lunes, 14 de marzo de 2016

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA CON GARZAS




Las garzas están en primer plano (por ello fue lo primero que Samantha y Grecia vieron), luego se aprecia una arboleda y, al fondo, un caserío sobre un montículo, como si fuese un nacimiento o una modesta réplica de un conjunto prehispánico.
Íbamos en el auto. Samantha y Grecia, al lado de la madrina Esperanza, en el asiento trasero, buscaban formas a las nubes. Samantha tenía su cara pegada a la ventanilla del lado izquierdo y Grecia en la ventanilla derecha. Por ello, Grecia fue la primera que vio las garzas: “¡Miren, miren, palomas sembradoras!”. La madrina no compartió el entusiasmo juvenil y con voz de danta indiferente, dijo: “No son palomas, son garzas”. Samantha, hincada en el asiento, se precipitó hacia donde estaba su hermanita y dijo: “¿Ahí nacen, tío?”.
Seguí manejando. ¿Qué podía responderle a Samantha? La madrina (se entiende) trató de instalarlas en la realidad opaca, había dicho: No son palomas, son garzas. Gracias había dicho que eran palomas, palomas sembradoras, casi casi como decir que, con su pico, abrían un agujero y colocaban semillas de alas o de nubes. Samantha, niña lista, había ido más allá. Había visto ese campo como un sembradío donde nacían las garzas, las palomas o el tipo de ave que ella estaba creando. ¿Qué debía hacer? ¿Ser como la madrina y cortar el hilo de los papalotes o dar más cuerda a ese hilo maravilloso que es la imaginación? Opté por el mejor camino, di cuerda a la imaginación de Samantha. Como no venía carro atrás, porque esa carretera es poco transitada, paré tantito (ya el sembradío había quedado atrás), coloqué el brazo derecho sobre el respaldo y le pregunté a mi sobrina: “No sé, vos ¿qué creés?”. Metí primera y esperé la respuesta de Samantha. Al meter segunda, mi sobrina dijo: “No sé, por eso pregunté”. Esa respuesta me indicó que no podía eludir su pregunta, debía decirle algo, algo que no cancelara el camino. Le pedí a Paty, que iba sentada en el asiento del copiloto que buscara cuadros de Magritte en su celular. Bajé velocidad y me estacioné en una brecha que conducía a un campo sembrado de jitomates. Ya Paty tenía un archivo con muchos cuadros de Magritte. ¡Eureka! Ahí estaba el cuadro que buscaba. “Vean, vean”, dije y ellas (con excepción de la madrina) se recargaron en el respaldo del asiento. Vieron con atención el cuadro donde René pintó un grupo de palomas (con tonalidad verde agua) que, como si fuesen hojas, crecen del tallo de plantas. “¿Lo ven? ¡Lo dije, lo dije!”. Respiré tranquilo. Paty sonrió y le prestó el celular a Samantha que quería seguir viendo el cuadro de Magritte (que ahora sé que se llama L’lle au Trésor (Isla del tesoro)).
Continuamos con el viaje. Grecia siguió buscando imágenes en las nubes; la madrina, dormitando; Samantha, encantada con el cuadro; y Paty y yo viendo el atardecer que se descolgaba del cielo y descansaba en el lomo de las montañas. El cielo tenía tonalidades semejantes a las que Magritte había pintado.
Corroboré lo que siempre he pensado: Cuando no es posible explicar algo, la realidad no ayuda. Lo que sirve es el arte. La respuesta a lo incomprensible está en la literatura, en la pintura y en la música.
Magritte respondió con precisión a la pregunta de Samantha.
Llegamos a Comitán en la noche. Grecia (quién sabe en qué momento) se había dormido; la madrina buscaba, debajo del asiento delantero, un gancho que se le había caído; Samantha había devuelto el celular a Paty y cuando le pregunté, ya en la puerta de su casa, qué pensaba, dijo que las plantas de las garzas eran primas de las plantas de algodón y que las plantas de las palomas verdes del cuadro eran primas hermanas de las acelgas. Bajaron. Paty y yo nos encaminamos a casa. Yo pensaba en esos árboles que se llenan de zanates en las tardes y pensaba si esos árboles son primos hermanos de los zapotes negros.