sábado, 9 de mayo de 2015

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO CONTAMOS LO QUE A VECES NO CONTAMOS




Querida Mariana: un saludo frecuente en Comitán es “¿Qué contás?”. Esto nos viene de herencia. Desde los tiempos en que los abuelos se sentaban a la sombra de un árbol y contaban historias. La respuesta invariable es: “Nada. Lo que vos contés”. Nunca falta el mamila que, ante la pregunta ¿qué contás?, responde: “Uno, dos, tres…”
Los historiados dicen que contar fue uno de los primeros actos culturales que el hombre realizó. En cuanto adquirió la capacidad de habla ¡el hombre contó! Desde entonces, millones de historias se han contado.
Ahora releo “Palinuro de México”, una novela de Fernando del Paso. Entre otros senderos, este libro cuenta la historia de Palinuro y Estefanía. El pasado abril, Fernando del Paso cumplió ochenta años de vida. Todo México celebra el cumpleaños de este gran escritor. Yo lo celebro con la relectura de este maravilloso libro.
No sé si el maestro Beto Gómez, mi maestro del tercer grado de primaria, en la Matías de Córdova, fue un buen lector. Tal vez sí, porque recuerdo con emoción el instante en que sacaba un pequeño libro de la gaveta de su escritorio y nos leía fragmentos de la historia de Chiapas. Nunca he sido un fanático de la historia, pero me gustaba cómo el maestro Beto nos leía un libro que se llama “Los cuentos del abuelo”, de Ángel M. Corzo. Dicho libro narra la historia de Chiapas. Los hechos históricos están presentados de manera anecdótica. Tal vez estoy equivocado, pero recuerdo que el libro tenía una portada de color verde, era una portada sencilla, como sencillo su contenido. Alejado de la suntuosidad del académico, don Ángel escribió el libro con la pretensión de que fuesen pequeñas historias contadas bajo la sombra de un árbol. Tal vez por ello, en mi recuerdo veo al maestro Beto como un abuelo contando historias al grupo de muchachitos latosos de la Matías.
No todo mundo tiene la capacidad de contar historias, así como no todo mundo es un buen lector. Hay gente que tiene esa gracia. Apenas el pasado miércoles anduvo por el Auditorio Belisario Domínguez, el cuenta cuentos Mario Iván Martínez. Los niños y adultos que estuvieron presentes disfrutaron la capacidad histriónica de este actor. En nuestro pueblo también tenemos un gran cuenta cuentos, ya varios periodistas lo han señalado: el maestro Florio es un destacadísimo cuenta cuentos, porque posee el don de un registro impresionante de voces, llega incluso a imitar la voz de Pedro Infante. He sido testigo de la capacidad de Florio. Los niños están pendientes de todo lo que dice, de todo lo que hace. Florio es un árbol joven, pero ya apunta a ser una ceiba. Si él se decidiese a montar un espectáculo infantil a la manera de Mario Iván podría cautivar a audiencias de todo el mundo.
¡Contar, contar! ¡Ah, qué prodigio! Hay personas que, en las tardes, después de la chamba, sacan sus sillas a la mitad del patio de la casa, se sirven un café y disfrutan contar y escuchar historias. Mi oficio de escritor es un oficio de contador de historias, pero igual que Borges, disfruto más cuando escucho una historia bien contada a través de un libro. Por eso, ahora releo “Palinuro de México”, porque es una sorprendente historia. El otro día me enteré de algo que es como una paradoja brutal: Palinuro de ¡México! se editó por primera vez en ¡España! Los editores mexicanos creyeron que era una novela muy compleja y no vieron lo que sí era: ¡una gran historia! Los grandes escritores de todo el mundo han sido, de niños, ¡grandes escuchas de historias! García Márquez cuenta cómo su abuela le contaba historias. De grande, lo único que hizo Gabo fue pasar al papel esas historias deslumbrantes. Somos lo que nos cuentan los abuelos. Por ello, en Chiapas fue determinante oír las historias sacadas del libro “Los cuentos del abuelo”.
Disfruto cuando alguien me cuenta una historia. Disfruto cuando, alguna tarde de lluvia, mi mamá, mientras teje, me cuenta la historia de su vida en su natal Huixtla. Me cuenta de la Nana mía, de cómo ella jalaba una silla hasta llevarla bajo la sombra de un platanar, abría un libro y leía hasta que la luz de la tarde ya era un simple mushkac; me cuenta de una vez que se quedó a dormir en el cuarto de una tía y cómo ésta, a medianoche, se incorporó sobre su cama, se sentó, alzó el brazo derecho y, como si guiara un avión en un hangar, decía: “Adelante, caballero, adelante”. Mi mamá, joven, se espantó mucho, se puso las pantuflas y corrió hacia el cuarto de su mamá. Mi mamá me cuenta de cómo iba a la estación de trenes y jugaba en las vías.
