jueves, 28 de diciembre de 2017

CALLES SILENCIOSAS




A veces camino una calle y pienso que, la mayoría de ocasiones, los peatones tomamos el acto como algo irrelevante. Cuando no hay el conocimiento de lo que esa calle significa, la caminamos como si nada.
Y digo esto, porque la otra mañana caminé por la bajada que va al mercado Primero de mayo. Cuando llegué al mercado pensé que, por esa misma calle, había pasado Rosario Castellanos, siendo niña, ya que en su novela “Balún-Canán” cuenta su experiencia. Llegué a la esquina y me topé con la tienda que ahora atienden los herederos de don Óscar L. Pinto, quien, escaso de cabello, fue motivo de muchas bromas de los muchachos preparatorianos de los años setenta. Algunos maldosos hablaban por teléfono y le preguntaban si vendía shampoo para evitar la caída de cabello, cuando respondía que sí, le decían que lo usara. Don Óscar se enojaba pero nada decía, era un hombre muy mesurado, mientras los muchachos, del otro lado de la línea, se botaban de la risa. Hoy, esos muchachos traviesos ya superan los sesenta años de vida y, muchos, ya perdieron el cabello. ¡Ah, el karma es irreductible!
Seguí caminando y pasé por la botica de don Manuelito Pinto, quien fue asistente de Belisario Domínguez, y luego atendió su propia botica que era un tesoro de la primera mitad del siglo XX, botica que contenía bellos frascos de porcelana colocados sobre un estante de madera, pintado en color azul. Enfrente está el Colegio Regina (que cumple setenta y cinco años de servir a la región) y fue edificio que, también, alojó la escuela del Maestro Mariano N. Ruiz (“La industrial”). Ahí, en ese edificio, don Mariano escribió su libro “Nueva Teoría Cósmica”, donde coloca a la ley de la gravedad como uno de los principios fundamentales del origen del universo. Si bien dicho libro no cambió la historia del mundo, el descubrimiento de la fluorina como agente inhibidor de la caries bastaría para colocar a don Mariano en la relación de científicos ilustres del mundo, al lado del descubridor de la lámpara eléctrica, al lado de Arquímedes, al lado del descubridor de la imprenta y del descubridor del cine.
Llegué a la esquina donde está una farmacia con nombre prodigioso: “Farmacia San Caralampio”. Torcí a la izquierda y caminé la cuadra que lleva directo al parque de La Pila. Pasé por la casa que habitaron mi tío Jorge Bermúdez, la tía Mechitas y mis primos, sus hijos. Ahí, en una pequeña mesa, colocada en el zaguán, la tía, con ayuda de herramientas, hacía las pequeñas imágenes de San Caralampio, en madera. Hoy, que todas las imágenes son hechas con pasta, Comitán y el mundo extraña esas imágenes que la tía hacía.
Y llegué al parque y éste me recibió con toda su carga histórica: la pila de agua y los chorros, donde los burreros cargaban los barrilitos con agua, barrilitos que luego vendían en el centro de la ciudad; y ahí estaba el recuerdo de las cantinas, billares, prostíbulos; y las pequeñas factorías donde hacían las velas de cera; y todos los recuerdos de las entradas de flores, y los caminantes tojolabales, las marimbas, los cuetes, el posh, los diablitos, la rueda de la fortuna y la de caballitos y los milagros del santo y la historia del cuerpo que hallaron colgado en la ceiba y el mito del puma tomando agua.
Fueron tres cuadras nada más y el recorrido estuvo lleno de juncia, de granadillas y de atol de granillo. Fueron tres cuadras, no más. Y eso que no hablé del archivo del templo de Santo Domingo; no hablé de la cancha Pantaleón Domínguez, donde una vez jugaron los Harlem Globetrotters; ni hablé de Javier, el líder de los acólitos de Santo Domingo, quien trepaba al campanario como si corriera en una pista de campo; ni hablé de la tienda “El baraterito”, cuyos dueños fueron los papás de quien ahora coquetea para ser candidato a la gubernatura de Chiapas, y que tenían un chucho que viajaba en lo alto de la camioneta; ni hablé de Julio, quien hoy es un exitoso comerciante que vende imágenes de Jesús niño, y que trabajó mucho tiempo en la Coca Cola; ni hablé de la familia Trujillo que, por muchos años, se ha dedicado al comercio y tiene mil historias por contar; ni hablé de las peluquerías que están diseminadas en la bajada de La Pila; ni hablé de la tienda de doña Elenita de De La Vega, donde los tojolabales pasan a comprar los listones y la manta del sesenta. No hablé de los tejados, ni de los balcones, ni de los patios centrales de las casas ni de los sitios donde crecen las matas de granada, que son como sonrisas coloradas.
A veces caminamos como autómatas, olvidando que el sentido de la vida es el viaje, cada instante en que damos un paso hacia adelante.
A veces camino una calle y me detengo, me detengo para ver el cielo, para observar el pequeño macollo de hierba que crece en la banqueta; me detengo para saber que realizo un viaje emocionante e inolvidable. Y huelo los aromas, y me sé vivo, porque respiro el aire que, como garza, viene desde la ciénega (aunque a veces domina el tufo asqueroso de los orines de la calle que se adoban en el sol de las doce del mediodía).