martes, 23 de febrero de 2010

ANTES DE QUE EL SOL SE META


A veces recorro el pueblo como si recorriera mi vida; como si cada ladrillo fuera un pliegue de mi cuerpo o un trozo de mi espíritu. Las puertas son como pozos de luz y los tejados no son más que la cuna donde juegan los pájaros niños.
A veces salgo a caminar por las calles de mi pueblo como si ellas fueran las venas por donde mi sangre se atropella. Cada balcón y cada piedra me catapultan hacia lo que soy, lo que he sido.
Es difícil explicar, porque la infinitud del universo no admite límites y las palabras, oh, qué pena, no tienen más para donde hacerse. La palabra (lo saben los escritores de todos los tiempos) está sujeta a un corsé que le impide moverse fuera de ese cuerpo. La palabra no puede ser agua desbocada. Por esto, cuando camino juego a que no tengo el don de la palabra. Me muerdo la lengua y sólo disfruto los sentidos del tacto, del olfato, del oído y de la vista. Es apasionante saberse mudo. Camino y paso mis dedos sobre las paredes rugosas; camino y escucho los sonidos que salen de la talabartería o de la fonda donde un señor panzón corta cebolla sobre una tabla de madera; camino y escucho los sonidos que ahora pueblan este pueblo: los ruidos de las maquinitas o las bocinas de la tienda de ropa que anuncian un descuento del veinte por ciento en todas las compras; camino y luego me paro para ver los niños que juegan sobre las esculturas de piedra que están en el parque. Camino y con la vista y con el alma recorro el pueblo como si recorriera cada tramo de mi vida.