sábado, 20 de abril de 2024

CARTA A MARIANA, CON RETAZOS DE ALGUNA TARDE

Querida Mariana: a todo el mundo le gusta viajar. ¡Mentira! Hay algunos que somos escasos para el viaje, que preferimos estar en casa. En los años setenta del siglo pasado, los viajeros enviaban postales. El cartero hacía sonar su silbato, salíamos a recibir la correspondencia y, en medio de las cartas, aparecía una postal. La postal era enviada por algún amigo que había viajado y mandaba su afecto (claro, de pasada presumía que andaba en Roma o en Buenos Aires o en Tokio). La postal era una imagen del país visitado (las postales las vendían en las oficinas postales o en papelerías). En la parte posterior se pegaba el sello postal y se escribía el mensaje para el destinatario. Hoy ya nadie envía postales. Basta trepar las fotos a las redes sociales para que todo mundo se entere que fulanita de tal anda en las playas de Copacabana. A mí, la mera verdad, no me gusta viajar. Puedo vivir tranquilamente en mi pueblo. Que otros viajen, que otros disfruten la maravilla de conocer otros lugares y otras culturas. Desde siempre he viajado a través de los libros, de cuentos, de novelas, de libros de viajes. Ahora tengo a la mano, como todo mundo, chunches electrónicos que permiten hacer viajes desde casa. A menudo entro a Google Maps y viajo a ciudades de todo el mundo. Es una herramienta sensacional, porque Google envía a trabajadores para que, trepados en una camioneta con cámaras especiales, graben los recorridos por las diferentes calles y avenidas de una ciudad. Todo queda registrado. Así, cuando entro a Google y pido una calle de París, desplazo un muchachito que viene en la plataforma, lo pongo en la Plaza de la Concordia y puedo caminar por donde quiera. Es un viaje virtual de grandes posibilidades, porque me permite conocer muchos lugares, detenerme, regresar, adelantarme. Es una maravilla. Además, el Internet permite dar recorridos por muchos museos del mundo. Solo en sueños he estado en París, jamás he estado en forma física. ¡Otra mentira! No sólo en sueños he estado en París, he estado muchas veces en forma virtual. A veces entro al Youtube y disfruto los videos de visitantes que (como si mandaran postales) graban cuando treparon a un barco y recorrieron el Sena. ¿Mirás qué privilegio? Voy trepado en el barco al lado de ellos, escucho sus comentarios, vivo la experiencia. En el Comitán de los años sesenta del siglo pasado todo esto era imposible. Cuando llegaban las postales a casa las disfrutaba, porque me traían imágenes de ciudades lejanas. Pero, te he contado, la primera vez que “viajé” a la Gran Muralla China fue a través de un dibujo de una revista ilustrada, una revista de monitos. Vi el dibujo de la gran muralla y supe que eso era una construcción fastuosa, hice un ejercicio de comparación con lo que teníamos en el entorno y comprendí que eso era monumental. ¿Cuántos chinos habían trabajado ahí para hacer ese portento arquitectónico? ¿Cuánto tiempo dedicaron en su construcción? No viajo. Me da pereza. Disfruto desde casa las fotografías que comparten los viajeros en redes sociales. Es mi manera de viajar, de apropiarme de otros modos de ser, de diferentes culturas. ¡Sí, sí! Es verdad lo que decís, no es lo mismo, no puede ser. La experiencia del viaje físico es muy diferente a la que se tiene en forma virtual. Ya lo hemos comentado, no es lo mismo que alguien te mande un beso en una videoconferencia a que la misma persona te bese en vivo y a todo color. Todo mundo presume sus fotos al lado de la Torre Eiffel, del Taj Mahal, de las playas de Huatulco, de la bellísima Mérida, de los rascacielos de Nueva York, de Nueva Delhi, del Partenón, del museo del Louvre, del Big Ben, de la Casa Rosada argentina, y demás bellezas. Si yo no salgo de mi pueblo, presumo entonces fotografías del mismo. Los chorros de La Pila no se comparan con las Cataratas del Niágara, pero nadie puede negar que tienen su encanto. Los de acá sabemos que es como un espacio obligado para todos los tojolabales que llegan a la ciudad, pasan ahí y se lavan los pies (mirá qué simbolismo tan maravilloso) o toman un poco de agua (no les importa que sea agua no muy limpia) o se echan un poco en el cabello para peinarse. Una vez vi a un compa que se repasaba