miércoles, 26 de diciembre de 2012


IMÁGENES SIN DUEÑO

¿La niñez? Cuando recuerdo mi niñez ¡levanto piedras! No todos los hombres siguen este trayecto. Muchos pepenan aguas negras, árboles secos, cuerdas para ahorcados, vasos de unisel carcomido. Levanto piedritas, porque mi infancia fue un patio soleado, una taza de chocolate calientito, un triciclo, la mano de mi madre y el agua limpia de ese río sin grietas que fue mi padre. Tal vez por esto ahora vivo sin alambre de púas.
Cuando a mis amigos les cuento que levanto piedras, ellos creen que soy un Pípila y me palmean la espalda como en señal de duelo, como compadeciendo esa espiga que imaginan quebrada. Quien es fotógrafo sí me entiende. El oficio de pepenar piedritas sólo es comparable a la experiencia sublime de fotografiar la naturaleza. ¿Existe algo más emocionante que sentarse a la orilla del lago y “pescar” el instante en que el pato se impulsa, muestra el culito con peinado de punketo y se hunde en el agua?
Mi niñez fue como esa lluvia fina de hojas que cae al mínimo pretexto de viento. Mi papá y mi mamá trabajaban en casa. Mientras yo jugaba carritos en el corredor con piso de ladrillos, mi papá, detrás de su escritorio, en mangas de camisa, atendía a la gente. Mi mamá tejía un suéter, mientras yo pedaleaba el triciclo. La bola de estambre, aturdida, iba de un lado a otro del canasto de mimbre. Me gustaba ver cómo el hilo se desprendía de la bola ateperetada y se convertía en una flor de estambre, una flor bellísima que nacía en las manos de mi madre.
Digo que ahora levanto piedritas porque mi casa fue como un templo, de esos que se ven en las fotografías del Tibet, de esos donde el silencio es como una lagartija asoleándose en un muro, de esos donde la brasa del fogón calienta la estancia.
Recuerdo al tío Amadito sentado en el corredor, con una cobija sobre las piernas. Lo recuerdo siempre con un libro, dormitando, despertando a la hora que pasaba por ahí. No hagás tanto ruido, decía mi mamá, pero ¿cómo no hacer ruido, si a las llantas del triciclo les sonaban las rodillas? Una tarde, llegó el tío (lo llevaron y lo dejaron como se dejan las cajas vacías). Estaba enfermo. Su dolencia le provocó una lesión en la garganta y había perdido el habla. Por esto, cuando yo pasaba a su lado, él despertaba y moviendo la mano me llamaba. Yo sabía qué quería. Señalaba con el dedo y me mostraba dónde había quedado pendiente la lectura. Yo, sentado en mi triciclo, tomaba el libro y le leía. No recuerdo qué libro era. Sólo una imagen guardo en mi memoria. Una niña se perdía en un bosque y un lobo la encontraba. ¿La llevó a su casa, la comió, se hicieron amigos? No lo sé. No recuerdo. Pero, desde entonces, siempre que veo a niñas pienso en los lobos y en todo lo que éstos pueden hacer con ellas. Cuando lo pienso siento escalofríos, como si alguien me aventara a ese bosque de la niña y del lobo y no tuviera suéter y fuera temporada de frío, de mucho frío.
Recuerdo otra cosa: la niña tenía los ojos verdes y las manitas como de leche. Esto recuerdo y este recuerdo es como una mancha en mi infancia. Todo lo demás fue como agua limpia.
Un día dejé de ver al tío en el corredor. Fui a la cocina y pregunté a Sara por él. Sara, que era la cocinera, se limpió las manos en el mandil y, sin verme, dijo que no sabía. Fui con mi mamá y cuando vi que ella se limpiaba las manos con una toalla supe qué me diría.
Es la única mancha de mi infancia. A veces la evado y no quiero recordar, porque todo lo demás fue como un día de campo con el viento en la cara y el cielo limpio, sin mancha.