sábado, 28 de abril de 2018

CARTA A MARIANA, DONDE SE HABLA DE CARTAS




Querida Mariana: Un día, de hace años, una universidad norteamericana le ofreció una buena cantidad de dólares a la escritora Elena Poniatowska, a cambio de su archivo personal. Ella ya estaba a punto de decir que sí, cuando su hijo dijo que no. ¿No? Sí, dijo que no, que la familia no quería esa cantidad suculenta de dólares. El hijo (en un gesto patriótico) dijo que el archivo de su famosa madre debería quedarse en México, dijo que ya estaba bueno que todos los archivos personales de los escritores famosos fueran a dar a las universidades norteamericanas. Y digo que fue un gesto patriótico porque requiere mucha dignidad rechazar una dolariza. El hijo de la Pony prefirió la dignidad nacional a la paga. Sin duda que el archivo es rico en sucesos de la historia de México. ¿Podés imaginar cuántos audios tiene la escritora de entrevistas que ha realizado a lo largo de su vida? Entre los tesoros de su archivo está un fajo de cartas que le enviaron muchos intelectuales de éste y de otros países.
Las cartas, querida Mariana, son testimonios de gran valía. Vos y yo (y muchos más) sabemos que cuando alguien escribe una carta desliza sentimientos imposibles de hacerlo cara a cara. El papel de una carta posee la capacidad de dar luz a los actos más íntimos. Samuel decía que las cartas son el confesionario literario. Por esto hay cientos de libros que dan a conocer la correspondencia entre famosos. Te he contado que el escritor Julio Cortázar (mi escritor favorito) tenía una norma que seguía al pie de la letra: Carta que recibía ¡la contestaba! Has de imaginar la cantidad de cartas que recibía este famoso escritor, no sólo de amigos cercanos sino de muchos lectores del mundo que, a través de cartas, le manifestaban su admiración. Julio se sentaba en su asiento favorito (tal vez al lado de un ventanal), leía la correspondencia y luego, ante su máquina de escribir mecánica, con dos dedos enormes de sus enormísimas manos, daba respuesta puntual a cada una de las cartas recibidas. No imagino qué haría Julio en estos tiempos. Tengo la experiencia de la escritora Ángeles Mastretta que tuvo un blog en el periódico “El País”, de España. Los primeros días comenzó a responder cada uno de los comentarios que recibía de sus lectores, pero estos mensajes comenzaron a ser montañas de palabras, por lo que llegó el momento en que la Mastretta decidió cancelar la posibilidad de diálogo, porque destinaba mucho tiempo en dar respuesta breve a los mensajes. Sin duda que, en estos tiempos, Julio terminaría por botar su norma, porque se plantearía la siguiente disyuntiva: “¿Contesto las centenas de cartas diarias o escribo cuentos y novelas?”.
Hoy, el envío de cartas (al modo antiguo) es un método en proceso de extinción. Con la llegada del Internet, todo mundo comenzó a enviar correos electrónicos y luego éstos fueron sustituidos por los famosos WhatsApps o por Tuits, que le apuestan a la brevedad y concisión. Lejos están los tiempos en que una persona se sentaba ante un escritorio y con el auxilio de una lámpara personal escribía a mano, ¡a mano!, una carta en papel especial. Las cartas de entonces eran largas, porque el envío significaba un viaje larguísimo. Recuerdo que en la oficina de correos de Comitán vendían sellos postales para envíos por vía terrestre o vía aérea. ¿Cuándo llegaban las cartas que enviaba un comiteco a la Ciudad de México, por vía terrestre? Lo menos, lo menos, tardaba diez días. ¡Ah!, ya podés imaginar la inquietud que esto provocaba en las novias que estaban en el pueblo esperando la carta enviada por el novio estudiante de la UNAM. Alfonso, en los años setenta, tuvo a su novia en Comitán. Él y ella habían hecho un pacto: Escribir cartas a diario, para que las noticias no fueran tan espaciadas. Lo ideal hubiese sido que las cartas llegaran con la misma disciplina con que eran escritas: una diaria. Pero no era así, porque la institución no funcionaba con tal atingencia. Alfonso recibía cartas cada diez días, eso sí, recibía el bonche de siete u ocho cartas. Cuando pasó un mes y Alfonso no recibió el bonche esperado pensó en dos posibilidades: O el servicio de correo estaba más lento que de costumbre o su chica ya había cambiado de destinatario. Alfonso fue al restaurante donde nos prestaban el teléfono para hacer llamadas de larga distancia. A fin de mes, el dueño del restaurante mostraba el recibo telefónico y nos cobraba el costo de las llamadas que, a veces, hacíamos cuando ya estábamos medio borrachos. El restaurantero, viejo agradable que tenía un estómago bien generoso que siempre ocultaba bajo un impecable mandil blanco, nos cobraba un módico diez por ciento de comisión. Alfonso marcó el número de la casa de su novia. Romeo y yo estábamos expectantes a sus gestos. Alfonso estaba nervioso, pasaban los segundos y nos veía con apuro y desasosiego, como si estuviera a mitad del mar y viera acercarse la aleta de un tiburón. Después de dos o tres minutos lo escuchamos decir: “¿Lidia? Soy Alfonso”. Vimos que su cara tomó el color del gis y supimos que el tiburón ya le había cercenado una pierna, cuando menos. Alfonso colgó y al hacerlo fue como si él mismo se colgara en el cadalso. Sólo alcanzó a decirnos: “Colgó”, antes de derrumbarse en la silla y pedir un trago de brandy. Sí, la tal Lidia había cambiado de destinatario de su correspondencia. Ahora, pienso, las rupturas amorosas son instantáneas, basta un Whatssapazo o un tuitazo para decir: “Hasta acá se estiró mi liga”. Esto lo veo como una gran ventaja, porque el caso de Alfonso fue como un ejemplo de ingratitud vivida bajo el peso de la incertidumbre. Pasaban los días y los días y la ausencia de cartas propiciaba un estado de infinita inquietud, que rayaba en la histeria y en la impotencia total.
