viernes, 21 de noviembre de 2014

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE SE APRECIA LA SENTENCIA DEL ÁRBOL QUE CRECE TORCIDO





Es una calle común en Comitán. Un hombre se detiene el sombrero que amenaza volar con el viento. Es una calle de “voy y vengo”. Las banquetas son escasas. Por esto, el hombre camina por el arroyo vehicular. El hombre se expone. De igual forma se exponen los automovilistas que van de un lado hacia el otro.
El hombre acaba de pasar por debajo del árbol. ¿Se fijó en la forma del árbol? No. Al hombre le preocupa llegar a su destino; le preocupa que el viento no se lleve el sombrero. El sombrero le resulta imprescindible. Hay hombres que no pueden vivir sin sombrero. Se acostumbraron a vivir con él, desde que iban al campo a calzar las milpas.
Todo pareciera detenido. Lo único que da cierto espíritu de vida es la presencia del hombre. Lo demás pareciera congelado. Congelado el vehículo naranja que se aleja; congelado el vehículo rojo que se acera. Sólo el hombre que camina y se detiene el sombrero da cuenta de que la vida está presente.
¿Por qué la forma tan inusual del árbol? ¿Por qué se tendió hacia el centro de la calle? Uno puede imaginar que el árbol creció normal, pero un día, el tendido de cables eléctricos obligó a un equipo de hombres a mocharle una rama, la rama que crecía vertical y sólo quedó esa rama que, más inteligente, le dio la vuelta al cablerío (río de cables). Así, el árbol tomó una forma sui géneris, estiró un brazo a la hora de desperezarse y quedó congelado en este arco.
Acá no se advierte, porque, ya se dijo, pareciera que sólo el hombre del sombrero otorga vida a la imagen, pero la vida también estaba instalada en la fronda de este árbol. En la punta más alta, un par de pájaros jugaba y cantaba. Mariana, quien me acompañaba a la hora del recorrido, dijo que le daba vértigo. ¿Qué?, pregunté. Eso, dijo ella, y vi que, en efecto, los pájaros parecían estar al borde del precipicio. Era una idea tonta, pero así se veía, como si dos niños jugaran en la azotea de un edificio de diez pisos y se acercaran, detrás de una pelota, al borde y olvidaran el juego del balón y subieran al pretil y jugaran al equilibrista. Si este árbol fuese un árbol común, sin la fronda chueca, Mariana no hubiese tenido la impresión de que los pájaros corrían peligro. Dijo, ya temblando, que si ahí arriba los pájaros eran pareja y habían formado un nido, las crías caerían en cualquier distracción y se aplastarían a mitad de la calle y un carro (naranja o rojo) los despanzurraría, los haría mierda. Y entonces, Mariana lloró. Se llevó las manos a la cara y ocultó su llanto. Yo la abracé, le dije que nada ocurriría, que viera a los pájaros contentos, sin preocupación jugando sobre esa rama torcida, pero a Mariana ya le había agarrado el mal del llanto y no paraba. Tal vez lloraba ya por otras cosas, por otros recuerdos. Tal vez esta imagen le recordó que “árbol que crece torcido ya jamás su rama endereza”. No hay forma de remediar este entuerto. ¿Quién sabe hasta dónde crecerá esta rama? Tal vez un día crecerá mucho y subirá vertical hasta tocar una nube y entonces servirá como escalera para que esas aves jueguen con más seguridad y no estén al bordo del pretil, ahí donde todo es tan inestable, tan a mitad de la calle.