domingo, 17 de agosto de 2025
CARTA A MARIANA, CON CORCHOLATAS
Querida Mariana: Joaquín me impresionaba. Era de algún lugar del Norte de México. Cuando llegaba el de la bicicleta con el pedido que habíamos hecho al supermercado de la colonia (en los años setenta ya había servicios VIP en la Ciudad de México), él tomaba las cervezas en botella y, una a una, las abría, con los dedos de su manaza tomaba la corcholata y le daba vuelta. Nos entregaba las cervezas, frías, ya destapadas, para decir salud. Él tomaba cada corcholata y la aplastaba, la dejaba como quesadilla. Me impresionaba la fuerza, era (o es) un hombrón de más de uno ochenta, de esos compas que les dicen bragados, siempre vestía camisa a cuadros y calzaba botas rancheras. Joaquín me impresionaba por su fuerza. Cuando le hacíamos ver su fortaleza, él decía que en su pueblo (no recuerdo el nombre, pero lo imagino desértico, con un calor de los mil cardos) había un compa que abría las cervezas con la boca. Le creíamos. Joaquín no mentía, todo en él era como un chocolate ciento por ciento de cacao, amargo, pero verdadero.
Esto que te cuento sucedió en los años setenta, en la CDMX (que se llamaba Distrito Federal), el servicio urbano lo constituían autobuses llamados Delfines, a mí me encantaba subirme a “Los delfines”, porque me sentía como aquel personaje literario que andaba metido en las fauces de una ballena (¿Jonás?). Dicen que los delfines son los animales marinos más inteligentes, bueno, los que circulaban en la gran ciudad no eran tan inteligentes, porque permitían que sus conductores manejaran como si tuvieran necesidad de hallar un sanitario.
Pero estos recuerdos de los años setenta, de la gran ciudad, se colaron el otro día que pasé a comprar una botella de agua en un tendejón en Comitán. La pedí con el agua a tiempo, la chica comenzó a buscar en el fondo, porque las botellas a mano estaban en el congelador. Imaginé que la chica pensaba: ¿quién toma agua al tiempo? Lo sé, medio mundo busca el agua fría, casi congelada, para saciar la sed. En los años setenta yo también bebía agua y cerveza bien heladas, ah, era un deleite sentir el líquido refrescando la garganta, qué digo refrescando, helando la garganta, como si fuera la cola de un pingüino deslizándose por el interior. Cuando, después de un tiempo la chica asomó con la botella de agua, de 600, pregunté el costo, pagué y cuando di las gracias, pensé que no podía salir del local sin pedirle que hiciera favor de abrir la botella de plástico. ¿Por qué? Dios mío, me da mucha pena confesarlo, pero mis dedos no tienen fuerza más que para acariciar el teclado de la computadora donde te escribo estas cartas. En plan de broma digo, al pedir favor: “es que quiere fuerza de hombre”. No le dije esto a la chica, sólo le extendí la botella, mientras ella me veía con su cara de ventana abierta en tiempo de huracán. ¿Podés abrirla? Ella sonrió, tomó la botella y, como si le quitara la envoltura a un caramelo, le dio vuelta a la tapa y me regresó mi botella. Gracias, dije. Salí.
¡Ay, qué pena! El otro día chequé el nivel de aceite del tsurito (ya está viejito, quema aceite), jalé la manija interior y luego abrí el capó. Hice algo que me gusta mucho, sacar la varilla y luego, como si fuera torero, regresarla al interior. Me siento Manolete, cuando tomo la espadilla y la introduzco, porque sé que no le estoy causando ningún mal físico a toro alguno, pero hago el mismo movimiento, me retiro tantito y luego introduzco el espadín. Ese día hallé que ya le faltaba aceite al motor. ¿Qué hacer? Tenía en la cajuela un poco de aceite para motor, pero lo que no tenía era fuerza para darle vuelta a la tapa del motor. ¡No puedo! Así que fui a la gasolinera de mi amigo Arnulfo Cordero y un empleado, de inmediato, abrió la botella que compré, le quitó el sello de seguridad, como si le diera vuelta a una perinola, dio vuelta a la tapa del motor y volcó el aceite. Como si todo fuera un juego, juego que para mí es una verdadera tragedia. Mis afectos saben que me cuesta un poco dar la mano en señal de saludo, porque temo que quien me ofrece su mano haga un movimiento de pinza y me dañe. Siempre he dicho que tengo manos de artista, de dibujante.
Posdata: cómo no admirar a Joaquín, le bastaba un simple movimiento de dedos para quitar la corcholata de las botellas. Luego admiré al inventor de las botellas que en el culito tenían un destapador, para abrir una cerveza se colocaba la parte de arriba en el trasero de otra botella, se le daba vuelta y el milagro se hacía. Ya luego, ¡gracias a Dios!, aparecieron las cervezas en bote, bastaba meter el dedo en el arillo, jalarlo y beber la cerveza en el hoyito que quedaba abierto. En ese tiempo no alcancé a ver el cambio, de beber la cerveza en un orificio más o menos generoso, comencé a beber en un pequeño triángulo. Tal vez por eso, Armando insistía en tomar un vaso de cristal, para vaciar el contenido de la lata. Nada de pequeñeces.
Tengo aprendidos de memoria los pasos para cambiar la llanta ponchada de un auto. Pura teoría. ¿Cómo voy a cambiar una llanta si las tuercas están apretadas por hombres ponchadísimos? Si no puedo abrir una simple botella de agua, menos aflojar los tornillos que están apretados como si fueran para el fin del mundo.
¡Tzatz Comitán!