domingo, 26 de abril de 2015

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO HAY UN CIELO Y UN ÁRBOL EN UN CUADRO DE MANUEL SUASNÁVAR



Querida Mariana: las fotos de paisajes, en su mayoría, tienen dos elementos insustituibles: árboles y cielos. Acá te mando la fotografía de una pintura que tiene un árbol y un cielo. La pintura es de Manuel Suasnávar.
Vos sabés que me gustan los juegos donde una ventana muestra otra ventana. El juego de hoy va en tal sentido: una fotografía que muestra un cuadro donde está un árbol y un cielo. La fotografía es una ventana y la pintura es la otra.
¿Ya estás en el juego? Imaginá que estás en tu cama, durmiendo, con pijama (ese pijama que tiene ositos, que tanto me gusta) y el despertador suena. Despertás, como gatita estirás tus brazos y tus piernas, te sentás en el borde, te ponés las pantuflas y, todavía adormilada, vas al baño a hacer pis. Vos me has contando que no hacés ese movimiento automático que hacen las demás muchachas bonitas en que se bajan de un romplón el pantalón y el calzoncito; vos sos delicada, hacés todo como si fuese un ritual, por eso te quiero. Bajás la palanca de la taza y, aún con lagañas y sin despertar al ciento por ciento, entrás de nuevo a tu cuarto y abrís la ventana. Tenés los ojos cerrados y sentís el aire limpio, que huele a juncia fresca. Ya son las seis y cuarto de la mañana, ya el sol comienza a aparecer por encima de las montañas que rodean a nuestra ciudad. Abrís los ojos y mirás el paisaje que ahora te envío a través de esta fotografía. ¿Qué pensarías?
Las fotografías de paisajes tienen aves, cielos, nubes y árboles. Hace mucho tiempo, lo sabés, practiqué la fotografía, siempre me ha parecido un arte maravilloso. En los años ochenta, Quique hizo un viaje a Canadá y me compró una cámara de 35 mm., con un juego de lentes. Uno de los lentes era el llamado “Ojo de pescado”, lente que permite tomar fotografías con un ángulo de 180 grados. Fui feliz con esa cámara, casi casi tanto como cuando mi papá me regaló mi primera cámara, un día que con mi mamá fui a La Trinitaria. Esa mañana, mi mamá y yo esperábamos el camión para ir al templo de La Santísima Trinidad, en Zapaluta. Esperábamos el camión frente a donde ahora está el Centro Cultural Rosario Castellanos. No sé por qué ahí. Esperábamos, cuando mi papá asomó y me entregó una cajita con una funda de cuero, en color café. Me dijo que ya tenía rollo, me explicó que era una cámara fotográfica y me enseñó qué debía hacer para tomar fotos. Puse la cámara a la altura de mi pecho y vi, en el pequeño cuadro que tenía en la parte superior, la imagen que la cámara fotografiaría. ¡Ah, qué maravilla, en ese pequeño ojo cabía casi casi todo el universo! Abracé a mi papá y le di las gracias y quedé feliz con “mi juguete nuevo”. Ya imaginarás que en cuanto llegamos a Trinitaria, como si fuese un turista japonés, comencé a tomar fotos a todo lo que se asomaba. Desde entonces admiré esa práctica. Aún hoy, cuando tomar fotografías se ha vuelto algo tan común, me sorprendo ante ese prodigio. Ahora ya no acostumbro a ir de safari fotográfico como lo hice en los años ochenta. En ese tiempo tomaba mi cámara, la bolsa de cuero donde iban los lentes, un par de sándwiches, una cantimplora con limonada, subía al auto y estacionaba éste cerca del camino a Cash. En ese lugar caminaba por las veredas (es espléndido para tomas de la ciudad, porque ésta parece un lienzo con urticaria lleno de luz). Creo que ahora no podría hacer eso. Ya todo está alambrado, todo es como un territorio prohibido, todo comienza a llenarse de carpas de plástico con sembradíos de jitomate. Hoy, las fotografías no dan constancia de la belleza del árbol o del vuelo del pájaro o del nido, hoy, todo es una mera constancia de cómo el hombre se apodera de espacios, los transforma y los convierte en fábricas productoras de caca.
Por fortuna para mi espíritu, un día también aprendí que existía la pintura y que la pintura, al contrario de la fotografía, no era un don para replicar la naturaleza, sino para abrir otras ventanas. Varias veces he repetido lo que decía Abel Quezada, uno de los grandes caricaturistas de México y quien también se aventó a lo de la pintada: “la pintura es la libertad total”. Coincido con eso. En la pintura, encaramar un color sobre otro es posible, no sólo posible sino deseable. El pintor puede arrepentirse de algo y pintar encima (los técnicos usan la palabra pentimento) y ello no desmerece.
