lunes, 27 de octubre de 2025
CARTA A MARIANA, CON UNA CARTA
Querida Mariana: hay de cartas a cartas. Crecí entre la Carta Blanca, porque mi papá era distribuidor de esta cerveza en el pueblo. En el corredor, mientras yo jugaba con mis carritos, había un titipuchal de cajas de cartón con la bebida. ¿Por qué se llamaba así dicha cerveza? El cartero llevaba todos los días la correspondencia, desde la puerta del zaguán tocaba su silbato y una secretaria salía a recibir las cartas, muchas, porque mi papá (te lo he contado mil veces) era corresponsal del Banco Nacional de México, así que recibía mucha correspondencia, oficial y amistosa.
Pero también conocí las cartas de juego, de la baraja española, que Víctor (el hijo de la sirvienta) había comprado en una feria de San Caralampio, en una zacateca, que eran los locales que improvisaban en la bajada los comerciantes que llegaban de San Cristóbal de Las Casas y vendían juguetes y ricos duraznos pasa. El Víctor nos jalaba hacia el sitio, improvisaba un garito y jugábamos cartas con apuesta de cinco centavos, siempre ganaba nuestras monedas, yo lo miraba meterse las apuestas en su pantalón remendado. Sí, Víctor era mayor que yo y mis amigos, yo era el menor de todos, el pichito.
Mi papá tenía un apartado postal en la oficina de correos, eso era costumbre en los años sesenta, los señores tenían apartados para que las cartas no llegaran a la casa, pienso que así evitaban que manos y ojos ajenos se enteraran del contenido de los mensajes. Ahí, dentro de mi inocencia, supe que las cartas tenían confidencias. ¡Claro! En ese tiempo las cosas importantes se enviaban a través de cartas y, por supuesto, había historias que eran muy íntimas, desde relaciones personales hasta relaciones comerciales. Mi papá no fue político, pero quienes tuvieron familiares metidos en esta actividad saben que en las cartas llegaban mensajes que cambiaban los destinos de los pueblos. Por ahí hay correspondencias privadas y oficiales de los grandes personajes de la historia de México, que dan idea de cómo se movía el mundo cerrado de la política, de la tenebra. Un día de estos te platicaré algo que no es muy conocido y que empolva la imagen que tenemos de uno de nuestros héroes: Pantaleón Domínguez. ¿Te lo cuento? Lo haré, Don Panta, como todos los seres humanos, tuvo sus lados luminosos y también sus negritos en el arroz. Existen datos que están en una tesis muy interesante de Christian Montesinos, de la UNICACH, donde da pormenores de cómo fue el ascenso de la familia comiteca Domínguez Román, árbol genealógico de Tío Belis. El otro día leí un fragmento que encontré en el Facebook y que subió Humberto Pérez Matus y me sorprendí ante la historia documentada. En fin. Ya luego te contaré más.
En tiempos de estudiante comencé a escribir muchas cartas, a mi papá, a mi mamá, a mi abuelita Esperanza, a mis amigos Memo y Javier (quienes no andaban con los demás de la palomilla en la Ciudad de México, ellos se habían quedado en el pueblo, Memo trabajando con su papá, y Javier estudiando ingeniería en la UNACH). Mis amigos escribían a sus novias, yo no tenía novia a quien escribirle, pero sí tenía a mi prima Nora, quien me enviaba cartas muy bonitas, rotulaba el sobre anteponiendo ingeniero a mi nombre. ¡Ay, mi niña bonita!
Pero cuando regresé a Comitán dejé de escribir cartas, mas el gusanito me hizo buscar en la revista Mecánica Popular una sección que era muy gustada: amigos por correspondencia, así comencé a enviar cartas a una amiga en Paraguay.
Ahora te escribo cartas a vos, desde hace ya varios años, muchos. A vos te cuento todo lo que pasa en casa y lo que sucede en la ciudad, lo que alcanzo a ver, porque muchas cosas no las veo o cierro los ojos para no mirarlo, a veces (qué cobarde) cierro los ojos ante el deterioro que se da en la ciudad, veo cómo se degrada en algunos sitios, pero encaramo el recuerdo del Comitán que viví en los años de mi infancia y, como si fuera un mago inocente, hago el conjuro y desaparezco la mugre y la suciedad y vuelvo a pensar en los sitios de las casonas, llenos de árboles frutales, donde con los amigos jugábamos carritos e imitábamos las escenas que habíamos visto en el cine, en el Comitán o en el Montebello.
Posdata: no sé si ahora los niños y niñas juegan a imitar a los héroes que ven en el cine o en la televisión o en los videojuegos, no sé si tienen la oportunidad de vivir la emoción que vivimos nosotros cuando nos creímos Tarzán o Santo, el enmascarado de plata. Ojalá salgan al aire libre y disfruten la vida lejos del encierro de sus recámaras, donde, lo único que hacen es imitar a los hikikomoris japoneses.
¡Tzatz Comitán!
