sábado, 10 de marzo de 2012

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO EL APODO ES COMO UN ÁRBOL DE MIL HOJAS




Querida Mariana: el poeta Enoch Cancino Casahonda dijo que el apodo comiteco es el más ingenioso de Chiapas. ¡No sé si para Comitán esto es motivo de orgullo, porque, de todos modos un apodo es un apodo! El apodo es un nombre que cancela el nombre. Claro que cuando alguien se llama Eufresio o Casiano, pues, probablemente le vaya mejor su apodo. Un alto porcentaje de personas se disgusta cuando escucha su apodo. Hay otros, por el contrario, que lo disfrutan y lo vuelven una fiesta. El comiteco José Luis Arredondo García, quien es un famoso director de grupos de danza, me pidió un día que no escribiera su nombre en un comentario periodístico que hice acerca de su profesión: “No jodás, Alejandro, poné Pistache, así me conocen en Comitán”. Se sabe, y es extraño, que en este pueblo el apodo es de uso común y, en ocasiones, es una losa que cubre el nombre propio. ¿Por qué nos permitimos este camino fangoso?
El apodo puede tipificarse como un comportamiento extraño de los seres humanos. ¿Qué nos mueve a encaramar otro nombre encima de nuestro nombre? ¿Por qué encimamos esas piedras filosas sobre las piedras bola que de por sí tenemos que cargar toda la vida? Y hago estas preguntas porque el nombre es algo que los padres nos adosan sin pedir nuestro consentimiento; es, por lo tanto, un acto de imposición. Tengo una amiga que se llama Guadalupe y no le gusta que le digan Lupita o Lupe. Y es que si ponés atención te darás cuenta que el sonido no es tan agradable. ¡Lu-pi-ta! ¿Lo oís? Por la fuerza de la costumbre no le hacemos caso, pero escuchándolo con atención suena a pito de tren desafinado: Lupita. Y lo de Lupe suena fuerte, como bolillazo en marimba desafinada. Bueno, no todo mundo opina igual. Hay mujeres a quienes les encanta llamarse así. Y son muchas, porque en este país hay más Lupitas que vendedores ambulantes, y con esto ya dije todo. Hay millones de Lupitas en honor a la Virgen.
En estos días leo una novela de Ítalo Calvino que se llama “El barón rampante” y que cuenta la historia de Cosimo Piovasco, niño que a los doce años de edad decidió encaramarse a un árbol. Toda su vida transcurrió en lo alto de los árboles. No volvió a poner un pie sobre la tierra. Cosimo renuncia a una vida “normal” y adopta un comportamiento extraño. ¿Podés imaginar a un hombre que se pase la vida saltando de rama en rama, de árbol en árbol? Cosimo no baja ni siquiera para orinar ni para…dormir.
Algo de Cosimo tenemos al ponernos sobrenombres. Abandonamos la tierra de nuestro nombre y nos elevamos (o nos elevan) a las alturas donde podemos caer sobre la copa tibia de un árbol de juncia o sobre el corazón de nopal de un espino. Olvidamos poner los pies sobre la tierra de nuestro nombre y nos quedamos en las alturas del sobrenombre. Hay decenas de comitecos que son más conocidos por el apodo que por su nombre; por esto, en el colmo de la exageración, contamos chistes donde ignoramos cómo nos llamábamos originalmente. Y esto, banal en apariencia, nos enfrenta a una realidad: ¡somos exiliados! Abandonamos nuestro territorio y vivimos en un terreno que, también (¡Dios mío!), otro nos impone.
¿Te das cuenta, mi niña arroyo? Los seres humanos vivimos respondiendo a nombres y sobrenombres que nos son impuestos. No poseemos siquiera la posibilidad de llamarnos a nosotros mismos.
El nombre (se supone) es un acto amoroso. Los padres eligen entre miles de nombres aquéllos que van de acuerdo a sus gustos e intereses personales. Y unos padres (¡Dios mío!) tienen unos gustos que si por ellos fuera las calles de Comitán estarían forradas con peluche de color rosado. Así tenemos compas que van rodando por la vida con unos nombres que ¡Dios disculpe el atrevimiento! Tuve un compañero en secundaria, que era un futbolista excepcional, que se llama Ranol. ¡Fácil, los compañeros jodones, dos minutos después de haberlo conocido, comenzaron a decirle vochito, por aquello de la Renault!
En la vida, como Cosimo, vamos de árbol en árbol sin haber tenido la posibilidad de haber sembrado nuestro propio árbol, el que correspondiera a nuestros propios gustos. Tal vez por esto, en la primera novela corta que escribí: “Dios también resuelve crucigramas”, el personaje principal no bautiza a su hija recién nacida. La nombra sólo con la letra D, para que cuando sea grande (piensa él) ella sea quien elija su nombre, para que ella misma ¡se nombre! Esto deberíamos hacer todos los hombres y mujeres, porque el nombre es un elemento vital. No hay un solo ser humano en la tierra que carezca de nombre. Carecer de él significaría cancelar nuestro propio ser. ¡Somos porque tenemos nombre!, porque hay alguien que nos nombra.
