él. La otra noche prendí la computadora y a través del buscador comencé la localización del amigo de hace añísimos. ¡Uf, qué labor tan difícil! En el Facebook aparecieron cientos de Luis Roberto Gómez García. Busqué uno a uno, tratando de ubicar rostros y ciudades. ¡Imposible! Sucede que con Luis Roberto nunca supe a dónde se había ido. Cuando llegué a casa y le conté a mi mamá cómo todos los amigos de su papá habían acudido a despedirlos, ella, mientras miraba por la ventana, me preguntó a qué ciudad habían trasladado a su papá y no supe qué decir. ¡No sabía! (¿A dónde lo mandaron?)
Uno pensaría que en un traslado llevamos todo. ¡Mentira! Dejamos más de lo que llevamos. Siempre es así. Cuando alguien muda de residencia llama el camión de mudanza y lo llenan de maletas y de cajas. El camión va lleno de camas, refrigerador, burós, lámparas, libros, televisores, colchones (con manchas), cajas llenas de ropa, roperos, trastos, la bacinica de la abuela y mil chunches más. (Todos son objetos.)
Cuando Luis Roberto se fue. Me paré al lado de su hermana Flor y esperé a que todos subieran al carro. El camión de mudanza ya se había adelantado. No obstante, la parrilla que tenía sobre el toldo la camioneta del papá iba repleta de cajas y maletas. Era como si en el desierto hubiesen levantado cien tiendas de campaña. Cuando el papá se despidió de todos sus amigos y compañeros de trabajo, Flor me dio la mano y me dijo: “Nos vemos”. Luis (no sé por qué) ya estaba arriba de la camioneta, desde un principio. Estaba sentado en el asiento posterior, al lado de la ventanilla, del otro lado de la banqueta donde yo estaba, tenía en las manos una revista de Kalimán y la leía (o hacía que la leía). Mientras permanecí en la banqueta al lado de su hermana, él no me vio. Yo le había llevado una piedrita azul que juntos habíamos levantado en la orilla del Lago de Montebello una vez que nos había llevado su papá. Cuando Flor me dijo: “Nos vemos” yo le di la piedra a ella. (Nunca me perdoné la acción, yo había pensado en él, mi amigo, cuando puse la piedra en la bolsa de mi pantalón.) A Flor le di la piedra y ella la guardó en su mano. “Nos vemos” dije. Ella subió al carro y vi que abría su mano y mostraba la piedrita a mi amigo. Él vio la piedra y luego volvió a leer Kalimán. Yo me había quedado solo en la banqueta de la casa de mi amigo. Todos estaban a mitad de la calle, alzaban las manos y las movían como palomas en vuelo. Luis seguía con la cabeza agachada, con la mirada prendida en la revista de Kalimán. Yo tenía los ojos nublados. Cuando el papá prendió el motor de la camioneta, sus compañeros de trabajo se adelantaron y se pusieron casi al frente y desplegaron una manta con el siguiente mensaje: “Cuando tu corazón no alcance, acá estarán floreciendo todos los que sembraste”. Pensé que, tal vez, la mamá de Luis lloraba porque igual que mi amigo tenía la cabeza agachada. Flor volteó y, por el cristal trasero, me dijo adiós. Yo pensé “Nos vemos”. Mi amigo seguía con la vista clavada en la revista. Vi cómo la camioneta avanzó y luego desapareció (para siempre) de mi vista, de mi vista llena de niebla.