¿Ya nadie escribe cartas? Bueno, tampoco podemos exagerar. Hay algunos románticos que aún las redactan y las envían. Hace dos o tres días fui a la librería “Lalilu” y me topé con el libro más reciente del escritor chilango Xavier Velasco (¿Recordás que me dijiste que “La edad de la punzada”, libro de Xaviercito, te había encantado por su desenfado y por su alegría manifiesta?). Pues resulta que su libro más reciente (“Entrega insensata. Cartas a la deriva”) es una recopilación de cartas que ha escrito a personajes célebres. Lo que Xavier hace es un ejercicio literario. Él, como yo (disculpá que me incluya), pretende desempolvar el género epistolar que tanta luz dio en el pasado.
Lo que es una certeza es que una carta es como una ventana abierta donde se puede ver desnudo al remitente. Por esto, una carta genera tanto morbo. Rosario Castellanos se partió el lomo de su cerebro escribiendo sus novelas y sus cuentos, pero ningún libro, en México cuando menos, levantó tanto polvo como el que se publicó con cartas que ella dirigió a Ricardo Guerra, el papá de su hijo Gabriel. Y esto fue así, porque en las cartas Rosario encontramos a una mujer infeliz, dependiente de un amor no correspondido en plenitud. Ricardo cometió la incorrección y grosería de regresarle muchas cartas sin haberlas leído.
Me dio gusto hallar el libro de Xavier Velasco. ¿Sabés a quiénes les manda cartas? Ya dije que a famosos, famosos de chile, dulce y manteca. Hay, por ejemplo, una carta a José José. Sí, el cantante de “Gavilán o Paloma”, que ahora anda (qué pena) malito de salud. Otra carta es para Chabelo, el “amigo de todos los niños”. Una de las cartas más insólitas es una que le dirige a, nada más y nada menos, la mariguana. Sí, a la mariguana. El saludo inicial es fantástico, Xaviercito le dice a la mariguana: “Óyeme, motita”. ¡Motita! ¡Pucha! Entre los destinatarios de sus cartas hay dos que están dirigidas a mujeres polémicas de este país, actrices ambas: Isela Vega (que en su momento fue conocida como la de “Los senos más famosos de México” (Si tenés alguna duda de este bautizo, entrá al Internet y busca imágenes de esta polémica mujer y verás qué par de pechos se mandaba) e Irma Serrano, nuestra paisana, quien ahora vive en nuestra ciudad. La famosa tigresa ha sido una mujer temperamental, ella ha recibido los mayores elogios y las más acervas críticas por su proceder. Bueno, todo mundo sabe que ella no es una perita en dulce, pero es una mujer que logró posicionarse en las más altas esferas del cine mexicano y de la política (llegó a ser Senadora). Los títulos de sus libros ya dicen mucho de su personalidad: “A calzón amarrado” y “Sin pelos en la lengua”. Estos libros fueron muy leídos, porque ya dije que el morbo despierta nuestro más elemental estado primitivo.
Posdata: Una de estas tardes abundaré más en el libro de Xaviercito y, sobre todo, en lo que le dice a nuestra paisana, la Serrano, quien (como he sostenido) es una mujer de gran polémica. Hay multitudes que la aman y multitudes que se expresan mal de ella. Entre estos últimos están los que criticaron en su momento que el teatro Virginia Fábregas cambiara su nombre por el de Teatro Fru-Frú, pero, como sostuvo doña Irma (quien había comprado el teatro), siendo ella ya la propietaria podía ponerle el nombre que se le ocurriera.
Xaviercito nos ha legado un bonche de cartas. Xaviercito ha escrito cartas públicas, para que no solo los destinatarios conozcan su pensamiento sino también sus lectores podamos curiosear por esas ventanas maravillosas que constituyen el género epistolar.
Ojalá que, como ha sucedido en múltiples casos, la correspondencia que Elena Poniatowska sostuvo con sus amigos sea publicada. Ahí está un importante gajo de la historia de este país.
Estas cartas, querida Mariana (de manera modesta), no sólo dan constancia de mi cariño hacia vos, sino también ya son parte mínima de la mínima historia de nuestro pueblo.