sábado, 13 de octubre de 2018

CARTA A MARIANA, DONDE HAY UN LETRERO DE VENTA DE VINAGRE CASERO




Querida Mariana: ¿Ya viste el letrero que está en la baranda de esta tienda? Dice: Se vende vinagre casero. Entiendo, por la certeza del letrero, que adquirir vinagre casero es garantía de calidad. La cocinera puede decir a la hora que presuma de un guisado que empleó vinagre hecho en casa. Entiendo, hasta donde da mi conocimiento culinario, que este vinagre puede ser hecho de piña o de manzana. A veces he visto en casa que mi mamá corta la piña, me ofrece la fruta y las cáscaras las mete en un bote de cristal lleno de agua. Lo deja reposar como quince días, luego le agrega piloncillo y deja que repose otros cinco días. Este momento es prodigioso, porque el agua comienza a tomar un color piedra de ámbar, de atardecer comiteco. Mi mamá raya zanahoria, pone a cocer los trozos, luego le agrega cebolla sofrita y le echa vinagre y un poco de agua, una pizca de pimienta de la tierra, orégano, hojas de laurel, una pizca de sal y lo pone a hervir. Es una especie de los llamados “picles” que hace mi mamá y que yo como con una tostada horneada con frijol molido. Digo que esto es mi privilegio, comer en casa unos picles, como anuncia el anuncio de este tendejón sancristobalense: ¡caseros!
Antes de seguir con esta carta, querida mía, debo decir que adoro los espacios que son como los de esta fotografía. Sí, lo sé, son tiendas que están en proceso de extinción. Los Oxxo nos han quitado una parte fundamental de nuestra identidad. Nos han quitado, por ejemplo, la belleza sencilla de la baranda de madera que servía para evitar que los perros entraran y que era un ritual maravilloso. Recuerdo de niño apoyar mis manos en la baranda, mientras mi mamá decía: “Buenas tardes, doña Emita”. Adentro se escuchaba un lejano: “Entren”. Mi mamá entonces, en un movimiento exacto tomaba la baranda, la destrababa y la recargaba en una hoja de la puerta, también de madera. El colmo de la belleza de la tienda de doña Emita era el piso, también de madera y los estantes y el mostrador (igual que los de esta fotografía) del mismo material. No sé qué dirás vos, pero yo debo decir que la madera propiciaba una calidez como de alfombra de juncia. Ayer entré a un Oxxo porque debía hacer un depósito (sí, vos lo sabés, en los antiguos tendejones hacer depósitos no es posible. En mis tiempos, sólo en los bancos se hacían los depósitos; es decir, antes había instituciones especializadas, ahora hay tiendas donde comprás de todo, por todo, para todo) y establecí la diferencia notoria: puertas de cristal, mostrador de material plástico y piso con losetas brillantes. Sí, debo reconocer que estos espacios posmodernos están iluminados y provocan una imagen impoluta, pero fría, distante. Es una bobera lo que diré: Extraño la penumbra de las misceláneas antiguas; cierto olor a humedad, cierto olor a viejo. Ahora lo único que expele el aroma a viejo es mi cuerpo. Debo confesar extraño ir de la mano con mi mamá a la tienda de doña Emita. Doña Emita, igual que su canario y que su loro, ya murió. A veces llegábamos, mi mamá tocaba y desde adentro del patio se oía: “Entren”; a veces no era doña Emita quien respondía, ¡era el loro!, loro que también sabía cantar el himno nacional y decía malcriadezas. A veces escuchábamos: Pendejos, pendejos, y sabíamos que no era doña Emita quien decía las groserías.
Agradezco a mi mamá que prepara el vinagre en casa; sin duda, muchos clientes de esta tienda también agradecen que los propietarios vendan vinagre casero. Tal vez en San Cristóbal el vinagre lo hacen con manzana. Hay muchísimos árboles en la zona de San Cristóbal, árboles que producen manzanas riquísimas, grandes, con el mismo color que tienen las chapas de los habitantes de aquella entrañable ciudad.
