lunes, 20 de agosto de 2018

CARTA A MARIANA, CON UNA PÁGINA ABIERTA




Querida Mariana: La lectura es un acto de libertad. Así lo han manifestado los grandes pensadores, escritores y lectores de todos los tiempos.
Dos o tres amigos han criticado el hecho de que en mi cátedra ¡jamás obligo a algún alumno a leer! ¿Cómo -dicen- tus alumnos se apropiarán del conocimiento?
Prefiero el sutil contagio. Siempre he pensado que en las calles del mundo es bueno aplicar la técnica “Sala de espera del dentista”. El ejemplo no es el mejor, pero se acerca mucho a lo que debería hacerse para contagiar el gusto por la lectura.
En la sala de espera del dentista siempre (bueno, casi siempre) hay una mesita que tiene revistas, para que el paciente (antes que se pare “frente al pelotón de fusilamiento”) entretenga su espera. Y digo que no es el mejor ejemplo, porque quien tiene el cachete como balón de fútbol, por una severa infección, no tiene gana de leer, sino de pasar al consultorio, para que el dentista le calme el dolor indecible.
Yo vi (antes de la llegada del celular) que las personas tomaban una revista y le daban una hojeada antes de pasar con el dentista. Pienso que es la mejor técnica para acercarse a la lectura, para ejercer el sublime acto libertario.
En un corredor de la Casa de la Cultura, Luis Armando, su director, colocó un mueble donde hay libros, para que quien lo desee pueda tomar uno y darle una hojeada.
Yo me caigo mal, porque como el gusto por la lectura rebasa la norma, siempre que veo un libro sobre una mesa me escuece el ánimo por tomarlo y darle una “escaneada”. Pero, a veces, estoy en lugares que no son públicos. Es una falta de respeto tomar algo que no es suyo. Hace años estuve sentado frente a un presidente municipal de mi pueblo y apenas lo saludé vi que tenía un libro hermoso sobre su escritorio. Desde ese instante mi atención desvió su discurso. Toda mi emoción estaba colocada en la pasta del libro. ¿Qué libro era? ¿Podía pedirle que me diera permiso para darle una hojeada? Pensé que él no había comprado el libro, alguien se lo había obsequiado, y jamás lo iba a leer. ¡Jamás! Los presidentes no leen (¿es necesario recordar el caso patético de Peña Nieto?), y no lo hacen porque, imagino, la agenda republicana es tan demandante, que antes que leer un poema es preciso resolver si se construye o no el nuevo aeropuerto. El presidente de mi pueblo, que a final de cuentas no era un tonto, vio que mi rostro se había iluminado al ver el libro y que poco caso le estaba haciendo a su plática. Alargó el brazo izquierdo, tomó el libro y me lo dio. “Sé que en tus manos estará mejor”, dijo y esperó que mi emoción se extendiera como la flor de una planta carnívora. Yo balbuceé un tímido gracias. Dejé el libro cerca de mi mano derecha, bajé la cortina de la emoción y puse atención a lo que el presidente me indicaba.
Chucho me preguntó alguna vez, al saber de mi desmedido interés por los libros, si alguna vez había robado alguno. No recuerdo haberlo hecho. He aprendido que, como en el caso que te conté, los libros llegan a mí por los caminos más inescrutables. Siempre que he visitado a Socorrito Trejo, en las diversas oficinas por donde ha pasado, ella se levanta, me abraza, me dice, Alex, qué bueno verte, y se para frente al librero y comienza a sacar libros para obsequiármelos. Siempre ha sido así. Muchos otros amigos también son generosos y me regalan libros. El gran escritor chileno Roberto Bolaño contaba que él sí tenía la costumbre de “extraer” libros de las librerías en la Ciudad de México.
A lo más que llega mi desmedida afición es a mirar con perversa obsesión los libros que están en manos de muchachas bonitas. Imaginemos que camino por el parque central, voy viendo a los boleros, a los que beben cerveza en los restaurantes del andador, a los muchachos que buscan las pecas que tienen sus muchachas en los cuellos (zona erógena especial) y de pronto, así sin más aviso, una luz, como la que dicen se le apareció a Moisés cuando subió al monte Sinaí, brilla desde una banca. ¡Ahí está una muchacha bonita con un libro en las manos! Ahí se acaba mi ruta. Si tenía cita con alguien importante, la cita se convierte en el acto más trivial. Me acerco a la muchacha, procuro sentarme frente a ella y, como si fuera un ratón frente al queso, ladeo mi cabeza intentando descubrir el título del libro que ella lee. Pensarás que soy el clásico hipócrita. ¡No! No es un mero pretexto para ver a la chica. ¡No! Porque si así fuera, viviría en el parque, sentado frente a las muchachas bonitas. Esto que cuento sólo ocurre cuando la chica tiene un libro en las manos; es decir, lo que funciona como imán es el libro. ¡Claro! En el intento de descubrir el título, mi mirada, como ave tierna, se posa de vez en vez en la pista de sus muslos o en las sublimes montañas de su pecho, cosa que ha hecho que, más de diez veces, las chicas cierren el libro y se levanten molestas (una de ellas se acercó, muy enojada, y me dijo: ¡Viejo pendejo, morboso! Yo me cubrí la cara porque pensé que ella me lanzaría una bofetada, pero no lo hizo. Al final vi que sonreía). Cuando las chicas piensan que mi insistente mirada es para ver sus encantos físicos, no he logrado ver el título del libro y esto me provoca cierta desazón, cierto ánimo de frustración.
Posdata: Ya los sabios lo han dicho, la lectura es uno de los más excelsos actos de libertad. El lector, sin que nadie lo obligue, toma un libro, lo abre y lo lee. Puede, incluso, aventarlo muy lejos, mandarlo a volar.
En este país debería haber más mesas en lugares públicos, con bellos libros ilustrados, para que los niños se acercaran y descubrieran la esencia de la libertad.
Para acercarse a la lectura, nadie debe obligar a tomar un libro. ¡No! La lectura es el acto más bello de la libertad. Todo mundo debe acercarse por gusto, con emoción, y abrir un libro para sentir qué siente la nube en el aire.