jueves, 15 de mayo de 2025
CARTA A MARIANA, CON DISCOS
Querida Mariana: veo a muchos jóvenes con audífonos. Los veo caminando en la calle, pedaleando bicicletas o conduciendo automóviles, lo hacen con audífonos en los oídos. Escuchan música. Los audífonos de estos tiempos son de formas variadas, desde unos pequeños chicharitos hasta unas diademas fastuosas que se cuelgan en la cabeza. ¡Escuchan música!
Te he contado que una de mis deficiencias de entretenimiento es la música. He tenido amigos que han sido melómanos de toda la vida. Desde los años sesenta los conocí, tenían consolas o pequeños tocadiscos y escuchaban la música de moda, no la que escuchábamos los oyentes en la radio comercial, sino la “otra” música, una que se alejaba de lo que nos aventaban las compañías disqueras publicitarias. Por lo regular, la clase de música que ellos adquirían era música de jazz, música clásica o blues. Estos discos los adquirían en la Ciudad de México o en los Estados Unidos de Norteamérica. Los discos eran verdaderas joyas. Hablo de los discos de vinilo, que tenían diferentes tamaños, entiendo que por el número de revoluciones por minuto: 78, 45 y 33.
Estos amigos melómanos tenían discos en sus casas como yo tenía libros en la mía. Ellos escuchaban música y yo leía libros. Ellos eran verdaderos amantes de la música y cuidaban sus vinilos con una atención desmedida, yo los veía sacar un disco de la carpeta de cartón donde venían, los limpiaban con un paño especial (había algunos que los limpiaban con un líquido especial) y, con gran cuidado, los colocaban en el aparato reproductor y (uno de los momentos más sublimes) movían el brazo donde estaba la aguja, y con un pulcro movimiento depositaban la aguja en el primer surco del disco que ya estaba girando. El disco, conforme daba vueltas, nos regalaba el sonido. A pesar de no ser un amante de la música reconocía que en eso que ellos poseían había una gran diferencia. En la XEUI, que era la radio local, la audiencia escuchaba lo que los locutores programaban. Dicha programación (hasta donde entiendo) estaba dictada por los discos que la radio recibía en forma gratuita, que las grandes casas disqueras enviaban para su reproducción, porque eso garantizaba que los oyentes se enamoraran de tal canción o de tal intérprete y corrieran a comprar el disco en la “Casa del ciclista” que no sólo vendía bicicletas sino también discos. En los años setenta llegué a comprar discos de Julio Iglesias (el papá de Enrique) y de Roberto Carlos. Como no ponía mayor atención a ese segmento artístico, Juan Gabriel, José José, Leo Dan y demás vainas pasaban de noche en mi vida, salvo en los momentos donde la radio funcionaba en la casa, mientras la sirvienta hacía la comida o mi papá hacía el diario inventario de las rejas de refrescos. Ahora que lo pienso, la música siempre estuvo de fondo durante el día en la casa, pero nunca le puse atención. No obstante, el machaqueo era tan definitivo que me aprendía algunas letras, la que sí me aprendí (te lo he contado) fue el Corrido del Caballo Blanco, que cantaba José Alfredo Jiménez; y yo, cuando mi papá echaba sus tragos con los amigos, me subía a una silla y la cantaba. Una vez, como si fuera Luis Miguel (que en ese tiempo aún no existía) un amigo de mi papá, ya medio encumbrado en la montaña de la bolera, me pidió un bolero del gran cantante Javier Solís y extendió un billete de cinco pesos. Había escuchado la dichosa cancioncita y me había aprendido la primera línea: “una noche tibia nos conocimos” y tenía, más o menos la tonada, así que tomé el billete y comencé a improvisar: “una noche tibia nos conocimos, había luna y algo de frío…” y por ahí me fui. Al final el bolo aplaudió a rabiar y yo me sentí un artista consumado, no tanto por el canto sino por la improvisación.
Tuve un par de audífonos cuando, ya en los años ochenta, ya siendo trabajador le pedí a un tío que me comprara un Walkman, de Sony, que era un producto caro. Cuando llegó a Comitán el envío me sentí privilegiado. El Walkman traía un casete de prueba, de regalo, por un lado traía el sonido de un avión que, para apantallar, pasaba de un lado a otro de mi cabeza; y en la otra parte traía la canción "Los diamantes son para siempre”, interpretada por Shirley Bassey. El sonido era espectacular, la fidelidad de esos audífonos era excelente. Disfruté el aparatito, hasta que un amigo me lo pidió prestado y ya nunca volvió. Pensé que había sido una buena señal, porque, en realidad, los audífonos no me eran cómodos.
Posdata: ahora veo a muchos jóvenes con audífonos, los usan de manera indiscriminada, el otro día le pregunté a mi amiga Aurorita, especialista en audición, y ella me dijo que sí, que estos jóvenes corren el riesgo de ir perdiendo la audición por el exceso, deben tener mucho cuidado en regular el volumen, no pasarse de los decibeles.
¡Tzatz Comitán!