viernes, 30 de agosto de 2024

CARTA A MARIANA, CON UNA FUNCIÓN DE CINE

Querida Mariana: el otro día vi una película dirigida por el gran Wim Wenders. En una de las escenas el protagonista entra a una sala y se sienta en una de las butacas. Me atenazó el recuerdo de las salas cinematográficas de nuestro pueblo (el Cine Comitán y el Cine Montebello). Las butacas del cine alemán eran muy semejantes a las que tuvimos en los cines comitecos. Todos los cinéfilos comitecos nos sentamos en butacas que no eran acojinadas como ahora. Si me exigieras describirlas diría que eran hechas de una especie de triplay, grueso, pero maleable, porque el asiento tenía una curvita en la parte delantera y el respaldo una curvatura que permitía que la espalda se acomodara. Tal vez el diseño de estas sillas fue como el abuelo de las actuales ergonómicas. Jamás, lo juro, me sentí incómodo en esas sencillas butacas de madera (recuerdo que las del Cine Comitán estaban pintadas de un rojo quemado y las del Cine Montebello estaban pintadas en color azul). Vi la película de Wenders y supe que en el mundo hubo salas cinematográficas como las nuestras. Las butacas que aparecen en la cinta “Cinema Paradiso” no eran como las nuestras, esas sillas estaban acojinadas en el respaldo. Ah, mis paisanos italianos siempre han ido adelante de nosotros. El otro día hallé esta fotografía en redes sociales, la bajé del muro de “Noticias del sur”. Es una toma estupenda. Se logra ver casi toda la fachada del edificio que hoy ocupa el Teatro de la Ciudad. ¿De qué año es la toma? No lo sé, pero por el cabello largo que tiene el chico que camina a media cuadra puedo decir que es de los años setenta. Si mirás con atención verás que el Cine Montebello ocupaba parte del edificio, en la esquina había negocios diversos y en la parte de arriba hubo un billar en algún momento. ¿Cuántos de los balcones pertenecieron a la sala cinematográfica? Tampoco lo sé. La única certeza que tengo es que el primer balcón de la izquierda no pertenecía al cine. Tal vez a partir del segundo ya correspondía a la parte superior de la sala. Esta es una fotografía estupenda. Jugué a imaginar que soy el chico de cabello largo, pantalón acampanado, que camina tranquilamente a mitad de la calle. Me dirigía al cine (como lo hice cientos de veces). Ya he dicho que en esta sala exhibían las películas extranjeras, el Cine Comitán, casi siempre exhibía películas mexicanas y, los domingos, ahí era la Matiné. Frente a mí están las vidrieras donde colocaban los cartelones de los próximos estrenos, asimismo colocaban el programa diario que tenía los horarios y los precios. Por ahí hemos visto algunos programas de esos tiempos, que eran impresos en la imprenta de Don Chinto Naciff. Debajo de donde está el letrero de Cine Montebello hay una puerta, dos vitrinas y otra puerta más grande. En esta última estaba el vestíbulo del cine, la cafetería y la taquilla. Acá me dirijo hacia las vidrieras para ver qué exhibirán en la tarde (hay otra fotografía más reciente donde el anuncio es otro, está colocado más a la derecha, casi encima de la entrada, y las palabras están separadas, no corridas como acá se ve, sino en dos líneas). Hace tiempo te pasé copia de la fotografía de un programa donde estaba impresa la programación del Cine Comitán de un lado y del Cine Montebello del otro. El formato era invariable, lo que cambiaba eran los nombres de las películas y los horarios. La fotografía que te compartí fue del programa del jueves 16 de febrero de 1967 (Dios mío, ya llovió, en ese tiempo estaba a punto de cumplir los diez años de edad). Para que tengás una idea de cómo eran los programas diré que la función comenzaba a las seis de la tarde; luego había un ligero intermedio que servía para ir a la dulcería o a los sanitarios y a las siete de la noche con cuarenta y cinco se exhibía la segunda película, al término, a las nueve con veinte, se repetía la primera película. Si le echamos pluma vemos que la primera cinta duraba como hora y media, por lo que quien se quedaba a ver la última función salía, más o menos, al diez para las once de la noche. Como había permanencia voluntaria, lo que significaba que nadie te corría de la sala, hasta que ya era hora de cerrar, muchos cinéfilos entraban al cine a las seis y salían a las once. Los precios de 1967 eran, en el Cine Comitán, de cuatro pesos la luneta y dos pesos el anfiteatro (la gayola), en el Cine Montebello sólo había un precio: cuatro pesos por peludo o peluda. Posdata: dije que jugué al ver la película, me acerqué a las vidrieras a ver los cartelones, a las cinco y media de ese día pasé a la tienda de estambres de mi mamá y ella, generosa, linda, abrió la caja registradora y sacó un billete de diez. Di las gracias y fui al cine, pagué los cuatro pesos, recibí el boleto y pasé a la cafetería a comprar una bolsa de cacahuates japoneses y una Pepsi que me sirvieron en un vaso encerado, entregué el boleto, hice a un lado una cortina pesada, de color azul y busqué un asiento en la planta baja, me senté en una de las butacas de madera y esperé que las luces se apagaran y la magia del cine se proyectara sobre la pantalla. Sí, yo fui feliz en el cine que acá se ve. En el Montebello vi Drácula; escuché por primera vez la canción “Downtown”, con Petula Clark, canción fabulosa, en un documental de la canción europea; vi “Donde las águilas se atreven”; y una cinta en blanco y negro, emocionantísima, donde en un tráiler trasladan una carga de una sustancia explosiva, por más que busco en Internet no logro hallar el nombre. Por alguna extraña razón, en el Montebello vi por primera vez la gran película mexicana “Los olvidados”, de Luis Buñuel. Ya dije que la mayoría de películas mexicanas eran proyectadas en el Comitán; pero de igual manera, a veces, en el Comitán exhibían estrenos extranjeros, como cuando exhibieron ahí “El Cid”, con Charlton Heston, y vi entrar al padre Carlos, con un abrigo negro de tela muy elegante. Habrase visto, ¡el padre Carlos en el cine! ¡Tzatz Comitán!