la mano en la mejilla y luego pasaba el rastrillo húmedo para rasurarse, sin necesidad de espejo quedó sin rastros de barba. Mis fotos son caseras, de los espacios que tengo a la mano, a la vuelta de la esquina. Viajo por mi ciudad y descubro bellezas, espacios inéditos. Actualmente muchos grandes fotógrafos comitecos comparten en redes sociales sensacionales fotografías del pueblo. Hay muchos. Son geniales. Son los grandes creadores de las postales de este siglo. Como lo exige el protocolo del viajero, mis fotos son las llamadas selfies; es decir, fotografías donde aparezco disfrutando “el viaje”. Lo que diré a continuación es una bobera, un sacrilegio, pero en los años setenta conocí compas que, sin salir del pueblo, “viajaban”, se aventaban unos grandes “viajes”, gracias a unos cigarritos que fumaban. Ellos, después del “viaje” contaban lo que habían vivido, una experiencia que nadie más podía tener, a menos que se echara un cigarrito de esos. Lo que quiero decir es que hay muchas formas de viajar. Todo depende de la sensibilidad del viajero. Conozco historias de muchos viajeros que no disfrutan el trayecto, que creen que el viaje sólo es el destino, sé que apenas suben al tren, colocan una almohada en su cuello y duermen plácidamente. Todo el trayecto lo pasan “de noche”. Se pierden una de las grandes posibilidades del viaje, no ven las montañas lejanas, los poblados, los animales que pastan, los pájaros que vuelan, la gente que saluda a lo lejos; no ven los comportamientos de los compañeros de viaje, la chica que lee, la pareja que se besa, el anciano que se sostiene en los asientos para ir al sanitario, la luz que cambia al entrar por las ventanas. Salgo poco de casa, pero cuando salgo ¡viajo! Camino con cuidado para no resbalar en las calles de laja (qué gran tontería fue forrar con laja las banquetas), pero me detengo para observar cómo vive Comitán estos tiempos. La otra tarde estuve en el parque de San Sebastián (qué irreverentes son algunos paisanos, en lugar de decir San Sebastián dicen “San Cebollas”). Di vueltas. La tarde me abrazó con la misma calidez con que lo hacía mi abuela Esperanza. Había pajaritos, se escuchaba su bullicio afectuoso. En la breve rotonda donde está el busto de Josefa Ortiz de Domínguez (recordá que el nombre oficial del parque es “De La Corregidora) vi una pareja de chicos, él tenía un uniforme deportivo, portaba un short, de donde deduje que había ido a jugar, ella tenía un suéter en sus muslos. No me detuve, lo que vi lo presencié al caminar por el pasillo exterior. Supe que algo interesante sucedía ahí. Di otra vuelta. El chico tenía abrazada a su chica, su brazo izquierdo lo había pasado por debajo del sobaco de ella, su mano se perdía en los pliegues del suéter que ella tenía en sus muslos. Era una pareja de chicos, sentados muy cerca, como cualquier pareja, platicaban, sonreían. Ellos, así lo pensé, no necesitaban más para el viaje que estaban realizando. Tenían un paisaje sensacional frente a ellos, el kiosco del parque, el busto de la heroína, el encanto del vuelo de los pajaritos y la ocasional vuelta de un viejo con boina. Ahora uso boina, porque estoy casi pelón y el sol está, desde temprano, feroz, la boina me protege de los intensos rayos. Un amigo me dijo: ¿no que eras de descendencia italiana?, con esa boina parecés descendiente de gallego. En otra banca estaba una pareja de adolescentes, la chica tenía un libro sobre los muslos. ¡Lectora!, pensé. ¡Qué maravilla! El chico hablaba y hablaba, ella estaba seria. Estaban un poco separados, ninguna parte de su cuerpo se tocaba. Hablaban de algún conflicto, había una cierta tensión. El ambiente se distendió cuando pasó por ahí un niño con un auto rojo, con control automático, eléctrico. Pensé en el carro que me regaló mi papá, cuando yo era un niño, mi carro fue de pedales, ahora los carros son eléctricos, basta subirse, accionarlo, para que el auto se desplace. La pareja sonrió. Tal vez eso ayudó a romper la burbuja. No, tal vez no, apenas fue una pausa, ellos debían continuar en la construcción de ese puente que estaba a punto de derrumbe. Posdata: me encanta mi pueblo, lo disfruto, viajo en él, con él y mando postales a mis afectos. No juzgo, sólo comparto mi lectura del mundo. ¡Tzatz Comitán!