domingo, 24 de noviembre de 2024
CARTA A MARIANA, CON LIBRO
Querida Mariana: Paty Cajcam y yo fuimos a Porrúa. Es un privilegio tener librerías en los pueblos. En Comitán tenemos a la Proveedora Cultural y a Porrúa. Paty y yo compramos, entre otros, “El niño que fuimos”, novela de Alma Delia Murillo.
“La cabeza de mi padre” fue la primera novela que leímos de Alma Delia. Nos dejó un grato sabor de boca. Hablo en plural. Tal vez el título del libro que compramos ayer así me lo demanda: “El niño que fuimos”.
¿Vos recordás tu niña? Estoy seguro que sí. Todas las personas, algunas más, otras menos, recordamos el niño que fuimos.
En mi caso, mi niño ya creció más de sesenta años; en el caso de Paty su niña ha crecido más de treinta. ¿Qué diferencia existe en esas medidas diversas?
No sé. Hablaré por mí, por mi niño. Las personas, a medida que crecen, hablan del crecimiento como si subiéramos sobre una montaña o un edificio. Es común escuchar a algunas personas que dicen: “estoy en el sexto piso”, con lo que explican que ya cumplieron sesenta años. Todo es ascenso. Es una idea simpática, porque los cuerpos, a medida que envejecen, tienen más dificultades al subir escaleras (bueno, Temo Alcázar es una bendita excepción).
¿Por qué entonces hablamos de los años como un ascenso? Debe ser el optimismo que nos impulsa a ello, porque, en realidad, hay una parábola en el crecimiento. Hay un instante en que los seres humanos dejamos de crecer (lo que da la idea de ascenso), se llega a una meseta y luego, según entiendo, comienza un descenso. El sexto piso no está en la parte superior de un edificio, sino en pisos inferiores. Es como si el edificio corporal subiera al cuarto piso y luego se encontrará con la terraza donde está el vacío o una escalera que lleva a la parte inferior, es como un edificio alterno que conduce al quinto piso, al sexto, al séptimo…, pero siempre hacia abajo, porque de acuerdo a la costumbre (recordá que Sabines dijo: “qué costumbre tan salvaje, ésta de enterrar a los muertos”) los seres humanos vamos hacia la tumba, hacía allá nos dirigimos.
Hoy comenzaré a leer “El niño que fuimos”, pero el título me envió de inmediato a mi niñez. Conforme he ido creciendo el niño que fui asoma con más precisión. Ya he comentado que fui feliz, la compañía de mi papá y de mi mamá fueron una burbuja apacible, donde todo era armonioso. Si tuve algún problema, éste se diluyó porque ellos eran magos, bastaba un sencillo pase mágico para eliminar la costra o la niebla. Ahora, incluso, pienso que además de mi papá y de mi mamá tuve un gran amigo que me confortó: el pueblo, digo esto porque, todo mundo lo sabe, el Comitán de mi niñez fue un pueblo igual de plácido. No fui un niño que saliera a jugar a la calle con los compas del barrio, ¡no! Fui un niño cuidadito, si salía de casa lo hacía de mano de la sirvienta, pero la calle era como una extensión más del sitio de la casa. He contado que viví, casi hasta los siete años de edad, a media cuadra del parque central. ¿Mirás lo que digo? Fui un niño afortunado, el parque central fue mi patio de juegos. Después de sesenta años sigo viéndolo como mío. Lo presto para que los comitecos y las comitecas de ahora paseen por él, para que el Señor Fox y Estrellita lo adornen para que los propios y visitantes se tomen las fotos de recuerdo en navidad. Lo presto. Soy como el loquito de la película “Cinema Paradiso” que se piensa dueño de la plaza y cuando llega la noche corre a todos gritando: “la piazza é mía”. Sé que esta idea no es sólo mía. Muchos de mis contemporáneos hicieron suyo el pueblo, caminaban y jugaban como si lo hicieran en los patios de sus casas. Muchos de los niños y niñas de mis tiempos montaban bicicletas y recorrían todas las calles sin problema, porque los autos no se habían adueñado de ellas (ahora, hay un brutal incremento de motocicletas, de tal suerte que los espacios destinados a estacionarlas ya son insuficientes y se adueñan de los espacios destinados a autos, con lo que los automovilistas cada vez encuentran menos lugares para estacionarse). ¿Alguien te ha contado que los niños y niñas de los años sesenta se trepaban en los llamados “carretones” y se deslizaban por las pendientes? Nunca lo hice, pero sí los vi y disfruté casi la misma alegría de ellos y ellas al bajar como bólidos.
Posdata: todos deberíamos hacer un ejercicio para retrotraer “el niño que fuimos”, porque ahí está la simiente de lo que somos. Hoy comenzaré a leer el libro de Alma Delia. Sé que entraré a un túnel que me llevará a mi propia experiencia, porque yo también fui niño. En mi caso el pasado no está tan lejos (a pesar de la distancia de sesenta años) y esto es así, porque la esencia de mi niñez sigue presente, tal vez por esto ahora tengo temor de lo que pasa en el pueblo presente. Mi pueblo fue niño inocente, hoy ya es un viejo medio perverso. Los niños no caminamos con la misma tranquilidad de antaño.
¡Tzatz Comitán!