lunes, 8 de julio de 2024

CARTA A MARIANA, CON ESPACIOS

Querida Mariana: en el principio nada había, era un terreno yermo, pero mi papá proyectó su casa y los albañiles la construyeron. Esta historia se ha repetido, con variantes, durante siglos. Las casas de Suiza son semejantes a las mexicanas, pero con diferencias sustanciales. En Comitán construyen casas con losas casi horizontales, en Suiza, por la nieve, los techos deben ser con pendientes, para que el cielo no se caiga, como sí sucedió en el cuentito del pollito. Mi mamá cuenta que cuando nos pasamos a vivir a la nueva casa el maestro albañil enterró una gallina negra muerta, mi papá me llamó y dijo: esta será tu recámara, entramos y yo me sorprendí ante un cuarto de dimensiones generosas, con tres puertas (una daba al corredor, y las otras dos daban a otros cuartos, así era la costumbre comiteca: los cuartos tenían puertas que los comunicaban entre sí, la intimidad era un misterio abierto). Hasta entonces había dormido en la recámara de mi papá y de mi mamá, ahora tenía un espacio para mí solito. Poco a poco le fui imprimiendo carácter, en la cabecera de la cama pegué calcomanías que estaban de moda y en la pared colgué un banderín deportivo y un póster de equipos de fútbol soccer. Tuve un mueble de madera que sirvió para colocar las revistas de monitos y los libros que comencé a adquirir. Ahora, viejo de setenta y siete, busco las huellas de mi personalidad; lo del deporte era algo que no estaba en mi carácter, era algo que desde entonces me persiguió: un afán de búsqueda, un algo que me acercara a los demás, tal vez colgué los carteles deportivos para decirles a los demás que yo también era un ser normal, que no era un individuo extraño que tenía como su pasión la lectura. Los lectores y lectoras, desde entonces, pertenecen a una raza especial. Por primera vez tuve un espacio sólo para mí, un verdadero privilegio. Muchos de los amiguitos de ese tiempo compartían las recámaras con sus papás o con sus hermanos. En una ocasión por primera vez entré a una habitación que tenía literas de madera, el amiguito me explicó que las de la derecha eran para las hermanas y las de la izquierda era para su hermanito y él. Las dos literas estaban separadas por un pasillo estrechísimo, el ambiente era asfixiante, la pequeña ventana del fondo no alcanzaba para que entrara el sol ni para que saliera el olor a humedad. Mi amiguito sacó un juego de lotería mexicana, me invitó a sentarme en la cama que le correspondía al hermanito para jugar. No soporté, le dije que mi mamá me había dado permiso sólo para estar media hora. Busqué, como buzo desesperado, la burbuja de aire. Mi espacio se fue transformando poco a poco, un día amaneció con un escritorio de madera que me regaló mi papá, una lámpara de mesa, un caballete donde coloqué lienzos para pintar o dibujar, más otro mueblecito para colocar libros, porque el primero ya estaba lleno. Un día quité los banderines deportivos y pegué el cartel con la foto de un escritor, siempre me quedé con el gusto de pegar un póster de Marilyn (aunque, Quique lo recordará, en el cuarto que nos tocó en la casa de tía Anita, en la colonia Roma, sí pegamos el póster central de una revista para adultos, donde apareció nuestra ex compañera de la secundaria, la actriz Lety Pinto, que, hermosísima, mostraba sus atributos físicos sin pena alguna). Tuve amigos que también gozaban de espacios especiales para ellos, no compartían recámaras con hermanos, tíos o abuelos. Conforme conocí esos espacios supe que ellos no dudaban en sus gustos y preferencias, en sus llamados vocacionales, el amigo Roberto tenía una gran batería; Jaime poseía más de cuatro raquetas de tenis, colgadas en una pared; Agustín tenía varias piezas disecadas de pájaros que había conseguido en las cacerías que emprendía con su papá; Romeo había pegado decenas de carteles con cantantes y grupos de rock and roll. Cada uno definía su carácter a través de los cuartos decorados, cada uno mostraba por dónde iría su camino. ¡Dios mío, qué fui a hacer a la Facultad de Ingeniería, en la UNAM, cuando mi cuarto me gritaba todos los días, a todas horas, por dónde estaba mi gusto, mi vocación profesional! En dos ocasiones (gracias, niña mía) he estado en tu recámara, y he tenido el privilegio de ver que ahí tenés carteles de tus películas favoritas. No sé cómo le hiciste para conseguir el cartel original (el que fue exhibido en los vestíbulos de las salas del mundo) de la cinta “Manhattan”, de Woody Allen. Posdata: me has contado que desde niña tenés la cámara súper ocho que te regaló tu abuelo. Vos sí nunca dudaste, no tenías qué buscar el reconocimiento de los otros pareciéndote a ellos. Te admiro. A mí, por mi inseguridad, me costó trabajo hallar mi camino, pero, ahora, por nadie me cambio. Admiro lo que hacen los otros, pero estoy seguro de mi pasión. ¡Tzatz Comitán!