sábado, 21 de junio de 2025
CARTA A MARIANA, CON MODOS DE VIDA
Querida Mariana: ¿qué hacían los otros? No sé en qué momento me di cuenta que ellos, los otros, hacían cosas diferentes. O, en realidad ¿debo decir que yo era quien hacía cosas diferentes? Sabía que compartíamos el mismo espacio vital, vivíamos en el mismo pueblo: Comitán. Como casi siempre estaba en mi casa no sabía qué hacían los otros. Igual que la mayoría de niños iba a la escuela, iba a la gloriosa Matías de Córdova (¿ya te conté que estoy emparentado con el gran Fray Matías de Córdova, por el lado materno? Mi sextabuelo fue hermano de Fray Matías. ¡Nadita! Este dato me lo pasó el admirado Gustavo Armendáriz). Mi escuela, primero, estuvo a media cuadra del templo de Jesusito, ahí llevé el primero, segundo, tercero y cuarto grados. Ahí aprendí a leer. Mario Vargas Llosa, Premio Nobel de Literatura, que falleció este año 2025, siempre dijo que lo más sorprendente de su vida le ocurrió a los cinco años ¡cuando aprendió a leer y a escribir! La lectura para él fue uno de los grandes hallazgos, a mí me sucedió algo similar. Aprender a leer me abrió un mundo de posibilidades. Te he contado que mi tía Emelina me trajo el primer libro que tuve, un álbum ilustrado que contaba la historia de un niño único que tenía a su mamá, a su papá y a una nodriza que lo atendía. La historia de mi vida era muy similar, salvo que él vivía en Nueva York y yo en Comitán. A él lo llevaban a pasear a Central Park en una carreola hermosa, a mí me llevaban a pasear al parque central del pueblo. Mi vista no se topaba con grandes rascacielos, mi vista se topaba con el verde de los árboles; mis oxígenos, sin duda, se llenaban con un aire menos contaminado que el de Nueva York. Yo también, como Vargas Llosa, digo que uno de los grandes momentos de mi vida fue cuando aprendí a leer, gracias a las enseñanzas del maestro Óscar Pascacio, un profesor que llegó de Tuxtla y anduvo por Comitán durante algún tiempo. Aprendí a leer y esta actividad se volvió mi pasión. Yo, leía, leía mucho.
¿Qué hacían los otros? Cuando iba a la escuela yo hacía lo mismo que ellos: jugaba canicas (siempre perdía en el juego de la timbirimba), trompo (nunca aprendí a aventarlo por encima del hombro), corría en el Chepe Loco (me tropezaba a cada rato, me cansaba, terminaba acezando), me sentaba junto a ellos para ver alguna revista con muchachas semidesnudas, aventaba el balón en la canasta o lo pateaba para que entrara a la portería. Hacía lo mismo que ellos, esto a la hora del recreo en la escuela.
Pero, a la hora que comíamos el lunch (no se llamaba así. Yo compraba galletas saladas y una coca en la tienda escolar), me enteraba que ellos, en las tardes, hacían cosas diferentes que, al principio, nunca imaginé.
Ellos hacían otras cosas. Yo jugaba carritos en el sitio de la casa y, sobre todo, leía, leía mucho. Leía revistas de monitos y libros de cuentos. El momento más importante de la vida era la tarde, la tarde en casa (lo sigue siendo). Ir a la escuela por la mañana era una encomienda harto difícil. En la escuela había un maestro que indicaba qué debíamos hacer, aunque no quisiéramos (ah, pobre de mí si no aprendía de memoria las capitales del mundo, el castigo era extender los brazos al frente y recibir dos regletazos en las manos. ¡Qué crueldad! A mí, que en casa era tratado como príncipe, el bruto del maestro me trataba como mero esclavo). En la tarde, en casa, yo disponía qué hacer, yo definía mi espacio. Tomaba un bonche de revistas y las releía, con placer. El maestro no tenía la misma capacidad para contar historias como sí las tenía el dibujante y el escritor del guion de las revistas. En algún lugar de la Ciudad de México (lugar muy lejos del mío) había gente que era muy inteligente, que dibujaba como nadie más y que escribía como nadie más. Ellos se volvieron mis mejores amigos, por eso, yo quería regresar a casa, lo más pronto posible, para estar con ellos, para dejar que ellos me contaran las historias fascinantes de Memín Pinguín, Kalimán, Chanoc, La Familia Burrón, Los Supersabios. Mi Comitán se llenaba de historias que sucedían en otros lugares, el gran Kalimán me trasladaba hasta Egipto. Pucha. Hasta la fecha no tengo idea total de la ubicación de este país, pero sí poseo el ambiente cultural de esa gran nación.
