martes, 5 de agosto de 2025
CARTA A MARIANA, CON EL DEPORTE RÁFAGA
Querida Mariana: la pregunta de las mamás en los años sesenta era: “¿a qué te mandé?” Los niños no sabían qué responder.
Pues hacé de cuenta que el domingo mi mamá nos pudo hacer esa pregunta a mi Paty y a mí: “¿a qué los mandé?”
Ella y yo salimos como a las ocho de la mañana de casa para ir al mercado de El Cedro. Nos trepamos al tsurito y llegamos a comprar tortillas hechas a mano, una bolsita de chinculguajes, un ramito de perejil y fruta: peras, manzanas, plátanos (acá le llaman guineos), mandarinas, un pedazo de sandía y guayabas, por aquello de la vitamina C.
Luego trepamos de nuevo al tsurito y fuimos al supermercado para comprar las cocas de ella y una botella de aceite de oliva para mí. Te he contado que mi papá tenía la costumbre de tomar una copita (en serio) de aceite de oliva antes del desayuno, todos los días. Ahora, ¡me da pena decirlo!, yo me pongo el aceite de oliva en la planta de los pies al término del baño. ¡Qué costumbres tan raras tengo!
Luego, de nuevo al tsurito para ir al mercado Primero de mayo, como la calle frente al templo de Santo Domingo está cerrada por las misas, ya que el templo está cerrado por la remodelación del techo, fuimos al estacionamiento Ulises y ahí dejamos el carrito, bajamos bolsas, caminamos y al bajar por la pendiente (la misma donde caminó la niña protagonista de la novela “Balún Canán”) escuchamos gritos y aplausos, el rebumbio provenía del Auditorio Roberto Bonifaz. Vi una gran lona anunciando los juegos de básquetbol con motivo a la feria de Santo Domingo 2025. Le dije a mi Paty que entráramos, ella muy responsable, dijo que no, que debíamos comprar pollo, que a eso habíamos ido. Entramos al mercado, pero en mi mente el ruido esplendoroso del juego de básquetbol seguía rebotando en mi espíritu. Recordé los grandes encuentros que veíamos con los amigos, en los años setenta, en la vieja cancha Pantaleón Domínguez. Claro, los partidos eran en la tarde, cuando anochecía se alumbraba la serie de focos que estaba sobre la cancha, sostenidos por larguísimos alambres amarrados en los extremos. La antigua cancha fue un espacio donde la comunidad se unía, en una ocasión vinieron los famosos Harlem Globetrotters. Muchos de mi generación podrán compartir testimonios de ese momento formidable.
En el mercado compramos dos muslos, dos piernas, hígados (que le gustan a mi mamá), patas (que le encantan a mi mamá) y cuatro pechugas (no voy a decir que me gustan, porque luego lo malinterpretás). Y listo. Salimos con nuestras bolsas (bolsas, porque también compramos unos aguacates). Pero todo fue salir, para volver a escuchar el festejo del interior del auditorio. Adentro había una gran fiesta deportiva, se escuchaba. Le insistí a mi Paty, dijo que no, que gastaríamos a lo bobo. Ah, le dije, qué puede cambiar el mundo por veinte pesos. ¿Veinte pesos? Sí, es el costo de la entrada. ¡Cuarenta!, dirás entonces, dijo ella. Pero la nostalgia también le llegó a ella, recordó que ahí jugaban sus amigas, Paty De la Fuente y la Chava. Entremos. Y me encaminé hacia la entrada y ella dijo que estaba bien. Sí, diez minutos y nos vamos. Pagamos y buscamos dónde sentarnos (no había mucha gente, pero hacían la bulla de un gran estadio. Tal vez era el eco que magnificaba los gritos).
Jugaba la selección de Comitán contra un equipo que jamás descifré su nombre (un señor que estaba a mi lado dijo que era un combinado de Bajucú). El tablero indicaba 3:30 del periodo tercero y el marcador era Local: 48, Visita: 49. El señor de al lado gritaba: árbitro ratero, y su mujer trataba de calmarlo. Mi Paty aplaudía cada vez que algún jugador de Comitán se acercaba al tablero. Minuto 1:17 y seguía el mismo marcador. En el minuto 0:13 el marcador cambió a 48, 50 y antes que el tiempo se agotara, Comitán anotó un tiro doble y el partido se empató. ¿Y ahora qué? El tablero indicó que el partido se iba a un quinto periodo de cinco minutos. Ella y yo nos quedamos viendo. Pues la casa podría esperar. Nos quedamos. El partido se reanudó y Comitán le echó galleta y jocoatol, porque en el minuto 1:39 el marcador iba 62, 53. Veinte segundos antes del final, los compas del otro equipo se rindieron, comenzaron a felicitar a los comitecos.
Digo que recordé los años setenta. Traté de ver a los nuevos deportistas. Ya no están los nombres de El Chenco, del Camello; ahora hay alguien de apellido Vidal (de la gran dinastía), otro que tenía la palabra Niño en la playera; Walas, Liconza (Dios mío, pensé en Liconsa, empresa de gobierno que distribuía leche a bajos costos, donde trabajaron muchos comitecos en aquellos años setenta) y un compa que tenía la palabra Boook en la playera. Perdón, la vejez ya no me permite ver con claridad. Tal vez ya cambié los nombres de los seleccionados.
Posdata: al término comenzaron a ensayar los dos seleccionados que continuarían con el torneo. No, dijo mi Paty. Y yo, como el cordero fiel de la leyenda, la seguí rumbo a la salida.
Llegamos a casa y casi escuché: ¿a qué los mandé?
¡Tzatz Comitán!