miércoles, 14 de mayo de 2025

CARTA A MARIANA, CON VELLOS

Querida Mariana: te comparto el boceto de un cuadro de Tamayo. No puedo enviarte copia del cuadro original, porque aún muerta continúa la presencia de Olga Tamayo. Olga cuidaba todos los intereses monetarios de su famoso esposo. No dejaba que alguien se acercara a pedir un autógrafo porque, decía, luego ese autógrafo lo venderán. Rufino pintaba y Olga comerciaba. Las fotografías que suben en redes sociales de cuadros de Tamayo tienen restricciones y amenazan con sanciones si se comparten. Bobos. Ya ni Picasso ni Modigliani. Milagro no cobran por ver el mural de Tamayo que está en Bellas Artes. Pero como el cuadro sí está en redes sociales disponible para cualquiera te invito a que entrés a Internet y lo mirés. Se llama “Figura blanca desnuda” y Rufino lo pintó en 1950. Remarco dos conceptos: lo de figura desnuda y el año. Rufino y Olga no tuvieron hijos, pero imaginemos que sí los hubieran tenido y que ellos se hubieran casado y que un nieto Tamayito fuera pintor ahora. Sigamos con el juego, el Tamayito habría heredado el talento para mezclar los colores en forma sensacional y una tarde, en su estudio, cerca del museo que lleva el nombre de su abuelo colocaría una tela sobre el caballete y dibujaría el boceto de una figura femenina desnuda (tal vez no blanca). Digo que el cuadro terminado no tendría la forma geométrica, casi cubista, ni tendría el vello púbico. ¡No! Los cuadros de figuras femeninas desnudas de mediados del siglo XX mostraban pubis con la mata de vellos que crece en esa zona. ¿Ahora? No, querida mía, en estos tiempos hay una moda donde las chicas se rasuran. Los chicos de estos tiempos no entenderían si comentara que en los años setenta tuve la oportunidad de asistir con un grupo de amigos a un burlesque que había en la Ciudad de México, mi recuerdo (lo he contado en ocasiones anteriores) dicta que en el vestíbulo del teatro (¿por qué en mi cabeza tengo el nombre de Apolo?) había un grupo de vendedores que ofrecían revistas con chicas desnudas, fotografías de las chicas que se encueraban en el escenario del teatro. Entramos, nos sentamos a mitad de la butaquería, el ambiente estaba lleno de humo de cigarro y de rumores de los calenturientos espectadores que esperaban emocionados el inicio del espectáculo (debí decir esperábamos emocionados). Un redoble musical pareció accionar el dispositivo que apagó las lámparas de la sala y prendió el reflector donde el maestro de ceremonias dio las buenas noches y dijo que presenciaríamos un espectáculo de primer nivel con las mujeres más hermosas de México. Conforme se desarrolló el programa me di cuenta que eso de las mujeres más hermosas era un mero recurso para motivarnos, porque las chicas (algunas ya de edad) tenían algunos gramos de grasa repartidos en su cintura que les hacía una sombra en el vientre, una sombra de llanta Michelin. La audiencia casi aullaba a la hora que la chica en turno se contorsionaba y, con malicia, nos daba la espalda y se quitaba el seguro de sujetador. Todo mundo esperaba, con gritos desaforados, que ella se diera la vuelta y mostrara sus pechos (algunos como de montaña virgen y otros como peras magulladas). Esto era el preámbulo que todos esperaban, el momento sublime, único, misterioso, donde la chica, con ambas manos, deshacía las cintas que sujetaban el calzoncito y dejaba a la vista de todos el pubis. Pero este cierre magnífico se daba cuando la audiencia aullaba a coro: ¡pelos, pelos! La perrada, con ese grito unánime, pedía que la chica mostrara los vellos de su pubis. Podrá parecer prosaico lo que acá cuento, pero eso era el colofón de una escena maravillosa. Estoy hablando, ya lo dije, de los años setenta. En ese tiempo el sexo femenino aún tenía su carga de misterio y ver el pubis velludo de una chica era hallar una joya en la gruta. La reina de la sensualidad había hecho el gusto del hombrerejaje, les había concedido el deseo. Había un instante donde el grito se volvía murmullo, donde todos los hombres admiraban lo que la mujer concedía sin regateo. Era la catarsis general, todos los movimientos previos habían sido el preludio para este esperado momento, donde el grito era la fuerza que deshacía las cintas del calzoncito de la reina y ella no se mostraba como Dios la trajo al mundo, sino como el mundo la hizo ya a sus veinte, treinta o cuarenta años. La artista sonreía satisfecha y, con grandes zancadas, corría para ocultarse detrás de las cortinas. El maestro de ceremonias anunciaba a otra chica y la emoción volvía a aparecer. Posdata: no sé si haya todavía ese tipo de representaciones, pero imaginemos que sí. ¿Qué gritarían los chicos de estos tiempos a la hora que la chica sólo se quedara con la parte baja del bikini? Los cuadros de mujeres desnudas del siglo XX todavía mostraban el triángulo bendito. ¿Hoy? Ahora debe ser como la continuación de un desierto. ¡Tzatz Comitán!