Imaginá a un fotógrafo frente a una pared de la Casa de la Cultura. ¿Qué tomas puede hacer? Puede retratar el muro como tal o agregarle algunos elementos que transformen la realidad, en cierta medida. Si alguien pega una serie de sombreros sobre la pared puede alterar la realidad y abrir otras posibilidades de lectura. Pero, ¿algún fotógrafo puede abrir un hueco en la pared para ver qué hay del otro lado? ¡No, eso sí no! Es decir, sí puede hacerlo, pero no debe hacerlo. Al otro día, el INAH va y lo demanda y puede pasar la noche en la cárcel. ¿Quién -Dios mío- se atreve a agredir un inmueble propiedad del pueblo? El fotógrafo llega hasta ahí, a jugar con luces, a agregar algunos elementos provisionales. No puede ir más allá. Tiene límites. Quienes son escritores o pintores no tienen más límite que su imaginación y ésta puede ser tan infinita como el universo. El escritor puede escribir acerca de esa pared y agregarle todo lo que quiera, lo mismo hace el pintor.
¿Mirás lo que el prodigio de Suasnávar nos obsequia? ¿Seguimos jugando? Nos quedamos que vos abrís la ventana de tu cuarto y ves, en lugar de la imagen cotidiana, un árbol suspendido en el cielo, como si fuese un ángel con las alas extendidas. Ves un coro de pájaros que sobrevuela la fronda, que hace el rebumbio de mil piedras en alud; ves cómo las raíces no son el sostén del árbol para que no pierda la vertical, sino que son como los pies del bailarín que se impulsa para entrar al escenario en un movimiento de ballet. El cielo es igual que el cielo que vemos todos los días; los pájaros son los mismos que, por las tardes, en parvada, buscan resguardo en los árboles del parque; las raíces son el mismo entramado que absorbe la savia cuando está enterrada; las nubes son las mismas sábanas que van de un lado a otro como si no supieran dónde es su hogar. Todos los elementos son los mismos de la realidad y ¡sin embargo! ¡Qué prodigio de imagen! ¿Quién duda del vuelo de Remedios la bella al ver este cuadro? ¿Quién duda del milagro de todos los días a la hora que un ángel pasa a nuestro lado? ¿Quién duda del hombre que, en el Tibet, levita todas las mañanas? ¿Quién duda del sueño del hombre para alcanzar el vuelo? Don Chico que vuela no alcanzó las alturas (como sí las alcanzó Remedios la Bella) porque no tomó en cuenta un elemento: antes de intentar el vuelo debió ver el cuadro de Manuel, para saber en dónde radica el instante en que la materia toma el vuelo grácil de lo inmaterial. El día que ocurra la resurrección, los árboles se alzarán con la misma ingravidez con que lo hace el árbol de Manuel, con la misma sonrisa con que hace un guiño. ¿Qué pensarías a la hora de abrir la ventana y toparte con este árbol espléndido?
No sé, tal vez pensarías lo mismo que pensó Erika cuando vimos el cuadro en el Museo Hermila Domínguez de Castellanos. Te cuento, la otra tarde llegaron Marco Antonio Orozco Zuarth, Juan Carlos Cal y Mayor y Manuel Suasnávar a Comitán, llegaron para inaugurar la exposición “La huella de la mirada”, acto que celebra los cincuenta años de Manuel, como pintor. Acudí a la inauguración. Como siempre lo hago, regresé al día siguiente para ver, ya con calma, la obra. La noche de inauguración es imposible, la gente quiere platicar, la gente pasa a tu lado con la copa de vino en la mano y no falta el que, con pose de crítico de Nueva York, expresa comentarios, en voz alta, frente a cada cuadro. El día siguiente permite un acercamiento verdadero y auténtico, sin poses; el día siguiente permite el diálogo entre la imagen y el espíritu del espectador. Pero al otro día no fui solo, Erika me acompañó. Cuando estuvimos frente a este cuadro (después de ver muchos más) mi sobrina se detuvo más tiempo y dijo: “Me gusta, tío, está sembrado en el cielo”. Yo quedé mudo, como ahora quedo.

Posdata: Pasé mi brazo por encima de la espalda de Erika y la abracé, casi como si abrazara el árbol de Manuel. ¿Mirás qué prodigio? Erika dice que este árbol no vuela, no levita, no es como el aire, este árbol está sembrado ¡en el cielo! Es hijo de la altura, conversa con los pájaros y con las nubes, está sembrado en las nubes, su savia es la misma que alimenta las nubes a la hora que llueven. Tal vez por esto, a veces, cuando en Comitán llueve muy fuerte, en la casa caen hojas a pesar de que mi jardín sólo tiene rosales, tiucas, chinchibules y orquídeas. ¡Ya entendí! ¡Llueven hojas, hojas frescas, del árbol de Manuel!