lunes, 26 de mayo de 2025

CARTA A MARIANA, CON UN BARCO

Querida Mariana: el agua de la alberca fue el presagio de lo que ocurriría. Estuve en casa de Iván, un espacio prodigioso. A la entrada de la residencia hay una alberca, me senté en uno de esos asientos colgantes, estiré las piernas y supe que estaba en un lugar mágico. A la distancia se ve una cortina de árboles que bordean el Río Grande, al fondo se ven las ondulaciones de las montañas discretas que rodean a Comitán. Digo que el agua de la alberca fue el presagio, porque ese elemento fue lo primero que vi al entrar a casa de Iván. Sabés que no sé nadar, que veo el agua de lejitos, no me produce pánico, pero siempre le tengo un gran respeto. De lejitos, así vi la alberca, caminé a dos metros de la orilla, disfrutando ese espejo que, a las doce del día, refrescaba los rayos del sol. Digo que me senté en un asiento inestable, porque las cuerdas que lo sostenían completaban el vaivén del agua de la alberca, era (a la distancia) como si estuviera sobre un barco, porque el agua estaba cerca. Cerré tantito los ojos y me sentí como esos grandes navegantes del siglo XVI que se animaron a botar sus carabelas en una enormísima alberca que no sabían dónde terminaba (algunos sostenían que el agua de los mares se desbocaba en un abismo profundo, infinito, dramático). Yo estaba cómodamente sentado, movía tantito los pies, como si estuviera en una hamaca (que lo estaba, una hamaca de madera) y miraba el agua que seguía mi movimiento. El agua de esa alberca fue el presagio. Estuve un ratito en ese espacio, que está en Comitán, pero como está en la periferia, produce la sensación de ser un lugar muy distante, muy lejos de lo que el poeta llamó “el mundanal ruido”. Ahí, en la residencia de Iván, otro era el entorno, ahí estaba concentrado el sonido del afecto: resonancias de pájaros; de árboles danzando al ritmo del aire; de nubes, ligeras, apenas visibles, motas haciendo contraste con un enormísimo lienzo azul. Me sentía en un espacio de privilegio, una ligera cascada brotaba de un surtidor y caía fresca sobre la alberca, produciendo un relajante rumor de vida. Ahí estaba el agua. Esa alberca, sin duda, es invitación permanente para disfrutar la natación, quienes saben nadar se reúnen, toman aguas naturales con hielo y, con el gen natural de los inicios del tiempo, regresan a la matriz original: el agua, y gozan, disfrutan, moviendo sus cuerpos en el vientre húmedo vital. Yo, tutuldioso, respetuoso de ese elemento que bendice mi mirada, pero que me produce temor ante su misterio, veía desde lejos el agua. Cuando pensé que ya era hora de volver al trajín de todos los días me despedí de Iván, pero antes entré al estudio de su papá (¡jefazo!) y me dediqué a consultar los títulos de los libros que están sobre estantes de madera, fotografías familiares y, ¡oh, maravilla!, vi en una esquina un pequeño aparato mecánico que estaba funcionando. Era una maquinita que iba de un lado para otro, regresaba, volvía, respondía a una serie de órdenes que Iván le había indicado: era una impresora 3D (jamás en mi vida había estado frente a una de ellas, siempre las había visto en pantallas de televisión o de celulares). La impresora se movía ajena a lo que platicábamos, ajena al movimiento del agua en la alberca, obedecía una serie de indicaciones a través de una computadora. Me acerqué para ver un carrete con “hilos plásticos” que son empleados para crear el portento. Esta maquinita (este diminutivo parece no corresponder a la grandeza de sus creaciones) produce objetos en tercera dimensión. Iván, entonces, generoso, me dio el barquito que acá aparece en la fotografía. ¡La cascada de la alberca se trasladó a mi espíritu y me llenó de recuerdos infantiles! Yo tuve un barquito, casi igual al que Iván me regaló. Tuve un barquito que colocaba en el tanque de la casa, un barquito que siempre buscaba la otra orilla (parece que es el destino de todas las embarcaciones, están a gusto -no siempre- en el mar, pero su objetivo es una playa). Tuve un barquito de juguete, a veces dejaba que la corriente dirigiera el rumbo, a veces yo lo tomaba y lo conducía al lugar que deseaba. Al final, parece, la vida es eso. No sé nadar, sin embargo, todos los días bogo sobre el mar de aire y, en ocasiones, la tormenta me impulsa hacia farallones, otras veces yo soy quien manipula el timón y me dirijo hacia lugares apacibles, como la residencia de Iván. Posdata: tuve un barquito. El otro día, Iván me obsequió un barquito de plástico, hecho con una impresora digital. Aún no salgo de mi asombro, el genio del ser humano me deslumbra. ¡Tzatz Comitán!