Amo los lugares que son como esta tienda. Me encanta la profusión de elementos que producen un retablo lleno de color y de aromas. ¿Ya viste los pomos llenos de duraznos encurtidos? No sé bien, pero creo que esos pomos reciben el nombre de vitroleros. A mí me seduce esta palabra, el sonido que provoca cada vez que alguien lo pronuncia tiene un ritmo de vitrola. ¿Sabés a qué se le llamaba vitrola? A un aparato que reproducía el sonido. La vitrola era como una consola, como un reproductor de CD. Vitrolero me suena a eso, ¡a vitrola!, ¡a sonido! ¿Por qué? Porque en mi casa de infancia un día encontré un vitrolero en la bodega, era un pomo pequeño, como si fuese un juguete o un chunche para jugar en la casa de muñecas. Lo tomé prestado y lo llené con canicas hasta la mitad. Por las noches, antes de dormir, lo tomaba con ambas manos por los extremos y hacía que las canicas fueran de un lado a otro. Había ocasiones que provocaba oleajes de mar, en otras ocasiones provocaba carreras de autos o, si volteaba de más el pomo, provocaba aludes en altas montañas. Pensaba que ese vitrolero era mi vitrola generadora de sonidos. Mi mamá odiaba tal sonido (ella decía que era un ruido insoportable). Tal vez ella había olvidado sus años niños, porque todos mis amigos celebraban, cuando llegaban a casa, el sonido de las canicas. Decían que lo que hacía era genial. ¿Genial? Yo decía que no, que era una simpleza, pero luego comprendía que ninguno de mis amigos tenía vitroleros en su casa; nadie hacía esa música que yo diseñaba todas las noches. Una vez, Armando me dijo que probara a colocar las semillas del árbol de chío (estas semillas las usaban los boleritos para jugar canicas en el parque. Todavía -¡qué bueno!- hay un árbol de chío en el parque central). Lo hice, cambié todas las canicas de cristal por los chíos. El sonido cambió, fue más ronco, más como de carrera de pasos de viejo cansado. Supe entonces que mi vitrola personal podía generar miles de sonidos, dependiendo del movimiento que imprimían mis manos y del material. ¿Cómo sería el sonido con decenas de balines de metal, de esos que Enrique tenía en su casa y había conseguido en el taller mecánico de su papá? Una tarde fui al taller y le pedí a Enrique que me regalara balines. Esa noche fue prodigiosa, porque el vaivén de las bolitas de metal consiguió un sonido que, ahora lo pienso, habría entusiasmado a las bandas de rock pesado y a todos los metaleros de estos tiempos. El contacto del metal con el cristal fue como una explosión de aviones contra ventanales. Fui cambiando los materiales y los fui mezclando: Un día coloqué hojas secas y las moví, otro día metí dulces revueltos con monedas, luego probé con llaves revueltas con piedritas de río, más tarde metí cacahuates pelados y sin pelar, corcholatas, pedazos de tostada con ramitas de laurel. Cuando hice el último experimento el sonido provocado fue insólito, pero amortiguado. Lo que descubrí en esa ocasión fue que al abrir el pomo salía un aroma grato, como de montaña al amanecer. Entonces (mi mamá dio gracias a Dios) dejé de meter objetos extraños en el pomo, comencé a meter hojas que producían aromas, como hojas de albahaca, menta o hinojo. Luego incorporé flores (secas y frescas). Una tarde, Armando llegó y cuando abrí el pomo y el metió su nariz dijo: “Pucha, huele como el cuarto de mi abuela”. Disfrutaba esos aromas. Antes de acostarme, abría el pomo y aspiraba esos hilos perfumados. Yo sabía que estaba haciendo algo que tenía relación con el letrero que está en esta fotografía de una tienda de San Cristóbal de Las Casas, estaba haciendo “sueños caseros”.
¿Ya viste el letrero de “Cervecita dulce”? Esa cervecita es una riquísima tradición coleta. En esta tienda la siguen manteniendo. Rocío odia la cerveza, porque una vez que la probó dijo que estaba muy amarga, que no entendía cómo las personas la tomaban. Sí, la verdad es que la cerveza es amarga, debe ser por el lúpulo, no lo sé. La cervecita de San Cristóbal es dulce. Eso hace diferencia en el mundo. Además, esa bebida coleta no se llama cerveza, ¡no! Nadie llega a pedir una cerveza dulce, ¡no! Todo mundo pide una cervecita dulce. Ese diminutivo hace que todo sea más afectuoso, más de cordel de aire limpio. De igual manera, antes, las personas iban a la tiendita de la esquina. ¿Mirás? Había un diminutivo que describía el mundo tranquilo de antes de la invasión de los Oxxo. Esto último que dije parece título de película del Santo: Santo contra la invasión de los Oxxo. ¡No suena mal! No suena mal, pero es una mera ilusión, porque Santo ya no está para defendernos de esa pandemia que cada día ahoga a las tienditas afectuosas con estantes de madera, con mostradores de madera, con pisos de madera, con barandas de madera.
Posdata: ¿Ya viste que hay un pomito con incienso? A ver, a ver, quiero ver el Oxxo en el que vendan incienso, quiero ver el Oxxo en que vendan vinagre casero, quiero ver el Oxxo en que vendan cervecita dulce, el Oxxo en que vendan duraznos encurtidos. Quiero ver el Oxxo en que, desde adentro, el pinche loro diga: ¡Entren!, y luego, imitando la voz de doña Emita, agregue: Entren, pendejos, entren.
Soy, irremediablemente, un viejo que extraña cosas. Por eso, cuando me topé con esta tiendita en San Cristóbal, me quedé viendo durante muchos minutos todo lo que ahí había. Apoyé mis manos en la baranda y pensé que era yo un cursi con las manos sobre la baranda de un trasatlántico viendo el oleaje del mar en un atardecer, y cuando vi los vitroleros pensé en mi vitrola de infancia y escuché el sonido del mar que yo provocaba cuando las olas de canicas iban de un lado a otro. Tal vez la palabra vitrolero viene de vidrio, no lo sé. Tal vez nada tiene que ver con vitrola. Tal vez.