La tarde que Luis se fue entendí que la gente deja más que lo que lleva. Tal vez por esto todo mundo dice que cuando alguien muere nada se lleva, ¡deja todo! Cada despedida es un poco como un anticipo de muerte. La manta de los amigos sintetizaba todo: “Cuando tu corazón no alcance, acá estarán floreciendo todos los que sembraste”; es decir, si algún día te va mal, no dudés, acá te esperamos, acán están tus amigos para ayudarte. Pero, la familia de Luis ya no volvió a Comitán. Tal vez les fue bien en otra parte y Luis ahora es un hombre exitoso, más no famoso, porque si fuera famoso ya lo hubiese reconocido en los noticiarios de la televisión. A veces pienso en las cosas que le gustaba hacer y pienso que por ahí debió haber ido su profesión. A él le encantaba jugar a construir puentes y carreteras. En los promontorios de arena del sitio de su casa siempre hacía túneles maravillosos por donde pasaban los carritos. ¿Será un gran constructor? ¿Seguirá viviendo en México? ¿Algún día su empresa lo mandó a la filial que tienen en Colombia y, con su familia, debió hacer la misma acción que él y su familia hicieron en Comitán una tarde? Sus papás no eran de acá. Un día llegaron e inscribieron en la Matías de Córdova a su hijo. Ahí nos conocimos. Nunca supe, porque nunca le pregunté, en qué ciudad habían vivido antes de llegar. (Ahora me doy cuenta que nunca supe más de su vida. Qué pena. Ahora me doy cuenta que después que se fue tampoco supe más de él. ¡Doble pena!)
Las maletas de todo el mundo no alcanzarían para llevar todo lo que deja alguien que cambia de lugar de residencia. Deja mucho, deja todo. Quien se aleja lleva lo que bien pudiera ser prescindible. Imaginemos, mi niña viento, que alguien se va y nada lleva. En el otro lugar podrá comprar, sin mayor problema, ropa, zapatos, camas, refrigeradores y los mil objetos más que envió en el camión de mudanza. Lo que no podrá adquirir jamás es ¡todo lo que dejó atrás!
¿Qué queda atrás cuando cambiamos de residencia? Dejamos cielos, patios, soles, lluvias; dejamos afectos irrecuperables e irremplazables. En el nuevo lugar de residencia nos acomodamos, llegamos a la “nueva” casa, colocamos los muebles, sembramos una planta de buganvilia en el jardín, salimos a recorrer las “nuevas” calles y comenzamos a medir el “nuevo” entorno. ¡Sí! Todo huele a novedad, todo es novedad. Lo que quedó atrás pasa a formar parte de un pasado muy reciente que aún huele a mirto, pero ya es pasado. Los sabios recomiendan enterrar lo que queda atrás y recibir como lluvia bondadosa la nueva posibilidad de vida. Pero, algo en nuestro interior reclama el espacio de las cosas abandonadas.
Los seres humanos, como víboras, siempre estamos cambiando de piel. A veces estos cambios son radicales y pareciera que se abre una ventana insólita en nuestras vidas. Como si fuésemos bordadores de Zinacantán comenzamos a hilar un nuevo rebozo. ¿En dónde queda lo hecho en nuestro lugar de origen?
A menudo recuerdo la frase pintada en la manta la tarde de la despedida de la familia de Luis. ¿De veras los corazones sembrados están dispuestos a latir cuando hay necesidad? ¿De veras quienes se quedan siguen recordando al que se fue? No todo es tan simple. Hay leyes en la vida que son inmutables. La distancia marca diferencias. La distancia comienza, desde el primer instante, a llenar de polvo el afecto. No es lo mismo tener siempre cerca a la amada. Por ahí dicen que amor de lejos… “se divierten los cuatro”. El afecto necesita de ese puente que se llama costumbre. Muchos dicen que la costumbre mata al amor, pero esto no es cierto al ciento por ciento. La costumbre (los actos repetidos) hacen que una relación permanezca. Lo cotidiano (aunque suene ilógico) es el agua que revitaliza. Quien tiene cerca a su pareja no come de ese durazno amargo que se llama distancia. La distancia no fortalece, al contrario ¡limita!
