miércoles, 24 de octubre de 2018

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA QUE A VECES ME DEJO IR, COMO EL AIRE




Querida Mariana: A veces veo la vida como cuando iba al Cine Comitán. Iba muy seguido al cine, sin importar qué película exhibirían. Compraba el boleto, se lo daba al señor que lo depositaba en una urna de madera y luego compraba una orden de tacos, un refresco de cola en vaso encerado y entraba a la sala, dispuesto a divertirme. ¿Qué película exhibían esa tarde? ¿Una obra maestra? ¿Un soberano churro? No me importaba, yo, como gato, me enredaba en la butaca y, mientras comía los tacos, disfrutaba ese genial invento del género humano.
Ayer fui al Museo Rosario Castellanos, con el mismo ánimo. Fui sin espíritu criticón. Fui a divertirme, a dejar que los muchachos (dos) que ahí realizan su servicio social me explicaran lo que han aprendido del acervo de las diferentes salas.
Entré y disfruté la casa desde la entrada, que es un zaguán de esos que antes era distintivo de los hogares comitecos. La casa es una casa tradicional, de gente de paga (fue residencia de don Jaime De la Vega, papá de Jorge De la Vega), tiene tres corredores con arcos y pilares.
En la entrada, cuatro muchachos de servicio (estudiantes de la Escuela Rosario Castellanos) me atendieron, uno de ellos anotó mi nombre y me pidió mi número de teléfono. A todo lo que me pidió (yo, que soy medio cascarrabias) accedí con agrado. Estaba disfrutando mi estancia, paladeando la casa donde ahora está el museo dedicado a Rosario Castellanos. No siempre tiene oportunidad de entrar a una de esas casas de gente paguda.
Al terminar el registro de datos, dos muchachos, del CBtis 108, me dijeron que ellos serían los guías de mi visita. Ella, muchacha bonita que nació en Ciudad Victoria, Tamaulipas, y él, muchacho simpático que nació en Comitán, Chiapas, me dieron la bienvenida y me invitaron a pasar a la primera sala, en la cual hay una serie de fotografías que dan muestra de la evolución física del rostro de la escritora. En la primera foto se ve casi niña, puberta, con la carita limpia, y en la última hallé un rostro seco, con las cejas pintadas, repintadas como alas de cuervo. Si alguien me hubiese dicho que era el rostro de una actriz de Kabuki, esa forma teatral tradicional japonesa, lo habría creído, porque es como una estatua que tiene apenas delineados los labios que son una línea de horizonte, incapaz de tomar la forma sencilla y dúctil de la sonrisa. Es como un rostro labrado en piedra, con cien arrugas invisibles, pero intactas, eternas.
Los muchachos, Paola Mora González y Brian López Álvarez, me condujeron a la siguiente sala, donde me explicaron el árbol genealógico de Rosario. Ahí está señalado el nombre de la madre (Adriana, quien murió -según la línea del tiempo que ahí se encuentra- el uno de enero de 1949. ¡El uno de enero! Bah, qué día para morirse. Pero ahí también aparece otra Adriana, la hija de Rosario que nació el 12 de noviembre de 1959 y murió el 15 de noviembre de 1959. ¡Vivió tres días! Bah, qué manera de vivir. En esa sala hay vitrinas con libros de la escritora y hasta una máquina mecánica de escribir (réplica casi exacta de la que ella usó para redactar sus novelas, poemas, cuentos, obras de teatro y colaboraciones en el Excélsior).
Luego pasé a la siguiente sala en la que hay unos árboles sintéticos que aparentan ser verdes, pero que dan la sensación de estar secos. Ahí hay juegos interactivos y se pueden escuchar grabaciones de poemas con la voz de la poeta y, también, traducidos a lenguas indígenas. Un mensaje advierte que los museógrafos agradecen a Puertarbor la posibilidad de compartir sus grabaciones. Entiendo que dicha empresa fonográfica es iniciativa de una hija del poeta Óscar Oliva, amigo de Rosario.
En la siguiente sala hay una imagen de bulto (insisten en decir que tiene la misma altura que la escritora, a pesar de que, físicamente, no se parece a Rosario). En esta sala me divertí porque los dos guías me invitaron a llevarme un recuerdo del museo, me dijeron que me parara frente a una mesa, que colocara una hoja de papel blanco sobre un grabado realzado del rostro de Rosario y que, con un crayón negro rayara la hoja para que el rostro apareciera. Recordé que en la primaria hacíamos un ejercicio semejante: Tomábamos una moneda de veinte centavos y le colocábamos una hoja encima y, con un lápiz, hacíamos el prodigio de aparecer la imagen de la moneda. Todo era como magia. Bueno, hice lo que los muchachos me indicaron e hice aparecer el rostro de nuestra escritora, un rostro mucho más amable que el rostro Kabuki de la primera sala.
Posdata: A veces me va bien dejarme ir por la vida con la misma ingenuidad y emoción con las que iba al Cine Comitán. A veces me siento en la butaca y disfruto el espectáculo de la vida. Todo me parece bien, pienso que todo es como el vuelo de un colibrí y siento el aleteo suave, casi tierno.
Al final agradecí la compañía de Paola y Brian. Pensé que era bueno que ellos hicieran su servicio en ese espacio. Están conociendo la vida y la obra de Rosario. Esto es ganancia para el país y, por supuesto, para ellos. Les pedí su autógrafo en el grabado que recién había impreso. Acá te lo comparto, para que yo nunca lo pierda, para que siempre lo lleve en la memoria. Disfruté la visita. Tal vez algún día regrese. Tal vez ese día el criticón aparezca y opine sobre lo que al museo le falta. Por ahora gocé la posibilidad de ser un turista sorprendido, en mi propia tierra.
Agradecí y celebré la reapertura del museo Rosario Castellanos. Vos sabés que la administración municipal anterior cerró el museo durante diez o quince días del mes de septiembre. Ojalá que los comitecos no volvamos a permitir que las autoridades cometan desatinos semejantes. Fue una falta de respeto para la memoria de Rosario Castellanos, fue una bofetada infame a la inteligencia, una afrenta para las mujeres del mundo.