Sabés que he dado clases durante muchos años. En ese lapso, los alumnos me han puesto como mil trescientos treinta y dos apodos. Por alguna extraña razón ninguno ha caído en tierra fértil, ¡todos se han secado! Mis amigos de secundaria me pusieron un apodo extraño, apodo que César Robles aún lo recuerda y me lo grita cuando me mira en la calle: Tutushac. La historia es simple. El irreverente de Ramiro Suárez (uno de mis mejores amigos en los años setenta) llegó un día a la escuela. Estudiábamos el segundo de secundaria. Entró al salón, abrió la tapa superior del pupitre de madera, guardó la torta, los cuadernos y nos llamó a tres o cuatro. Hicimos un círculo alrededor de él y, con voz de confesionario, dijo: “Les tengo una muy buena. Ya sé cómo le decían al padre Carlos cuando era niño” y sonrió con esa línea de viento arrecho que siempre tiene. ¡Dios mío, qué pecado! El Padre Carlos era nuestro director y el sacerdote católico más influyente de Comitán. Atreverse a decir su apodo, en tono de burla, era un sacrilegio. Lo que Ramiro estaba a punto de revelarnos era una bomba tan explosiva como la de Hiroshima. ¡Si el padre Carlos llegaba a enterarse, la puerta de la excomunión nos esperaba! “Le decían Tutushac”, reveló y nos quedó viendo. Todos hicieron silencio. Yo, niña mía, tal vez porque me había puesto nervioso ante la revelación, reí. Reí y comencé a decir el apodo en voz alta, cada vez más alto. “Tutushac, ¡Tutushac!”. No podía dejar de reírme ni de gritar el sobrenombre. Los compañeros vieron a todos lados esperando que se asomara el padre y nos jalara de las orejas, nos pateara y nos expulsara del Colegio. Por si las moscas africanas huyeron. Me quede solo con Ramiro. ¿Por qué le decían Tutushac?, pregunté y Ramiro alzó los hombros y corrió a reunirse con los otros, quienes ya jugaban básquetbol en la cancha.
El otro día, ya te conté, fui al Ocotal, en El Triunfo. Ahora que leo a Calvino trato de imaginar cómo será vivir arriba de los árboles. Tarzán, el hombre mono, creció arriba de los árboles y viajaba a través de las lianas, pero ponía los pies sobre la tierra. ¿Cómo será vivir permanentemente arriba de los árboles? Es difícil imaginarlo. No obstante, en la novela de Ítalo, todo fluye como un río. Quien vive permanentemente respondiendo a un apodo es como si viviera, por siempre, trepado en un árbol sin hojas.
Mi amigo Jorge Gómez Solís, el Director del Deporte Municipal, no le molesta que le digan “Negrito”. Muchos de sus amigos lo llaman así y él responde con agrado al llamado. El otro día me dijo que, con la experiencia del puesto público, el pueblo tendrá que reconocer su trabajo y decirle: “Don Negro”. Y es que el Don es un atributo que no proviene de títulos nobiliarios, se gana con el comportamiento en la sociedad.
El apodo, querida mía, es un río que lleva objetos que abandonó la marea. Enoch Cancino Casahonda decía que los apodos más crueles son los que tienen los habitantes de Chiapa de Corzo. Basta recordar los gentilicios para darnos cuenta que hay pueblos que son bendecidos por la mano de Dios y otros que están amarrados al cuerno del unicornio que no vuela. A los comitecos nos dicen “cositías”. Aunque algunos no lo aceptan, la mayoría recibe con afecto el trato, porque sabemos que se privilegia nuestra propensión a usar el diminutivo con cariño. “¿Ya miraste qué bonito está el hijito de la Cande? ¡Miralo, qué cositía más chula!”. Pero no creo que a los de Chiapa de Corzo les guste mucho el trato de “Culospintos” que se les da en todo el estado.
Los comitecos tenemos que reflexionar acerca de esta costumbre. Tenemos que hablar del apodo sin subterfugios, porque es parte de nuestra identidad. Doña Bety Mandujano de Ruiz se ha dado a la tarea de relacionar la mayoría de apodos comitecos. ¿Para qué puede servirnos una lista semejante? El otro día, en una comida con amigos, apareció el tema del apodo. Algunos comentaron que el apodo es un hilo simpático de nuestro bordado, otros, en cambio, dijeron que el apodo es una práctica nefasta porque, en muchos casos, alude a defectos físicos, por lo tanto es denigrante. ¿Qué decir ante el apodo de un señor que le dicen “Eltodojunto”? No sé, pero imagino que los apodos son más frecuentes en los hombres que en las mujeres. El otro día que te pregunté, vos me dijiste que no tenés apodos, que, a lo más que llegan tus afectos, es a decirte apocopes cariñosos.
Es conocido el chiste donde se cuenta cómo un maestro preparatoriano, con un bellísimo cabello ya canado, se presentó ante sus alumnos y dijo: “Como sé que en Comitán son muy dados a poner apodos les digo que me pueden decir Zorro Plateado”. A lo que un alumno, de la última fila, le dijo: “¡Ay, profe, llego’sté tarde, ya le pusimos: Cabeza de culo de tacuatz!”.

Pd. ¿Por qué el mundo insiste en poner apodos? ¿Por qué, como monos, tenemos que vivir trepados en árboles? ¿Qué mecanismo se acciona cuando nosotros nos pensamos zorros plateados y el mundo nos impone otra imagen? En todo el mundo la gente recibe apodos. En plática de cantina o en plática de sala o de café, en la intimidad, las personas se refieren a las otras mediante apodos; sobre todo si los nombrados son políticos o gente relevante. El apodo, en estos casos, tiene el mismo papel de válvula de escape que tiene la caricatura en la prensa. El sobrenombre caricaturiza al personaje. ¿Esto es correcto? ¡Andá a saber! El tejido social es complejo. Lo cierto es que acá en el pueblo medio mundo tiene apodo.