miércoles, 10 de octubre de 2018

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA




No se trata de engañar. Es una canoa, pero no está sobre el agua, elemento que sería su condición natural. ¿Puede decirse que es una canoa vieja, que por su vejez ya no disfruta de las lagunas y ríos como en su juventud?
Si pienso que lo que está en primer plano es la proa de la canoa, puedo decir que se notan las arrugas en su rostro cansado. Las estrías no son las naturales de la madera, ¡no!, son arrugas húmedas, como si la mano del tiempo le hubiese dado un guantazo.
No se trata de engañar. Los chiapanecos saben que esta canoa está varada en una casa frente al museo Na Bolom (que los guías explican que significa Casa del jaguar, Na: casa, Bolom: jaguar). Los lacandones supieron que Frans tenía el apellido Blom, le decían Bolom.
Nadie me explicó, pero deduzco que esta canoa proviene de la región lacandona. Todo adquiere sentido. Digo que todo adquiere sentido, porque cuando me acerqué quedé patidifuso (como decía la tía Raquel). ¡Ah, qué canoa tan grande! Jamás en toda mi vida había estado cerca de una canoa tan grande. Y esto es así porque no soy hombre de mar. Pero aunque lo fuera. No creo que alguien de Tonalá tenga a su alcance una canoa tan grande. Digo que esto debe ser porque en la costa chiapaneca no hay árboles tan grandes como sí los hubo en la Selva Lacandona.
Cuando Frans anduvo por la Lacandonia, los árboles eran enormes troncos que dialogaban con las nubes, se alzaban con el mismo sueño que alimentó a los gigantes. Yo, debo confesarlo, vengo de una tierra en que los árboles son más modestos, coquetos como el tenocté, pero modestos en su talla. Aunque, ahora que lo pienso, también tengo a la mano al árbol madre de los mayas: la ceiba, que es rotundo, como garra de jaguar, pero (hay que decirlo) es un árbol escaso. La selva es una ventana más luminosa. Si uno ve fotografías de la Lacandonia de los años cuarenta, por ejemplo, observa un ejército de enormísimos árboles, hay lugares donde el piso (húmedo, lleno de hojas secas, con olor a podrido) no alcanza a pepenar un rayo de sol, porque el tapesco vegetal es una mano divina que cubre todo el espacio.
No se trata de engañar. Esta canoa tiene muchos años que no prueba más agua que la de la lluvia. Es como si fuera una anciana a la que bañan, en lugar de la adolescente arrecha que se aventaba, desnuda, soberbia, con los pechos al aire, y nadaba en las aguas del Tulijá.
No se trata de mentir. Ahora, en lugar de dormitar en la orilla del río, se retuesta en medio de un jardín. Ya no hay casas de palma, ahora está al pie de una casa con corredor y techo de teja.
No sé si la madera tenga memoria, no sé si esta canoa, de vez en vez, añora aquellos años y aquellas tierras.
Es una canoa enorme. Más grande que un cuarto de dimensiones normales, más grande. Yo, jamás había visto una de estas dimensiones. La observé con atención y descubrí algo que cualquier mortal descubre a primera vista: la canoa está hecha de una sola pieza; es decir, es un tronco tallado, casi podía decir ¡desvaciado!, aunque la palabra no es prestigiosa. El lacandón tomó un instrumento con filo y comenzó a raspar la panza del tronco hasta dejar este prodigio que navegó todos los ríos y ahora alienta todos los sueños.
No se trata de engañar. No me engañé. No sé nadar. El agua me provoca pánico. Pero cuando estuve frente a este tronco vuelto nave, imaginé, sólo por un instante, que me trepaba y bogaba por en medio de esos árboles. El viento me sobaba la cara y las manos (sólo eso, porque como siempre tengo una chamarra y camisa de manga larga, el aire difícilmente juega en mi piel).
Imaginé que acompañaba a Frans, imaginé que él, recostado sobre la barca, con los brazos sobre los bordes, en posición de águila, señalaba hacia la orilla y yo veía, entusiasmado, temeroso, un lagarto que se echaba al agua y nadaba hacia nosotros.
No se trata de engañar. Cuando el lagarto, también enormísimo, estuvo cerca de la canoa, yo me bajé del barco de la imaginación y dije que estaba en San Cristóbal, que estaba frente al museo Na Bolom, que no había peligro alguno, que todo estaba bien. Sudaba, sin duda de miedo, pero estaba contento, porque jamás, lo juro, había estado tan cerca de una canoa tan grande, talla de un solo árbol.