Mi mayor disfrute era el día que no iba a la escuela. Sé que también los otros eran felices los fines de semana, tenían el sábado y domingo para reunirse y hacer lo que les gustaba. Yo era feliz porque podía leer en la mañana y en la tarde. Y el domingo, ¡ah, el domingo!, era un día glorioso, porque después de pasar la aduana de la misa en el templo mayor (que no era lo mejor, pero tampoco era tan desagradable), me tocaba el desayuno con chocolate caliente y tamales de azafrán (riquísimos, comprados una noche antes con Tío Jul); entonces el mundo, que ya había cambiado su rostro después del desayuno, se convertía en un espacio prodigioso, porque corría para ir a la matiné en el Cine Comitán (tres películas), luego venía la hora de la comida y de nuevo al cine, ¡genial! También aprendí a amar el cine porque para ir a la sala no necesitaba ir con alguien, como si leyera, el cine me permitía una comunión intensa sólo con las escenas que se presentaban en la pantalla. Los otros aprovechaban la mañana del domingo para ir en plebe a los lugares que les encantaba. El domingo, luego lo supe, era día en que, igual que yo iba a misa, ellos acudían a la cancha para jugar el fútbol, esta era su religión.
En la plática del recreo, después de comer el lunch, me enteraba que los otros hacían cosas diferentes, para empezar, ellos no leían. ¿Cómo es posible que no leyeran? ¿Ni siquiera las revistas que comprábamos en la Proveedora Cultural, con Don Rami? Algunos lo hacían, algunos eran grandes lectores como yo, pero eran minoría, siempre hemos sido minoría los lectores. Los otros, en las tardes, se reunían en la cuadra para jugar la cascarita de fútbol en la calle o iban a nadar a las albercas de la casa de mi tía Juanita Bermúdez o en las albercas de los Morales, en la bajada del Resbalón, o iban a las lagunas que estaban delante de Yalchivol, pasaban debajo de las alambradas y se metían en “propiedad privada”.
Desde entonces supe que el mundo estaba divido entre los otros y yo, y que, conforme creciera, nada de eso cambiaría. En mi adolescencia hubo un momento en que la actividad de los otros comenzó a seducirme, pero fue apenas un instante, porque bastaba que viera un libro para que confirmara mi pasión. Hoy sigo siendo un gran lector, no he cedido ante lo que me presenta el mundo de los otros. Soy un convencido que la lectura ha sido el gran descubrimiento de la vida. He estudiado la vida de los otros y reconozco la belleza de sus actividades, pero no hay algo que supere lo que yo hago. No quiero decir que lo que hago supere lo que hacen los otros, ¡no!, digo que para mí lo más importante del mundo es la pasión que me produce la lectura, el cine, la escritura, el dibujo, la pintura. Toda vida que no es forzada, la que es vivida con pasión, es la esencia del universo.
Ya te conté que tuve compañeros mayores, en los años sesenta era común que muchachos mucho más grandes estudiaran en los salones de los pichitos, como yo. Así que ellos llevaban revistas de mujeres semidesnudas y contaban cosas que, sin conciencia, nos arrebataban el retazo de inocencia que nos quedaba, así ellos platicaban que en las noches iban al lugar donde estaban las putitas de Tía Maty, que estaba dos cuadras detrás del templo de San Caralampio; contaban que en toda la cuadra había cuartos donde las putitas atendían a sus clientes. ¡Toda una cuadra!
Posdata: lo que quiero decir es que los otros tenían lo que hoy se llama “vida social”, se juntaban en plebe y hacían cosas diferentes a las que yo hacía. La lectura no es práctica comunitaria, al contrario es una portentosa y única pasión individual. Yo me sentaba en uno de los corredores de la casa y, solito, me zambullía en el océano de la lectura. Sí, querida mía, siempre he hecho cosas diferentes a las que hacen los otros. Benditos ellos y bendito yo.
Sigo igual que cuando niño. No me gustan las actividades en plebe, prefiero la armonía de mi casa, en solitario, leyendo. Ese es mi instante de felicidad del día, por eso procuro prolongarlo lo más que se puede, por siempre.
¡Tzatz Comitán!