sábado, 20 de febrero de 2010

LAS EXTRAVIADAS


Las veía a cada rato, un día desaparecieron. Muy poca gente las extraña, pero, de vez en vez, sobre todo en horas de nostalgia, ¡aparecen!
¿Qué pasó con las monedas de diez y de veinte centavos?
De niños "los veintes" nos servían para todo. Uno esperaba con ilusión el fin de semana para que el papá nos diera "nuestro domingo". El papá metía la mano en el pantalón, sacaba un puño de monedas y de ahí elegía un "maravilloso veinte", redondo y grande como el sol del mediodía. Ah, qué maravilla. Los niños íbamos al parque por las tardes, comprábamos dulces, y como dice Romeo Ventura, todavía nos quedaba un "vueltecito". Ahora, en el vueltecito ya no encontramos ni por asomo una moneda de diez. De pronto, sin aviso previo, las monedas de diez y de veinte centavos desaparecieron. En apariencia es una intrascendencia, pero si lo pensamos bien refleja la situación social del país, no sólo en lo económico, sino también en lo histórico cotidiano. Hay algo como un peso mexicano incompleto. Es como si, de pronto, en una progresión matemática se cancelara el dos o el tres. ¿Quién cuenta: uno, cuatro, cinco, seis...? ¡Nadie! Y, sin embargo, los mexicanos de estos tiempos hacemos cuentas de manera semejante.
Los niños de hoy, ¿qué reciben de domingo? ¡Pesos! ¡Cincuenta, cien! ¡Qué sé yo! Por esto ahora los niños son como más soberbios, como más "alzaditos", dijéramos en Comitán. Es lógico de entender, les hace falta la moneda de diez, la de veinte.
Un día se extraviaron. Ahora, lo menos, lo menos, es un peso. Pero está tan devaluado que ya ni los limosneros quieren aceptarlo. Como que cada vez más los mexicanos nos acostumbramos a "querer" más. El limosnero de la cuadra me mira con cara de encabronado si no le doy "cuando menos" una moneda de cinco. Desde hace varios meses ya no le doy ni madres. Dicen que lo que hace la mano derecha no debe saberlo la izquierda y que debemos dar de corazón, pero este compa limosnero me provoca desazón, así que ahora prefiero ir al parque, jugar "línea" con los boleros y perder con ellos los pocos pesos que siempre había destinado para los pinches limosneros. ¡Que sigan con sus manos extendidas, yo prefiero ahora lanzar mis pesos e imaginar que el suelo del parque es como la fuente de Trevi!
No los entiendo. Yo crecí con dieces y veintes. Tal vez, por esto, vengo de una generación más humilde, menos pretenciosa.