viernes, 11 de julio de 2025
CARTA A MARIANA, CON UN CONCIERTO
Querida Mariana: lo vi, fue impresionante. Ayer lo recordé. Hace varios años, Armando me invitó a su casa, dijo que estrenaría su “home theater”. Llegué puntual a la cita, él, como siempre, me recibió con un Martini, abrió la puerta y me ofreció la bebida. En ese tiempo ya no bebía licor, pero acepté la copa, entramos y, siempre dicharachero, me abrazó y caminamos hacia la sala. Me senté en un sofá, ante una gran pantalla y un bonche de bocinitas desperdigadas, no al azar sino en forma coordinada, para que el concierto se escuchara con fidelidad. “Es como si estuvieras en una gran sala de concierto”, me dijo Armando y activó el control remoto.
¡Cierto! Ya no volví a la sala de la casa hasta el final del concierto. Al final, después de una hora, encontré la copa en mi mano, como al principio, pero sin su contenido. ¿Lo bebí? ¡Naranjas de Chicomuselo! En algún momento lo regué, el piso mostraba un pequeño lago donde se reflejaban las luces, era como si se hubiera orinado un chucho, el lago tenía una forma irregular, pero fascinante.
Lo vi, fue impresionante; lo escuché, fue igual de pétreo, pero de piedra de sol. Armando me confesó que esa noche fue la inauguración de su sistema de audio y video, que le costó una buena lana. Quiso compartir ese instante conmigo. ¿Por qué? No lo sé. Agradecí el privilegio, porque yo, ya en esa época era escaso, no bebía los martinis que él preparaba con precisión y nunca he sido un amante de la música, ni popular, ni clásica, ni rock.
Pero esa noche estuve en una gran sala de concierto. Lo vi y lo escuché, fue impresionante. La primera imagen me atrapó: la sala repleta de melómanos y al fondo los integrantes de la orquesta y el coro monumental, con el característico sonido de quienes afinan sus instrumentos, ese ritmo es como el de un río dando tumbos antes de llegar al mar. El silencio se hizo, un silencio que es más impresionante que el de todos los días, porque es un silencio que es como una oración inicial y luego el estruendo de la ovación porque salió el director. Los grandes artistas reciben ese reconocimiento, apenas aparecen en el escenario son ovacionados, nada han hecho en ese instante, los aplausos son dictados por todo lo que han hecho antes de subir al escenario, tras de ellos hay una gran historia de vida, de talento, de dedicación. El director entró, los músicos se pusieron de pie, vi que uno o dos de los violinistas somataban con delicadeza sus varillas. El espectáculo ya me había atrapado, como si fuera una red de pescador, pero era tan diferente a la sensación de estar asido al encierro, esto era como estar en una burbuja deliciosa, armoniosa, impresionante.
El director saludó a un tipo que estaba a su paso, un violinista, tal vez alguien importante en la ejecución de la obra y luego subió al espacio donde los maestros mueven la varita, las manos, la cabeza, todo el cuerpo, para inflamar de energía a los ejecutantes, como si fuesen Moisés y abrieran el mar del espíritu, para entregar la esencia. ¡Genial!
La imagen y el sonido ya estaban en acción, el chunche tecnológico de mi amigo estaba en plenitud. La imagen era enorme, ningún espectador presencial podría tener esa cercanía; y lo mismo sucedía con el sonido, porque las bocinas estaban dispuestas de tal manera que no perdíamos ningún sonido, todos los instrumentos estaban tan cerca de nosotros, pero con una sincronía que permitía el disfrute total. Nada de un discreto tosido del vecino, nada del ruido del vestido en el cruce de piernas de la vecina, nada de la cabeza del melómano de adelante, nada del olor de un pedito que se le deslizó a la que estaba en la butaca de adelante, nada de eso. Armando estaba en el centro de la sala en una butaca muy cómoda y yo en un sofá como a dos o tres metros de él, cada uno en su espacio, él con las manos detrás de su cuello, la copa en la mesa de centro, y yo con las piernas extendidas lo más que podía, en una posición que jamás tendría en una real sala de concierto.
Lo vi, lo escuché. Fue impresionante. Fue una hora tan fuera de este mundo, tan irreal dentro del mundo de lo real. El director, con la varita en la mano derecha, con el atril y la partitura, vio hacia la orquesta, repasó de un lado a otro a los integrantes que esperaban la indicación para iniciar el concierto. De nuevo el silencio apabullante, la audiencia guardó los aplausos en la vitrina (los recuperarían al final), el director, Moisés del siglo XX, abrió los brazos, como si abriera el aire, los bajó y la orquesta y el coro emergieron del fondo de la tierra e iniciaron el ascenso, sublime, infinito. ¡Era Carmina Murana!
Posdata: lo vi, lo escuché, lo disfruté. Al término, cuando la audiencia en la sala de conciertos aplaudió como si fuera una caída de manzanas en los valles de Estados Unidos, regresamos al presente, después de un viaje alucinante. Armando estaba iluminado. Yo, también. Sin ser conocedor, ni amante de la música, había disfrutado ese concierto. Sí, como si fuese Mary Poppins, le dije a Armando que había sido una experiencia supercalifragilística, sensacional.
¡Tzatz Comitán!