jueves, 23 de enero de 2025
CARTA A MARIANA, CON TEMPORADAS
Querida Mariana: ¿a todos nos pasa? Tenemos épocas donde algo o alguien se vuelve la preferencia. ¿A todos nos pasa? No sé. Recuerdo que cuando estudié la primaria en La Matías de Córdova había temporadas de yo-yo, de canicas, de trompo. Un día, quién sabe cómo iniciaba, algunos compañeros asomaban con un trompo en la escuela, eso bastaba para que al siguiente día todo mundo llevara trompos para las competencias. A la hora del recreo era una gran bulla en el patio, con los hilos enrollándose en los trompos y los zumbidos de éstos al "bailar” sobre el piso de la cancha. Había trompos con clavitos y otros, poderosísimos, con clavos de asiento. Ah, eran los Transformers monstruosos de aquellos tiempos.
Mi Paty tiene la costumbre de comer algunas chucherías por “temporadas”, un día (como si estuviera embarazada) amanece con antojo de cierto tipo de pastelito (de esos de Bimbo o de alguna marca similar) y ahí me tenés buscando en todas las misceláneas el famoso pastelito, y como si todo mundo se hubiese puesto de acuerdo en consumirlos el producto se agota y ahí estoy busque y busque, horas y horas (como si no tuviese otra cosa por hacer). Un día, en forma inexplicable (cuando ya encontré un lugar donde siempre hay el famoso pastelito) recibo un comunicado de El Pentágono donde avisa que ahora es temporada de otro pastelito.
No me había dado cuenta de que también caigo en esta costumbre, hasta hoy que estoy en la temporada de José Agustín. Te conté que el otro día hallé en la librería Porrúa una edición conmemorativa de “La tumba”, la compré. Bonita edición. Leí el libro, que fue uno de los primeros libros que leí en la UNAM en los ya lejanos años setenta. Como dicho libro me removió la nostalgia regresé a Porrúa y adquirí “De perfil” y comencé a leerlo, pero la cosquilla ya se había instalado en mi mente, así que fui a Porrúa y pedí “El rock de la cárcel”, donde cuenta pasajes de su infancia, adolescencia, su noviazgo tormentoso con Angélica María (Angélica, la novia de México, que le llevó a separarse temporalmente de su esposa Margarita Bermúdez. Ah, la Angélica María le provocó chiras ineludibles en su mente, ya un poco agotada por el traguito y la mota). José Agustín termina su libro contando el infierno que vivió cuando lo metieron al bote (acusado de posesión de mota) y pasó seis meses en el terrorífico presidio llamado “Palacio Negro de Lecumberri”, pucha, ya con el nombrecito cualquier persona temblaba.
¿Y qué más? Pues mucho más. Tengo ganas de releer “Arma blanca”, novelita muy buena; asimismo, la trilogía de “Tragicomedia mexicana”.
Ahora que termine “De perfil” releeré los “Cuentos completos”, con prólogo de Luis Humberto Crosthwaite. Por ahí Juan Villoro dijo, con otras palabras, por supuesto, que José Agustín fue un renovador de la literatura mexicana, además, un gambusino buscador de piedritas religiosas y místicas, a su estilo, claro, no mediante la oración sino consumiendo peyote. A mí me fascinó su trabajo literario cuando lo conocí en mi juventud, escribía sin petulancias, sin el tufo mamoncito de los que creen que el lenguaje debe estar siempre en la altura del Olimpo. José Agustín siempre escribió a ras de tierra, en mangas de camisa, con el lenguaje de los chavos.
Y estoy metido en mi temporada José Agustín (no por consumo de sustancias prohibidas, sino emocionado con las aventuras que narra en sus novelas y en sus cuentos).
Lamenté, ah, ¡cómo lamenté!, el accidente bobo que tuvo en Puebla, cuando acudió a dar una conferencia y al final un montón de fanáticos, que lo admiraban, subieron al escenario para estar cerca de él, para tomarse la foto, para pedir el autógrafo, pero no se dieron cuenta que poco a poco lo fueron empujando al foso y ¡cayó! Oh, cómo lamenté el accidente. En cosa de segundos, lo que fue alegría, encuentro inteligente, se convirtió en tragedia, aullidos de ambulancia, gritos, descontrol, hospital, camillas, pinchazos en brazos, estudios. A partir de ahí, el gran escritor, el buena onda, comenzó a vivir una temporada ingrata. Fue como si alguien en la escuela hubiese llevado un puñal y hubiera inaugurado la temporada de pinchazos, de ondas de mala onda.
Posdata: un día José Agustín murió en su casa de Cuautla, de donde había salido lleno de vida y donde regresó ya disminuido físicamente. Quienes lo conocen dicen que ya no volvió a escribir, no le quedó más refugio que echar trago, beber como escape y no como manifestación de vida. Qué pena. Ahora releo parte de su obra literaria, estoy en mi temporada José Agustín, es mi forma de honrar su genio precoz, su vida desmadrosa; es mi forma de felicitarlo por cogerse a la novia de México, sé que lo hizo por todos los miles que vivieron enamorados de la actriz. ¡Que viva Angélica María! Hay temporadas de encule, dirían los chicos.
¡Tzatz Comitán!