Disfruto cuando estoy con los amigos y oigo las historias que cuentan. Algunas son recuerdos que tienen que ver con nuestras aventuras comunes; otras son historias que a ellos les han ocurrido. Me cuentan viajes a otros países y, mientras pedimos otra ronda de cervezas u otro plato de chicharrón de hebra, viajo con ellos.
Vos sabés que las historias que más disfruto son las que están en los libros. Los más grandes escritores del mundo las han escrito para que yo las conserve por siempre. Javier se queja porque no estoy más tiempo con él. Es difícil coincidir. Él, todas las mañanas va al Café Sanfer’s y cuenta y oye historias. Es un grupo de amigos que chismea bien sabroso. Por supuesto que yo no puedo hacer lo mismo que él hace. A la hora que Javier platica con amigos yo debo trabajar. A Javier lo veo poco. Él se queja y reclama. Por ello, porque es difícil dedicar tiempo especial a los amigos a la hora que debo laborar, amo los libros. Los libros están disponibles a cualquier hora y poseen el don de la tolerancia y de la discreción.
Todo mundo tiene cosas qué hacer. Yo mismo tengo muchas cosas qué hacer. Los libros parecieran pertenecer a otra dimensión: la dimensión de los siempre disponibles. Los escritores se fregaron años y años para escribirlos, pero cuando los libros ya están impresos ¡no hay instante del día en que no estén disponibles! Es una pena que Javier no ame los libros. No tendría mayor problema en conversar siempre con ellos.
Desde la primera vez que tuve contacto con un libro supe que ahí estaba mi vocación: oír historias, historias apasionantes, historias inteligentes, historias de todo el mundo. El libro es como un telescopio que permite ver otros planetas, que nos acerca el universo. Vos lo sabés, no he viajado más allá de Chacaljocom. Pero, gracias a los libros, he caminado muchas calles de Barcelona, de París (¡ah, París!) y de Florencia. He estado en ciudades de Sudáfrica, he entrado a casas de madera donde los ventiladores cuelgan del techo y las moscas andan por todas partes. He estado en calles de Buenos Aires y me he sentado al lado de muchachas bonitas que, con abanicos y polleras amplias, beben mate. He estado al lado de ellas, he aspirado el aroma de sus cuerpos sudorosos; he visto cómo abren sus piernas para que un poco de aire suavice el calor de más de treinta y ocho grados. Las he visto limpiar sus cuellos con paños de seda. He conocido las historias de todos ellos. Palinuro ahora cuenta cómo él y el Molkas caminan las calles del México de los años sesenta del siglo pasado; cuenta, también, cómo su prima Estefanía es juguetona y permite que él se hunda en el mar de su cuerpo, como si el agua más dulce fuera la que mana del árbol más cercano.
Me cuesta trabajo adentrarme en las historias de estos tiempos, las que suceden a mi alrededor y en mi entorno. Pareciera que mi mente insiste en que las imágenes tengan un color ocre o color sepia para que me digan algo. A veces camino el Comitán actual, el de las prisas, el de los bloqueos, el de las marchas, el de las pintas, el de los celulares y de los autos con computadora y me resulta imperante entrar a casas donde el tiempo se ha detenido. Adoro esas casas que han convertido en restaurantes y cafés. En medio de mesas, sillas, sombrillas y meseros, los patios centrales me dan un abrazo que huele al pueblo de mi infancia. Ahí están los corredores con ladrillos, con helechos, con pilares de madera; ahí están los cielos siempre luminosos. Ahí, ¡ah, qué bendición!, están las historias de las tías y de mi abuela materna.

Posdata: Cuando alguien, en el parque central, me da la mano y me pregunta: “¿Qué contás?”, siempre estoy a punto de decirle que nos sentemos debajo de una sombra. Me gustaría tanto compartir las historias que leo, me gustaría tanto motivarlos a que también ellos abran el libro de Palinuro y beban esas historias fascinantes, la del general con ojo de vidrio, que una noche, llega medio bolo a su cuarto, se quita el ojo y lo pone en un vaso con agua. Me gustaría que supiera cómo al día siguiente, con una enorme cruda, el general se sienta al borde de la cama y toma el agua que está en el vaso sobre el buró. Tarde se da cuenta que, como huevo crudo, se tragó su propio ojo. Pero nada digo, porque tengo muchas cosas por hacer y no puedo, perdón, perder mi tiempo.