Quienes por cualquier motivo se alejan de su lugar de origen y adoptan otro jamás recuperan lo que dejaron. Hay una inmensa nostalgia por lo que se dejó atrás, incluso pareciera que se fortalece el amor a la tierra original. Piensan que esa perspectiva otorgada por el tiempo y por la distancia magnifica el amor y potencia el cariño y el afecto. Pero esto es como un espejismo. Jamás (ellos en el fondo lo saben) podrán recuperar lo que dejaron, lo que dejan cada día no vivido en el espacio amado. Viven en otras latitudes y disfrutan aquellos cielos, mientras añoran los cielos de la tierra que los vio nacer. Cuando se hacen viejos ese polvo de nostalgia les imprime a su espíritu un color de hoja de libro antiguo. ¡Dejaron de vivir lo que no vivieron! ¡Vivieron como en un universo alterno! A veces vuelven, sólo por un periodo breve, al pueblo entrañable y saben que ese pueblo ya no es el que dejaron. A ese pueblo se le nota las cicatrices y las canas. Todo ha envejecido. Ellos mismos, incluso. Pero ellos envejecieron en medio de otras ramas, sus cantos fueron otros. Sus amistades de entonces los reciben con gran algazara y les ofrecen comidas donde beben, platican y cantan. Pero hay un instante, un instante que define todo, en el que se produce un silencio, no tienen ya más que decirse. Es la hora en que deciden que sí, que es bueno regresar al otro lado. Acá ya no encontrarán lo que dejaron, porque el abandono provocó su muerte. Si entran a la casa donde vivieron su infancia, la casa abandonada, ven que el cuarto donde durmieron ya no es el mismo. Las casas sufrieron modificaciones y otra fue la voz que ordenó la rehabilitación.
Quien cambia de residencia sabe que abandona algo de su corazón. El que se aleja sabe que su corazón se va fracturado. No hay cura para este mal. No hay “curita” que pueda restañar las heridas provocadas por la lejanía. Todo cambio significa un abandono.

Posdata: ¿y qué sucede cuando la naturaleza exige un cambio radical de tiempo y de lugar? ¿Qué sucede cuando alguien abandona la vida y se interna en el territorio de la muerte? Nada lleva el que se va, lo deja todo. Apenas ayer nos enteramos del viaje de don Romeo Torres Ventura, pionero de la radio comercial en Comitán. Medio Comitán lamenta su muerte. Don Romeo nada se llevó. Dejó todo. Dicen que los muertos no vuelven. Es bueno que así sea. Sería lamentable que volvieran después de mucho tiempo y hallaran que ya nada es lo que dejaron.
Don Romeo ya no necesitó maletas. Uno no sabe, porque él siempre fue muy travieso, si el año pasado sacó su maleta la noche del treinta y uno de diciembre y la paseó por la manzana de su casa. Uno nunca sabe cuál es la medida exacta de esas vueltas. Tal vez, uno nunca sabe, le dio una vueltita de más y por eso ahora ya se fue para siempre. Esta palabra es la que duele. Siempre es así. Los amantes juran amarse para siempre. La palabra duele, porque se sabe que los amores infinitos duran lo que duran y no más. Lo único que es para siempre es la ausencia en ese viaje que no tiene boleto de regreso. Se fue don Romeo. Quiero imaginar que él, la noche previa, prendió la radio (con volumen bajo, para no despertar a su esposa) y escuchó las voces generadas en otros territorios. A veces, la gente tiene ganas de estar en otras partes. A veces la gente se aburre de lo rutinario de esta vida comiteca y sueña con volar. Tal vez don Romeo soñó de más. Lo bueno es que se despidió sin despedirse. Prendió su radio y su voz salió “al aire”. Sí, ya don Romeo Torres Ventura se confundió con el aire, se volvió aire.
Yo no tengo costumbre de realizar algún ritual en la última noche del año. Mi vida es tan rutinaria que llego al extremo de no esperar la llegada del año. No debo esperarlo a él. Que él me espere. Se me hace horrible la espera. Nunca me acostumbré a ir al andén a esperar la llegada de alguien. No me gustan los andenes, ni las salas del aeropuerto, ni las terminales de camiones. Me gusta la vida cotidiana, la que no se despide, la que no cambia, la que no viaja, la que aspira el aire, desde el mismo balcón, el de siempre. No me gusta decir: “Nos vemos”. Por esto, tal vez, a Luis no se lo dije jamás.