miércoles, 28 de enero de 2015

PARA MI AMIGO JORGE




Y una tarde, casi sin darnos cuenta, cumplimos cincuenta años y ¡seguimos cumpliendo! Los demás nos urgen a hacer cosas trascendentes porque se nos va la vida. ¿Ya miraste qué frase tan lapidaria? ¡Se nos va la vida! Sí, quisiera responder a los que me recuerdan que pronto, muy pronto, ya podré ir a sacar mi credencial del Instituto Nacional de la Senectud y con ello entraré al agraciado círculo de los que comienzan a tener achaques por todas partes.
Sí, querido Jorge, ¡se nos va la vida! ¿Y? Mi abuela Esperanza diría que es la ley de la vida, y como es una ley inmutable, una ley de la naturaleza no podemos dar soborno para evadirla, como sí hacemos con las demás leyes, cuando menos en México.
Se nos va la vida, porque la naturaleza impone que así sea. Quien nace inicia un camino que concluirá con la muerte. Se nos va la vida, así que será bueno no hacer caso a los que exigen que hagamos “cosas trascendentes” y no desperdiciemos un solo instante. ¿Qué es una cosa trascendente? ¿En qué ayudará a nuestra vida?
Concuerdo con esos agoreros en que se nos va la vida y que la vida apenas es un instante y que si la vida es como un chorro potente al principio ahora es apenas un hilo de agua, como si la vida pudiera sintetizarse en la potencia del chorro de la pis. Se nos va la vida y se nos va porque la hemos vivido. Podría decir que la hemos desgastado. Recuerdo, con emoción, los días en que íbamos a tu rancho y nos acostábamos en hamacas y, con un vaso de ron con hielo en una mano, mirábamos cómo se ocultaba el sol detrás de las montañas, de esas montañas que eran extensión de tu rancho, porque ahí se cumplía la sentencia de que tus tierras terminaban hasta “donde la vista alcanzaba”. Mirábamos la puesta del sol, mientras el zureo de las palomas y los gritos de las chachalacas se confundían en la arboleda. Tomábamos nuestro trago y decíamos ¡ah! cada vez que el fuego del alcohol inflamaba nuestra garganta y nuestro espíritu. En las noches cargábamos las escopetas en busca del venado que ya los peones de tu rancho se encargaban de azuzar con gritos y palmadas en cacerolas. ¡Vivíamos sin hacer cuenta que un día llegaríamos a la edad que ahora tenemos! Y ahora, ya con más de cincuenta y siete años, hay cabrones que nos exigen que no desperdiciemos nuestra vida porque se nos va la vida. ¡Qué tontos! A veces me dan ganas de decirles que se ocupen ellos de sus vidas. El otro día leí en el Facebook una frase que decía, más o menos, que cuando me llegue mi muerte soy yo el que moriré, así que debo vivir mi vida a mi antojo.
Querido Jorge, se nos va la vida, porque así es la ley de la vida. Y si ya no tenemos el tiempo generoso que teníamos cuando estudiábamos el bachillerato, cuando podíamos sentarnos en una banca del parque a mirar el paso de las muchachas bonitas, mientras platicábamos de cómo iba a ser nuestro futuro, debemos procurar una pausa en el camino. Se nos va la vida, por lo mismo no podemos dedicarla a “cosas trascendentes”; como se nos va la vida debemos aprovechar los instantes en vivirla a través de las cosas más insignificantes. Debemos procurar ir al campo a mirar cómo crecen las margaritas; debemos sentarnos en una banca del parque sin hacer más que alargar las piernas, colocar las manos detrás de la nuca y mirar a las muchachas bonitas. Me chocan las mamás respingonas que me quedan viendo con cara de la Diosa Coyolxauhqui cuando me atrapan in fraganti viendo las tetitas de sus hijas. Me ven como si yo fuese la encarnación del Marqués de Sade. ¿Cómo decirle a esas nobles señoras que ellas también fueron jóvenes y antes de salir de su casa, con sus dos manos, se subieron las tetas para que aparecieran más sobre el escote y que ahora ya no pueden hacerlo porque también, ni modos, la vida se les va y ahora sus pechos que un día fueron hermosos ahora son como olvidadas redes de canchas de tenis? ¿Cómo decirles a esas señoras que a mí se me va la vida y que ahora disfruto de las cosas sencillas de la vida y que una de ellas es ver, en el parque de Comitán, a las muchachas bonitas sin molestarlas, verlas con la misma emoción con que veíamos el sol de las seis de la tarde allá en tu rancho, mientras platicábamos los sucesos del día, las hierras, las palomas asadas en el anafre, las cervezas bien frías de la una, las competencias en la poza (bueno, bueno, la competencia de ustedes que sabían nadar).
Se nos va la vida, querido amigo, ahora ya no tiene la potencia del chorro, es apenas un hilo de agua. Por ello no podemos malgastarla en las grandes acciones ni en los grandes proyectos. Ahora debemos concentrarnos en la cosa sencilla, en apreciar los atardeceres, en una buena taza de té, en una charla agradable y en mirar a las muchachas bonitas que pasean en el parque central y bajan a la fuente, sin pensar que un día estarán igual que nosotros. Por ello, porque ahora tienen la bendición de la juventud y la bendición de sus pechos altivos, no puedo hacer caso a quienes me demandan hacer cosas trascendentes ni hacer caso a las miradas de las madres que me condenan. Se me va la vida y debo aprovecharla en cosas sencillas: aceptar la mano generosa de Dios que siempre me bendice a través del aire de este pueblo que pareciera dispuesto a satisfacer mis más íntimos deseos.
Se nos va la vida, querido Jorge. ¡La vivamos sin medida! Sin pensar que un día ya no habrá más vida. La vivamos con la intensidad con que la vivimos aquellos días en que íbamos a tu rancho y vivíamos sin pensar en estos días de hoy.