martes, 2 de octubre de 2018

SONIDOS




Compré un conejo de cuerda. Lo compré en el Mercadito. En realidad iba a comprar manzanas. Me encanta caminar frente a los puestos de frutas, llenos de naranjas, uvas, melones, kiwis, peras. ¡Ah!, todas las frutas formadas en líneas, como si fueran ejércitos de colores. Pero subí los escalones y lo primero que vi fue un pequeño puesto con juguetes de plástico. El puesto lo atendía una mujer de ojos cafés y pechos soberbios. Ella estaba sentada en una pequeña silla, inclinada hacia adelante, revisando su celular. Debo confesar que si ella no hubiera tenido esos pechos, yo no la habría visto y no hubiese hallado el conejo de cuerda. Vi los pechos de ella, porque asomaban por encima del borde de su blusa. Siempre que veo un par de pechos me gusta imaginar el tamaño de la areola y del pezón. Me gustan las areolas grandes, tal vez por esto me gusta ver los puestos de frutas, los melones, las manzanas. Había ido a comprar manzanas, pero las olvidé. Vi los pechos de la mujer y cuando ésta dejó de revisar su celular y me preguntó qué deseaba, titubeé en mi respuesta, quise decirle que quería… pero no lo dije, entonces tomé el conejo de cuerda, le di cuerda y vi cómo movió sus manitas y golpeó el tambor. Pregunté cuánto costaba, ella subiéndose tantito el escote de su blusa dijo que veinte. Pagué. Ella sonrió. Di las gracias. Volvió a sonreír.
Olvidé las manzanas. Bajé los escalones, me paré, di cuerda al conejo de plástico y un hilo de tristeza me amarró. Compré el conejo de cuerda, porque mi papá, cuando yo era pequeño, me regaló un conejo de cuerda que compró en la línea, en la frontera con Guatemala. Sentí tristeza porque entendí que los objetos no pueden sustituirse. Aquel conejo era de latón, por lo tanto, el sonido del tambor era diferente, más sonoro, más lleno de lianas de luz. El sonido de este conejo es sordo, de plástico. Supe entonces que el sonido es lo que hace la diferencia. Miré hacia la calle y escuché el ruido de los carros en fila en espera de que avance el de adelante. La calle del Mercadito siempre está atascada de autos, algunos automovilistas se desesperan y tocan el claxon o aceleran sin avanzar. Estos movimientos provocan un ruido espantoso. Cuando mi papá me regaló el conejito de lata, los sonidos eran más diáfanos, menos estorbosos; es decir, el rebumbio de los pocos carros y camiones estaba por debajo de los sonidos verdaderos: el martilleo en las herrerías, el punzón en la talabartería, el pedaleo de la máquina de coser en la sastrería, el paso lento de las mujeres en el interior del templo y el corte de carne en el mercado, que siempre el carnicero hacía sobre un tronco de madera.
El sonido del plástico es signo de estos tiempos. Ahora todo es plástico. Ahora que escribo este texto tengo a mi lado (sobre la mesa) el conejo de plástico. Una de sus manos está elevada, la otra reposa sobre el tambor. Ambas manos esperan que yo dé cuerda al muñeco para que, en movimiento sincrónico, provoquen el sonido del tambor. No lo hago. Imagino que lo hago, pero no lo hago, por el contrario, lo que hago es provocar que mi mente reproduzca el sonido original de aquel conejo que me obsequió mi papá.
Esto es lo que hago, a veces, cuando camino por las calles de Comitán. Me detengo en la banqueta, cierro los ojos y comienzo a eliminar el ruido de los autos y camiones. Discrimino los ruidos y logro, después de un prolongado intento, desechar los claxonazos y los acelerones, entonces un sonido menos de tigre y más de canario aparece en mi espíritu, logro escuchar al loro que está en el zaguán y que repite una y otra vez lo de lorito dame la pata; logro escuchar la carrera de las gallinas a la hora que la abuela riega maíz en el sitio; logro escuchar cómo las ramas del encino se columpian con el viento que llega desde la Ciénega; logro oír el pespunteo de la aguja de mi madre a la hora que teje. Dejo atrás los ruidos de estos tiempos tortuosos: las sirenas de las ambulancias, el freno con motor de los tráileres, las bocinas que vomitan canciones de moda en todos los locales donde venden ropa. Logro hacer un conjuro y, en lugar del ruido del camión del gas, escucho la rama tierna de la voz de un cenzontle.
Compré un conejo de cuerda, de plástico. Si le doy cuerda mueve sus manitas y toca el tambor de plástico. Me costó veinte pesos. Me lo vendió una muchacha de ojos cafés y pechos generosos. Espero, ahora pido a Dios que así sea, que esos pechos hayan sido auténticos y no fruto de implantes, de plástico.